Capítulo 18: Amanda



Amanda estaba ansiosa por mostrarle al padre Facundo los nuevos dibujos que había realizado para que formaran parte de la Biblia ilustrada en la que estaban trabajando. Atravesó el pasillo arrastrando su vestido sobre la alfombra roja que conducía hasta el altar, pero el templo parecía vacío. Se dirigió hacia el confesionario, pero el padre tampoco se encontraba allí.

Estuvo a punto de marcharse, pero escuchó risas provenientes del otro lado de una puerta entornada que estaba a pocos pasos de ella. Avanzó con sigilo y se detuvo en el umbral. No llegaba a ver a las personas en el interior de la habitación, pero distinguió la voz del padre Facundo. Casi tuvo que pegar la oreja a la placa de madera para entender lo que estaba diciendo el cura.

—Julia, querida, tu presencia aquí me hace el hombre más feliz del mundo. No te puedes dar una idea de lo mucho que te he extrañado —le confesó el padre a la mujer que se encontraba con él.

—Los días me parecían eternos desde que te enviaron a este pueblo. Ya casi nunca ibas a visitarme. Tal vez me instale por aquí. Nada me retiene en Luján —agregó la muchacha.

—Si me hubieras escrito que venías hubiese preparado algo para recibirte —dijo el párroco.

—Pensé que era mejor darte una sorpresa. Además, fue algo que decidí de repente. La soledad me agobiaba y sentí la necesidad de volver a abrazarte —añadió Julia.

—Entonces ven y dame otro abrazo —agregó y se escuchó el movimiento de las sillas.

Amanda no podía creer lo que estaba sucediendo y sintió que su corazón se oprimía. El cura siempre le había parecido un hombre honrado, pero ahora se lanzaba a los brazos de una mujer. Con los labios apretados por la rabia y la desilusión que sentía, la joven golpeó tres veces el marco de la puerta. Fingiría no haber escuchado sus confesiones, pero la invadía una imperiosa necesidad de frustrar ese encuentro a como diera lugar. Esperó una respuesta conteniendo la respiración.

—¿Quién es? —preguntó el cura.

—Amanda —respondió ella con una voz que no sintió como propia.

Se escucharon pasos y un instante después Facundo abrió la puerta por completo. Hizo una señal a Amanda para que ingresara y le regaló una sonrisa amable.

—Adelante, por favor. Quiero que conozcas a alguien muy especial para mí —dijo.

Amanda no podía creer semejante desfachatez. ¿Acaso pretendía hacerla partícipe de sus fechorías? Ella podría haber ayudado a Sebastián en ciertas ocasiones a encontrarse con alguna mujer a escondidas, pero no estaba dispuesta a ser tan permisiva con el padre Facundo al que suponía un hombre entregado a Dios. Estaba dolida y no iba a perdonarlo. Se lo contaría a todo el mundo para que los apedrearan en la plaza pública. Siempre había imaginado que si el cura alguna vez abandonaba los hábitos sería para estar con ella.

—Julia, ella es Amanda Pérez Esnaola. Me está ayudando a elaborar una Biblia ilustrada. Su talento es incomparable. —El padre hizo una pausa y continuó—: Amanda, ella es Julia, la viuda de Don José Duarte. Es mi hermana menor. Está de visita, pero con un poco de suerte el pueblo logrará conquistarla como lo hizo conmigo y se quedará con nosotros.

Amanda se sentía completamente tonta. Había dudado del hombre más bueno del mundo. Julia le sonreía parada junto a una pequeña mesa de madera gastada. Llevaba sus bucles cobrizos recogidos en un tocado y sus ojos celestes estaban teñidos de bondad.

—Me encantaría poder contemplar sus obras —agregó Julia con voz suave.

—Está bien, pero no son más que algunos bocetos —aceptó Amanda, un poco avergonzada.

Los tres se sentaron a la mesa y mientras Julia contemplaba los dibujos maravillada, Facundo les cebaba unos mates amargos.

—¡Son fantásticos! Mi esposo era pintor y hacía retratos por encargo. Créame que sus obras no tienen nada que envidiarle, señorita Amanda —dijo Julia.

—¡Muchísimas gracias! Lamento oír lo de su esposo. ¿Falleció hace mucho? —preguntó la joven.

