Capítulo 17: Sebastián


A medida que transcurrían los días, los huéspedes fueron partiendo hacia sus hogares y La Rosa recuperó su tranquilidad habitual. Aunque Isabel se había marchado hacía menos de una semana, su ausencia generaba cierta sensación de melancolía que se extendía como una sombra entre los miembros de la familia Pérez Esnaola.

Sofía le había pedido permiso a su padre en más de una ocasión para que le permitiera ir a visitar a su hermana mayor. Sin embargo, Antonio había sido tajante en la decisión de que nadie molestara a la feliz pareja mientras vivían su luna de miel. Doña Catalina, por su parte, solía colocar un plato de comida de más y aunque al principio Sebastián se había burlado de ella, finalmente comprendió que el dolor de una madre no era motivo de risa.

Aquel sábado uno de los sirvientes de Juan Bustamante se presentó en la casa y les comunicó que su patrón los invitaba a ir de cacería. También acudirían su hijo Mariano y Pablo Ferreira. Sebastián esperaba con cada fibra de su ser que la suerte le volviera a sonreír como había ocurrido la última vez que había ido a cazar. Deseaba poder encontrarse a escondidas con su querida Ana.

Óscar le pidió a Leónidas que ensillara cuatro caballos. Pasarían a buscar al criollo y se encontrarían con los Bustamante en un pequeño bosquecillo.

—Puedes llevarte a Génesis si quieres, primo. Es la más rápida y quizás te dé algo más de suerte esta vez —le dijo Amanda a Sebastián.

Génesis era la yegua favorita de la muchacha. Sumisa y hermosa, destacaba con su crin plateada entre los demás caballos del establo.

—No me decepciones otra vez —bramó su padre fulminándolo con la mirada.

Sebastián sopesó la posibilidad de pasar por el mercado y comprar algunas liebres después de su encuentro furtivo.

Cuando llegaron a Esperanza, la estancia de Pablo Ferreira, el criollo aguardaba montado sobre un caballo negro. Sin perder tiempo se pusieron en marcha hacia el bosquecillo en el que los esperaban los Bustamante. Don Juan y su hijo ostentaban unas costosas armas nuevas e iban montados en un par de corceles blancos. Presumían con orgullo de aquellos bienes a los que podían acceder gracias a Antony Van Ewen. Es decir, gracias al contrabando.

—Iré con Diego. No quisiera que los otros me peguen su mala suerte —dijo Mariano en un tono socarrón y Pablo se burló imitándolo a sus espaldas y exagerando sus expresiones.

—Yo voy a ir con Pablo —se apresuró a decir Sebastián.

—Bien, yo iré con ustedes. ¡Les enseñaré cómo cazar! ¡No se preocupen que esta vez no volverán con las manos vacías! —añadió Don Juan Bustamante y los muchachos intercambiaron una mirada cargada de desilusión.

—¡Vamos, Antonio! Vamos a demostrarles a Juan y a estos niños cómo cazan los hombres de verdad.

Óscar y su hermano partieron a toda velocidad dando inicio a la feroz competencia. El grupo de Sebastián comenzó a cabalgar hacia el poniente, dejando atrás a Diego y a su compañero que parecían estar trazando una estrategia para ganar. Ya que los planes del muchacho habían sido frustrados por el esposo de Ana, el joven decidió que haría todo lo que estuviera a su alcance para limpiar su nombre dando su mejor esfuerzo durante la cacería.

Guiados por Juan Bustamante, no tardaron en toparse con una hilera de patos que caminaban en fila junto a un arroyo.

—No hagan ruido —les advirtió el hombre mientras se bajaba con una considerable destreza de su corcel.

Pese a estar avanzado en años y de portar un poco de sobrepeso, Bustamante era bastante ágil. Sebastián y Pablo lo imitaron procurando no hacer ruido.

El viejo dio unos cuantos pasos hasta camuflarse detrás de unos arbustos. Desde donde estaba, Sebastián pudo notar la incipiente calvicie del hombre oculta por el escaso cabello rojizo veteado de canas.

