Diecisiete
Mini maratón 1/2
Estaba huyendo. Sus pulmones y corazón le pedían clemencia, pero detenerse significaba la muerte.
Hacía tres días que había escapado del esclavista que estaba a punto de venderlo. Otabek era un tipo mucho más fuerte en aquel mundo y toda la gente estaba dispuesta a pagar una fortuna en tener un trabajador de ese calibre en sus manos.
Aquel universo no le gustaba nada, y quería regresar a la seguridad del Palacio de Invierno junto a Yuri o saltar al siguiente enigma que lo esperaba, pero tenía que buscar a Viktor y sabía exactamente dónde encontrarlo.
Un punto a su favor era la poca complejidad de las armas. Las flechas no eran de lo más resistentes, las lanzas eran fáciles de esquivar y aún no había tenido que verse con las espadas o dagas. Otabek era rápido, pero no sabía cuánto aguantaría.
No le quedaba mucho tiempo para llegar hasta la capital, según lo que le dijo un amable mercader de la zona. Esperaba que unos simples esclavistas de pueblo no se animaran a armar un revuelo en la gran ciudad pero no podía asegurarse.
Tenía que llegar cuanto antes.
Se robó unas cuantas provisiones de un carro de frutas ya que no tenía una sola moneda encima. En otra ocasión Otabek se habría sentido mal por aquella acción. Necesitaba comer si quería llegar.
Muchos intentaron quitarle el Pájaro de Fuego o regatearlo como si fuera una baratija. En parte pensó que era lo mejor, o su cabeza tendría un precio más alto.
Supo que había llegado cuando vio las siglas S.P.Q.R. (1) grabadas en cada pared y en los adoquines de las calles. Era mucho más bulliciosa de lo que se imaginaba y también más calurosa.
Las sandalias se le habían destrozado en el camino haciendo que la suela se le levantase cada vez que pisaba. El chitón, la prenda que llevaba puesta, se había cortado un poco abajo y estaba cubierto de mugre. Allí, la gente iba enfundada en bellas stolas y chlamys decorados con hilos de oro y hechos de las sedas más finas importadas desde el otro lado del mundo.
Estaba en Roma. La Antigua Roma, el gran Imperio conquistador que cambió al mundo. Otabek jamás dejaba de asombrarse ante las posibilidades que daba el multiverso.
Roma era un destino de los más simples, si lo pensaba. Podría haber terminado en una colonia en la Luna o en un mundo primitivo donde la gente no supiera ni hablar y aún caminaran los dinosaurios.
Llamaba la atención de todas formas. Los que lucían las mismas fachas que él eran mendigos o esclavos. Y alguien con el estado físico de Otabek tenía muchas más posibilidades de ser un esclavo.
Tenía que llegar cuanto antes a la sede del senado romano. Necesitaba una audiencia privada con el Emperador. Sus chances eran casi nulas pero no le quedaba más que intentarlo.
Lo había sabido en cuanto tuvo en su poder una de las monedas del lugar cuando vio su perfil. No lo pudo confirmar hasta que se encontró con una estatua de dos metros con su rostro. Entonces ya no tenía dudas.
El Emperador Vittorio I le devolvía la mirada en cada figura. Con su nariz respingada y su cabello que le cubría un ojo.
Otabek no sabía cómo, pero Viktor Nikiforov había llegado a ser el Emperador de aquella Roma alternativa.
* * * *
La audiencia con un representante del senado no tendría lugar hasta dentro de otros tres días pero Otabek no tenía tres días. Con los esclavistas respirándole en la nuca, la prisa por regresar con Yuri y no menos importante: no tenía dónde dormir ni nada para comer.
Un rincón debajo de un puente que separaba las orillas del Río Tíber le sirvió para dormir sin ser visto. No estaba orgulloso de esto. Unos cuantos nobles le arrojaron monedas al ver su estado andrajoso, con lo que pudo comprarse un poco de queso y una hogaza de pan. Tampoco estaba orgulloso.
Las noches eran frías y las mañanas eran muy calientes. Podía bañarse un poco en las costas del río pero él sabía muy bien lo que se hacía en esas épocas. La higiene era algo impensable. Los olores no eran nada agradables y los dientes eran mucho peor. El mismo Otabek sentía que tenía más de un diente picado.
