Cincuenta y siete

No importaba la cantidad de tiempo que pasase, Otabek nunca volvería a ser la misma persona luego de lo ocurrido entre febrero y marzo de 2019.

Todavía podía sentir el frío mosaico bajo su mejilla, luchando por poder mirarlo una vez más, de poder guardarse el recuerdo de su rostro por un segundo extra. Podía revivir el verdadero dolor en el pecho y el abandono.

Y podía recordar la oscuridad de los días que le siguieron. La verdad oscuridad de no sentir absolutamente nada, ni la furia ni el dolor ni la venganza. Creyó que todas esas emociones se habían agotado un par de semanas atrás.

Celestino no esperó a que ninguno de ellos asimilara lo que estaba ocurriendo. Se dedicó a borrarlos de un plumazo del mapa.

Primero fue su deportación. La embajada kazaja quiso ayudarlo de todas las formas posibles pero no había mucho que hacer luego de que La Tríada presentase una petición del estado para sacarlo del país y prohibirle la futura entrada.

Fue un trámite largo, doloroso e innecesario.

Pero en medio de la soledad aparecieron dos figuras que lo ayudaron a llevar las cosas con un poco más de optimismo.

-Podemos armar el club de los deportados -se burló Leo enseñándole sus dos pasaportes, el estadounidense y el mexicano-. De todas formas ¿quién quiere vivir en esta isla infernal donde adoran al té como un dios?

-Y uno de sus santos es el fish and chips -agregó Guang Hong sacando la lengua con asco.

Otabek intentaba sonreír ante las ocurrencias y sonrisas de aquellos dos. En vistas de que su grupo estaba totalmente fragmentado, le alegraba un poco saber que contaba con dos presencias sanas en su vida.

Sin embargo había una tercera presencia que no se alejaba de la vida de Otabek. Cuando Otabek ya no tenía más dinero para rentar el apartamento y tuvo que vender su motocicleta, fue él quien lo recibió con los brazos abiertos en su hogar.

-Creo que mi mamá te quiere más que a mí -dijo JJ para animarlo.

Nathalie estaba todo el día asegurándose de que Otabek estuviese bien. Buscaba atiborrarlo de comida o procuraba que se sintiese como en casa. Él lo agradecía pero, en su interior, sabía que nada de eso funcionaba para que se sintiese mejor.

* * * *

El día que salieron los papeles de deportación, Otabek ni siquiera tenía un vuelo a Kazajistán. La embajada se ofreció a financiarle un vuelo pero él no quería regresar a un país que no veía hace casi diez años.

No se sentía que pertenecía a ningún lado. Pero también sentía que todo el mundo era suyo ¿era eso una consecuencia de los viajes interdimensionales? ¿Era porque sentía que su alma estaba muy lejos de allí, porque un solo universo se veía demasiado pequeño para él?

Ese mismo día también apareció JJ con una noticia.

-La he encontrado -dijo solemne. Intentaba que no se le escapase la sonrisa de la boca.

Otabek abrió los ojos sorprendido. JJ tenía una tableta portátil contra su pecho.

-¿Dónde...?

-En Facebook -sonrió entonces-. Es más fácil encontrar a alguien en un mundo donde el Facebook existe.

Se sentó a su lado en la cama y le mostró lo que tenía en la tableta. Era, efectivamente, un perfil de Facebook. El nombre de la persona decía Isabella Yang y su foto de perfil era un primer plano de ella, con sus cabellos negros cubiertos por una capucha de piel y unos cuantos copos de nieve fundiéndose en su piel de porcelana.

-Vive en Montreal -agregó con emoción- ¡Y mira! ¡Mira! Situación sentimental... ¡Soltera!

La cara iluminada de JJ era probablemente la única cosa buena que vería en ese día. Otabek, a pesar de que sentía que ya no tenía espacio para más sentimientos, un poco sentía que estaba muy feliz por él.

JJ se levantó de golpe y empezó a dar vueltas, nervioso por la habitación. Lo miró interrogante.

-Me voy a Canadá -soltó.

-De acuerdo.

-Y quiero que te vengas conmigo.

No le sorprendió su pedido. En las últimas semanas, JJ parecía haberse vuelto demasiado dependiente de toda la gente a su alrededor. No quería estar solo en ningún momento. Y si bien deseaba irse a Canadá con todas sus fuerzas en buscas de su amor a primera vista, eso no quitaba que se sintiese aún indefenso como para enfrentar al mundo él sólo.

Otabek no tenía nada que hacer en ningún otro lugar. A él le daba igual si estaba en Inglaterra, en Kazajistán, en Kenia, en Japón o en Canadá. Cualquier lugar sería lo mismo para él si su interior seguía sintiéndose vacío por la pérdida. No era más que un recipiente sin nada adentro

Así que le dijo a JJ exactamente lo que quería escuchar.

-De acuerdo -musitó-. Me iré contigo a Canadá.

* * * *

Montreal se veía hermoso en primavera. Las flores comenzaban a brotar luego de las terribles heladas y de la nieve que su gente había tenido que sufrir. No era un caos de turistas tomándole fotos a cualquier porquería como en Londres. Las calles no apestaban a frituras o a la especiada comida étnica que se vendía por todos lados. No había una poderosa y permanente humedad y tampoco tenía que preocuparse de que en cualquier momento podría acabar empapado por la lluvia. Pero sobre todo, no tenía que mirar el espejado Triad Buildings desde cualquier punto de la ciudad.

Era curioso que semanas atrás solo hubiera visto cosas positivas de la capital inglesa. Ahora le hablaba el rencor. Había abandonado Londres sin nada encima y sin decirle adiós a nadie. Pensó que quizás esa era una buena forma de cortar el vínculo.

JJ y Otabek se consiguieron un piso de tres habitaciones sobre la calle Queen Mary. El balcón tenía una vista directa a la cúpula verdosa -y la segunda más grande del mundo- del Oratoire Saint-Joseph du Mont Royal, ubicado sobre la ladera norte homónima. Los árboles a su alrededor empezaban a renacer y toda la avenida parecía una explosión de vida y mucho color verde.

Como tenían un cuarto extra, JJ invitó a los también deportados Leo y Guang Hong a vivir con ellos dos. A Otabek no le molestaba. Y no vendrían mal dos pares extras de manos que ayudasen a trabajar para saldar todas las deudas.

JJ era mozo de un restaurante cubano. Guang Hong vendía sus pinturas en una galería de arte. Leo era profesor particular de español. Todos parecían empezar a hacerse su huequito en esa nueva ciudad tan hermosa excepto por Otabek. Él sentía que no sabía hacer nada. Que no tenía intenciones de hacer nada, tampoco. Acabó dedicándose a pasar sus tardes trabajando en el taller de un anciano soplador de vidrios.

Era un trabajo interesante. Cuando soplaba el vidrio para luego meterlo en medio del calor no pensaba en más de lo bonito que quedaría al final. Lo distraía. Primero había empezado haciendo simples vasijas o botellas ornamentadas antes de pasar a las pequeñas figuras de cristal que luego el dueño vendería en una tienda muy tradicional de principios del siglo pasado.

-Ay, se le rompió una oreja a éste -masculló el hijo de su jefe, Jean Paul-. Que pena tener que tirarlo, era un gatito muy lindo.

El corazón de Otabek se detuvo y dejó todo lo que hacía para curiosear la figura dañada que le mostraba el hombre.

Era un gato no más grande que la palma de su mano, de cristal teñido negro con detalles en un blanco lechoso. Tenía la cabeza ladeada como hacían todos los animales cuando algo les daba curiosidad. Y allí, donde debería haber estado la oreja que daba hacia abajo, había un limpio corte.

Había algo en esa figura que le hacía querer tenerla. Quizás era porque lo buscaba en todos lados, hasta en un gato sin orejas de cristal.

-¿Me lo puedo quedar? -preguntó con algo de timidez.

-¿Hm? Seguro, Otabek -respondió en francés. Siempre hablaban en francés.

Tomó la delicada cosita en sus manos. Era una figurita preciosa que más tarde encontraría su lugar en su mesa de noche. La miraría obsesivamente antes de dormir, como si fuera un santo al que pudiera pedirle milagros.

Otabek estaba empezando a perder la cabeza.

* * * *

Una noche estaba cenando junto a JJ y Guang Hong. La relación entre esos dos era un poco complicada ya que eran muy diferentes, pero todavía no se habían armado batallas campales en el apartamento.

-¿Ya has encontrado a Isabella? -curioseó el más joven de los tres. JJ hizo una sonrisa confiada.

-No... todavía. Pero Montreal es un poco grande. Tarde o temprano aparecerá.

-¿Y... qué piensas decirle?

-¿Quieres que saque la lista de frases para conquistarla que he estado escribiendo?

-La verdad es que no.

La puerta se abrió de golpe. Los tres se sobresaltaron por la brusquedad pero quien acababa de llegar no era otro que Leo. Traía el móvil en la mano, cerca de la oreja, como si hubiese estado hablando con alguien por teléfono hacía pocos segundos.

-Tengo noticias desde Londres -soltó.

Se quedaron inmóviles. Habían acordado no mencionar nada referido a sus vidas en Londres o con La Tríada como una manera de superar la tragedia. Por un par de meses querían fingir solo un grupo de hombres jóvenes en busca de su lugar en el mundo.

No pudo evitar que la garganta se le hiciese un nudo a Otabek.

-Leo... -advirtió su novio.

-¡Esto es importante! ¡Hoy ha salido la sentencia de Seung-Gil!

Soltaron un grito ahogado. Leo se metió en el apartamento sin molestarse a cerrar la puerta.

-¿Y bien? ¡Dime que ha pasado con mi coreano! -exigió JJ.

Leo cerró los ojos y tomó aire, buscando fuerzas. Otabek se preparó para el golpe.

