27. Cleo
Hola! Feliz viernes!
Creí que esta semana no llegaba más a su fin, pero al fin es viernes y no miento al decirles cuánto me sube al ánimo y me alegra ve todos sus votos y comentarios... En serio, nunca duden en comentar. Aunque sea una tontería, no tienen idea de cómo me alegran el día. Y esta tarde tenemos nuestro live semanal en SofiDalesioBooks, además de que al parecer mañana otra cuenta en instagram hará un juego sobre mis historias así que se vienen más videos de Sofi fallando en responder cosas que ella misma crea.
Como siempre, no se olviden de votar y comentar al final del cap! Muero por leerlos hoy.
Y ya que debería estar escribiendo el final de Cinco de Oros estos días, la pregunta es simple: qué pasará con las joyas del Nilo al final?
Xoxo,
Sofi
***
Debería haber pensado mejor sus acciones. No era un arrepentimiento, solo un hecho. Lo supo tan pronto como se despertó, y todo su cuerpo se quejó de dolor. ¿En qué había estado pensando? Gimió y se hizo ovillo a un lado, intentando dilucidar algo en el torbellino de recuerdos y sombras que era su mente. La noche, el dolor, los golpes... Todavía podía saborear asquerosos restos de sangre en su boca.
Era su culpa. Había sabido exactamente lo que pasaría si rompía las reglas, Dorant le había advertido. Debió haber escuchado su instinto en vez de ir a Cross Station creyendo que nada pasaría. Siempre algo ocurría allí. ¿Qué había esperado? ¿Que Dorant fuera justo y honesto? Ella había sabido en lo que se había metido. Dorant era justo, cuando no involucraba su propia sangre.
—No deberías moverte.
Se sentó al escuchar esa voz, y se arrepintió al instante. El dolor la apuñaló en el abdomen. Ahogó un gemido. Bien, lo entendía, mala idea. Con cuidado tanteó sus costillas, asegurándose de que ninguna estuviera rota. Tampoco vendajes. No debía ser nada grave. Solo unos cuantos hematomas. Podía tolerarlo. Pero estaba segura como el infierno que no le agradecería a Dorant por haber sido blando con ella.
—Te lo dije.
Cleo miró de un modo letal a Hermes. Si hubiera sido capaz, se hubiera puesto de pie para callarlo y echarlo de su habitación. Él estaba sentado en un rincón en su escritorio, un libro en mano. Tan fresco como siempre, tan elegante. Hermes suspiró al bajar su libro y se puso de pie. Cleo lo siguió con su mirada. No le gustaba que estuviera allí, y como se atreviera a hacer algo...
Él cogió un vaso de agua de la mesa de noche junto con un blister de píldoras y se lo alcanzó. Cleo lo miró con desconfianza antes de aceptarlo, ni siquiera había notado que aquello estuviera allí. Bebió un necesario trago de agua para quitar el horrible sabor de su boca y acto seguido cogió dos píldoras. Hermes le arrebató el vaso antes que ella pudiera hacer algo, pasando un pañuelo por los bordes para borrar la marca de sus labios.
—¿Quién me puso mi pijama? —preguntó ella.
—¿Has visto el estado en que te encuentras y esa es tu primera preocupación? —respondió él y suspiró ante su insistente mirada—. La doctora que te trató.
—No estaba tan mal —murmuró Cleo.
—No tienes idea —dijo Hermes y su dura mirada estuvo en ella—. ¿Qué sucedió?
—Nada bonito al parecer —Cleo tanteó su rostro, conteniendo una mueca de dolor al confirmar que definitivamente tenía un golpe en su mandíbula.
—¿Qué recuerdas?
Cross Station. La invitación. Los golpes. La noche. El dolor. El sabor de la sangre. Las palabras de Dorant. El innecesario golpe en el rostro, necesitaba un espejo cuanto antes para chequear eso. El engaño. Janus. El mensaje de su padre...