Los muchachos siguieron a Juan Bustamante, pero se detuvieron cuando una rama se partió debajo del pie de Pablo Ferreira que se sonrojó abochornado.

—¡Silencio, niños! —los reprendió en voz baja el hombre.

Sebastián no pudo evitar que un sentimiento de rabia e impotencia invadiera su cuerpo. Los llamaba niños cuando su propia esposa era menor que ellos. Compadecía a su pobre Ana que tenía que soportar a este desagradable sujeto cada noche en su lecho, mientras que él en la soledad de las madrugadas tan solo podía conformarse con su recuerdo.

Bustamante alistó su rifle y se preparó para apuntarle a los patos. A pocos pasos de él, Pablo lo imitó. Sebastián cogió fuerte su arma entre las manos, pero su mira estaba puesta en el tentador blanco que proporcionaba aquel lugar sin cabello en la cabeza del anciano.

Fantaseó por una fracción de segundo y se vio jalando el gatillo. Podría alegar que había sido un accidente y Ana por fin sería libre para estar con él. Pablo lo rodeó con un brazo y lo giró hacia un lado logrando que aparte la mirada de don Bustamante.

—¡Mira! ¡Un conejo! —señaló el criollo, guiando el arma de su amigo hacia unos matorrales cercanos.

El muchacho no mentía. Efectivamente un conejo blanco y gordo había clavado sus ojos rojos en ellos. Tenía las orejas hacia atrás y sus mejillas se inflaban con cada respiración.

Sebastián disparó, pero el conejo fue más rápido y lo perdieron de vista. Juan Bustamante comenzó a soltar improperios contra los jóvenes amigos. El estridente estallido del rifle había espantado a todos los patos que se alejaban volando. Pablo y Juan intentaron atinarles algún tiro en pleno vuelo, pero resultó en vano.

—¿En qué estabas pensando, muchacho? ¡Con las ganas que tenía de comer pato a la naranja! —le gritó Bustamante a Sebastián con las mejillas enrojecidas por la ira.

—Lo siento —se disculpó el joven.

Pablo lo miraba con cautela, pero no dijo nada. Aunque no hubiera pensado llevar a cabo sus fantasías homicidas, Sebastián estaba seguro de que su amigo lo había visto apuntándole al viejo a la cabeza. Un grito seguido de un pedido de auxilio por parte de su padre lo sacó de sus pensamientos.

Los tres hombres dejaron de lado sus diferencias y se subieron a sus caballos. Partieron al vuelo entre los árboles para acudir al llamado de Óscar Pérez Esnaola. Escucharon un disparo proveniente de otro punto del bosque, pero lo ignoraron. El hombre continuaba gritando. Las ramas desnudas de los árboles les arañaban el rostro y las manos, pero no se detuvieron ni aminoraron la velocidad.

Sebastián distinguió a la yegua color caoba de su padre caminando despacio y la tomó de las riendas para que no se escapara. Avanzaron durante algunos segundos y distinguieron una imagen que jamás podrían borrar de sus mentes.

Antonio Pérez Esnaola yacía en el suelo rodeado de un charco de su propia sangre. Tenía los ojos verdes abiertos de par en par y su cabeza reposaba sobre una roca puntiaguda en una posición antinatural.

Pablo Ferreira se apeó del caballo y se acercó al tío de su amigo. Tragó saliva y colocó dos dedos sobre el cuello del hombre.

—Está muerto —dijo confirmando lo que ya todos sabían.

—¡Por el amor de la virgen y de todos los santos! —gritó Diego que acababa de llegar cargando un zorro muerto sobre los hombros.

—¿Cómo pudo pasar algo así? —se aventuró a preguntar Mariano que estaba tan pálido como el cadáver.

—Su caballo vio una serpiente y se asustó. Antonio cayó y el animal escapó —explicó Óscar y se acercó para cerrar los ojos de su hermano menor.




Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top