-Le han dado diez años. El juez determinó que era un peligro para su vida pero no uno inmediato, por eso no le han dado perpetua.

JJ soltó una risa demasiado emocionada. Guang Hong se llevó las manos a la boca. Otabek no notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.

-Si tiene buen comportamiento puede que salga en menos.

-Pero hablando en serio... ¿tú crees que ese tipo tendrá buen comportamiento?

-Bueno, supongo que será un angelito de Dios si eso significa que podrá ver a Phichit antes.

Se encontró a sí mismo sonriendo. No todo estaba perdido para siempre. Seung-Gil saldría. No sería el mismo de antes, pero saldría. Tendría libertad otra vez. Él tendría su oportunidad de rehacer su vida. Y si Phichit lo esperaba...

-Phichit va a irse a Tailandia. Dice que necesita meditar y también un poco de paz. Pero no ha negado nada cuando lo invité a que pasara a vernos aquí alguna vez.

Todos necesitaban paz. Incluso los que ya no estaban allí y jamás volverían.

Chris. Sara. Mila. Yuuri Katsuki.

Yuri.

Otabek deseaba que todos ellos también encontraran la paz. Porque él quizás no la encontraría nunca.

* * * *

Estaba saliendo de su arduo trabajando soplando los vidrios cuando escuchó que le sonaba el móvil. Montreal era bastante más segura que Londres y no tenía miedo de sacarlo a pesar de que anduviera sólo a altas horas de la noche.

La voz de JJ le aturdió el oído derecho.

-¡Otabek! ¡Cómo no te vengas ahora al "Oye Chico" ahora mismo dejarás de ser mi amigo! -chilló. Otabek tuvo que alejar un poco el aparato.

-¿Has vuelto a liarla con tu jefe? Mira, deberías llamar a Leo porque él es el que sabe español.

-¡No es el maldito jefe esta vez! ¡Isabella está aquí con sus amigas y yo estoy gritando!

Se detuvo de repente.

El Oye Chico, el bar cubano donde JJ trabajaba no quedaba tan lejos. Podía tomar el tranvía y llegaría en pocos minutos.

Otabek ni siquiera dejó que JJ siguiera parloteando en el teléfono y colgó. Tenía que ir a ayudar a su amigo.

* * * *

Ya había estado un par de veces con sus otros dos amigos tomándose unos mojitos -bastante horrorosos si los tenía que hacer JJ- y un delicioso sándwich de tipo cubano de medianoche. La comida latina no tenía nada que envidiarle al primer mundo.

Le gustaba mucho el lugar porque parecía sacado de alguna película de los 70. Las sillas eran todas de madera tallada a mano y las mesas igual. Las banderas colgaban de la barra y había muchos cuadros de emblemáticas figuras de la nación isleña. También podía escuchar rumba en vivo o solos de guitarra criolla, pero nada se comparaba a los insultos en español del dueño del bar a sus muy despistados mozos canadienses. A veces encontraba a Leo riéndose sólo cuando escuchaba lo que decían.

Como era viernes estaba particularmente lleno. En una mesa que no podía ser para más de tres personas había mínimo unas diez amontonadas. La barra estaba que explotaba. Incluso se veía que habían tenido que armar mesas extra con algunos banquillos y almohadones.

-¡Juan Santiago! -gritaba la voz de Carlos, el dueño- ¡Suelta ese cacharro y ponte a trabajar!

-¡Ya le dije que me llamo Jean-Jacques!

-Aquí estás en una pequeña extensión de Cuba. Te llamas Juan Santiago.

-¡Ugh!

-JJ -lo interrumpió.

Su amigo giró la cabeza, sorprendiéndose por unos segundos. Luego corrió a su encuentro, casi derribando a una de sus compañeras.

-¡Otabek! ¡Sí viniste!

-No podía dejarte sólo en esto. Así que... ¿dónde está?

JJ tomó el rostro de Otabek con una de sus manos y le torció la cabeza hacia una de las esquinas.

-¡Esa! ¡Esa mesa de ahí!

-JJ, por dios, deja de señalar con el dedo.

El chico bajó el brazo y entonces Otabek pudo ver con más claridad la mesa que él decía. Estaba lleno de chicas, altas y bajitas, delgadas como una escoba o con un montón de curvas, de piel morena o pálida.

Y entre ellas estaba Isabella Yang.

Tenía el cabello más largo que en el mundo de patinaje y estaba más delgada por supuesto, ya que aquí no se veía embarazada. Saboreaba con mucha emoción unas yucas, un famoso snack cubano. Los preparaba JJ en casa también y, misteriosamente, era una de las pocas cosas que no arruinaba desastrosamente.

-¡¿Qué hago?!

Otabek no supo que decirle. No podía acercarse al grupito a flirtear con la chica sin verse como un ñoño o un repugnante acosador.

-Podrías... ¿ser tú mismo?

Se arrepintió apenas lo dijo.

-¡Qué gran idea! ¡Eh, Olivia! -llamó a su compañera de la barra- Apura con esos mojitos.

Olivia chasqueó la lengua ante el pedido de JJ y le paso una bandeja con al menos siete mojitos de diferentes colores. JJ la alzó orgulloso con una sola mano, pavoneándose frente a Otabek sobre el buen equilibro que tenía.

Lo vio irse hasta la mesa de las chicas, que se daban codazos entre ellas en cuánto lo vieron llegar. JJ les sonrió y seguramente hizo alguna broma tonta que las dejó riendo por lo bajo.

Casualmente -o quizás no tanto- dejó el mojito de Isabella para el final. La chica abrió la boca para soltar un agradecimiento al carismático mozo que las estaba atendiendo.

Pero entonces la escena cambió drásticamente, y pudo escuchar que Isabella soltó un gritito al ver su falda rosada con una mancha de bebida.

JJ le había arrojado el mojito encima a la mujer que le gustaba.

Sus amigas se burlaban de ella y una que otra frunció el ceño ante el mozo manos de manteca. JJ se disculpaba efusivamente y le repetía alguna cosa, quizás una disculpa. Isabella no parecía molesta y agitaba las manos diciéndole que todo estaba bien.

Su amigo volvió pitando a la barra, donde Otabek lo esperaba totalmente perplejo, más aún luego de ver la pícara sonrisa en su rostro.

-Dime que eso no ha sido a propósito -suplicó.

-Lamento decirte que eso ha sido a propósito.

Otabek soltó un suspiro exasperado, que sonó algo así como el que un padre totalmente decepcionado de su hijo.

Por suerte, Carlos no andaba por allí para tener más razones por las cuales insultar a su incompetente empleado. Olivia miró desaprobatoriamente a JJ mientras preparaba otro mojito para la cliente, que ahora debía correr por cuenta de la casa. O por cuenta de JJ, más bien.

Isabella se excusó de sus amigas y fue al baño a ver que podía hacer para arreglar el desastre. No mucho seguramente. No podía creer que ella hubiese reaccionado tan bien ante una situación así. De haber sido Yuri la víctima de aquel hecho...

Se abofeteó mentalmente.

JJ ya tenía el mojito en la barra y un pequeño dulce tradicional. Que bobo más predecible.

Mientras veía a Isabella salir del baño le chistó. Ella miró sorprendida a todos lados hasta que descubrió que quien la llamaba era el idiota de la barra que acababa de lanzarle un mojito en la falda. Se acercó con cautela.

-Me quiero disculpar otra vez -dijo JJ sin señal de verse arrepentido. Ella sonrió.

-Descuida -respondió con su aguda voz- ¡Son cosas que pasan! El local está lleno hoy.

-Es que aquí somos la bomba -coqueteó usando el español. Leo se hubiese golpeado la cabeza contra una pared al oír su pésima pronunciación.

-Es la primera vez que vengo ¡Y me está gustando mucho! Incluso luego de... -su mirada se desvió a su falda manchada- Pero de verdad, de verdad está bien.

-Te hemos hecho otro mojito, claro está -se lo ofreció. El vaso era más grande que el que ella había pedido-. Y de mi parte... una pequeña disculpa extra.

Isabella arrugó la nariz cuando se rió. Las mejillas se le habían teñido de rojo. Y no podía culparla. JJ tenía una sonrisa enorme y reluciente que Otabek había podido comprobar que dejaba a varias chicas sin aire por segundos.

-Me siento mal que te tomes tantas molestias.

-Yo me siento mal de haber arruinado esa preciosa falda -habló el canadiense- ¿Crees que tendrá arreglo?

-¡Oh! Claro que sí. Por suerte mi mojito era uno clásico y no tenía colorantes.

-Entonces... ¿qué dices de usar esa falda cuándo te invite a una cita?

Otabek estaba que no se lo podía creer. Olivia, la otra moza, también miraba la escena boquiabierta. Y ni hablar de Isabella.

Ella rió nerviosamente. Sus amigas ya parecían haber notado la escena y observaban todo, sin ninguna vergüenza, con curiosidad.

-Yo... bueno, creo que podría usarla -respondió.

La mirada de JJ se encendió. Isabella apartó la vista un poco avergonzada.

Y ese fue solo el comienzo de todo.

* * * *

En las semanas y meses que precedieron a esa noche, Isabella y JJ no salieron no una, ni dos, ni cinco sino más de cuarenta veces. A veces incluso se veían dos veces en un mismo día.

Muchas noches él se ausentaba y otras tantas la llevaba al apartamento para que pasasen tiempo todos juntos. Isabella era una muchacha simpática y los otros tres inquilinos la adoptaron como miembro de la familia muy rápidamente.

Los ánimos parecieron mejor poco a poco para tres de las personas que vivían allí. Pero era una de esas personas la que todavía no podía avanzar y seguía estancado en el pasado.

-Una de las amigas de Isabella dice que eres lindo -le comentó JJ un día.

-No me interesa -se apresuró a responder, sin importarle cuan brusco sonaba.