Por supuesto si se presentaba así ante el senado sería el hazmerreír. Decidió que, una vez más, tendría que saquear alguna tienda. Divisó una pequeña boutique que se veía conseguían buenos ingresos por sus cosas. Si debía robar sería a quien menos lo necesitase.
No fue una tarea difícil y se sintió demasiado culpable cuando la suave y fresca tela se deslizó por su piel recién enjuagada. No podía creer cómo daba por sentado algunas cosas en casa. Cosas tan sencillas como una lavadora o un cepillo de dientes.
La reunión se programó para la hora del almuerzo. Con algo de suerte pudo averiguar que eso era cuando se daban cinco campanadas durante el pleno día.
Se atrevió regresar al corazón del Foro Romano. Se había limitado a estar a las afueras, evitar ser visto por cualquiera que fuera un poco observador. Sabía que su físico también era digno de llamar la atención; sus rasgos centroasiáticos se consideraban como de bárbaros y salvajes. Atravesó algunos templos que todavía oraban a dioses como Saturno o Vesta, la diosa del hogar. la Curia Iulia, sede del senado, estaba pasando un poco la Basílica Iulia, que se mostraba imponente entre los otros edificios.
Y pensar que en su mundo todo aquello no era más que ruinas. Otabek no sabía que tan fiel era al Imperio Romano que él conocía pero parecía serlo demasiado.
Lo recibió uno de los escribanos. Otabek lo reconoció de inmediato: Emil Nekola, que era un simpático guardia civil en La Tríada. Habían intercambiado varias palabras, más que nada porque era amigo de Sara, su compañera.
El chico tenía la barba más larga de la usual y tenía unos pergaminos encima. Miraba a Otabek como si fuera menos que la tierra de sus zapatos. No podía estar más alejado del Emil de su mundo.
Comenzó a preguntarse por qué en este Imperio Romano había tanta presencia eslava. Viktor, que tenía orígenes rusos y ahora Emil, que era checo. Algo extraño debía haber ocurrido con los pueblos de la zona eslava de la época.
- Tengo entendido que quieres una audiencia con el Augusto Vittorio. Tienes suerte que tu pedido haya sido si quiera escuchado.
- ¿Podré...?
- Todo depende de ti. Creo que sabes muy bien cuáles son las condiciones para que la prole como tú -le escupió- tenga la bendición de ver a nuestro señor en persona.
Otabek no las sabía. Ni siquiera sabía en que idioma estaba hablando, que sonaba como un latín muy complicado.
- Los juegos -dijo Emil, como si fuera obvio- ¡Cómo si no fueras a saberlo! Hasta el esclavo más ignorante lo sabe.
- Discúlpeme, señor -dijo a su pesar. Ambos tenían la misma edad.
- Los juegos de gladiadores, bruto. Si ganas las tres rondas y entretienes al Emperador entonces tendrás una audiencia con él. Si lo entretienes demasiado puede que incluso te cumpla algún favor.
Gladiadores. La sangre se le convirtió en hielo. No es como si Otabek no supiese luchar: para llegar a su puesto debía entrenarse en todas las armas conocidas. Él sabía usar la espalda y las hachas.
Lo que no sabía era cómo haría para salir de ésta.
* * * *
Lo llevaron junto con un montón de esclavos y prisioneros condenados a muerte. Muchos de ellos se veían cadavéricos y con la muerte pintada en los ojos. Sabían que estaban caminando directo a la perdición y ninguno de ellos luchaba contra eso.
Su equipo de trabajo era una pequeña armadura que le unía la parte del pecho y la espalda con unas correas poco resistentes, la falda -o cómo se llamase- de gladiador, unas sandalias que se ataban hasta las rodillas, un casco con un penacho rojo y cinco armas a elección. Otabek tomó dos cuchillos de arrojar que se los enganchó en la armadura, una lanza que se puso en la espalda, un escudo oblongo y una gladius (2).
Esa noche no creía que podría dormir y apenas logró tragar bocado. Le pasó su comida a uno de los niños esclavos encadenados, que esperaba impaciente por ser lanzado a la arena a morir finalmente. Otabek deseó con todas las fuerzas que no tuviese que matar a ese niño.
Pensó en que él sólo se había metido en este problema y todo por ayudar al demonio de ojos verdes llamado Yuri Plisetsky.