—No se preocupe. Ocurrió hace casi dos años y todos sabían que sucedería. Era un hombre mayor y estaba enfermo. Tenía la esperanza de concebir un heredero antes de morir. Por desgracia partió pocos días después de la boda. Su familia me sigue culpando por no haberle dado un hijo que justificara el haberme incluido en su testamento —contó la joven viuda con el rostro un poco tenso.

Amanda no pudo evitar sentir pena por la muchacha que tendría más o menos su edad. La habían casado con un viejo moribundo y había quedado viuda muy joven.

Pasaron el resto de la tarde conversando de distintos temas. Facundo y Julia habían crecido en un hogar humilde. Su padre había sido carpintero y su madre lavandera. El pintor le había pagado los estudios a Facundo a cambio de la mano de Julia de quien se había enamorado a primera vista cuando ella no era más que una niña. Ninguno se atrevió a decirlo, pero enviudar tan pronto era quizás lo mejor que le podía haber pasado a la hermana del cura.

Alguien llamó a la puerta desesperado y el padre Facundo se levantó para abrir. Eran Leónidas y Pablo Ferreira. Las muchachas se pusieron de pie y se acercaron a ellos. Algo malo sucedía. El criado tenía los ojos enrojecidos y en sus mejillas polvorientas se distinguía el camino marcado por las lágrimas que ya se habían secado.

Pablo parecía alterado y estuvo a punto de decir algo. Sin embargo, enmudeció al ver a Julia. Facundo iba a presentarlos, pero Leónidas lo interrumpió.

—Señorita, su padre... —comenzó a decir, pero sus ojos se llenaron de lágrimas y tapándose el rostro con las manos no se atrevió a continuar.

—Se cayó del caballo —terminó la frase Pablo, obligándose a apartar sus ojos de Julia.

—¿Está bien? —preguntó Amanda, a pesar de que sabía la respuesta.

Pablo negó con la cabeza muy despacio.

—Lamento mucho su pérdida —agregó el criollo con la voz ronca y suave.

—¡Nooo! —gritó Amanda con el corazón desgarrado y se abrazó al padre Facundo que estaba junto a ella con la mirada sombría.

El cura la rodeó con los brazos conteniendo todo su peso. Amanda sintió la ausencia de su padre como un eclipse de sol. Él siempre había estado para ella y ahora sin previo aviso se había marchado. Los buenos recuerdos que habían vivido juntos se sucedían en su mente y acrecentaban el dolor de la pérdida que se aliaba con el miedo de saber que nunca más lo iba a volver a ver.

Alguien dijo algo, pero el mundo había dejado de tener sentido para Amanda y solo pudo ignorarlo. Unas manos firmes la separaron de los brazos de Facundo que evitaban que se hundiera en un profundo abismo. El padre la soltó y ella sintió frío. Intentó dar un paso, pero sus piernas se negaron a sostenerla. Alguien, que no era el padre Facundo, la tomó en brazos y la cargó hasta el exterior. Los rayos del sol la obligaron a entrecerrar los ojos y a apartar la vista del cielo. Pablo la llevaba hacia un carruaje, lejos de la iglesia y lejos de Facundo.

—¡Iré esta noche a hablar con Doña Catalina y la familia! ¡Recuerda que en los peores momentos, cuando todo parece perdido, es cuando Dios está más cerca! ¡Busca refugio con él! —le gritó el cura desde la escalinata de piedra de la entrada.

Amanda pensó que si Dios hubiera estado cerca de ella, no le habría arrebatado a su padre. No respondió y se limitó a observar el suelo desde los brazos de Pablo. La sombra de un ave los siguió hasta que el criollo la acomodó en el interior del vehículo.

—¿Quién va a cuidar de nosotras ahora? —se lamentó Amanda, cuando Leónidas azotó a los caballos y comenzaron a ganar velocidad.

—Son mujeres fuertes. No necesitan que nadie cuide de ustedes —respondió Pablo y cerró la cortina que estaba de su lado.

El sonido de las campanas de la iglesia acompañaba su viaje y parecía intentar advertirles a los ángeles que debían escoltar el alma de su padre hasta el cielo. Las lágrimas volvieron a surgir en sus ojos color esmeralda y Pablo en un vano intento por consolarla la rodeó con un brazo. El dolor se volvía insoportable y oprimía su pecho dificultando el paso del aire a través de su garganta. 




Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top