-Está bien.

JJ no lo presionaba. Nunca lo hacía. Probablemente él pudiese ver que Otabek no quería avanzar y que prefería perderse todas las noches mirando a una figura de cristal con forma de gato.

La vida simplemente dejó de ser una aventura para él. Se habían acabado los viajes en el espacio, los circos romanos, los besos sobre pistas de hielo. Ahora solo conocía la monótona rutina de soplar de vidrio y de convivir con los únicos cuatro amigos que tenía en la ciudad. De vez en cuando recibía mensajes tan lejanos de lugares como Tailandia y Japón, pero Otabek jamás los respondía. No sabía qué decir, de todas formas.

Nunca recibió otro mensaje de Londres. No sabía en qué parte del mundo andaba Viktor, si finalmente fue encerrado en un instituto de salud mental o si había logrado escapar al multiverso otra vez. No se gastaría en averiguarlo. Durante un tiempo que quizás Viktor era la única persona que podía comprender el vacío que estaba sintiendo desde hacía casi un año, pero no podría soportar tener que ver a otra persona estancada en el tiempo. Podía soportar a Leo y a Guang Hong, incluso a JJ, pero era porque todos ellos habían decidido seguir con sus vidas y dejar atrás al multiverso, a la locura.

Si Otabek apenas podía consigo mismo, no estaba seguro de que podría con Viktor.

* * * *

Finalmente se cumplió un año. Y luego se hicieron dos. Las cosas no habían cambiado demasiado en su pequeña burbuja en Montreal. La única diferencia era que ahora Isabella estaba casi siempre con ellos.

La chica no tenía idea de cómo cocinar pero era una pastelera estupenda. Le encantaba conquistar a todos ellos con algunas galletas recién sacadas del horno o algún dulce lleno de un glaseado que embadurnaba de azúcar las comisuras de la boca. También le gustaba la música y había encontrado en Leo un buen compañero de baile ya que JJ le destrozaba los pies cada vez que intentaban empezar clases juntos.

Tampoco se rendía con Otabek. No se cansaba de invitarlo a fiestas o de querer organizarle citas a ciegas con sus amigas. Incluso después empezó a organizarle citas con amigos. Él quería explicarle que no era el género o sexo de las personas lo que le impedía a Otabek tener citas, sino que no eran esa persona que él estaba buscando hacía tanto tiempo.

Una tarde, después de insistirle más de treinta veces que agregase al Facebook a su amigo Cal -Otabek ni siquiera tenía Facebook-, decidió cambiar la conversación abruptamente a JJ.

-¿Te ha hecho algo? -preguntó con algo de preocupación. Ella se apresuró en negar.

-No, no... es solo que... -suspiró- él se levanta gritando todas las noches que dormimos juntos. Las pesadillas lo atormentan desde que nos conocemos y yo ya no se que hacer. Él a veces grita por una chica llamada Mila y... y yo...

Los ojos se le llenaron de lágrimas. A pesar de que se veía totalmente triste y destrozada, también pudo ver una sombra de alivio de poder sacarse ese secreto de encima.

Otabek trató que sus propios ojos no se llenasen de lágrimas también. Fue inevitable que aquel nombre no le trajese dulces recuerdos de una muchacha de maraña pelirroja y lengua afilada. Algunas noches, cuando no miraba el gato de cristal, sacaba la pequeña fotografía que había conseguido de ella y que guardaba en el cajón. La admiraba un rato, recordando un montón de buenos y efímeros días.

-JJ tiene pesadillas desde hace casi dos años -declaró-. Él casi no duerme de noche.

Y era verdad. Casi todas las madrugadas escuchaba el pestillo de la puerta de JJ destrabándose, para luego encontrar al chico mirando por el balcón que daba a la calle Queen Mary, con los ojos perdiéndose en los tristes faroles que alumbraban Montreal.

-Temo que sea alguien a quién él no ha dejado de amar -sollozó.

-No la ha dejado de amar. Y tampoco yo.

Isabella alzó la vista sorprendida. Ella no tenía idea de las razones por las que su novio la había estado buscando. Quizás lo atribuía a una linda y divertida casualidad, pero no era la casualidad que ella estaba imaginando.

-Es gracias a Mila que JJ puede estar aquí contigo hoy -dijo-. Tienes que entender que no le será fácil olvidar.

Ella asintió, turbada pero comprensiva. Luego abrazó a Otabek.

-Gracias -susurró-. Quisiera que ambos pudieran superar lo que les atormenta. Sea lo que haya sido.

Otabek no lo quería. Porque superarlo significaba tener que dejarlo ir.

* * * *

Meses después, Isabella quedó embarazada. JJ estaba que no podía salir de su estupor y felicidad. Guang Hong y Leo habían comprado un montón de chucherías de bebés durante toda la gestación. Las amigas de Isabella no dejaban de subir fotos de su barriga y la evolución de ésta. Otabek también intentaba mostrarse feliz y emocionado. Y lo estaba, pero lamentaba que no fuese tan fuerte como él lo deseaba.

JJ también les comunicó que iba a mudarse a la casa de Isabella. Otabek también decidió que era hora de conseguir su propio espacio; él no podía seguir viviendo con la otra feliz pareja por mucho que le dijeran que siempre era bienvenido con ellos.

Después de muchas horas extra de trabajo y cansancio, pudo reunir dinero suficiente para pagar la renta de varios meses en un pequeño monoambiente a las afueras de Montreal.

Era más solitario de lo que se esperaba. Y también descubrió que tenía demasiado tiempo libre ahora que no tenía a las otras tres presencias rondando por los rincones a cada hora del día.

Finalmente decidió comprarse varios cuadernos y se sentó a escribir. Sobre las cosas que había visto, sobre lo que sentía, sobre lo que soñaba. Era un nuevo pasatiempo que lo distraía bastante. Luego, cuando uno de esos cuadernos tenía cada renglón garabateado, Otabek les prendía fuego y miraba las llamas extinguirse poco a poco. A veces incluso se encontraba haciendo grullas de papel que luego echaría al fuego también. Verlas consumirse no era placentero ni divertido pero al menos no le generaba malestar.

Últimamente medía las cosas que haría en malestar que no le generaba en lugar de satisfacción que podría traerle.

* * * *

Para el cumpleaños de Leo, un mes antes de que naciese la hija de JJ y, también, casi tres meses antes del de Otabek, se reunieron a tomar unas cervezas por la rue Crescent, la mayor avenida de bares de Montreal. Le recordaba un poco a la Temple Street de Dublín, siempre animada y colorida, llena de edificios antiguos que no perdían el encanto.

El bar era un antro ruidoso llamado Les Deux Pierrots, donde turistas y estudiantes se juntaban a pasarse de copas. El grupo se reía de algunos chistes en francés que JJ mascullaba. Otabek no podría decir en qué momento todos ellos habían abandonado el inglés por el bello idioma del amor.

-¿Y cómo llamarás a tu pimpollo? -preguntó Leo dando un sorbo de su cerveza negra.

-¡Uf! No me recuerdes esas cosas. Isabella y yo estamos luchando la Guerra Fría en estos momentos. Ella quiere ponerle alguna babosada como Lily o Rose, ¡Yo no quiero que mi hija tenga nombre de planta!

-A mí me gustan esos nombres -espetó Guang Hong escondiéndose tras su jarra.

-¿Y qué nombre quieres ponerle tú, machote de América? -inquirió Leo con diversión.

JJ abrió la boca pero luego la cerró. Hizo una tímida y triste sonrisa, que le daba a entender a Otabek que no saldría algo muy feliz de allí.

-He estado buscando en internet...

-No sé si me gusta por dónde va esto.

-Le quiero poner Totty -se apresuró a decir. Leo frunció el entrecejo.

-Pero, ¿qué clase de nombre es ese?

-Es... un nombre kazajo.

Le disparó una mirada a Otabek.

Otabek apretó los labios y los párpados. Casi prefería que JJ le dijera que su hija iba a llamarse Mila. Quizás eso fuera menos doloroso que lo que ese nombre verdaderamente significaba.

-Significa Pájaro de Fuego -completó Otabek con un hilo de voz.

Los demás lo miraron con sorpresa, excepto JJ, que lo miraba con complicidad y nostalgia.

Esas palabras calaron hondo en todos. Nadie había vuelto a mencionarlo, igual que a Londres o a La Tríada, pero Otabek creía ver a JJ llevarse la mano al cuello como un pequeño tic cuando estaba nervioso. Él mismo se llevaba la mano hecha un puño al pecho todas las noches.

-Es... un lindo nombre -intentó animar Guang Hong-. Es la razón por la que sus padres se conocieron ¿no?

-Lo es -coincidió JJ con una sonrisa iluminada.

Pero también era la razón que lo había destruido todo.

* * * *

El día que Totty Leroy finalmente nació fue toda una conmoción. Llegaron visitantes de varios lugares del mundo, especialmente de Inglaterra.

Nathalie, la madre de JJ; Florence y Julian, sus hermanos; también el hijo de su hermana, el pequeño Oliver que ya parecía haber crecido bastante desde que Otabek lo vio por última vez. Un montón de tías y primos que llegaron de todas partes de Canadá, y eso sin contar a los invitados de Isabella.

Todos se pegaban codazos para ser los primeros en conocer a la famosa bebé, a la pequeña hija que nadie pensó que JJ sería capaz de tener. Recordaba al muchacho inmaduro que bromeaba en los momentos más inadecuados -y que todavía lo hacía, solo que con menos frecuencia- y lo comparaba con el hombre que era ahora.

-Hay tantas cosas que me hicieron crecer de sopetón -le dijo una vez JJ-. Pero no extraño mis épocas de haber sido solo un niño ingenuo.