Pasó en vela gran parte de la velada. Los pocos momentos en que conciliaba el sueño tenía turbulentas pesadillas, llena de sangre y huesos. Él estaba en el centro de la masacre coronado como el máximo asesino. No volvió a dormirse otra vez.
Apenas salió el sol los fueron a buscar. Les arrojaron un poco de pan añejo, agua y unas frutas magulladas, mientras lanzaba sus látigos en los más débiles o los que rehusaban moverse. A Otabek no lo golpearon, pero era porque no tenía un par de cadenas colgando de sus tobillos.
El camino al Circo Romano fue en una gran carreta. Durante el trayecto las personas lanzaban vítores o los abucheaban. Otabek entendió que los estaban luciendo como tributos, pedazos de carne que serían arrojados a los leones del matadero.
Y con leones no se refería precisamente a los animales.
Imponente y enorme, el Coliseo se alzaba ante sus ojos. A diferencia del de su mundo este no tenía una mitad faltante, y las luces de las antorchas iluminaban los alrededores, al tiempo que los gritos de adentro le daban vida a aquel tétrico lugar.
Los guardias de la puerta les dieron paso a las carrozas y Otabek pudo ver la inmensa multitud que colmaba el estadio. A lo lejos, en el palco preferencial, pudo ver la silueta del Emperador Vittorio, coronado con laureles y ropas rojas como la sangre que se derramaría aquel día. A su lado vio unas cuantas figuras pero no podía fijarse en ellas mientras aquel sádico Viktor miraba a los gladiadores con un salvaje deseo de muerte.
Tragó saliva. Las piernas comenzaron a temblarle cuando fueron llevados al sótano de las arenas del Coliseo. Unos jóvenes prisioneros lloraban a los gritos.
Unos cuantos guardias empezaron a ladrar órdenes, y a picar a los reos con unas lanzas. No todos iban armados como Otabek ni tampoco tenían armaduras. Más de uno lo miró con ansias de despojarlo de sus bienes, pero se lo pensaron dos veces al ver el tamaño y mirada del chico.
- Tú -masculló un guardia señalándolo-. Los que vienen por voluntad propia siempre van primero.
Otabek, que no se veía con las fuerzas para poner un pie en frente del otro y caminar, de pronto se vio siendo arrastrado por dos de los guardias hasta las rejas de entrada a la arena.
Los coreos de la gente le destrozaban los oídos. Todo en el estadio retumbaba al son de los latidos de su corazón.
Estaba perdido. No podía creer que había terminado aceptando aquello ¿no había sido más fácil traicionar a Yuri? Maldijo a su consciencia y su imposibilidad para romper promesas.
Viktor alzó los brazos, acallando a la multitud. Un vocero a su lado empezó a enumerar un montón de leyes de gladiadores que Otabek no podía entender.
Y luego dieron paso para que entrara la primera prueba. Serían tres, de acuerdo a lo que le habían informado.
Una figura en cuatro patas y de cuerpo fibroso le dio la bienvenida. Su rugido le heló la sangre, especialmente al ver como aquella bestia enseñaba los enormes colmillos.
No le dio tiempo a Otabek para reaccionar y se lanzó hacia él. Un zarpazo alcanzó a una de las correas de la armadura, desgastándola.
El tigre empezó a rodearlo, acechando. Era un ejemplar precioso, si se quitaba el hecho de que quería devorarlo de un bocado.
Otabek no era bueno con la lanza; jamás había logrado dar en los blancos durante las pruebas de armas de la Academia. Se le hacía demasiado sosa y pesada. Se prometió que si regresaba a La Tríada, e incluso aún si regresaba a su puesto, entonces compraría una enciclopedia de armas y se adiestraría en todas ellas.
Decidió que la espada era su mejor opción. Debía hacer una puñalada en una zona vital o un tajo lo suficientemente grande para dejarlo fuera de combate. Podía atacar a las patas traseras. Sólo tenía que acercarse lo suficiente sin ser herido.
El animal saltó hacia él. La multitud abucheó cuando Otabek lo esquivó y lo golpeó en el hocico con el escudo, mandándolo un par de metros hacia atrás. El tigre se veía colérico.