—¡Cazzo!
Se abalanzó enseguida sobre todas las cosas en su mesa de noche, cogiendo con ambas manos su móvil personal y sintiendo su corazón detenerse al comprobar la hora y el día. Estaba tarde. Se suponía que hacía varios minutos debía estar en Saint Pancreas. Ignoró por completo a Hermes y se contuvo de quejarse de dolor al ponerse de pie, dándole la espalda al otro criminal al momento de quitarse su ropa y ponerse lo primero que encontró.
Estaba tarde. Estaba tarde. Estaba tarde. Y no podía perder aquel negocio más de lo que podía perder su vida. ¿Cómo había ocurrido aquello? Bien, no había estado en sus planes entonces terminar en medio de una golpiza. ¡Pero aun así! Solo podía pensar en no perder la oportunidad. ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar al centro de Londres? Lanzó todo lo que necesitaba dentro de un bolso, fotografías y papeles, documentos falsos y más. Se negaba a perder aquello por haber dormido de más.
Hermes la detuvo antes que alcanzara la puerta, cogiéndola por un brazo e interrumpiendo su paso. No tenía tiempo para esto. Lo miró, dispuesta a decirle todo lo que pensaba al respecto, pero se detuvo tan pronto como no vio desafío ni burla alguna en su mirada. Solo seriedad.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó él.
—Tengo un rendez-vous —respondió ella.
—No puedes ir a ningún lado en este estado, lo que Janus te hizo...
—Dio la orden de detenerse —dijo Cleo y Hermes calló, ella se acercó un paso—. No llegué tan alto por no poder tolerar un golpe, o no saber manipular a los demás. Ahora, déjame ir.
—Al menos haz que Houdini te lleve.
—¿Y dónde está él ahora? —preguntó ella, él no respondió. Cleo suspiró al empujarlo a un lado—. No tengo tiempo para esto.
Estaba tarde. Sabía que no se encontraba en condiciones para conducir, pero no se arriesgaría a perder el negocio. Todo su cuerpo dolía. Prefería no imaginar cómo se sentiría después. Podía soportarlo. Podía coger su motocicleta y llegar hasta Saint Pancras. Solo unas horas de dolor, y un futuro de recompensas. Podía hacerlo.
Hermes se giró y la detuvo junto a la puerta. Cleo contuvo la respiración ante la repentina cercanía, o tal vez por el dolor. ¿Cuánto tardaban las píldoras en hacer efecto? Un buen par de golpes, podía tolerarlo. Criminales habían logrado más con menos.
—Necesitas descansar —murmuró él—. Cual sea este negocio...
—No es tu asunto, mister Somebody —respondió Cleo—. Lo que sea que tengas pendiente conmigo, lo vemos cuando regrese. Además, no puedo morir hasta que la hayan encontrado.
—¿A quién?
—A la emperatriz.
Ella se deslizó fuera de su agarre y se apresuró en partir.
***
Odiaba la pandemia, era definitivo. Podía aceptar todas las restricciones y los demasiado hisopeados para entrar a cualquier sitio, pero el tener que soportar las dos horas de viaje con un tapabocas había sido demasiado. Hubiera dado cualquier cosa por la posibilidad de descansar, el tener que respirar su aliento constantemente y sentir el calor en su rostro no se lo había permitido.
Ya no estaba segura de cuánto dolía su cuerpo, cuánto se había acostumbrado y cuánto había adormecido los medicamentos. Había tenido la suerte de lograr irse sin que nadie más apareciera en su camino, y apenas había llegado por unos pocos minutos a coger el tren. Los franceses habían pedido demasiados papeles y autorizaciones que ella apenas había logrado conseguir gracias a que su padre le había enviado todo. Y rentar una motocicleta en Paris casi había acabado con su inexistente paciencia.