Hacía tiempo que ya no trabajaba en el bar cubano y hacía algunas tareas de oficinista en la empresa de los Yang. Era un trabajo que le quedaba demasiado a chico a su amigo, pero a él parecía no molestarle si tenía al lado a su mujer.

Mientras tanto, Otabek seguía soplando vidrios. Leo y Guang Hong iban a casarse en los próximos meses y abandonarían Montreal para conocer un poco más del mundo.

Y Otabek seguía estando sólo.

En la sala de espera del hospital, hasta que finalmente la pequeña niña naciera, se puso a pensar en que quizás los demás también estaban sufriendo una lucha interna como la de Otabek. Una lucha que había comenzado hacía tres años ya y que quizás no vería su fin jamás.

-¿Otabek? -preguntó una simpática y familiar voz para él.

No podía dar crédito a lo que sus ojos veían. Tenía el cabello cortado al ras y su vestimenta se veía mucho más sobria en comparación de su burbujeante personalidad. Su piel parecía haber pasado del moreno oscuro a un dorado brilloso, seguramente producto de pasar muchas horas bajo el sol del sudeste asiático.

-Phichit -musitó.

El chico sonrió ante la mención de su nombre y se acercó a Otabek, tendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse. Él tomó su mano, dándose un corto abrazo en cuanto estuvieron a la altura.

-Estás igualito -se burló.

Otabek sabía que Phichit se lo decía de un forma que intentaba sonar amable y cariñosa, pero no podía hablar del último momento que ambos compartieron en el mismo lugar, los dos destrozados y llorosos.

De todas formas, lo de estar destrozado seguía siendo verdad.

-Asumo que JJ ha publicado sobre el nacimiento hasta en Venus.

Venus. Más y más recuerdos dolorosos. Era como si él mismo estuviera saboteándose y buscando nuevas formas de herirse sólo.

-De hecho fue Leo. Me ha estado torturando un tiempo para que venga...

Se detuvo.

-Pero me daba un poco de miedo verlos a ti y a JJ.

Otro silencio.

No se atrevía a decir nada. Este Phichit se veía muy diferente a como se imaginaba que el chico estaría. Si bien estaba mucho más apagado que de costumbre, eso no quitaba que todavía estuviese repartiendo sonrisas por el mundo.

-¡Bueno, bueno! Mejor no digo más, que hoy es un día feliz y tenemos que estar felices por JJ ¿Por qué no me cuentas de ti? ¿Trabajo? ¿Situación sentimental? -curioseó.

Otabek suspiró.

-Trabajo como soplador de vidrios.

-¡Wow! ¡Eso suena genial! Yo he estado asistiendo a la universidad de física... -confesó con algo de vergüenza.

-Y respecto a la otra pregunta, la respuesta es: tristemente solitario.

Phichit arqueó un lado de la boca, en un gesto que parecía ser solidario con su situación. Le apoyó una mano sobre el hombro.

Otabek dudó unos instantes, pero se atrevió a preguntar.

-¿Y la tuya?

El chico no lo miró. Solamente intentó contener que sus labios no se curvaran peligrosamente hacia arriba.

-Pacientemente esperando.

Eso lleno a Otabek de renovadas esperanzas.

* * * *

La hijita de JJ era una cosa pálida y pequeñita, con dos enormes ojos como lechuza. Quizás esa fuera la razón por la que Isabella decidió vestirla como una para Halloween.

Y que sea Halloween significaba también otra cosa: era el cumpleaños número veintiséis de Otabek.

Todos los años hacía la misma cena junto con Leo, Guang Hong y JJ, solo hombres tomando cerveza hasta el hartazgo y zampándose todo un pastel de cumpleaños. Ese año las cosas eran un poquito diferentes, ya que se sumaba Phichit al festejo.

El tailandés había estado alojándose en el viejo departamento que perteneció a ellos cuatro, que ahora solo era ocupado por Leo y Guang Hong. Otabek intentaba evitar todo lo que podía a Phichit pero no siempre se salía con la suya.

Esa noche, en las vísperas de Halloween, mientras Isabella festejaba con sus otras amigas que eran madres, los cinco hombres pasarían la velada toda la noche en el piso, quizás recordando los viejos tiempos.

Ya faltaban pocas horas para que diesen las doce y Leo no dejaba de revolotear alrededor de los bocadillos, asegurándose que todo estuviera perfectamente en orden. JJ acababa de llegar junto con un cajón de cervezas y, para sorpresa de Otabek, una botella de champagne.

-Hoy quiero brindar por mi mejor amigo -se excusó.

Finalmente se acomodaron todos entre el sofá y un montón de cojines en el suelo. Empezaron a beber la cerveza sin ninguna vergüenza o pudor, burlándose de viejas memorias compartidas que tenían. Phichit no decía mucho, sólo reía y asentía aunque no entendiera nada de lo que estaban diciendo todos ellos.

Había ciertas cosas y memorias que estaban prohibidas mencionar en la casa, y lamentablemente Phichit formaba parte de la mayoría de ellas.

Cuando dieron las doce, Leo sacó unas cuantas bombas de papel picado y empezaron a gritar por Otabek. Guang Hong le trajo el pastel con veintiséis simpáticas y coloridas velas, de chocolate amargo y bizcocho mojado en alcohol.

-¡Pide un deseo! -exclamó Phichit.

¿Un deseo?

Él tenía tantos deseos... no estaba seguro de que las velas de cumpleaños fuesen capaces de cumplirle todos los que tenía.

Otabek cerró los ojos y buscó adentro de su corazón.

Deseo poder sentir como lo hacía antes.

Y las velas se apagaron. Los aplausos de sus amigos era todo lo que podía escuchar.

-¡Hora de los regalos! ¡Mi parte favorita! -chilló JJ como un niño emocionado.

A continuación todos se escabulleron a algún punto de la casa, en el que habían escondido algún paquete hermosamente envuelto.

Leo y JJ tenían sonrisas cómplices. Otabek suspiró. Para su cumpleaños anterior habían hecho regalos a juego y le dieron un par de medias, literalmente. Solo uno. JJ le había regalado un calcetín y Leo el otro. A los dos se les había hecho demasiado divertido, y finalmente compensaron a Otabek con un ostentoso regalo en navidad.

A él le daban igual los objetos materiales.

-¡Los reyes y los mejores amigos van primero! Que suerte que yo soy los dos.

Empujó una cajita bastante angosta mal envuelta en papel de Halloween sobre las manos de Otabek. No pesaba demasiado y temía que se tratase de otro calcetín.

-Gracias, JJ -musitó con una sonrisa.

-¡Pero hombre ábrelo! ¡Apresúrate!

Exhaló un poco de aire. Todos los demás también lo alentaban a que abriese la cajita.

Al rasgar el papel solo había una cajita de terciopelo, de esas que suelen usarse para regalar joyería. Frunció el ceño, algo curioso.

El corazón empezó a palpitarle con fuerza por alguna razón. La entendió luego de que quitara la tapa.

Allí, tan majestuoso y elegante como lo recordaba, había un Pájaro de Fuego.

El aire se murió antes de entrar por su boca. Otabek sostenía con una mano temblorosa la cajita con el regalo y sus ojos no podían terminar de dar crédito a lo que estaba viendo.

-¡Ahora viene el mío! -chilló Phichit, intentando cortar la tensión del ambiente.

Le quitó la caja a Otabek y depositó su regalo allí en sus manos. Otabek seguía inmóvil así que el tailandés se tomó el trabajo de agarrar la mano de Otabek y ayudar a rasgar el envoltorio de regalo.

Era un libro. O, más bien, era un cuaderno.

Empezó hojear su interior. Estaba repleto de combinaciones de números, que al principio para Otabek ninguna de ellas tenía sentido.

Son coordenadas.

Coordenadas de universos. Todo un cuaderno lleno de coordenadas, algunas de ellas con el nombre con el que se conocía a todos aquellos mundos.

Le empezó a doler la cabeza. Tuvo un pequeño flashback del pasado, en el que un Pájaro de Fuego y un montón de coordenadas tenían un maldito sentido en su vida.

Respiró con algo de dificultad.

-Creo que queda solamente el mío -habló Leo.

No, pensó Otabek. Porque él ya se estaba imaginando lo que estaba a punto de darle Leo.

No quiso tomar la caja que el muchacho le ofrecía con una sonrisa paciente. Otabek no quería tomarla porque, si miraba lo que había adentro, empezaría a llorar todo lo que no lo hizo durante esos últimos años.

-Anda, Beka -alentó JJ.

Tragó saliva. Phichit, Leo y JJ tenían un par de conmovidas sonrisas. El único que parecía igual de estupefacto que él era Guang Hong.

Finalmente tomó el regalo. Y rasgó el papel con más furia y ansiedad que los anteriores, porque ya sabía lo que aguardaba allí dentro y quería terminar con aquello lo más pronto posible.

El regalo era, como supuso, un segundo Pájaro de Fuego.

Se mordió los labios, intentando contener todas las turbulentas emociones que empezaban a arremolinarse en su corazón.

-¿Para qué me darían...? -empezó a preguntar.

-No sé. Nuestro deber es solo dar el regalo. Tú sabrás que uso darle -se apresuró a decir JJ.

Los demás hicieron como si nada hubiera pasado, como si no le hubieran regalado un arma para que él terminase de dañarse a sí mismo. Todos reían y se atragantaban con pastel, invitando al cumpleañero a sumarse a la celebración.

Él finalmente se excusó, diciendo que quería ir a la cama. Aunque en el fondo sabía que estaba lejos de poder conciliar el sueño.

Cuando sintió que los demás se marcharon a dormir, y que JJ ya estaba roncando en el sofá del living, Otabek deseó ir al balcón para que la brisa nocturna le relajara los pensamientos. Se calzó las pantuflas y caminó en silencio hasta el lugar, pero se detuvo de repente al escuchar un ruido extraño proveniente de allí.