Volvió a arrojarse a él y le lanzó otro zarpazo. Sus garras se hundieron en la carne de sus pectorales, arrancando de un tirón el débil escudo que lo protegía.
Profirió un grito de dolor. La única vez que había sentido tanto fue cuando persiguió hacía dos años a un traficante de Pájaros de Fuego ilegales y había recibido un disparo en la pierna. Pero en ese momento no estaba luchando contra una bestia salvaje como ahora.
No se iba a dejar vencer. Empuñó la gladius con ambas manos a pesar del dolor cerca de su hombro izquierdo. El escudo quedó en alguna esquina de la arena para no sufrir daños apenas en el primer combate. Cargó contra el tigre y le hizo un profundo tajo en una de las patas traseras al son de la multitud empezando a corear por él repentinamente.
El tigre se tambaleó y solo entonces Otabek sintió una terrible pena por su vida, que no tenía la culpa de haber nacido en un mundo donde algunos servían para ser la diversión de otros. Así que cuando el Emperador Vittorio se paro en medio de su palco y bajo su dedo pulgar en señal de que el perdedor debía morir, Otabek le dio la muerte más rápida e indolora que pudo.
No estaba seguro de quien era el animal en aquella situación.
* * * *
La segunda ronda fue mucho peor.
Soltaron un grupo de tres esclavos, todos hombres y más jóvenes que Otabek, a luchar con él en la arena. No era peor porque fueran más, sino porque ninguno parecía tener las fuerzas suficientes para mantenerse en pie ni por cinco minutos más.
Otabek tomó otra vez la gladius y recuperó su escudo -que estaba seguro no lo necesitaría- mientras cargaba contra los tres luchadores.
- ¡Acábalos!
- ¡Usa la lanza! ¡Clava sus cabezas y lúcelas como trofeo!
- ¡Sácale las entrañas!
- ¡Mata!
- ¡Destruye!
Las voces no paraban de desconcentrarlo, así como la mirada calculadora del sanguinario Emperador.
Uno de los chicos tomó la espada que le habían dado los guardias y se la clavó en su propio vientre. Otabek no pudo dar crédito a lo que veía. El público chilló con emoción al ver el regadero de sangre sobre la tierra, pero claro que no dudaron en reclamarle a Otabek que esa sangre no había sido derramada por sus manos.
Tenía que terminar con esto, se dijo. La muerte era el mejor regalo que Otabek podía darles de todas formas.
Decidió ir contra el chico más pequeño y más joven. Otabek estaba seguro de haberlo visto en algún lado alguna vez, pero no lo reconoció hasta que tenía una de las dagas apoyada sobre el fuerte pulso de su garganta.
- Por favor -le pidió con un fuerte acento extranjero.
Era el joven compañero de cuarto del Yuri de Shanghái. Guang Hong.
El arma se debilitó en su puño. Odiaba haber decidido que no podía matar a aquel chico. El otro esclavo también se había suicidado rajándose la garganta mientras Otabek amenazaba al otro.
Habría sido tan fácil matarlo siendo que estaba descuidado, pero aquellos pobres chicos habían preferido la muerte antes que vivir un segundo más en aquel infierno.
Todos se silenciaron para oír el veredicto de Viktor. Vittorio, se corrigió.
Por favor, pidió Otabek. Sólo por esta vez.
Entonces el pulgar se alzó y la vida de Guang Hong estuvo perdonada.
Pero Otabek sabía que la suya no tendría perdón.
* * * *
Si seguía la lógica entonces la tercera prueba sería la peor.
Había luchado con dos de los tres clásicos rivales en las riñas del Coliseo. Contra animales, contra esclavos y ahora seguía contra gladiadores profesionales.
Estaba jadeando y la herida del arañazo del tigre no dejaba de escocerle. Tenía el pelo revuelto de tierra y sudor, y se dio cuenta que su cuchillo había desaparecido con Guang Hong. El chico quizás se lo había robado para tener algo con lo que defenderse.
Un cuchillo no haría diferencia para lo que venía.
Las compuertas de hierro volvieron a abrirse y dieron paso a un majestuoso carro, de madera roja y oro tirado por un caballo de color negro. Un fornido muchacho de impecable armadura a juego con el carruaje venía él, vistiendo una larga capa de terciopelo. Demasiado ostentoso para una lucha de vida o muerte.
