Capítulo 30: Sofía
El pequeño Manuel dormía en los brazos de Dionisia, quien se sentó debajo de un frondoso sauce. Sofía extendió una manta sobre el césped y comenzó a sacar de una canasta de mimbre los dulces y pasteles que había preparado para la ocasión. Antony no tardaría en llegar y quería que todo estuviera perfecto para recibirlo.
—Todo se ve delicioso —dijo Roberto Páez y extendió su mano dispuesto a tomar un bollo, pero su esposa lo detuvo.
—Será mejor que esperemos a que llegue el prometido de mi hermana, querido —lo regañó Isabel.
—Disculpen —dijo el hombre avergonzado.
—Descuide, creo que Antony no va a notar si solo falta uno —agregó Sofía y le alcanzó la bandeja a su cuñado.
—Gracias. Está muy rico —añadió Roberto con una sonrisa e Isabel resopló por lo bajo.
Una vez que la comida estuvo acomodada, la joven se sentó sobre el césped y tanto su hermana mayor como su cuñado la imitaron. El hombre terminó de comer el bollo dulce y se limpió las manos con una servilleta.
Manuel se despertó y comenzó a llorar con mucha fuerza. Dionisia comenzó a cantarle una nana muy hermosa en una lengua que Sofía no conocía, pero el pequeño no dejaba de llorar.
—Lo cargaré un poco —dijo Isabel y se dispuso a levantarse, pero Roberto tomó su mano.
—Estará bien. Deja que Dionisia se encargue —pidió Roberto.
—No podrá. Manuelito necesita estar con su madre. Tienes migas en la barbilla, por cierto. Intenta no comer nada más hasta que llegue Van Ewen —lo reprendió y fue a buscar a su niño.
Dionisia le alcanzó el bebé y al sentir el contacto de su madre, dejó de llorar casi de inmediato. Isabel le dijo a su esclava algo que Sofía no llegó a escuchar desde donde estaba y juntas comenzaron a caminar por la pradera dejándola a solas con Roberto.
Sofía se sentía algo incómoda, pues no había conversado demasiado con su cuñado y mucho menos sin ninguna compañía. Esperaba que Antony no malinterpretara la situación al encontrarla en compañía de otro hombre, aunque prácticamente fuera de la familia.
Después de todo, los lazos de sangre no habían sido ningún impedimento para que Diego se enamorara de ella. No había vuelto a conversar con su primo desde la noche anterior cuando él la había besado, pero temía que las cosas ya no volvieran a ser como antes. Diego era su mejor amigo y una de las personas más importantes para Sofía, ¿por qué su primo no había podido dejar todo como estaba?
—Me gustaría que me quisiera o por lo menos agradarle un poco más —dijo triste Roberto, mientras miraba a su esposa en la distancia.
—¿Cree que no le agrada a mi hermana, cuñado? —preguntó sorprendida.
—No es que me lo haya dicho, pero así lo siento. Pensé que con la llegada de Manuelito las cosas mejorarían, pero creo que aunque le diera un baúl repleto de joyas y de sedas me seguiría mirando como si no fuera suficiente para ella —confesó algo sonrojado.
—Creo que no es su culpa. Es solo que mi hermana no soñaba con casarse y formar una familia. Nunca fue ese tipo de mujer... —dijo Sofía intentando consolarlo.
—¿Qué es lo que quiere entonces Isabel? —interrogó el muchacho.
—No puedo saberlo con exactitud, pero supongo que era feliz en España cuando sentía que tenía poder sobre sí misma y sobre los demás. Si mi padre se ausentaba se hacía cargo de todo el campo ella sola —agregó Sofía que esperaba no estar causándole problemas a su hermana.
Lo cierto era que Roberto Páez parecía un buen hombre e Isabel no sabía apreciar lo afortunada que era de tenerlo. No tenía nada en común con su hermano menor que en ocasiones resultaba tan apático que rozaba lo descortés.
—Gracias —dijo el muchacho y una pizca de esperanza apareció en sus ojos oscuros.
La joven distinguió a lo lejos que su amado Antony Van Ewen se acercaba cabalgando acompañado por cinco perros blancos y grises que corrían a su lado. Una vez que estuvo lo suficientemente cerca vio que el inglés llevaba abrazado a un precioso cachorrito.
—Mi hermosa dama —dijo Antony deteniéndose frente a su prometida.
—¡Antony! —saludó ella poniéndose de pie.
Se acercó hasta su prometido y tomó en brazos al pequeño perro para que el joven pudiera descender de su montura.
—¡Es tan bonito! —exclamó la muchacha acariciando al cachorrito que la miraba con sus enormes ojos negros.
—Es para usted, mi querida Sofía. Es un hermoso ejemplar que le hará compañía si tengo que viajar —explicó él.
—¿En serio? ¡Muchísimas gracias! Prometo que lo cuidaré mucho. ¿Tendrá que viajar pronto? —añadió ella.
—La vida de un comerciante es así, mi querida. Uno nunca sabe cuándo es necesario partir a hacer negocios. Por eso pensé que el cachorro ayudaría a que no se olvide de mí —reconoció Antony.
—Yo jamás podría olvidarlo —agregó ella sonrojada y él le dedicó una hermosa sonrisa.
Uno de los perros que era tan grande como un lobo olfateaba con cautela a Roberto que se había puesto pálido. Sofía lo miró asustada, pues recordaba muy bien que uno de los perros de Antony había destrozado el brazo de Diego meses atrás.
—No se preocupen. Solo atacarán si perciben que estoy en peligro —explicó el inglés.
Eso no pareció tranquilizar a Roberto que tragó saliva y se levantó muy despacio para poder alejar su cara de los afilados dientes del can. La joven se preguntó si sería posible que aquellos animales fueran tan listos como para percibir a Diego como una amenaza contra Antony Van Ewen.
—Preparé algunos dulces para nuestra merienda. Espero que le agraden —dijo Sofía con modestia fingida y se sentó acomodando al cachorro sobre su falda.
—Se ve todo delicioso, querida. ¿Hoy solo la acompaña el señor Páez? —preguntó sin darle importancia al perro que mantenía acorralado a Roberto.
—Por supuesto que no. Mi hermana y su sirvienta están por aquí, pero como Manuelito Páez estaba inquieto lo llevaron a dar un paseo. No tardan en regresar —se apresuró a responder sin poder ocultar su nerviosismo.
Le aterraba la idea de que su cuñado fuera devorado por las fauces feroces de aquel animal. Afortunadamente Antony dijo unas palabras en inglés y los cinco perros mayores se alejaron del picnic. Tan solo el cachorro inofensivo permaneció con ellos. Roberto respiró y se sentó cerca de la pareja, pero sin apartar la vista de la jauría.
El inglés no dejó de halagar la belleza de Sofía ni su talento para preparar platillos dulces y cuando Isabel regresó ya casi no quedaba nada para comer aunque a ella no pareció importarle. Se mantuvo casi al margen de la conversación durante el resto de la tarde. Sofía esperaba que su hermana no se enfadara con ella por haber sido sincera con su cuñado.
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