Era Guang Hong. Y estaba sollozando.

-¿Por qué no me dijeron que harían eso? -reclamaba a alguien.

-Porque sabía que te pondrías así -respondió la serena voz de Leo.

-¿Y cómo quieres que me ponga, Leo? ¡Le están dando falsas esperanzas! ¡No lo están ayudando a avanzar!

-No seas así -gruñó el otro- ¿Crees que no sé desde hace años lo mal que está Otabek? Él no tiene vida, Guang Hong. Solo se dedica a sobrevivir.

Más llantos se escucharon.

-¿A ti te gustaría que te hicieron un regalo tan de mal gusto? ¿Te gustaría que te refrieguen eso en la cara? ¿Cómo te sentirías tú si el desaparecido fuera yo y otros te incitan a cometer una locura que no tendrá un buen final?

Leo no dijo nada.

Y, Otabek, a la espera, sentía que se moriría allí mismo.

-Solo sé que si el desaparecido fueras tú, jamás dejaría de buscarte.

* * * *

Los meses transcurrieron después de su cumpleaños y no se volvió a tocar el tema. Phichit abandonó Montreal para dirigirse a Londres, donde una audiencia para determinar si Seung-Gil era apto para una libertad condicional se daría en mayo.

Nadie mencionaba los regalos de Otabek. Él los había guardado al fondo de un cajón en su apartamento y allí se habían quedado. No se atrevía ni siquiera a mirarlos.

La única vez que tomó el Pájaro de Fuego en sus manos, que volvió a sentir la cálida piedra anaranjada entre sus dedos, fue la misma noche de su cumpleaños. Había probado lo que se sentía colgárselo al cuello otra vez y no supo por qué lo hizo. Acabó sintiéndose incluso peor que antes.

Totty Leroy ya estaba aprendiendo a balbucear algunas palabras y la primera de ellas fue algo que sospechosamente sonaba como Beka. Isabella regañaba cariñosamente a JJ diciendo que nombraba demasiadas veces a su amigo durante el día, y que ahora la niña acabaría queriendo más a Otabek que a sus padres.

Las cosas marchaban viento en popa si se lo miraba por arriba, pero por dentro se hundían más rápido que el Titanic.

El trabajo de soplador de vidrios apenas lo abastecía así que terminó siendo tutor particular de literatura, una materia que a Otabek se le daba bastante bien.

No era una tarea sencilla, sin embargo. El corazón se le encogía demasiadas veces cada vez que tenía que coger algún libro de la Antigua Roma o de la Rusia Imperial si lo requerían sus alumnos. Leía la historia de los zares una y otra vez, con el alma allí a sus pies. Se aprendió el nombre de cada zar, desde Iván el Terrible hasta Nikolai II. Todos ellos habían sido Zarévich alguna vez, y le consolaba que, en su mundo, ninguno de ellos se llamase como él. Lo hacía ver más único de lo que ya era.

* * * *

Una tarde decidió visitar a sus amigos en el viejo apartamento. Allí solo estaba Leo con una gran sonrisa.

-¿Qué ha pasado? -preguntó.

Leo siguió sonriendo estúpidamente.

-Van a darle la libertad condicional dentro de dos años si conserva el buen comportamiento que venía teniendo -fue todo lo que dijo.

Otabek se encontró a sí mismo sonriendo estúpidamente también. Pensó en Phichit en Londres, seguramente saltando en una pata de la alegría y la ansiedad.

Seung-Gil estaba luchando su alocada y rebelde naturaleza por amor. Y estaba demasiado cerca de cumplir su cometido y regresar.

Los ánimos se le hundieron otra vez. No podía comparar esa situación con la suya. No tenía ningún absoluto sentido ni punto de comparación.

Así que se limitó a alegrarse por sus viejos compañeros y siguió con su vida.

* * * *

Un mes después recibió una visita totalmente inesperada.

Debería haber culpado a JJ de que lo encontrasen. JJ siempre era el culpable de todo lo que le pasaba últimamente.

Casi no reconoció a la chica -¿o debería de ser ya mujer?- que tenía en frente. Ya debía tener casi dieciocho años.

-Hola, Beka -lo saludó en kazajo.

-Ayzere -fue capaz de susurrar, haciéndose a un lado para que ella entrara en su triste apartamento.

Era un poco más alta que él. No era difícil superarlo en altura, de todas formas.

La invitó a tomar asiento en su desordenado sofá. Ella, temerosa y educada, aceptó. Estuvieron un largo rato en silencio, contemplando cualquier cosa que estuviese a la vista excepto la otra persona.

-Estás enorme -le dijo con sorpresa. Ayzere rió.

-Y tú como que te ves más pequeño -se burló.

Otabek rió atónito. Ayzere se contagió de sus carcajadas. Los dos siguieron riendo hasta que se les escaparan algunas lagrimillas de risa, que poco a poco se iban transformando en lágrimas de emoción.

Los dos sostuvieron al otro en sus brazos.

-Te extraño tanto, Beka -murmuró ella en su hombro, en medio de las lágrimas-. Me duele tanto haber crecido lejos de ti.

-No tienes ni idea lo que me duele a mí.

Momentos que nunca podría recuperar. Momentos que había perdido para siempre por culpa de La Tríada.

* * * *

Ayzere decidió quedarse por tiempo indefinido. Acabó por encantarle a Isabella, que la llevaba de paseo por la ciudad todo el tiempo y dejaba a la bebé al cuidado de su padre, que acababa llamando a Otabek para que le hiciese compañía.

-¿Sabes? Creo que no quiero más bebés -masculló- Amo a mi hija pero ser niñero es un poco frustrante.

-Yo soy niñero hace unos tres años y medio ya y no me ves quejándome.

-¡Oh! ¿Desde cuándo eres un niñe-...?

Otabek le arqueó una ceja.

-Ah. Ya entendí. Estás hablando de mí. Muy divertido.

Mientras Otabek se burlaba silenciosamente de su amigo -o eso le reclamaba JJ- vio aparecer a las dos mujeres a lo lejos.

-¡Ahí viene la madre irresponsable! -gruñó JJ- Tu prometido necesita tiempo para amarse a sí mismo, mujer.

-Ay, JJ, ya te amaré yo esta noche -le tiró ella un beso-. Gracias por soportarlo, Beka.

-Es mi deber.

La familia abandonó el lugar, dejando a Otabek y su hermana solos en la gigante Montreal.

-¿Hay algo que quieras ver?

-Me gustaría ver el Lago de los Castores -dijo ella con emoción. Otabek se rió.

-¿Sí sabes que ahí no hay castores, no...?

-¡Quiero ir igual!

Otabek le ofreció el brazo a su hermana y fueron a pie hasta el Parque Mount Royal. Era el pulmón verde de la ciudad, siempre oliendo a hierba fresca y a rocío. El Lago de los Castores estaba irónicamente lleno de patos que buscaba robarle pedacitos de pan a la gente que pasaba, con la estatua de George Étienne Cartier viéndose a través de los árboles que lo bordeaban. Era una gigante figura alada hecha de bronce y granito.

Le gustaba pasar tiempo con su hermana ya que eso significaba que podía conocerla un poquito más; sentía que estaba riéndose en la cara de La Tríada, los que le habían impedido que hiciera todas esas cosas junto a ella en la edad que correspondía.

El lugar estaba tranquilo, con algunos jóvenes besándose en el pasto y niños corriendo con sus perros. Ayzere le hizo ojitos a un muchacho que pasaba por allí.

-Créeme -empezó Otabek- no quieres un novio canadiense.

Ella rió.

-¿Y tú tienes novio? -preguntó ella. Él frunció el ceño.

-¿Y cómo sabes que debería tener un novio y no una novia?

-No sé. Solamente lo sé -respondió dudosa- ¡No desvíes mi pregunta!

-No tengo novio, Ayzere.

-¿Y eso por qué? ¡Eres muy guapo! Quizás no seas el más divertido...

-Ya, gracias.

-No quiero ofender. Solo me sorprende.

Otabek se giró sobre su lugar en el pasto, así tenía vista directa al imponente lago. Arrancó un poco del pasto con sus dedos, juguetonamente.

-Supongo que estoy esperando por una oportunidad que dudo que llegue.

-¿Y por qué no sales a buscar esa oportunidad en vez de esperarla? -inquirió con molestia en su voz.

-¿Por qué te preocupa tanto?

-¡Es que no soporto verte así de triste! ¿Es que así vives todos los días? -explotó.

Otabek la miró totalmente desconcertado, con sus fulminantes ojos amenazándolo.

-Ayzere, mi tristeza no tiene absolutamente nada que ver con...

Bueno, ya estás mintiendo.

Ninguno de los dos dijo más nada. Se dedicaron a disfrutar de la compañía del otro en el pacífico parque Mount Royal.

Tres días después, Ayzere volvería a Kazajistán. Le hizo prometer que él volvería a Almaty cuando estuviese listo. Y luego entonces ella volvería con él a Canadá. Le pareció un trato bastante justo, pero que no sabía si acabaría por cumplir.

La noche en que su hermana se fue se quedó pensando en muchas cosas de su vida. O de su cuasi vida, porque lo que Otabek tenía no podía ser una vida real. Nadie podría deambular de una forma tan desoladora y considerar aquello como vida.

Corrió hasta el cajón donde guardaba los regalos de su último cumpleaños. Mirar al Pájaro de Fuego se sentía como una magnética atracción, una por la cual tarde o temprano acabaría por terminar acercándose a ella.

También tomó el cuaderno de coordenadas. Trazó con sus dedos la infinita cantidad de números que había en él, uno por uno.

¿Y si...?

¿Estaba Otabek loco por siquiera considerarlo? En todo caso, Leo, JJ y Phichit debían ser considerados unos locos.

