Capítulo 28: Amanda
La habitación estaba revuelta y Amanda se sentía cada vez más nerviosa. El padre Facundo le había dado su confianza al prestarle el libro y ella se lo había perdido. Si caía en las manos equivocadas ambos iban a tener muchos problemas. Quizás Sofía o algún miembro de la familia lo había tomado, pero no se animaba a preguntarles por miedo a manchar el buen nombre de Facundo.
Se habían reanudado en la iglesia las reuniones secretas que habían tenido lugar antes del asesinato de los criollos: Franco, Alicia y José a quien Amanda no había llegado a conocer. Aún recordaba la mancha de sangre expandiéndose en la espalda de aquel hombre y los rostros inertes de la pareja todavía la acosaban en sueños.
El padre y Julia le habían explicado la necesidad de que se generase un cambio de mentalidad en el virreinato. Era injusto que existiera tanta diferencia entre los estratos sociales y que a los criollos, solo por haber nacido en el nuevo continente, se los privara de los privilegios que sus padres tenían por ser españoles. Amanda estaba de acuerdo aunque no tenía idea de cómo podrían influir en un cambio. Incluso su familia era muy conservadora en ese sentido.
Cuando se resignó a aceptar que no encontraría su libro, le pidió a un nuevo chofer que la llevara a la iglesia. No pudo evitar echar de menos a Leónidas que siempre había sido su conductor favorito y esperaba que su vida como esposo de la hija de un calderero resultara buena para él.
Una vez en el templo se dirigió a la cocina, pero ni Julia ni el cura se encontraban allí. Quizás la joven viuda había ido a ayudar al doctor Medina, después de todo ella también los acompañaba siempre que le era posible. Le gustaba sentirse útil. Aunque aquello implicaba pasar menos tiempo trabajando en las ilustraciones para el padre Facundo, podía notar que él se enorgullecía de que ella trabajara en una buena causa.
El sonido de un chasquido acompañado de un gemido llamó la atención de Amanda. Se aventuró a adentrarse por primera vez en la vivienda del cura, pues nunca había ido más allá de la pequeña cocina en la que estaba. Abrió con sigilo una puerta que llevaba a un estrecho pasillo y encontró una puerta entreabierta que daba a la habitación del padre Facundo.
El padre se encontraba arrodillado sobre el suelo frente a un antiguo crucifijo de madera. Tenía el torso descubierto y un cinturón de cuerda en la mano. Tres finos cortes abiertos surcaban su espalda y de ellos brotaban algunos hilillos de sangre. La muchacha se llevó la mano a la boca y sintió que su corazón se encogía cuando el cura se azotó a sí mismo la espalda.
—Perdóname Señor, porque he pecado —dijo y volvió a hacerse daño.
Amanda deseaba correr hacia él, quitarle el cinturón de su mano y abrazarlo. Quería mirarlo a los ojos y prometerle que todo iría bien, aunque sabía que no debía estar ahí. Estaba invadiendo un momento muy íntimo de la vida de Facundo y no sabía cómo podría reaccionar si la encontraba allí, espiándolo.
Optó por regresar a la cocina para sentarse y esperar a que fuera él quien se acercara a ella. Se preguntaba por qué el padre sentía tanta culpa que optaba por lastimarse de ese modo. Tal vez él también experimentaba sentimientos que no eran correctos. ¿Acaso el padre estaría enamorándose de ella?
—Amanda, creí que no vendrías. Julia estuvo esperándote y al final optó por ir sola a la casa del doctor —dijo el cura al ingresar en la cocina unos minutos más tarde.
Llevaba la misma sotana remendada de siempre y tenía los ojos enrojecidos. Amanda no estaba segura de qué debía decir en un momento como aquel. Ansiaba poder consolarlo de alguna forma. Le hubiera gustado que él le abriese su corazón y de esa forma poder sanar sus penas.
—Padre, ¿se encuentra bien? ¿Le gustaría que prepare un poco de mate? —preguntó ella poniéndose de pie.
—Aceptaré un poco de mate —añadió regalándole una sonrisa que no alcanzó a llegar a sus ojos color miel.
Amanda asintió y puso a calentar agua para preparar la infusión. Cuando comenzó a cebar el mate, notó que sus manos temblaban.
