Epílogo
Podía ver los copos de nieve golpear contra la única ventana que tenía la cabaña. El invierno se sentía increíblemente crudo y asesino, ni un atisbo de vida a la deriva en el perímetro. Svalbard, las islas al norte de Noruega, eran frías todo el año por su cercanía al círculo polar ártico.
Siempre trataba de elegir algo diferente. El anterior fue una playa al sur de México y antes de eso fue el balcón de Notre Dame en un París post-revolucionario. Algunas veces, incluso, se atrevía a lugares más exóticos como una ciudad aérea por encima de Rio de Janeiro o una tribu en las faldas del Kilimanjaro.
Uno de sus favoritos personales había sido el Ámsterdam de finales de la guerra. Visitó la casa de una niña llamada Leoni Vogel, una sobreviviente austríaca que escribió un diario muy famoso. Sonrió con algo de melancolía; la historia era idéntica a la de Ana Frank en su mundo. Los patrones estaban ahí, todo el tiempo, no importaba los años que envejecieran al multiverso.
Le gustaba Ámsterdam particularmente por sus tulipanes y canales. Era una ciudad viva y mágica, serena pero también bulliciosa. Había rentado una bicicleta para recorrer un poco cuando sintió que una sombra lo estaba persiguiendo.
La sombra no parecía ser una amenaza. Habían pasado cinco años desde la última amenaza real y sería tonto pensar que algo podía atraparlo ahora. Viktor había pasado ese tiempo mitad investigado, mitad asistiendo a terapeutas que al final decidió que le habían hecho un verdadero bien.
Cuando Viktor daba un paso lo seguía. Era una verdadera figura encapuchada que velaba por su presencia, desde la oscuridad de las callejuelas holandesas.
Llegó a la casa de Leoni Vogel, la niña judía austríaca, y se coló a pesar de que no estaba abierta al público en esos minutos. Las viejas tablas podridas del suelo crujieron ante el pisar de sus botas, como un lamento. Viktor dejó que el olor a polvillo y humedad lo distrajeran de la sombra persecutora.
Había aprendido en esos años a callar todas las memorias que le infectaban los pensamientos. Los recuerdos de su estadía en los diferentes cuerpos, atrapado y fragmentado, lo habían atormentado mucho tiempo y aún lo hacían en lugares tan silenciosos como aquel.
Una tabla volvió a crujir. Viktor volteó para encontrarse con la sombra. Era esbelta y enigmática, pero no del todo desconocida.
-Muéstrate -le ordenó.
-Creí que sabrías quien soy -murmuró una voz musical.
Viktor contuvo un jadeo en cuanto lo escuchó. Era una voz que hacía que todos los recuerdos explotasen juntos otra vez, como una vieja película reproduciéndose en su cabeza; melancólica y poco nítida.
-¿Acaso no me reconoces?
-Siempre voy a reconocer quién eres -fue todo lo que Viktor dijo.
No podía ver su rostro, pero Viktor podía jurar que lo escuchó sonreír.
Y luego la sombra lo abandonó, tan veloz y magnífica como había llegado.
* * * *
Luego de ese hecho los años pasaron sin piedad para Viktor. Se hacía cada vez más viejo y solitario, con compañías efímeras de hombres y mujeres que solo bastaban para complacer sus más oscuros instintos. No había un amigo que le prestara su hombro, ni un hermano que le pidiera consejos. Tampoco había un amante que le besara todas las heridas.
Pero de alguna forma eso no le importaba. Él se había buscado las cosas que le habían ocurrido y no podía culpar a nadie más que a sí mismo por lo que le pasaba a la gente de su entorno. Era una persona destructiva, con una insaciable necesidad de saberlo todo costase lo que costase. Pensó en que la curiosidad no mataba al gato sino a toda la manada del vecindario.