Agarró al azar cualquiera de las coordenadas que había allí y la calibró. No importa cuántos años pasaran, configurar ese par de numeritos lo llenaba de adrenalina como la primera vez que saltó hacia un universo desconocido siendo un simple agente de la Interpol.

Su dedo se detuvo varios segundos sobre el botón de salto. Una fuerza invisible lo detenía de cometer aquella locura. De seguir arruinándose la vida.

Pero Otabek estaba cansado de no tener ningún motivo para seguir viviendo. Estaba tan cansado de solo existir.

* * * *

No le importó que fuera casi de madrugada, él corrió hasta la casa de JJ. Se sintió demasiado culpable al ver a una adormilada Isabella en bata abrirle la puerta.

-¿Otabek? ¿Ha pasado algo? -preguntó alarmada.

-Necesito ver a JJ. Es urgente.

Ella se hizo a un lado para que Otabek pasara. No se escuchaban llantos y dedujo que la bebé estaría durmiendo igual que sus padres, lo que le hizo sentir aún más culpable.

Pero esto no podía esperar.

JJ apareció en calzoncillos por la puerta de su dormitorio, con los cabellos despeinados en todas las direcciones.

-¡Beka...! ¿Se puede saber que...?

-Me voy -dijo.

JJ se despertó totalmente de golpe. Se acercó hasta su amigo tambaleándose, para tomarlo de los hombros y zarandearlo un poco.

-¿A dónde te vas? -preguntó aunque sabía la respuesta.

-Tú sabes a dónde me voy.

El rostro de su amigo se deformó en uno de emoción completa, para luego convertirse en uno de tristeza.

-¡Te voy a extrañar tanto! ¡Tanto, tanto! Pero eres mi mejor amigo... y todos hemos querido lo mejor para ti desde hace todos esos años. No sé que voy a hacer contigo tan lejos ¡Tienes que jurar que serás feliz!

-Ya no me necesitas -dijo Otabek con una pequeña sonrisa-. Tienes una hermosa familia.

-Tú también eres mi familia.

Los dos se dieron un largo abrazo, que culminó en JJ sollozando ruidosamente y por ende, también Totty comenzó a llorar en su cuna.

Isabella apareció en el pasillo.

-¿Por qué están todos llorando...?

-No pasa nada -se apresuró el kazajo-. Isabella, nunca abandones a JJ.

-¿Beka?

-A ti también te voy a extrañar.

Le dio una palmada en el hombro a la estupefacta mujer y regresó a la fría noche de Montreal.

Corrió hasta que su cuerpo pidió un descanso. No tenía idea de en que calle estaba en ese momento y poco le importaba. Muy pronto ya no estaría allí.

Tocó los dos Pájaros de Fuego. También sacó el cuaderno de Phichit, aunque verdaderamente ya no lo necesitaba. Había calibrado obsesivamente todos los universos anotados allí en los Pájaros de Fuego. Todas y cada una de las posibilidades que él tenía.

Observó los dos dispositivos en su mano. Recordó cuando había creído a Yuri y, con algo de esperanza, cargaba su Pájaro de Fuego junto al suyo por si algún día lo necesitaba. Al final esa esperanza le había servido y terminó transformándose en algo real.

¿Quién decía que ahora no podía ser real, también?

Ni siquiera se gastó en mirar a su alrededor por última vez. No le interesaba Montreal ni ninguna otra ciudad ahora que estaba en busca de algo mejor.

Con un poco de emoción y miedo, apretó el comando de salto. Una cálida y familiar sensación, el tirón del espacio-tiempo llevándoselo muy lejos de allí. Se sentía como si la última vez hubiese sido tan solo ayer.

Incluso el aterrizaje se sentía demasiado familiar. Abrió los ojos y ahora sí miró a su alrededor.

Estaba en un circo. Él llevaba un estrambótico traje de acróbata de color verde manzana con mucha purpurina encima.

La carpa se sentía como de ensueños, llena de artistas con los más coloridos disfraces. Vio a varios de sus conocidos allí, varios rostros que no había visto en demasiados años, como cierta cabellera pelirroja.

Se le emocionó hasta la última fibra del cuerpo.

Arriba, en la soga de los acróbatas, un destello plateado se movía ágilmente entre la cuerda y los aros. Tenía el pelo rubio recogido y, por muy imposible que fuese, él creía que podía ver sus ojos verdes brillando más que todo su traje.

Era Yuri. O, bueno, uno de los tantos Yuris que tenía el multiverso. Porque más tarde se daría cuenta que ese no era el Yuri que estaba buscando y que esto no era más que el principio de una nueva y larga historia.

* * * *

Viajó por lugares inimaginables. Pudo ver la caída de Roma, una ciudad subacuática, una ciudad en plena edad de bronce, una París de los años 10, una tribu sudamericana, un concierto de electrónica donde él era el protagonista, un Nueva York incluso más avanzado que el mundo que él había conocido como futurista.

Recorrió todos los rincones más inimaginables que había. Visitó la punta de cada edificio y se metió en las cavernas más profundas. Buscó incansablemente a lo largo de países, conocidos y desconocidos.

En muchos de esos mundos no era tan difícil encontrarlo. Nunca estaban lo suficientemente lejos. Otabek los había visto en lunas de miel, durante peleas, momentos románticos y pasionales, solo abrazados o viviendo a un par de casas de distancias.

Lejos de desanimarlo se sentía más esperanzado. Como si por primera vez el multiverso le estuviese mandando una señal del destino de que su búsqueda no terminaría siendo en vano.

Una vez incluso terminó por error en un lugar muy conocido, justo al lado del Comandante Leo de la Iglesia en una nave con destino a una luna de Neptuno. El chico se emocionó como nunca cuando descubrió quien realmente era.

Se dio cuenta que, en realidad, las aventuras eran interminables. El multiverso era interminable. Sintió que había desperdiciado tantos años de su vida pensando que su historia tuvo un injusto punto final cuando estaba muy lejos de acabar aún.

Otabek era quien decidiría cuándo acabaría.

* * * *

Los años acabaron por pasar. Uno, dos... Otabek había perdido la cuenta del tiempo hasta que llegó a un Sydney muy parecido al de su mundo, minutos antes de que los fuegos artificiales estallaran en cientos de colores por todo el cielo indicado el Año Nuevo.

Habían pasado tres años ya. Tres años desde que había abandonado el Triadverso en búsqueda de algo.

Otabek no se cansaba nunca. No le cansaba tener que recorrer enormes distancias con deficientes medios de transporte o tener que atravesar un montón de guerras u otros obstáculos adversos en su búsqueda.

Visitó más de trescientos mundos diferentes en ese tiempo. A veces, cuando creía haberlo visto todo, su siguiente parada lo sorprendería de alguna manera. De formas gratas y también no tan gratas.

Se encontraba en un universo prácticamente igual al Triadverso, solo que no hubiera sido correcto llamarlo así. La Tríada había existido en ese lugar pero ahora su edificio no era más que un montón de cenizas en medio de la ciudad vieja de Londres. Sus versiones de ese mundo habían logrado lo que ellos no, y quizás todos estuviesen viviendo el final feliz que se le había sido negado a él junto con sus amigos.

No importa, se decía a sí mismo Otabek. La Tríada solo gana cuando yo me rinda.

Y nunca, nunca se rendiría. Solo muerto iba a detenerse.

* * * *

Por muchos ánimos que él tuviese, la duda también lograba hacerse camino en su mente.

¿Y si Yuri estaba en un universo totalmente desconocido? ¿Y si ya había muerto? ¿Y si Otabek moría antes de visitar todos los mundos? ¿Y si...? ¿Y si...?

Suspiró, descartando otro universo más. Yuri no se encontraba en aquel extraño mundo donde la gente no sabía leer. O al menos no con el alfabeto que Otabek conocía. Era bastante precario y, más tarde de lo que le hubiese gustado, dio con la persona que buscaba pero resultó que no era exactamente esa persona.

Tantos universos descartados. Y tantos más por recorrer. Ya casi tenía treinta años y seguía dando trotes a través del multiverso como un loco enamorado que no quiere resignarse a su situación.

Él no iba a resignarse. Puede que sus ánimos flaquearan a veces pero no iban a desmoronarse. No después de tanto tiempo y dolor invertidos.

Dio un salto más. Pero el aterrizaje fue bastante más extraño y molesto de lo que había sentido alguna vez.

* * * *

Cuando abrió los ojos se sintió como si acabara de regresar de la muerte. No sabía por qué pero sintió que también había pasado demasiado tiempo y no solo un par de minutos. Se despertó en una incómoda cama de hospital, pero se veía como un hospital rural del siglo XX.

Le dolía respirar, la cabeza, los huesos, cada parte de su cuerpo. Cuando logró sentarse como pudo, ya tenía a unas enfermeras parloteándole en un idioma que extrañamente comprendía: se trataba del árabe.

Les respondió que todo estaba bien y que necesitaba que alguien le aclarase todas las dudas -era una buena idea para descubrir el contexto de ese mundo-. Las dos muchachas le trajeron a un médico de piel oscura pocos minutos después.

-Es una suerte que hayas despertado. Después de ese golpe no teníamos demasiadas esperanzas.

-¿Golpe?

-Tu carreta derrapó por el puente cerca del río Draa y caíste en él desde varios metros hace unos cuatro días. El agua, cuando se cae desde tanta altura, se vuelve como piedra sólida y te rompiste muchísimos huesos.

Otabek no tenía idea ni recuerdos de eso ¿había saltado justo luego del accidente de ese Otabek?

Se sobresaltó con una mano sobre su pecho, buscando los Pájaros de Fuego. No estaban. Le entró una desesperación y terror insoportables.

-¡Tranquilo! -dijo el doctor con voz calma- Tus pertenencias, las que recuperamos, han sido guardadas por las enfermeras. Han cuidado especialmente de esos dos bonitos colgantes que tenías. Ellas son unas románticas y pensaron que tal vez era un regalo para tu esposa.