Su cuerpo dolía. El viaje había sido demasiado largo. El tener que conducir fuera de la capital francesa por poco había logrado que se arrepintiera. No había imaginado que terminaría en medio de un bosque, las calles irregulares solo haciendo que sus costillas se quejaran por tantos golpes. La humedad le hacía creer que tal vez no había abandonado Londres. Pero el aire se sentía puro, el silencio notable, y ella casi podía cerrar los ojos e inspirar la paz.
Cuando Leo Santorini había mencionado que Chantilly se encontraba a las afueras de la capital francesa, ella había imaginado que se refería a una zona residencial o urbana lejos del centro, algo como la cuarta corona de Londres. No a un pueblo diminuto, con casas de piedra, con un bosque que solo podía ser habitado por el lobo buscando a caperucita a más de una hora de viaje de Paris. Se suponía que había un castillo en alguna parte, y hoteles de lujo con spas increíbles también, pero ella solo pudo desear no estar lidiando con una bruja cuando se detuvo frente a la vieja casa de piedra.
Suspiró al coger su móvil y ver la cantidad de mensajes y llamadas perdidas de su padre. Casi había tenido un ataque esa mañana al ver lo mismo, y había decidido escapar con un confiable mensaje de que se encontraba en pleno viaje y lo llamaría cuando llegara a destino. Ya no podía huir. La confianza lo era todo en la familia.
Juntó valor y marcó su número.
—¿Alguna complicación en el trayecto? —preguntó Leo Santorini enseguida.
Fue un instante, pero Cleo sintió cómo todos los músculos de su cuerpo se relajaban al oír la alegre voz de su padre. Incluso el dolor parecía haber desaparecido. Era algo tonto, el no pensar en él en absoluto durante un trabajo, y aun así una parte de ella siempre lo extrañaría en secreto. Incluso si no lo notara exactamente. Siempre se sentía bien saber que contaba con su apoyo.
—Todo en orden —respondió ella.
—¿Y el trabajo?
—También.
Leo Santorini siempre se preocuparía, era algo inevitable. Y ella siempre le daría la respuesta esperada. La verdad, o tanto de esta como fuera posible compartir, pero algo para restarle drama a la situación.
—¿Alguna idea de por qué Dorant ha enviado un amarone della valpolicella edición dos mil diez? —preguntó su padre.
Cleo cerró sus ojos un instante. ¿Tal vez porque le había pedido a sus matones que le dieran una paliza a su hija? No era como si ella fuera a responder aquello, no necesitaba preocupar a su padre. Luego, cuando su cuerpo hubiera sanado y ningún rastro quedara, tal vez lo mencionaría en una ocasión. Ahora mismo lo último que necesitaba era que Leo Santorini iniciara una disputa con Dorant por algo que ella misma se había buscado.
Si Dorant creía que por enviar un caro obsequio ella lo perdonaría, estaba muy equivocado. Si las reglas fueran iguales para todos en Cross Station, entonces Janus debería haber pagado también por una sospecha de trampa.
—Le gusta nuestra piscina y el verano se acerca —dijo Cleo restándole importancia y escuchó a su padre dudar.
—Es un vino demasiado caro para un día de piscina... ¿Acaso tú y él...?
—Ni siquiera asociados —respondió ella enseguida.
—Eso está bien.
Era un miedo tonto. Leo Santorini había permitido que un solo desliz marcara el resto de su vida, y nunca más había vuelto a ser como antes. Más de una vez Cleo había querido decirle que no se cerrara a las relaciones, estaba bien ansiar la piel de otro y tal vez algo más. Incluso le había dicho que podría instalarse Tinder. Su padre no había querido saber nada al respecto. Del mismo modo que siempre le había insistido sobre no relacionarse con nadie, y no querer saber si lo hacía. Además de unas mil y un incómodas charlas sobre anticonceptivos...