Parsimoniosamente abandonó su puesto, dejando su capa y tomando un escudo de metal que tenía la cabeza de Medusa tallada en el. Con la otra mano sostuvo una inmensa espada cinqueada (3), y Otabek sintió que su gladius se hacía más pequeña al ver aquella monstruosidad.
El chico mostró sus dientes en una tétrica sonrisa. Es Jean-Jacques Leroy ¡El abogado de los Plisetsky en casa!
Intentó que aquello no lo tomara por sorpresa. Había visto al chico muchas veces en los corredores de La Tríada, siendo ruidoso y molesto. Había sido su compañero como un militar canadiense en la Universidad de Shanghái.
Y ahora lucharían a muerte.
- ¿Listo para visitar los campos de castigo, plebeyo? Quizás Plutón sea clemente contigo y decida mandarte a los campos de asfódelos si no resultas ser tan mediocre.
Otabek lo tomó como señal de ataque. Soltó un rugido y alzó su espada, que era bloqueada rápidamente por el escudo del muchacho apodado JJ.
- ¡Ánimo, Verdugo del Circo! -clamaba la gente haciendo sonreír al otro gladiador.
JJ encontró nuevas energías en el apoyo de sus fanáticos y lanzó una estocada a Otabek que no pudo esquivar. Si bien apenas le rozó uno de sus bíceps, estaba empezando a hacer efecto con mayor intensidad el dolor a causa de la herida del tigre.
- Yo que tú no opondría tanta resistencia ¡Al final sufrirás más!
Aquel chico no se parecía en nada al JJ de casa, que era puras sonrisas y comentarios burlones. Otabek dio un giro que lo tomó desprevenido y golpeó con el mango de su espada en la nuca de su oponente.
El otro enfureció y golpeó con toda las fuerzas a Otabek con el escudo en el rostro. Salió volando varios metros y pudo sentir como la sangre manaba de su nariz y el labio inferior roto. Antes de que pudiese levantarse, JJ posó una de sus sandalias sobre su pecho, quitándole el aire.
- Al final si fuiste un mediocre -dijo, alzando la cinqueada y dispuesta a hundirla en su cuerpo.
Otabek tomó uno de sus cuchillos y lo clavó con todas sus fuerzas sobre la pantorrilla de JJ, quien soltó un profundo alarido. Tuvo tiempo de escapar del agarre del gladiador pero JJ fue más rápido y lo volvió a arrojar al suelo a varios metros de distancia. Otabek estaba herido, débil y no podía encontrar las fuerzas para seguir.
Mientras JJ cojeaba hasta él, con la cinqueada en mano y con gesto decidido a acabar pronto con aquello.
Suspiró abatido. Recordó a Yuri siendo el zarévich de una Rusia aún imperial, con el Pájaro de Fuego destrozado. Nunca regresaría a casa si Otabek no lo conseguía. Estaría destinado a vivir en el cuerpo de otra persona, a desplazar al verdadero de zarévich de su vida. Y Otabek moriría en aquella arena, llevándose consigo a la versión de aquel mundo que nada tenía que ver.
No podía dejar que ocurriera.
Cuando JJ estuvo lo suficientemente cerca, Otabek rodó con toda sus fuerzas sobre los pies del chico, que trastabilló y calló a causa de su herida.
- ¡Maldito! ¡Verás cuando te tenga...!
- No -masculló Otabek por primera vez en la arena-. Te tengo yo.
Con una mano pisó con todas sus fuerzas la que cargaba la cinqueada. No paró hasta que JJ chilló de dolor y soltó su espada, incapaz de volver a recogerla. Le pegó una, dos, tres, cuatro veces en el rostro y le pateó en las costillas.
Empuñó la gladius al mismo tiempo que el público se silenciaba, dando la oportunidad a su Emperador a decidir.
Otabek sabía la respuesta desde antes que moviera su dedo.
Miró al pobre muchacho bajo él. Quizás había matado a cientos como Otabek y había disfrutado del baño de sangre, pero eso no quitaba que fuese solo una víctima más del sistema. Perdóname, JJ, pensaba. En otra vida podríamos haber sido los mejores amigos, tú y yo.
La gladius parecía hervir en su mano cuando la alzó por encima de su cabeza, y la dejó caer, asesinando al gladiador estrella de Roma, al Verdugo del Circo.