Dio un enorme suspiro de alivio. Recordó los miles de desastres a los que él y el resto de sus amigos se habían tenido que enfrentar por culpa de roturas o pérdidas del Pájaro de Fuego.

-¿Crees que puedes intentar moverte?

Otabek lo intentó. Los huesos y músculos de ese cuerpo crujieron todos juntos con un dolor insoportable. Él había sufrido muchos dolores insoportables, de todo tipo. Y definitivamente éste se encontraba entre los peores.

-Bien, bien. Necesitarás unos días de reposo y tal vez rehabilitación.

No puedo perder tanto tiempo.

Necesito descartar este mundo y luego seguir con mi búsqueda.

Pensó que podía abandonar ese universo y luego regresar en un par de semanas y meses. Pero no sabía si la mente de ese Otabek hubiese sido capaz de despertar. Quizás todo era gracias a él.

Esperaría. Ya había esperado muchos años y podría esperar un poco más.

* * * *

Durante el día iba un sanador a masajearle las zonas heridas y ayudarlo con la rehabilitación. Era un proceso lento y doloroso. Quizás ese Otabek podría agradecerle las horas de sufrimiento que le había arrebatado.

Por las noches pensaba en la pequeña casa que había construido en Montreal, ¿qué habrían dicho Leo y Guang Hong de que se fuera sin despedir justo antes de su boda? ¿Ya habría salido Seung-Gil de prisión? ¿Qué era de la vida del pequeño Minami? ¿Viktor estaba trabajando aún para La Tríada o se habría convertido en un científico loco? ¿Yuuri había dejado de sentirse sólo en su hogar? ¿Cómo estarían JJ e Isabella, cuánto habría crecido ya su hija? ¿Tendrían otro más, tal vez? ¿Y Mila? ¿Estaba viva aún o se había quitado la vida apenas se fueron?

¿Dónde estaba Yuri? ¿Cómo lo habían tratado esos siete años en exilio y soledad?

Él no podía responder a todas esas cosas. Una vez que eligió que su destino y propósito en la vida era éste, también había decidido renunciar a saber sobre la vida de todos los que alguna vez pensó que eran sus amigos.

Todos tenían que seguir sus vidas lejos de los otros, porque ya no eran meros adolescentes y jóvenes adultos dando tumbos por el multiverso en busca de derrotar al mal. Ahora eran adultos hechos y derechos, y cada uno tenía que ocuparse antes de su vida que intentar proteger o preservar la de los demás.

* * * *

Tres semanas más tarde ya podía caminar un buen trecho de pasos él sólo. Y dos semanas después de eso le dieron el alta con la condición de que visitara regularmente al terapeuta local.

Si supieran que Otabek estaba a punto de irse a recorrer el mundo...

En esas semanas descubrió que estaba en Marrakech, en Marruecos. Mentía si decía que moría por salir y conocer un poco de esa mágica ciudad, llena de laberínticas medinas -los viejos barrios de la ciudad- y construcciones con sus puertas que parecían conducirte a otros mundos, llena de intrincados diseños arabescos y de los tonos de colores más vivos. Los viejos palacios con sus piscinas internas rodeada de columnas y plantas trepadoras. Y ni hablar de los viejos mercadillos donde podías encontrar todo tipo de chucherías.

No estás para turismo, se repitió. Debes encontrar la forma de buscar al Yuri Plisetsky de este mundo.

No parecía un mundo muy avanzado pero tampoco tan atrasado. Se veía tal vez como la década de los 80 o 90 en África, poco después de la descolonización europea. No sería difícil tomar un avión a Europa. O un barco que lo conectase con el sur de España y de allí al continente.

Pero aún así Yuri podría no estar en Europa. Los mundos que no tenían mensajería instantánea ni redes sociales le daban mucho dolor de cabeza. Y él se había dado el lujo de incluso perder dos semanas.

Se tocó los dos Pájaros de Fuego que acababan de regresarle. Su peso era dolorosamente reconfortante. Eran su boleto de libertad.

El clima en Marrakech no era tan insoportable para él pero distaba demasiado del gélido Montreal o el húmedo Londres. Otabek estaba acostumbrado a los desiertos cálidos y secos desde que era pequeño, y al menos no había un vapor insoportable en el aire, el cual, lamentablemente, era compensado con el tufo que venía de los mismos mercadillos y la poca higiene de la gente. No es que fuese su culpa vivir en un lugar con temperaturas que te obligaban a tomarte más de tres baños por día.

Se consiguió un bastón en el tenderete de un viejo anciano amargado cerca del zoco de la medina en que se estaba alojando. Los zocos eran los focos comerciales de los barrios; podías encontrar desde joyas de alta calidad hasta las más aromáticas especias como también los divertidos zapatos a los que llamaban babuchas. El mismo Otabek estaba usando un par, junto con una chilaba a rayas; la clásica túnica larga árabe, con capucha y dos cortes en la parte inferior. Estar todo tapado lo protegía del sol.

Caminó con un poco de dificultad y dolor entre todos los puestos comerciales. Cada vez que pasaba por uno, las señoras le ofrecían leerle la fortuna y los ancianos le decían que comprara la más finísima vajilla marroquí.

Se rió. Como si necesitara alguna de todas esas cosas. La fortuna se la hacía él mismo, negándose a detenerse o dar todo por perdido.

Mientras inspeccionaba unos viejos libros de cultura popular escuchó una conmoción. Un viejo estaba regañando a un par de niños que estaban intentando robarle unos dulces que tenía en su mesa-mostrador. Si bien la traducción de los insultos era muy fuerte y sucia, el idioma árabe no sonaba tan aterrador cuándo entendías lo que estaban diciendo.

Se detuvo de repente. Al lado del negocio del viejo gruñón estaba una tienda de joyas tradiciones. No destacaba demasiado a simple vista. No tenía una vitrina que hiciera reflejo del sol y estaba pintada de un marrón tristón que se perdía entre la tierra rojiza de la plaza de Jemaa el-Fna, el lugar más famoso de la ciudad.

El corazón le palpitaba con furia contra las costillas y le enviaba un punzante dolor a todos los huesos que todavía le estaban sanando. Tuvo un interesante y destructor recuerdo, de él estando tras unas rejas, prometiéndole que ellos dos podrían ser lo que quisieran en dónde quisieran. En un rascacielos de Nueva York. En una estepa kazaja. O tal vez siendo dos malditos comerciantes en Marruecos si prefieres, exclamó su hermosa voz en su cabeza.

¿Podría ser posible? ¿Podría ser él quien estuviese allí? ¿Sería posible que hubiera decidido viajar hasta Marruecos solo porque pensaba que Otabek podría buscarlo allí? Podría haber elegido cualquier otro lado icónico para ellos. El palacio de invierno. Buenos Aires. Londres. Venecia. Shanghái. O quizás ya ha probado en todos esos lugares. Quizás ésta era su última esperanza. En Marrakech, una pequeña ciudad perdida en comparación con el resto del mundo.

Releyó otra vez lo que decía el cartel de entrada. Era una madera cortada improlijamente con bruscos trazos de las letras del alfabeto árabe pintados en negro, que rezaban:

Fayrbird. Pájaro de Fuego.

* * * *

Otabek no dudó antes de cruzar el marco sin puerta de la entrada. Sus ojos se movieron como dardos a través de todos los mostradores con joyas en busca del dependiente del lugar.

Y allí estaba. Justo como se lo había estado imaginando.

Tenía el pelo por debajo de los hombros en una coleta desaliñada. Su piel blanca estaba de un marrón claro tostado, marcándole unas cuantas pecas por los brazos desnudos y el puente de la nariz. Sus manos estaban cubiertas de tinta de henna, con muchos diseños que Otabek no conocía sus significados excepto por el de uno: las hamsas, las manos con el ojo que todo lo ve tatuado sobre el dorso de las suyas, utilizado para protección contra las desgracias y los malos deseos.

Otabek agradecía que su exterior pareciese estar tallado en piedra, porque su interior era un verdadero caos.

-Marhaban -saludó en brusco árabe sin levantar la vista de la pieza que estaba confeccionando.

Mírame. Por favor. Mírame una vez más.

-Sabahu al khair -pronunció con la voz más firme que encontró.

Las piezas que estaba juntando cayeron con un ruido sordo sobre la mesa. Había reconocido su voz. Lo había hecho.

Era Yuri. Después de tantos años de dolor era Yuri Plisetsky. El suyo y de nadie más.

Otabek agradecía que los Pájaros de Fuego estuvieran escondidos bajo la chilaba porque el chico ya se veía como si tuviera un verdadero fantasma al frente suyo. O quizás si había sido un fantasma todos esos años.

-¿En que lo puedo ayudar? -preguntó rápidamente en francés; el idioma de los extranjeros en Marruecos.

Rengueó un poco hasta él con la ayuda del bastón, hasta que solamente el mostrador los estaba separando. Otabek podía contar las pecas que se le habían formado con el sol y también los reflejos dorados que se le hacían en el cabello.

-Necesito una pieza -dijo tras unos segundos-. Algo... bonito.

-Bueno, aquí hay muchas cosas bonitas o no las estaría vendiendo -respondió brusco. Tan, tan típico de él- ¿Me dirías que es lo que andas buscando?

-Algo para una persona amada.

Yuri dio un respingo. No sabía si estaba emocionado, enojado, dolido, resignado o indiferente. Quizás todas juntas.

-Veré que tengo por ahí.

Se metió por la trastienda luego de atravesar una pequeña cortina. Otabek pudo soltar todo el aire que había estado conteniendo. Estaba jadeando por los nervios y también por el esfuerzo que estaba haciendo con el cuerpo herido.