—¿Todo está bien? —preguntó él con esa capacidad que tenía de descontrolar sus pulsaciones.
—Sí. Lo siento —dijo derramando un poco de agua caliente sobre la mesa.
—No te preocupes. Yo lo limpio —agregó el párroco y tomó un trapo del aparador.
Los movimientos del cura eran más lentos que de costumbre y Amanda lo atribuyó a que debían dolerle las heridas recientes. Cuando se acercó para limpiar la mesa, aunque no llegó siquiera a rozarla, ella pudo sentir su calor.
—¿Tienes miedo? —preguntó él con cautela.
La muchacha no estaba segura a qué se refería el padre. ¿Miedo a estar con él a solas? ¿A haber perdido el libro y ponerlos en peligro? ¿Miedo a que la hubiera descubierto espiándolo en su habitación? Ella lo miró, intentando descifrar sus pensamientos.
—Creo que tu familia no vería con buenos ojos tu oficio de enfermera —explicó el padre.
—Es posible que me echaran de mi casa si es que mi tío no me mata primero. Le rezo a Dios cada noche para que no permita que me descubran porque sé que no es algo malo lo que hago, pero también sé que no lo entenderían —reconoció la joven.
Amanda esperaba que su tío no hubiera tomado el libro, porque en ese caso iba a tener serios problemas. Optó por no decirle al padre nada sobre el ejemplar desaparecido. Él parecía bastante preocupado con lo que fuera que estaba lidiando y no quería causarle más problemas.
El resto de la tarde pasó entre mates, dibujos y conversaciones. El cura se había convertido en la persona favorita de Amanda y hubiera deseado detener el tiempo para hacer eterno aquel momento.
—Usted habla de un cambio en la mentalidad, padre, pero no comprendo cómo podría ser eso posible —dijo Amanda que sentía la confianza suficiente como para manifestar su inquietud.
—Hay muchas formas, pero creo que de a poco se puede lograr. Hay que educar a las personas. Distribuir libros y textos como los que te mostré y hablar con ellos. Se pueden lograr cambios asombrosos a través de las palabras, así como hizo Jesús con sus discípulos... —comenzó a explicar el padre, pero alguien lo interrumpió.
—Yo pienso que una revolución necesita armas y personas dispuestas a dar su vida para defender la causa —dijo Sebastián que estaba junto a Pablo Ferreira en el umbral de la puerta.
—La violencia nunca es la mejor solución —dijo el cura casi con timidez.
Los recién llegados se sentaron a la mesa sin que los invitaran.
—Yo lo haría —confesó el criollo mientras acomodaba su silla.
—¿A qué te refieres? —preguntó el padre Facundo.
—Yo pelearía para que las cosas cambien —explicó Pablo.
Amanda lo miró incrédula y resopló.
—Solo lo dices porque eres criollo, pero me pregunto si estarías dispuesto a tratar a tus jornaleros y peones como iguales. ¿En verdad serías capaz de liberar a tus esclavos para terminar con los estratos sociales? —dijo ella desafiante.
—Lo haría si todos lo hicieran. No tiene sentido renunciar a todo si el mundo sigue girando en el mismo sentido. Si ocurriera una revolución, como dijo Sebastián, y el sistema entero cambiase, entonces renunciaría a mis privilegios y lucharía en contra de las injusticias. De todas formas, ¿qué sabe una española rica sobre injusticias? —dijo Pablo.
El criollo apoyó el codo sobre la mesa y se acarició el mentón.
—¡Olvidas que soy mujer y que las mujeres conocemos mejor que nadie las injusticias! —respondió altiva.
—No sé lo que está tramando, padre, pero Pablo y yo queremos participar —exigió Sebastián muy convencido.
—Muy bien, pueden participar de nuestras reuniones. Sin embargo, no somos más que un grupo de personas que se reúnen a charlar los miércoles por la tarde en la iglesia. No sé por qué, pero presiento que eso no cubrirá sus expectativas, muchachos —añadió el cura.
—Aquí estaremos —prometió Pablo y observó a Sebastián con una sonrisa triunfante.
Ahora Amanda sabía quienes habían hurtado el libro que el padre Facundo le había prestado. Solo esperaba que los muchachos no actuaran de forma impulsiva. No soportaría ver sus cuerpos expuestos en la plaza pública, solo por querer jugar a la revolución.
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