Capítulo 26: Isabel
Isabel apretó el reloj de bolsillo que tenía en la mano cerrada. Alguna vez había pertenecido a su padre y ella, temiendo que el tiempo borrara su recuerdo, optó por llevárselo. No funcionaba, pero para la joven era un símbolo de que el tiempo avanzaba sin piedad para todos.
Antonio Pérez Esnaola no había sido el mejor padre del mundo, pero cuando pensaba en él Isabel volvía a los años más hermosos de su infancia. Regresaba a aquellos instantes en los que fue verdaderamente feliz en los campos de España junto a las personas que quería.
Había renunciado a su patria y a su hogar por la promesa del amor de un hombre a quien no conocía. A pesar de que la melancolía envenenaba sus pensamientos sabía que su vida podría ser peor.
A su lado se encontraba Dionisia de pie y con la mirada ausente propia de quien ya no tiene nada que perder. La negra había sobrevivido a la fiebre que se extendía como una plaga por los trabajadores del campo, pero su pequeño hijo no había tenido tanta suerte.
Roberto estaba una vez más en la ciudad, puesto que la tía abuela de Pablo Ferreira había hecho uso de sus influencias para que pudiera tratar negocios con el mismísimo virrey. La condesa en poco tiempo se había convertido en tema de conversación de todo el pueblo y todo el mundo quería ganarse su favor.
Con ocho meses de embarazo Isabel estaba confinada al interior de la vivienda con una sensación de soledad como inseparable compañera. Isabel notaba su vientre cada vez más tenso y las contracciones eran el recordatorio constante de que era mejor no levantarse de la cama. Besó el reloj de su padre como si fuera un talismán capaz de llevarse su dolor.
Tenía miedo y por primera vez lamentaba que su esposo no estuviera en casa. Era pronto para dar a luz, pero interpretaba las sensaciones de su cuerpo como una señal de alarma. Le había pedido a Dionisia que se quedara con ella.
—Llama a Esteban y dile que vaya a buscar a la partera —ordenó Isabel, sintiendo una puntada de dolor que amenazaba con partir su cuerpo en dos.
Dionisia asintió y salió con prisa de la habitación. El temor invadió el corazón de Isabel. Era pronto para que naciera su hijo y lo sabía. ¿Qué pasaría si Dios decidía arrebatarle a su hijo como se había llevado al niño de su sirvienta... como se había llevado a su padre? Se aferró con tanta fuerza al reloj que se hizo daño.
Esteban entró en la alcoba sin llamar. Se mordía el labio inferior preocupado y no quedaba ni un ápice de color en sus mejillas.
—¿Ya viene el niño? —preguntó y la preocupación alcanzó el timbre de su voz.
Isabel no estaba segura, pero aun así asintió.
—Ve a buscar a la partera —pidió antes de que el dolor en su vientre y en su espalda la obligara a apretar la mandíbula con fuerza.
—La partera falleció hace días. El padre dio una misa en su honor —le recordó el joven.
—Entonces ve a buscar al doctor —gritó y se secó el sudor que perlaba su frente con la manga del camisón.
El muchacho salió a toda velocidad y Dionisia se acercó hasta el lecho sin atreverse a decir nada. Isabel se concentró en intentar acompasar su respiración, pero los nervios y el dolor se lo hacían muy difícil. No pudo evitar sentir pena por su esclava que después de haber pasado por semejante tormento había perdido a su niño.
Sintió que un líquido cálido se extendía por sus muslos y no se atrevió a mirar. Esperaba que su cuñado y el doctor llegaran a tiempo. Rezó en silencio para que todo resultara bien. Sin embargo, tenía un mal presentimiento y esperaba que si Dios decidía llevarse con él a su bebé, que tuviera piedad suficiente como para llevársela a ella también.