Volvió unos segundos después con una cadena plateada que sujetaba un pesado dije. Se lo dejó en la mesa casi arrojándolo, que Otabek tuvo que acercarse de más para ver la piedra sin tocarla. Si llegaba a intentar las manos Yuri vería que era puro tembleque.

La pieza era una maravilla de la orfebrería. Otabek intentó distinguir la forma de la figura hasta que finalmente pudo encontrarle entre las alas y las plumas hechas de piedras preciosas.

Era un pájaro. Un pájaro que parecía estar hecho de llamas, con piedras que iban desde el ópalo imperial hasta el ámbar. Era una mezcla de todas las tonalidades de naranja, dispuestas tan armoniosamente que parecía un verdadero Pájaro de Fuego, como el de aquella leyenda rusa.

Cayó en cuenta de la razón. Lo estaba probando. Yuri lo estaba probando. Quería averiguar si ese Otabek caído del cielo era el Otabek que había perdido tantos años.

El joven hombre lo miraba con el ceño fruncido, pero no era más que una fachada para disimular un montón de otras emociones. No sabía si él estaría pensando lo mismo.

-¿Lo vas a comprar o no? -soltó- Es el clásico de mi tienda.

-S-sí -balbuceó-. Lo quiero.

-Son trescientos dírhams.

Otabek asintió, y sacó un montón de billetes y monedas que tenía en la túnica. Las arrojó todas sobre el mostrador, para la mala suerte de Yuri. Chasqueó la lengua y empezó a acomodar los billetes, para luego devolverle lo que sobraba al kazajo.

Envolvió la joya en papel madera y se la entregó, procurando no tocar su piel desnuda. Otabek lo deseaba más que nada. Quería trazar todos esos tatuajes temporales que tenía en las manos y acariciar sus suaves cabellos.

Se giró para volver a la trastienda, sin decir una palabra más a Otabek.

-Gracias -murmuró.

Yuri giró un poco la cabeza y lo miró por debajo del flequillo con gesto decepcionado. Luego volvió a meterse adentro, mientras Otabek abandonaba la tienda Fayrbird.

* * * *

Otabek se movió fuera de Jemaa el-Fna y de la medina con todas las fuerzas que el cuerpo le permitía. La rodilla derecha le pedía clemencia pero él no se la daría hasta que estuviese lejos, lo suficientemente lejos.

¿En qué había estado pensando? ¿En que había estado pensando? quiso gritarse a sí mismo.

Había recorrido todos esos años por el multiverso en busca de Yuri, dejando atrás a su familia -la biológica y la afectiva-, dejando atrás su universo de origen... y ahora estaba huyendo.

Él jamás había pensado que ocurriría después de encontrar a Yuri. Nunca se lo había planteado. Lo único que importaba era encontrarlo.

Y ahora estaba allí... y Otabek no se lo podía llevar.

Llegó al puente donde su carreta había descarriado presuntamente. Podía ver que tres de las columnas de los barandales se veían mucho más nuevas que las demás, como si estuvieran recién construidas. Miró hacia abajo, hacia el Draa, que estaba a no menos de ocho metros de distancia.

Era un estúpido, un inconsciente, un idiota, ¿qué había pretendido? ¿Llevar a Yuri de regreso al Triadverso? ¿Llevarlo justo al edificio de La Tríada, el mismo lugar en el que lo habían exiliado y le darían caza si regresaba? Otabek no tenía manera de salvarlo en tiempo y forma, sin mencionar que no podía pisar el Reino Unido por lo que le quedaba de vida.

Soltó unas lágrimas amargas que murieron en el río. Sintió que todo el peso de los años lo aplastaba de repente, amenazando con matarlo de desesperación.

No había tenido ni siquiera el valor de confirmarle a Yuri que era él. Que sí lo había ido a buscar. Que no lo había olvidado, tampoco. Que su tiempo de aventuras juntos lo había significado todo y más. Pero tampoco podía hacerle eso. No podía soltarle esa bomba para luego volver a abandonarlo.

Se mordió los nudillos hasta que sintió el sabor de la sangre, limpiándose la nueva herida sobre la chilaba. Ni siquiera todo el dolor físico que estaba sintiendo podía equipararse al de su corazón.

Sacó uno de los Pájaros de Fuego reales, el que Leo le había regalado; el que estaba pensado para Yuri. Maldijo a sus amigos. Maldijo sus esperanzas y buenas intenciones.

Se arrancó la cadena del cuello y la miró detenidamente. Era una pieza preciosa, pero no se equiparaba al Pájaro de Fuego ornamental de Yuri. Sobre todo porque el suyo no era algo tan macabro.

Miró la fuerte corriente de agua del Draa. Y, sin pensárselo dos veces, arrojó el dispositivo a las profundidades del río. Pudo verlo brillar una última vez con el sol antes de que se perdiera para nunca más ser encontrado.

Todo estaba acabado. Al final había dejado que el destino le ganase a su libre albedrío. Otabek dejaría las cosas como estaban, volvería con el rabo entre las piernas e intentaría recuperar las relaciones que sí tenían una posibilidad de sobrevivir porque estaban en el mismo mundo.

Sacó entonces su Pájaro de Fuego y lo observó también. Tenía una extraña fascinación con aquella cosita tan pequeña y complicada, tan bella y horrorosa.

Calibró las coordenadas del Triadverso, que se las sabía de memoria. Una vez más volvía a casa asustado y abatido. Derrotado.

Se detuvo unos segundos a pensar, con el dedo sobre el botón. Y pensó en un mundo dónde él y Yuri no estarían separados. Donde no había Tríadas ni Príncipes ni Pájaros de Fuego que se interpusiesen en sus caminos. Eran solamente ellos dos, sin ninguna mano maquiavélica moviendo los hilos de sus vidas.

¿Existía? ¿Podría ser este caluroso Marruecos ese mundo?

Pensó en el Otabek dueño de ese cuerpo. El chico había estado al borde de la muerte, quizás incluso con muerte cerebral cuando él llegó y ayudó a su cuerpo a sobrevivir después del accidente. Era una deducción quizás no tan lógica. Pero Otabek estaba cansado ya de ser lógico. Estaba cansado de estar atado a cosas totalmente ajenas a él que le impedían el camino a la felicidad.

Se quitó lentamente la cadena de su Pájaro. Era el último regalo de JJ. Y, si su mejor amigo estuviese allí, seguramente lo habría alentado a hacer lo que seguiría.

Tomó fuerzas con la mano y mandó a volar su Pájaro de Fuego junto con su compañero en el río Draa. También fue su brillo lo último que vio del fatídico Triadverso que le había vaciado la vida.

No esperó más segundos. Con la rodilla todavía crujiendo y el bastón temblando por culpa de su mano, regresó a la plaza de Jemaa el-Fna. Repitió el mismo recorrido entre las confusas callejuelas, e incluso creyó perderse una vez, pero finalmente escuchó la voz del viejo gruñón de la tienda de dulces y sabía que estaba en el lugar correcto.

Yuri estaba afuera del Fayrbird, en el puesto del viejo, peleando mientras agitaba unos billetes. Se veía tan Yuri que dolía.

Todos esos años y ahora llegaba el momento de la verdad. Trastabilló hasta que estuvo a cinco metros de la tienda. Respiró emocionado varias veces, hasta que encontró la voluntad suficiente para decir otra vez, luego de tanto tiempo, en voz alta:

-¡Yuri!

Él se giró rápidamente, aturdido. Abrió los ojos con sorpresa al ver al kazajo rengo de su tienda diciendo su nombre en voz alta.

Se miraron con intensidad. Yuri a los ojos almendrados de Otabek; él, a los ojos verdes que tanto le gustaban.

Dio unos pasos hacia él, cortos y temerosos. Alzó una mano que aún estaba lo suficientemente lejos como para tocar la suya.

Y le sonrió.

-Otabek.


* * * *


¡12 mil palabras! ¡He roto un verdadero récord! Seguro está lleno de errores de tipeo (los cuales revisaré cuando esto entre en edición... probablemente después de los premios katsudon) ¡pero es que escribir esto me ha agotado mentalmente! No precisamente por la extensión si no por todas las cosas que pasan a lo largo de esos siete años en la vida de Otabek. Y sentí que necesitaba mostrar a otros como JJ, Phichit, Isabella, Ayzere, Leo y Guang Hong, así que esto ha sido como un capítulo de todos ellos c:

La verdad es que tengo ¿miedo? de subir este capítulo jajaja Temo que es un final demasiado intermedio y que algunas querían mucho angst y otras mucho fluff... No sé, para mí es un final adecuado, ninguno toma decisiones perfectas porque ¡hey! la vida está llena de esas cosas ¿no? Así que de verdad espero disfruten al menos una parte del capítulo. A mi algunas cosas me han emocionado bastante pero es porque aquí cerramos la historia de muchos de los personajes T_T

¡Ahora solo queda el epílogo! Y... ¡ya se imaginarán de quien es! <3 Así que las espero aquí para despedirnos todos juntos de Cien mil universos a tu lado.

Así que bueno, intentaré no ponerme emocional ahora después de despedir a mis dos bebés de la historia (Yuri y Otabek) para poder agradecer mañana como se debe.

Por cierto, Totty (se que suena divertido pero el origen y significado son demasiado buenos) de verdad significa Pájaro de Fuego en kazajo. Fue una pura casualidad que descubriera esto y necesitaba ponerlo en el fic.

¡Muchísimas gracias por haber aguantado hasta aquí! El angst, el drama quizás innecesario a veces (?) pero que todo condujo a este finalcito medio agrio medio dulce por las cosas que se perdieron y se ganaron. Por leer, comentar, votar y alegrarme los días con todas sus ocurrencias <3 hoy viene mucho antes porque hay alerta de tormenta en mi ciudad y temo quedarme sin internet/luz para poder subirlo D:

¡Besitos y abrazos! ¡Nos vemos mañana con el final!

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