CAPÍTULO 1
Eren.
Era sábado por la mañana. Muy de mañana por cierto. El viento soplaba y el cielo apenas se estaba aclarando.
Miraba el amanecer desde la banqueta, sin importarme los murmullos detrás mio dirigidos hacía mí. Después de todo, era normal en esta situación.
Suspiré al ver el alargado auto negro doblar la esquina.
—Ya llegaron, Eren—. Dijo mi tía Annie mirándome tristemente.
Sin decir nada asentí y cuando el auto estuvo finalmente estacionado me acerqué a él. El conductor bajó y se dirigió a mí, estreché mi mano con la suya cuando estuvo frente a mí y asentí levemente.
—Cuando usted quiera, joven Jeager—. Dijo el conductor. Asentí de nuevo y miré el amanecer. La luz iluminaba cada vez más el cielo, llevándose la oscuridad al igual que un poco de mi melancolía.
Minutos después, la ciudad estuvo completamente iluminada y las campanas comenzaron a sonar, indicando que era momento de entrar.
Miré al chofer y me dirigí a la parte trasera del auto. Abrí las puertas y miré el interior. Dentro, yacían dos cajas de madera, excelentemente pulidas y barnizadas, con detalles plateados que le agregaban un toque elegante.
Bajé la mirada con tristeza y levanté una de las cajas con ayuda de algunos hombres, mientras que otros hacían lo mismo con la otra.
Caminamos hacía la entrada de la iglesia. Las puertas estaban abiertas de par en par. La gente se había puesto de pie, recibiendonos, mientras que unos niños pertenecientes al coro cantaban afinadamente una canción que no lograba identificar.
Podía sentir las miradas de lástima sobre mi persona, sabía que quería darme palabras de aliento, pero no era necesario.
Miré a mi alrededor. Cruzes de madera estaban colgadas en cada una de las columnas. Cientos de cuadros y pinturas de ángeles adornaban las paredes. La popular pintura titulada "La creación de Adan" hecha por el gran pintor, arquitecto y escultor de la la época del renacimiento; Miguel Angel Buonarroti estaba representada en todo lo largo del techo.
Fruncí el ceño. No me gustaba tanto la religión.
Llegamos al altar, donde estaba una gigantesca cruz de madera con un hombre de porcelana clavado a ella.
La sangre recorria desde sus palmas hasta sus antebrazos, tambien escurría por sus pies y finalmente, pequeñas gotas falsas de sangre salían desde su cabeza. El líquido carmesí escurría por su costado, representando la crueldad del mundo.
Dejamos la caja sobre las mesas de hierro y bajamos del altar para sentarnos cada quien en una banca.
Tomé asiento al lado de mi tía Annie, quien se quitaba el velo negro de la cara para poder presenciar mejor la misa.
—Jesús nos dijo que el grano del trigo tiene que morir bajo tierra para poder convertirse en espiga; también nos dijo que todo árbol que dé buena cosecha hay que podarlo para que mejore sus frutos— comenzó a hablar el sacerdote. —Lo puso como ejemplo de cómo iba a ser su vida y cómo debe ser la nuestra: renunciar a nosotros mismos para que florezca una nueva vida. En esta Eucaristía vamos a recordar a nuestros hermanos Grisha y Carla Jeager, quienes murieron esperando la Resurrección de Jesús. Jesús nos dice en su Evangelio que de las semillas que plantemos en la primavera de nuestra vida, brotarán los frutos para el día de mañana. Si sembramos el bien Dios estará de nuestra parte a la hora de juzgarnos. Y aunque las cosas no hayan ido tan bien, nos perdonará...— rodé los ojos aburrido, que vaya directo al grano. Mis padres habían muerto y el se había puesto a hablar de lo maravillosa que es la vida y de lo misericordioso que es Dios.
En este momento solo quería a mis padres. Quería oír la canción de cuna que mi madre me cantaba cuando era niño y quería escuchar como mi padre me leía cuentos para dormir. Los iba a extrañar.
Toda la misa me la pasé mirando los ataudes, preguntándome porque habían tenido que salir en un día lluvioso, preguntándome porque no estaba con ellos.
Suspiré cuando la misa terminó y todos los invitados se levantaron para salir de la iglesia.
Me levanté, me acerqué al altar y ayudé a cargar uno de los ataudes dirigiéndonos a la salida. Caminamos al cementerio de la misma iglesia.
En este, nos esperaba otro sacerdote junto con dos hombres con palas. Las tumbas ya estaban cavadas y solo era cuestión de meter los ataudes.
Después de unas palabras del padre respecto a lo maravilloso que era Dios y de unas cuantas rodadas de ojos de parte mía, cuatro hombres bajaron los ataúdes.
Estaba triste, pero había llorado demasiado, lo suficiente como para ya no tener ni una lágrima que soltar en esta ocasión.
Comenzaron a tirar la tierra dentro de los grandes huecos en la tierra, llenándolos.
Las mujeres lloraban en los pechos de sus esposos y las viudas simplemente lo hacían en un pañuelo. Mi tía era una de ellas.