Isabel gritó y Dionisia tomó su mano fuerte. Agradecía sentir contacto humano, aunque hubiera preferido que fueran su madre y sus hermanas las que estuvieran acompañándola en ese momento.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que escuchó a su cuñado regresar, pero le pareció que había transcurrido una eternidad. En el pasillo retumbaron sus pisadas y unos instantes después Esteban ingresó a la habitación escoltado por Julia Duarte y por Amanda.
—¿Dónde está el doctor? —preguntó Isabel sin entender qué sucedía.
—Ana Bustamante se cayó por las escaleras y se encuentra grave —explicó Julia.
—Ve por toallas y agua caliente —le ordenó Amanda a Dionisia.
Esteban salió de la habitación y la esclava le soltó la mano a Isabel. Amanda se acercó a su hermana y le acarició el cabello con ternura.
—Todo irá bien —prometió.
El dolor le impedía pensar con claridad. No tenía opción más que poner su vida y la de su hijo en las manos de la hermana del cura. Se encomendó a Cristo y abrió sus piernas para que Julia Duarte la pudiera revisar.
—Vendrá el bebé. Necesito que pujes —añadió Julia apoyando sus manos en las rodillas de Isabel.
—Es pronto... —comenzó a decir la mujer, pero su hermana la interrumpió.
—Tú puedes hacerlo. Estoy contigo —dijo Amanda con una voz que transmitía seguridad.
No entendía por qué Esteban había traído a su hermana y a Julia allí, pero estaba agradecida por la presencia de Amanda. Además, su amiga parecía saber lo que hacía.
—Gracias —dijo Julia cuando Dionisia regresó con lo que le había pedido.
Isabel pujó primero siguiendo las indicaciones de la hermana del cura y después siguiendo los impulsos propios de su cuerpo. Su corazón latía a toda velocidad y comprobó que hasta ese momento no había conocido el auténtico dolor.
—Ya no puedo —suspiró agotada después de lo que parecieron horas.
—Solo un poco más. Ya casi lo logras —le prometió Julia.
Pujó con todas sus fuerzas. Sintió que se desgarraba por dentro, pero aun así no se detuvo. Gritó desde lo más profundo de su garganta y lo hizo con tanta fuerza que hasta los trabajadores del campo debían haberla escuchado.
—¡Ya está aquí! —exclamó Julia con lágrimas en las mejillas.
El llanto del bebé invadió la habitación y aunque Isabel nunca lloraba, no pudo evitar hacerlo en ese momento. Era muy pequeño y cuando Julia se lo alcanzó lo sostuvo con una sola mano. Su niño estaba colorado y bastante arrugado. Tenía su escaso cabello negro pegajoso y enmarañado, pero era lo más hermoso que Isabel hubiera visto jamás. Se bajó el camisón dispuesta a amamantar a su hijo por primera vez.
—Yo debería hacerlo, ama —dijo Dionisia casi en un susurro.
—No, yo quiero hacerlo —se negó ella.
El pequeño solo tomó un poco de leche del pecho de su madre antes de sumergirse en un profundo sueño arrullado por Isabel.
Amanda besó la frente de su hermana y salió de la habitación. Pocos minutos después regresó con Esteban. Isabel nunca había visto a su cuñado tan contento.
—¡Es tan bonito! Creo que tiene los rasgos de mi padre —susurró, sentándose en la cama para verlo mejor.
—¿Cómo se llamaba tu padre? —preguntó Isabel sin dejar de ver al niño.
—Don Manuel Páez —respondió el muchacho.
—Es un bello nombre. Creo que a Roberto también le gustará. ¿Qué te parece, pequeño...? ¿Quieres llamarte Manuel, Manuel Antonio Páez? —preguntó Isabel mirando a su hijo con una ternura que no era propia de ella.
El niño se movió en sueños y ella acarició su frente con suavidad.
—Creo que le gusta su nombre —comentó Amanda que sonreía de pie junto a Esteban.
El pequeño estaba agotado y dormía tranquilo. Después de todo, nacer no parecía ser tarea fácil.
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