* * * *
No quiso quedarse para la coronación de laureles ni el paseo de los vencedores alrededor de los arcos de la ciudad: Otabek pidió ser asistido hasta el Emperador inmediatamente, y que le devolvieran sus pertenencias.
Cuando el Pájaro de Fuego colgó alrededor de su cuello otra vez, sintió como su corazón se llenaba de una calidez que le había sido arrebatada en el Coliseo.
Respiraba con dificultad y tenía muchísima sangre cubriendo su torso y ropas. Ni siquiera se tomó un baño para ver al Emperador porque muy poco le valía el título de aquel.
Cuando entró en los aposentos de Viktor lo sacudió el olor a vino y carnes asadas. El joven hombre estaba tirado almorzando en un sofá cama, y estaba escoltado por dos centinelas.
- Estaba esperando este encuentro -le dijo con una voz melodiosa- ¿Quiere, el campeón, vino?
- Le pediré que por favor no me llame campeón -espetó Otabek desafiante. Viktor se irguió sobre su cama, estirando las largas piernas hasta el suelo.
- No creo que puedas darme órdenes, campeón.
- Tiene razón. Pero debe recordar que pedí una audiencia con usted y tengo derecho a un favor.
- Eso es verdad, supongo.
Viktor caminó elegantemente hasta él, observando y analizándolo. Otabek miró al suelo, buscando no devolverle la mirada. Un monstruo como aquel no merecía ser mirado ni a los ojos.
- ¿Qué es lo que quieres, campeón?
- Quiero que se me absuelva de mi deber como esclavo. Quiero un permiso especial del Emperador para poder circular libremente por estas tierras sin ser acosado por los esclavistas que me buscan debido a mi raza. Y quiero una pequeña suma de oro para establecerme como ciudadano del Imperio.
Otabek no había pensado en aquello antes de decirlo. Él no quería ningún favor de Viktor, realmente. Sólo había querido acercarse lo suficiente para usar el comando UV38 del Pájaro de Fuego.
- Creo que es un favor demasiado sencillo para tremenda odisea que pasaste -dijo con un tono meloso, casi burlón.
- La libertad no es ninguna petición sencilla. Por ella, los hombres somos capaces de arrebatárselas a otros.
- Muy bien -respondió Viktor, tendiéndole la mano.
Y era la hora.
Otabek sostuvo el Pájaro de Fuego que ahora llevaba enredado en la muñeca. Sostuvo la fuerte mano del gobernante el tiempo suficiente para que el comando hiciera efecto y quemara en su mano.
El Emperador Vittorio lo soltó, nervioso. Rápidamente se compuso.
- Por si quieres regresar, campeón, puedo ofrecerte cosas mucho mejores que la libertad. Cosas que solo los hombres libres podrían soñar.
- No necesito nada más que ser libre -dijo, y abandonó la habitación de Su Majestad.
Con un millón de cosas en la cabeza quiso regresar a Rusia, al palacio, junto al zarévich. Quizás así encontraría un poco de paz. Pero todavía tenía un poco más de trabajo que hacer.
* * * *
Glosario:
1- S.P.Q.R.: Abreviación de Senatus Populesque Romanus. El lema de la actual Roma, que se conserva desde la época del Imperio. Está en latín y significa "El Senado y el pueblo de Roma".
2- Gladius: Tipo de espada utilizada en la antigua Roma. Recibe su nombre de los gladiadores y, si bien se llamaba a las espadas en general de esta forma, hay un tipo que tiene una forma particular que las diferencia de las demás espadas de la época.
3- Cinqueada: Otra espada romana, aunque menos popular, y también de mayor tamaño, que la gladius.
* * * *
¡Uno de mis universos favoritos, debo decir! Ya se que ha sido un poco cruel y muy sangriento, pero adoro las escenas de batalla. No quise hacerla muy extensa para no aburrirlos, de todas formas. Ya me dirán que les pareció todo <3
Para saciar las ansias de todos ¡Hoy hay doble capítulo! Tuve unos días un poco atareados y lo más probable es que haga dos mini maratones en lugar de una sola grande, espero lo disfruten igual :)
Subiré en unas horas el siguiente. Muchas gracias por el amor, como siempre ¡Nos leemos en un rato!
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