Miré el cielo y sonreí con tristeza.
—Nos vemos luego— le susurré al cielo—. Los amo.
Una solitaria lágrima se deslizó mi mejilla hasta caer en la tierra, sin embargo, no le siguieron más.
Cuando todo terminó los presentes se fueron, no sin antes darme palabras de aliento o decirme que mis padres estaban en un mejor lugar.
Mi tía se quedó unos minutos más, hasta que me dijo que tenía que irse y que después me visitaría.
Asentí sin muchas ganas y murmuré un silbante "Sí, gracias por venir".
Era el único en ese lugar. Me arrodillé en la tierra sin importarme si manchaba el elegante traje negro y saqué los anillos de compromiso de mis padres. Cavé un pequeño hueco en la tierra de las lápidas y coloqué cada anillo en el agujero, asegurándome de cubrirlo bien y que no estuvieran a simple vista.
—Descansen— murmuré y me levanté agitando mi pantalón para quitar la tierra.
Me alejé y salí del cementerio mientras miraba la iglesia. La iglesia favorita de mis padres.
—Eren— escuché que me llamaban.
—Padre Grouard— saludé.
—¿Cómo has estado, muchacho?—.
Tomé una respiración profunda y me esforcé por poner mi mejor cara.
—Independientemente de lo que acaba de ocurrir, bien— dije mirando el cementerio—. Me aceptaron en la universidad de Bayreuth— le sonreí.
—Bayreuth— dijo impresionado.
—Sí, dentro de tres meses comenzaré el curso.
—Eres tan listo como lo eran tus padres— dijo acariciando mi cabello —. Lamento todo esto.
—No se preocupe— respondí enseguida—. Después de todo, están en un lugar mejor, ¿no?.
—Dios es misericordioso y compensa a las personas que realmente lo merecen— ahí va de nuevo—. Tú eres una de esas personas.
—Sí, gracias— dije sin muchas ganas —. Tengo que irme a casa, nos vemos luego, padre— le dije dirigiéndome a mi auto.
—Hasta luego, Eren.
Abrí la puerta del auto y me adentré a este, descansé mi cabeza en el volante para pensar un poco.
Hace un par de días recibí una llamada, fue cuando estaba buscando un departamento para poder vivir yo solo sin causarles molestias a nadie.
La llamada marcaba número privado pero aún así contesté. Aún recuerdo lo que me dijeron.
—¿Eren Jeager?— preguntó una voz profunda del otro lado de la linea.
—¿Si?— dije confundido.
—Lamento decirle que sus padres han tenido un accidente automovilístico, hicimos lo que pudimos, pero fue muy tarde— mi vista comenzó a distorcionarse. En un parpadeo todo volvió a verse normal, pero mis mejillas se humedecieron.
—¿Qué?— dije sin poder creerlo.
—Sus padres murieron.
No queria creerlo, aún era muy pronto, ellos no podían morir.
—¿Joven Jeager?— dijo después de un largo silencio.
—¿Dónde están?— pregunté mirando las calles.
—En Horst-Schmidt-Kliniken—.
—Voy para allá— dije tomando un taxi.
Todo había sido tan rápido. Al llegar al hospital pregunté donde estaban y sin parar de llorar, corrí en la dirección que me habían indicado.
Abrí la puerta con el número que me habían dicho. Ahí estaban. Con una manta cubriéndoles completamente el cuerpo.
Una enfermera entró por la puerta y al verme preguntó si era algún familiar y yo respondí asintiendo con la cabeza.
—Lo lamento— fue lo único que dijo.
Al día siguente después de eso recibí una carta donde decía que mis padres heredaban todas sus pertenencias a su único hijo: yo.
Esta mañana comenzaría a arreglar toda la casa ya que viviria allí. No era algo que me pusiera precisamente feliz, pero después de todo era la casa de mis padres y ellos hubieran querido que yo habitara la casa que al fin y al cabo también era mi hogar.
Suspiré y me despegué del volante, introduje la llave y eché a andar el auto dirigiéndome a la casa.
Vivir 30 minutos fuera de la ciudad no era lo mejor, pero se acomodaba a las necesidades y nosotros a lo que nos podía ofrecer, era mejor tener un techo donde vivir que no tener uno, ¿no?
Los árboles envolvían el camino dándole un toque tenebroso al que aún después de muchos años no me lograba acostumbrar.
Cuando los árboles comenzaron a reducir su número, una gran casa logró distinguirse. He ahí mi hogar. Al parecer a mus padres no les había bastado con dos pisos y le agregaron uno extra, supongo que para tener más espacio.
Detuve el auto unos metros antes del portón y me bajé a abrirlo. Las pesadas rejas de metal rechinaba al moverse por la falta de aceite.
Metí el auto y volví a bajar para cerrar el portón.
Saqué las llaves de la casa y abrí la puerta principal. Una corriente de aire fría me puso los pelos de punta.
El lugar se veía más solitario que de costumbre, todo estaba gris. La luz natural no ayudaba, el cielo se había nublado y se notaba que llovería.