—Escucha, estoy bien, todo está en orden —Cleo desmontó su motocicleta y comenzó a caminar hacia la casa—. Estaré en Hallex pronto, lo prometo. Solo me quedan unos días más de trabajo. Te agradezco por el contacto, yo...
Se detuvo al escuchar un fuerte ruido, seguido de inconfundibles gritos en italiano en el fondo y la voz lejana de su padre al responder.
—¿Es ese el abuelo? —preguntó ella—. ¿Qué hace allí?
—Al parecer el servicio penitenciario decidió que era demasiado anciano para andar encerrado con otros presos dada la situación y lo han liberado por adelantado —respondió su padre, el enfado evidente en su tono—. Mi teoría es que tampoco lo soportaban y decidieron deshacerse de él con esa excusa.
—Robó un banco.
—Pues tu abuelo culpó a su demencia senil para evitar una pena verdadera.
—No tiene demencia senil —acusó Cleo.
—Entonces ven aquí e intenta convencerlo de que ya no tiene que pretender tal cosa, o juro que yo mismo lo meteré en prisión de nuevo.
Intentó no sonreír. Extrañaba Hallex, aun con todo su caos y locura. Desde fuera tal vez su familia se viera fría y profesional, pero apenas podía imaginar el desastre que su abuelo estaría causando junto a la poca paciencia de su padre. Sería peor sin ella para hacer de intermediaria.
—Intenta mantenerlo bajo control hasta que regrese —pidió Cleo—. Estoy por reunirme con tu contacto, puedo escribirte cuando termine. ¿Algo que deba saber?
—Te presenté como mi hija —respondió Leo Santorini y cualquier buen humor la abandonó enseguida—. No, no pongas esa cara que seguro debes tener. Ella no acepta a nadie y era el único modo de conseguirte una cita. ¿Entiendes? Si es tan necesario como lo haces parecer, entonces aceptas las condiciones.
—No es lo que me gusta.
—Lo sé, pero lo intenté por tu modo y no funcionó. Me está haciendo un favor personal. Y solo aceptó porque le insistí y dije que eras mi hija, así que compórtate.
Cleo se detuvo un instante antes de tocar el timbre. No le atraía en lo más mínimo la idea de presentarse como la hija de Leo Santorini. Había peleado durante años por hacerse su propio nombre como para rebajarse de nuevo a la sombra familiar. Pero, fuera de eso, no le atraía en lo más mínimo la idea porque sabía que un paso en falso significaría que las consecuencias serían también para su familia, no solo ella. Podía lidiar con Dorant dándole una paliza, mientras aquello no implicara también lastimar a su padre y a su abuelo. ¿Pero arriesgarlos a todos?
—Lo haré —respondió Cleo.
—Está retirada, no es una amenaza.
—Bien. ¿Algo más? —preguntó ella y escuchó a su padre suspirar.
—Trátala con cuidado, y mándale saludos de mi parte.
—Entendido. Gracias por arreglar la cita.
—Para lo que necesites —respondió Leo Santorini.
Cleo terminó la llamada y tocó el timbre. Al menos su padre estaría contento. Era una tontería, pero ella sabía cuánto a él le alegraba el hecho que a veces le pidiera ayuda, una caricia para su ego que tal vez siempre necesitaba, un recordatorio de que era un buen padre a pesar de lo que pudiera creer. De niña, ella nunca había comprendido todos los exagerados esfuerzos de Leo Santorini por complacerla en todo sentido, mostrarle su afecto, hacerla sentirse amada, educarla incluso en algo sobre lo que no tenía idea como la historia y la cultura de Egipto.
Porque si en algo insistía su abuelo, era en que todo el mundo debía conocer y apreciar su sangre. Y Leo Santorini había hecho lo imposible porque ella conociera su otra herencia. Tal vez creyendo que eso apaciguaría su curiosidad y evitaría que Cleo fuera tras su progenitora para querer saber más. En vano, ella de todos modos lo había hecho, y solo había recibido un portazo en la cara.
