Capítulo 23: Amanda

Aquella mañana Amanda se despertó temprano y luego de desayunar con su familia le pidió a Leónidas que la llevara a la iglesia. El muchacho estaba muy pálido y parecía distraído, pero no replicó.

—¿Te encuentras bien? —preguntó la joven una vez que estuvieron solos en el exterior.

Su tío le había contado que algunos peones de su campo se habían enfermado y ella no podía evitar sentir preocupación por el sirviente.

—¿Eh? Sí. Gracias por preguntar, es solo que no descansé muy bien anoche —confesó el muchacho, mientras la ayudaba a subir a la carreta.

Amanda le sonrió con picardía, pues ahora lo comprendía todo. Había escuchado a Sebastián llegar a hurtadillas a mitad de la noche. Era posible que se hubiera encontrado con alguna muchacha del pueblo y que Leónidas lo hubiese acompañado.

El conductor azotó los caballos y comenzaron a ganar velocidad. La joven llevaba los últimos dibujos que había hecho, de los cuales estaba bastante orgullosa. Sofía se había prestado a posar como la virgen María y estaba muy feliz de que su rostro quedara inmortalizado en el libro sagrado del padre Facundo.

Por el contrario Diego se había negado a ser retratado para ese fin. Amanda aún no había juntado valor suficiente para preguntarle al cura si estaba dispuesto a posar para ella. Lo había dibujado a escondidas, pero claro que aquello el párroco no lo sabía. Durante los últimos días, Diego se había mostrado distante y melancólico, quizás comenzaba a extrañar su patria. Después de todo, hacía casi un año que se habían marchado.

Amanda se sentía bien recibida en el nuevo continente, a pesar de que en él había perdido a su padre, quien le hacía mucha falta. El cura y su hermana eran un gran apoyo emocional para ella. Incluso había trabado una buena amistad con Pablo Ferreira, aunque sospechaba que sus acercamientos a la iglesia tenían más que ver con su deseo de conquistar a Julia Duarte que con su amor a Dios.

Al llegar a su destino se despidió de Leónidas, cruzó la iglesia vacía y se dirigió a la cocina. Saludó a su amiga que estaba preparando un poco de pan.

—Facundo salió a hacer unos recados, pero no tardará en llegar —explicó la hermana del cura.

—Está bien. Cuando él regrese les enseñaré a ambos los nuevos dibujos que hice —agregó Amanda al tiempo que se sentaba.

—Hace varios días que tu primo y su amigo no aparecen —comentó Julia.

Se apartó un mechón de cabello rojizo, que le caía rebelde en el rostro, y dejó una línea de harina sobre su nariz. Amanda sonrió divertida. Durante los últimos meses Pablo arrastraba a Sebastián a la iglesia los días de semana. Aunque ponía diversas excusas, era evidente que su único fin era acercarse a Julia. A pesar de que la hermana del cura fingía no tener el menor interés por el criollo, era notable que disfrutaba ser el centro de atención de uno de los solteros más codiciados de los alrededores.

—No lo sé. Cuando salí de La Rosa Sebastián aún dormía. Si quieres más tarde vamos a mí casa. Si no vienen aquí, lo más probable es que estén allí. Mi tío bromea y dice que en cualquier momento tendrá que adoptar a Pablo —se limitó a decir.

Optó por no mencionar que su primo había pasado gran parte de la noche afuera y tampoco comentó el estado en el que había visto a su chofer. Fuera lo que fuera lo que hubieran estado haciendo los muchachos, lo más probable era que Pablo Ferreira también hubiese estado involucrado. El criollo estaba haciendo su mejor esfuerzo para conquistar a Julia y no iba a ser ella quien le arruinara su oportunidad, si es que tenía alguna.

—Tal vez... ¿Sabías que le pidió mi mano a mi hermano? —preguntó Julia divertida.