Por eso no le importaba abandonar su cómodo hogar en Gales, en donde se había asentado después de que saliera del psiquiátrico. Era pequeño y mucho más tranquilo que Londres, pero se sentía más como un hotel que un hogar de verdad. Su presencia no podía ser allí eterna, o no quería que lo fuere.
Cada dos o tres años abandonaba el Triadverso en busca de más conocimientos. Su voraz apetito de intelecto lo llevaba a recorrer recónditos lugares a través del multiverso donde podía aprender desde un idioma totalmente desconocido para su mundo o algún pedazo de historia olvidada.
La sombra siempre lo acompañaba. Siempre lo encontraba, de alguna manera. Y, con el pasar de los años, se le había hecho una costumbre esperar a que su misterioso acompañante hiciera su aparición antes de abandonar esos universos que recorría con ansias.
Nunca se besaban. Nunca se tocaban ni se estrechaban las manos. Era una regla no escrita ni hablada desde hacía muchísimos años y que ninguno tenía intenciones de romper. Tampoco hablaban de sus vidas más allá de esos pequeños encuentros en la oscuridad. A Viktor no le importaba. A la sombra tampoco parecía afectarle. Pero podía ver una picardía en su voz que antes no hubo, una nueva cualidad seguramente adquirida gracias a alguien más que no era él.
Y le gustaba así, de cierta manera. No mentía cuándo se despidió de muchas cosas hacía tantos años en el Triadverso, demasiados que ya no podía ni contarlos con la mano. Solo sabía que él ya era un hombre casi mayor, un hombre con la vida hecha -y deshecha, para qué mentir- que no tenía pretensiones de ahogarse otra vez en lagunas del pasado.
Era curioso. Era atrapante. Los motivos por los qué no podía -ni nunca podría- desprenderse de esa sombra eran algo que escapaban de su intelecto. Quizás era por eso, por su necesidad de querer darle una razón lógica a todo, que seguía esperándolo casi todos los años.
Ahora Viktor llevaba dos semanas en las Svalbard. Un paraíso congelado, que lucía más como un pequeño pueblito nórdico que unas islas en la punta más alejada del mundo.
Entonces la puerta sonó. Y él corrió a abrirle a su sombra, que lo miraba por debajo de un pesado abrigo de piel negro.
-Siempre me encuentras -masculló divertido.
-Quizás es porque no eres muy difícil de buscar -respondió en el mismo tono.
-O puede que sea que yo me deje encontrar.
La sombra no entró. Nunca lo hacía. Entrar hubiese significado despertar de ese bello sueño fantasioso que eran Viktor y la sombra.
Por primera vez en muchísimos años, se bajó la capucha. Dejó que Viktor contemplara cómo debería verse ahora, con las arrugas empezando a surcar por su tersa piel y los cansados ojos. Había un brillo diferente que parecía crecer todos los años.
A Viktor no le importaba quién provocase ese brillo. Si era la sombra misma o alguien más. Tan solo quería que nunca dejase de crecer.
Se volvió a calzar la capucha, sacudiéndose la nieve que le había caído de los árboles. Ahora volvía a ser una misteriosa sombra que recorría el multiverso en busca de un viejo loco al que no veía por más de un par de minutos.
Giró sobre sus talones para irse, pero se detuvo. Se volvió ligeramente, de una forma que Viktor podía observar la silueta que formaban sus labios.
-¿A dónde tengo que ir la próxima vez? -inquirió.
Viktor se lo pensó un buen par de segundos, golpeándose levemente la boca con el dedo índice.
-A algún lugar desconocido, supongo.
Volvió a escucharlo sonreír.
-No es desconocido si tú andas por ahí.
Y huyó sin pensárselo dos veces.
Viktor se quedó mirando por un buen rato, hasta que la sombra no era más que una manchita negra a través de la nieve y los árboles, en dirección al frío mar del Norte que quizás lo llevaría a casa otra vez, algún día no muy lejano a aquel.
¡Agradecimientos y menciones especiales en la parte que sigue! -->
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