Capítulo 13: Amanda


Amanda acarició con la yema de los dedos un terciopelo negro al que el sol otorgaba reflejos azulados. La muchacha había optado por acompañar a su madre y a su hermana mayor al mercado de vendedores ambulantes que habían armado sus puestos en la plaza del pueblo. Faltaba poco tiempo para la boda de Isabel y era necesario que armara un ajuar acorde a su posición. Sofía había ido a merendar a la casa de una de las jovencitas que habían conocido en la iglesia, por lo que la menor de las Pérez Esnaola no las acompañaba. Tampoco María Ester, quien había optado por pasar la tarde en la estancia junto con sus hijos.

—Cuando te conviertas en la señora de Páez vas a poder organizar reuniones con las familias más influyentes del virreinato e incluso de España. Serás la mujer de la casa y como anfitriona recaerá en ti la responsabilidad de que tu familia se mueva entre los más altos círculos de la sociedad —le explicó Catalina a Isabel.

La joven asintió con la cabeza y le indicó al vendedor que le alcanzara una tela bordada con hilos de plata.

Amanda se alejó apenas para observar más de cerca las joyas de un negocio cercano. Un brazalete de oro le llamó la atención y estuvo a punto de probárselo cuando un hombre pasó corriendo a toda velocidad y la empujó. La joven no pudo mantener el equilibrio y sintió la piel de sus palmas y rodillas rasparse cuando cayó sobre la tierra reseca. Antes de levantarse lo observó alejarse algunos metros. La tela de sus pantalones y de su camisa estaba sucia y raída.

La joven se puso de pie y se apartó justo cuando un grupo de soldados derrumbó el puesto que había estado mirando. Todo ocurrió demasiado rápido. El vendedor soltó un improperio y comenzó a levantar las joyas de la tierra. Amanda alcanzó a ver cómo dos soldados disparaban. Uno de ellos no le atinó a su objetivo, pero el sonido ensordecedor del tiro fue suficiente para sembrar el pánico en todo el mercado. Las personas alrededor de la joven se empujaban y corrían. El segundo disparo alcanzó por la espalda al hombre que la había empujado y lo derribó. Durante algunos instantes, Amanda fue incapaz de apartar la mirada de la sangre que se expandía como si fuera una mancha de tinta roja sobre la tela blanca de la camisa del caído.

—¡Este hombre era un traidor a su majestad, el rey de España! —gritó uno de los soldados, levantando del pelo al desdichado para que los presentes vieran su rostro inerte.

Cuando el soldado realista volteó hacia Amanda, la joven supo que no podría borrar jamás de su mente aquella imagen. Aunque cerró sus ojos, la mirada sin brillo y el rostro deformado por el dolor del hombre seguían allí.

Amanda entreabrió apenas los ojos y vio cómo arrastraban a dos personas. Se trataba de un hombre y una mujer a los que obligaron a arrodillarse en medio de la plaza. Algunos curiosos se acercaron para ver lo que sucedía. Ella, por su parte en cuclillas, se aferró a un trozo de madera rota del puesto de joyas y sintió que todo su cuerpo se tensaba.

—¡Observen a estos traidores! Se los ha encontrado conspirando en contra de Su Majestad —gritó alguien.

—¡Piedad! —pidió el muchacho arrodillado.

En cuanto escuchó su voz Amanda lo reconoció. Lo había visto antes en la iglesia, se trataba de Franco; y la mujer a su lado, que lo miraba con el rostro cubierto de lágrimas, era Alicia, su prometida.

—¡Nooo! —gritó Amanda, pero el sonido que salió de sus labios quedó oculto tras el estridente ruido de las balas.

Les habían disparado a los criollos en el medio de la frente y ahora yacían de espaldas, mirando al sol, con los ojos cegados por la muerte.

Amanda no podía dejar de temblar. La impresión había sido tan grande que ni siquiera era capaz de llorar. La gente parecía llegar de todas partes y se acercaba para ver la escena. Las voces a su alrededor la hacían sentirse perdida y mareada. Seguía viendo los cuerpos a través de las piernas de la multitud. Quería apartar la vista de allí, pero no podía moverse. Incluso respirar se volvía cada vez más difícil.

Alguien tocó su hombro y la hizo estremecer. No opuso resistencia a los brazos que jalaron de ella para que se incorpore. Solo cuando estuvo de pie distinguió que era el padre Facundo quien la apartaba del caos.

Se dejó guiar por el cura hasta la iglesia que se alzaba imponente frente a la plaza. Si él la hubiera soltado, casi con seguridad se habría vuelto a caer. Era la primera vez que veía un fusilamiento y nunca antes habían asesinado a alguien que conociera. No había hablado demasiado con Franco y con Alicia, pero le habían parecido personas amables. Se preguntaba qué podrían haber hecho para merecer tan terrible suerte.

El frío del interior del templo la hizo reaccionar.

—Mi madre y mi hermana... —murmuró, reparando en que se había separado de ellas.

—Estarán bien. En cuanto se despeje la multitud iremos a buscarlas —prometió el párroco y ambos se sentaron en la banca más cercana a la entrada.

—Franco y Alicia fueron... —comenzó a decir Amanda, pero el padre la interrumpió.

—Asesinados, lo sé. No merecían morir así.

—¿Entonces eran inocentes? —interrogó.

—Tan inocentes como la mayoría de las personas en este pueblo. Solo se quejaron por los impuestos que siguen aumentando injustificadamente y que los trabajadores no pueden pagar. Todo el mundo lo piensa, pero cuando los pensamientos salen por la boca hay que tener cuidado quién está escuchando —explicó el padre y luego comenzó a rezar por las almas de las personas a las que les arrebataron la vida por no saber callar.

Amanda esperó a que el cura terminara de decir sus oraciones y le preguntó:

—No lo comprendo, si los impuestos no son justos, ¿por qué no piden una audiencia con el oidor?

Su padre le había contado en una ocasión que existía un funcionario leal al rey que mediaba entre la corte y los habitantes del virreinato.

—Muchos han hablado con él, pero bajar los impuestos o velar por los derechos de la gente parece ir en contra de sus intereses personales —respondió y bajó la vista.

Un profundo deseo de ayudar se apoderó de Amanda, pero no sabía qué podía hacer ella al respecto sin poner su vida también en riesgo. Había sido necesario viajar hasta los confines del mundo para que pudiera darse cuenta de que existían la injusticia y el horror.  




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