Amanda la miró asombrada. No imaginaba a Pablo como una persona interesada en sentar cabeza. Siempre le había recordado a Sebastián. Lo veía como alguien que se dejaba guiar más por el deseo que por las formalidades.

—¡Vaya! ¿Qué le dijo el padre? —interrogó Amanda.

—Lo mismo que le dijo al joven Simón, que a diferencia de mi primer matrimonio el segundo será por amor. Le explicó que si quiere mi mano deberá ganarse primero mi corazón —contó, dándole forma a la masa que tenía entre las manos.

—¿A ti él qué te parece? —insistió Amanda.

—No lo sé. Según me han dicho, es demasiado mujeriego. Creo que solo le intereso porque no puede tenerme. Tarde o temprano se aburrirá —explicó y se encogió de hombros para restarle importancia.

Aunque Amanda se moría de ganas por seguir conversando de temas del corazón con su amiga, la llegada del padre Facundo interrumpió su charla. No estaba solo, el médico del pueblo lo acompañaba. A pesar de que la joven nunca había tenido la oportunidad de conversar con el doctor Máximo Medina, todo el mundo sabía quién era. Si bien parecía cansado y comenzaba a peinar sus primeras canas era un hombre elegante y atractivo.

Los recién llegados saludaron a las damas con cordialidad y el cura dejó unas verduras, que había comprado, sobre la mesa. Amanda le regaló una sonrisa tímida al padre cuando pasó frente a ella. Él apartó la vista, pero ella observó triunfante que sus mejillas habían ganado algo de color.

—Julia, querida, lamento tener que pedirte esto, pero creo que podrías ser de mucha ayuda para el doctor. Verás, ya son muchos los que se contagiaron de esa fiebre que comenzó entre los esclavos. Por desgracia, incluso la partera que lo estaba ayudando se enfermó. ¿Puedes acompañar al doctor Medina en las siguientes visitas que tiene que hacer? —le pidió el padre a su hermana.

—Sí, no hay problema. Me alegra poder ayudar. Solo denme unos minutos para que pueda quitarme la harina de encima. ¿Amanda me acompañas? —preguntó Julia, mientras se limpiaba las manos y los brazos con un trapo húmedo.

El padre Facundo frunció apenas el ceño y Amanda comprendió por qué. Aunque las intenciones de Julia hubieran sido buenas, su madre y sus tíos jamás le permitirían ayudar al médico e ir a recorrer las casas de los enfermos. Pero de cualquier forma ella ansiaba poder ayudar y quizás si tenía suerte en su hogar nunca lo sabrían.

—Con gusto los acompañaré. Si no le molesta, claro —agregó la joven Pérez Esnaola mirando al doctor.

—La verdad es que me harían un gran favor —reconoció el doctor Máximo Medina con una sonrisa afable.

—Creo que sería mejor que regresaras a La Rosa, Amanda —sugirió el padre.

—Volveré antes de que Leónidas venga por mí. Se lo prometo —dijo Amanda con una mirada desafiante y le alcanzó al párroco la carpeta que contenía sus dibujos.

Él la observó con cautela y tomó lo que la joven le ofrecía.

—Muy bien, no te impediré ir. Sin embargo, si vienen a buscarte y aún no estás aquí no voy a mentirles —advirtió, alejándose un paso hacia atrás.

—Estaré aquí antes de que llegue Leónidas, pero si viene Sebastián a preguntar por mí, puede decirle la verdad. Estoy segura de que él no le dirá nada a mi madre ni a mi tío —aseguró la muchacha con el corazón latiendo a toda velocidad.

Había cierta emoción en ir en contra de lo establecido. En romper las reglas bajo el riesgo de que la descubrieran. Lo prohibido la atraía como la llama de una vela que atrae a las luciérnagas. Lo mejor de todo era que, aunque el cura no estaba dispuesto a mentir por ella, había prometido no delatarla. Tener su complicidad resultaba casi tan bonito como obtener su amor. 




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