No importaba. Lección aprendida. Su padre era como era, pero al menos resultaba honesto. Le había dicho que había aprendido a amarla, no que simplemente ese sentimiento había aparecido al saber que tenía una hija. Cleo no dudaba ahora en que la adorara, y tal vez él necesitase que ella le mostrase también que lo adoraba y necesitaba.
La mujer que abrió la puerta debía llevarle pocos años. Cleo se decepcionó, en secreto había esperado que fuera alguna antigua amante de su padre o al menos mayor como para tener esperanza en que él seguía pudiendo relacionarse con alguien. Quizás fuera un caso perdido después de todo...
—Por favor, quítate los zapatos al entrar —pidió, su acento francés indudable.
Cleo la siguió dentro, respetando todas sus indicaciones para mantener los cuidados. Los zapatos allí, lavarse las manos aquí, mantener al menos un metro de distancia... Aunque sea no le exigió usar una mascarillas. Tanto protocolo ya comenzaba a molestarle, pero ni siquiera lo dudaría si lo que estaba en juego era algo como la salud de su abuelo.
Era una casa pequeña y simple, con apenas todo lo necesario para una sola persona. Ninguna muestra de una historia personal o una vida estaba a la vista. Sin fotografías, sin recuerdos. Tan vacío y triste para ser un lugar permanente. Tan silencioso y alejado. La mujer tampoco se quedaba atrás en ese aspecto, cubierta completamente de los pies a la cabeza a pesar de la notable primavera fuera, con un pañuelo ocultando su cabello y guantes de encaje no dejando un solo vistazo de piel posible.
Le ofreció una taza de té y galletas de avena, y Cleo aceptó sin dudarlo al estar famélica. No había tenido tiempo de comer algo en el camino, más que un desayuno que ahora ya no parecía suficiente en el tren. Y su padre había dicho que su contacto era inofensivo, además de que nadie se atrevería a hacerle algo a la hija del gran Leo Santorini.
—Gracias por recibirme, tengo entendido ya no trabajas —comentó Cleo desde su lugar en la pequeña mesa—. ¿Acaso hay un nombre...?
—Salis —ella se acercó y dejó dos tazas sobre la mesa—. Puedes llamarme Salis. Y tu padre no iba a aceptar un no por respuesta.
Se contuvo de responder, ella sabía mejor que nadie lo testarudo que Leo Santorini podía ser cuando deseaba algo. Salis tomó lugar frente a ella, llevándose una taza de chocolate caliente a sus labios. Cleo quiso preguntarle por su increíble tono de labial, pero se contuvo al sentir que no debía. Había algo en su anfitriona, en su aura o su porte, que simplemente no estaba bien. Como un animal callejero que se espantaría al menor movimiento, o podría infartarse fácilmente.
Guardó silencio. Intentó encontrar algo de lo cual hablar, observó su alrededor. Había viejos afiches de cabarets pegados en un muro, telas con pinturas famosas colgadas aquí y allá, esculturas a medio hacer... Nunca antes había visitado un atelier. Algunos ladrones eran mucho más que simples bandidos, capaces de falsificar lo que fuera para dar un golpe todavía más limpio. Cleo nunca había tenido la paciencia o el talento debido para la falsificación.
—No hago riesgo, ya no más —agregó Salis—. Así que cual sea el encargo...
—Tan solo quiero información, y tal vez un trabajo —respondió Cleo—. Cual sea la tarifa, la pagaré. Preferiría te olvides de quien es mi padre.
—¿Cómo hacerlo? Leo Santorini es uno de los más finos y elegantes criminales que alguna vez conocí. ¿Has seguido sus mismos pasos?
—He hecho mi propio camino —corrigió ella—. ¿De dónde conoces a mi padre?