Caminé escaleras arriba para llegar a mi habitación. Abrí la puerta y me quité el saco dejándolo en la cómoda.
Miré mi reloj de muñeca, eran las 10:27 de la mañana.
Bufé y me lanzé a la cama para dormir un rato, estaba muy cansado.
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Unos golpes en la parte de abajo me despertaron. No les tomé mucha importancia, pero sabía que no eran de la puerta principal.
Suspiré y me levanté, la ventana estaba ligeramente mojada por diminutas gotas que caían suavemente y el frío había aumentado. Caminé a mi armario mientras deshacia el nudo de la corbata y desabrochaba mi camisa. Tomé una sudadera y un pantalón cualquiera junto con unos converse. Me quité toda la ropa a excepción de la ropa interior y me coloqué las prendas que acababa de tomar.
Arreglaría la casa un poco.
Bajé al primer piso para limpiar el salón y la cocina. Después de aproximadamente una hora decidí limpiar el sótano. Caminé hasta la puerta y tomé el picaporte para girarlo, pero la puerta no abría, volví a intentarlo varías veces hasta que recordé que mamá siempre cerraba la puerta con llave aunque nunca supe el porqué.
Di media vuelta y subí a la habitación de mis padres. No me gustaba entrar ahí en estos momentos, pero tenía que superarlo tarde o temprano.
Mientras caminaba por el pasillo miraba los crucifijos colgados en la pared junto con cuadros enmarcados de Dios, Jesús y simplemente ángeles.
Mis padres, a diferencia de mí, siempre habían sido muy creyentes en estas cosas. Sí, estaba bautizado y sí, había hecho la eucaristia incontables veces, pero eso lo había hecho porque mis padres me decían que tenía que hacerlo. Simplemente ya no creía en nada.
Abrí la puerta encontrando la solitaria habitación, suspiré y pasé dirigiéndome al pequeño buró al lado de la cama. Abrí un cajón buscando la llave de la puerta del sótano.
—Bingo— murmuré cuando encontré la llave.
Cerré el cajón y me dirigí a la puerta, dí un vistazo rápido a la habitación antes de cerrar por completo la puerta.
Bajé de nuevo y caminé hasta la puerta del sótano. Introduje lentamente la llave a la cerradura y la giré escuchando el "Clik" del seguro.
Abrí la puerta, a pesar de que era de día, dentro estaba completamente oscuro, busqué el apagador y encendí la luz. El foco parpadeó hasta quedar en una amarillenta luz débil que iluminaba el cuarto. Bajé las pequeñas escaleras, sintiendo la madera rechinar bajo mis pies.
Cuando estuve completamente abajo miré alrededor bufando.
—Esto va a ser más complicado de lo que esperaba— murmuré.
Me acerqué a uno de las mesas. Tenía muchas cosas encima y no sabía por donde empezar. Fuí quitando objeto por objeto hasta que accidentalmente golpeé con mi codo una estantería a mi lado haciendo que varías cosa cayeran al piso.
—Demonios— murmuré mientras me arrodillaba para levantar las cosas. Cuando la mayoría de los objetos estuvieron en el estante de nuevo, el último objeto llamó mi atención.
Una fina tabla de madera con letras, números y las palabras "si" y "no" en cada esquina. A unos pocos centímetros más lejos había un triángulo con un pequeño agujero en el centro.
—Una ouija— murmuré extrañado.
Mis padres no usaban estas cosas, y yo jamás las usé.
Tomé la tabla junto con el triángulo y salí del sótano sin cerrar la puerta.
Algo en mi interior me dijo que debía cerrarla, pero no hice caso y subí a mi habitación.
—Veamos si esto es verdad—me dije a mi mismo dejando la tabla en la cama.
Miré la parte trasera de la tabla, leyendo las instrucciones. La volteé de nuevo y puse el triángulo sobre la tabla. Respiré inhalé y exhalé diez veces como lo decía en las instrucciones, después tomé el triángulo y trazé cinco veces un ocho a todo lo largo de la tabla.
Suspiré y me preparé para hacer la primera pregunta.
—¿Hay alguien aquí?— pregunté. Ya no había vuelta atrás.
Esperé unos segundos. Nada.
—¿Hay alguien conmigo en este momento?— pregunté de nuevo.
Nada.
Suspiré, esto no estaba funcionando.
—Si es que hay alguien aquí, te pido que te manifiestes moviendo el triángulo— ¿De verdad había llegado hasta este punto?, ¿pensar que un espíritu movería algo?
Esperé unos minutos más esperando alguna respuesta. Nada.
—Esto no funciona— dije dejando la tabla en la cama y caminando al baño.
Mis manos estaban llenas de polvo. Tomé el jabón y lo froté contra mis manos para que se llevara toda la suciedad.
Salí del baño mirando la cama. La tabla estaba intacta, no había cambiado de posición ni un milímetro, vaya pérdida de tiempo.
Bajé a la cocina por un poco de agua y la tomé tranquilamente.
Minutos después subí a mi habitación de nuevo.
Me quedé parado en la puerta con los ojos abiertos a más no poder.
La tabla ya no estaba.
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