—Nos cruzamos en un robo en Orsay hace unos años —Salis le restó importancia—. Fue un buen maestro. Me enseñó algunos trucos. Aunque nunca tuvo mano para replicar arte, ni interés por amantes.
Casi se ahogó al escucharla. Se contuvo de comentar que podrían ser hermanas, pero había personas que simplemente no les importaba la edad al momento de un polvo de una noche.
—Tengo un robo en unos días —dijo Cleo antes que Salis diera más detalles—. Joyas del Nilo. ¿Qué sabes de ellas?
—Tan costosas como raras —respondió Salis—. Deben ser hermosas.
—Lo son —Cleo cogió las fotografías de su bolso y las deslizó sobre la mesa—. Cinco joyas juntas por tan solo unas pocas horas. Y serán mías. ¿Cuál es tu consejo profesional al respecto?
—Que estarán muy bien vigiladas —ella cogió las fotografías y tensó los labios al examinarlas—. Nunca antes las había visto. Se supone que no son de un material normal. Piedras. Pequeñas. Fácil de transportar. Casi no hay registros de su existencia. Son muy pocos quienes las han visto.
—Exacto —Cleo se inclinó hacia delante—. ¿Entonces cómo sabes que son reales?
Fue un instante, pero los oscuros ojos azules de Salis destellaron al comprender lo que tenía en mente. Cleo sonrió. Entre ladronas, era sencillo entenderse. Y retirada o no, el interés de Salis en el trabajo fue evidente cuando se fijó en las joyas. Ella sentía lo mismo también, la necesidad de tomar las cosas y tenerlas en sus manos. Dudaba que alguna vez aquello desapareciera.
—¿A quién piensas joder? —preguntó Salis.
—Si todo sale bien, nadie que pueda ser un problema luego —respondió ella.
—¿Y si no es el caso?
—No considero fallar como una opción en mis planes. Cuando llevo un golpe a cabo, es porque sé que no perderé —la voz de Cleo fue clara.
—Deberías ser más cuidadosa —comentó Salis—. Y menos confiada. Es un consejo de alguien com más experiencia.
—Sé lo que hago.
—Yo también creía saberlo.
Salis se quitó uno de sus guantes, mostrando una mano llena de cicatrices y varios dedos incluso sin uñas. Cleo no permitió que la vista la incomodara. Fue cuestión de levantar su camiseta para mostrarle todos los golpes y raspones debajo. Podía haber cubierto bien el hematoma en su rostro con maquillaje, pero eso no quitaba el dolor. ¿Quién creía que era? ¿Una principiante?
—No me importa el precio a pagar por el botín —dijo Cleo—. No dejaré este mundo, no hasta que no se encuentre la tumba de Cleopatra.
—Está enterrada en Paris —respondió Salis a la ligera y Cleo la miró incrédula.
—¿Qué?
—Es un secreto bien guardado —respondió ella—. Y no pensarás lo mismo sobre tus riesgos cuando jodas al sujeto equivocado y este quiera venganza.
—Créeme, no quieres saber lo que ha sido mi noche —dijo Cleo—. ¿Entonces? ¿Puedes ayudarme o no?
—Es un trabajo delicado el que tienes en mente —reconoció Salis volviendo a poner su guante en su lugar—. ¿Cuánto tiempo?
—Tres días en Cambridge. ¿Lo ves viable?
—Tómalo —ella recogió su taza y se alejó hacia el lavabo en la cocina—. Es viable. Si eres tan buena como crees, entonces deberías poder hacerlo. ¿Ya consideraste todas las amenazas?
—Testigos, fácil de burlar. Otros criminales, no me notarán. Mis asociados, no deberían salirse del plan. Solo seremos dos en escena, a mi compañero no le interesan las joyas. Puedo manejarlos —respondió Cleo mientras Salis abría el grifo para lavar su taza.
—¿Eso es todo? —preguntó y Cleo dudó un instante.
—Tengo un agente encima —agregó—. No sé si estará allí, pero...
—Si es Servicio Secreto ten por contado que estará allí —interrumpió Salis—. No dejan lugar a duda. Si es en un evento público lo que planeas, encontrará el modo de estar. Tenlo por contado. Si piensas seducirlo...
—No hago eso.
Cleo intentó que su voz no sonara tan cruel. Lo había considerado, incluso pensado que podría intentarlo, pero simplemente no. Se negaba a ser como su madre. Sin importar el costo.
—Lástima —Salis chasqueó su lengua—. Eso facilita mucho las cosas.
—¿Lo dices por experiencia?
—Mientras estuve en las calles, fui brillante —respondió ella, su mirada perdida en algún lejano recuerdo—. Mi cuerpo no siempre fueron horribles cicatrices y lesiones. Un guiño, y cualquier hombre o mujer estaba a mis pies. Sé sobre agentes. Me he tirado a más de uno. Incluso llegué a tener un amorío con uno.
—¿Y qué sucedió? —preguntó Cleo, Salis cerró el grifo antes de acercarse para recuperar la otra taza.
—Los chicos buenos son demasiado nobles, no entienden que en este mundo tienes que mancharte tus manos para sobrevivir —ella regresó a la cocina para lavar el resto—. Creen que personas que merecen la muerte, reciben justicia con algo tan simple como el encierro. Qué cruel, arruinar la vida de otro por completo, y pagar solamente con tu libertad. ¿Qué le compensas a la víctima realmente? ¿Crees que su temor desaparecerá por decirle que el monstruo fue encerrado?
—La justicia no existe en este mundo —dijo Cleo—. No si no es por mano propia.
—Esa es la diferencia —dijo Salis—. Si alguien te hace algo, puedes contar con que el chico malo lo matará. ¿El chico bueno? No te vengará como quieres ni necesitas. Eso no es justicia para mí. Esa moral no me devolverá nada.
Miró su delgado cuerpo, intentando imaginar qué tan cruel tortura habría sufrido debajo para cubrirlo por completo. Sus propios golpes dolieron en respuesta. Intentó recordar algo, pero la noche anterior era un caos de dolor y oscuridad. Tenía que haber regresado a la base de algún modo, pero no se imaginaba poniéndose de pie por su cuenta.
—¿Al menos sabes el nombre de este agente? Tal vez lo haya escuchado nombrar y sepa algo al respecto —comentó Salis.
—Ethan Bright.
La taza se resbaló de sus manos. Salis soltó lo que sonó como un insulto en francés ante el sonido de la porcelana rompiéndose. Cleo cogió una de las galletas de avena sobre la mesa, prefiriendo no pensar que aquello significaba que estaba jodida. Había conocido a Ethan Bright y sabía lo que debía esperarse, y esta era tan solo una parada en un día demasiado atareado para prepararse para el robo. Todavía le faltaba conseguir su vestuario, una nueva peluca considerando que había perdido la otra en Cross Station, más materiales...
—Es una amenaza —dijo Salis.
—Eso parece —respondió Cleo y suspiró con aburrimiento—. Créeme que lo tengo bastante en consideración en mis planes. Puedo hacerlo. ¿Algún consejo?
—Evítalo cuanto sea posible.
—Esa es la idea. ¿Entonces puedo contar con tu ayuda? —preguntó Cleo y ella asintió—. Te dejaré una dirección a la cual enviar el encargo. Tres días. ¿Es este el momento de hablar del precio, Salis?
Ella no respondió enseguida. Cleo frunció los labios al saborear ese nombre. Lo había oído antes, estaba segura. ¿Tal vez su padre lo había mencionado y ella no había prestado atención? Se volvió a fijar en los afiches de cabarets, apenas conteniéndose de poner los ojos en blanco al ver el anuncio tan conocido de Paris: Tournée du Chat Noir de Rodolphe Salis. ¿Y había caído por un alias recién inventado?
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