Capítulo 6: La extraña niña de ojos verdes
Illiam
Absoluta oscuridad inundaba el espacio sin darle opción de ver, aunque fuera un mísero destello de luz. Sus extremidades, a pesar de que las sentía, no podía moverlas; era como si una fuerza invisible oprimiera sus músculos, causándole un dolor que apenas podía soportar. Tenía las manos a cada lado de sus caderas, con las rodillas juntas y la espalda erguida, temblando, porque hacía un frío arrollador.
Illiam intentó gritar, pero no salió ningún sonido; no tenía fuerzas y su respiración era apenas audible.
Y de repente, en medio de las sombras, vio una figura femenina y curvilínea caminando hacia él. Una capa roja, gruesa y de cuero se mecía en los hombros de esa persona que, cuando estuvo más cerca, pudo notarse que tenía el cabello plateado.
«¿Hermana?»
Sin embargo, aunque era Lissa, sus ojos (que deberían ser grises) resplandecieron con una rojiza tonalidad que recordaba al color de la sangre.
«No... no...», repetía Illiam en su mente, lleno de angustia. «Por favor, Dios, por favor... No...»
—Hola, hermanito —saludó ella con una encantadora sonrisa, ella, quien tenía la misma nariz pequeña que Lissa, sus mismos labios rojos y su misma contextura esbelta. Pero no era su hermana, por más que se pareciera—. Busquemos juntos el Vestigio de Anni...e. —Su voz sonó entrecortada, y el frío desapareció de golpe como si nunca hubiera existido en primer lugar.
Lissa, o lo que aparentaba ser su hermana, de pronto se desvaneció como polvo en el viento, y las sombras que cubrían todo a su alrededor, fueron difuminándose, dando paso a una brillante luz blanca que deslumbraba. Illiam tuvo que cerrar los ojos, y...
Parpadeó lentamente, aún bajo el peso de la oscuridad que lo había envuelto. A medida que sus ojos se acostumbraban a la luz tenue, una voz fina y delicada, como el tintineo de una campanita, rompió el silencio:
—¿Estás despierto?
Al abrir completamente los párpados, Illiam se encontró mirando directamente a unos penetrantes ojos verdes que lo observaban con curiosidad desde arriba.
«Qué ojos más bellos», fue lo primero que pensó él, sintiéndose algo desorientado.
Era una niña, de su edad, o quizás un poco menor. Su cabello era negro y sedoso, bajaba por sus hombros, cubriéndole parte de un sucio vestido blanco que le descendía hasta los tobillos. Su piel era clara, aunque el mugre impregnado en ella la hacía ver un poco más opaca. Su rostro tenía forma de diamante, sus mejillas delgadas, un poco rojas, y su aliento blanco, condensado que salía de su pequeña boquita entreabierta, olía a manzana, o quizás a uva, o a una extraña mezcla entre las dos frutas.
Olía bien.
Ella ladeó un poco su cabecita, como si estuviera confundida, y unos cuantos mechones de su cabello rozaron las mejillas de Illiam, causándole cosquillas.
Había estado un poco hipnotizado observando los ojos de ella, pero en un repentino arranque de dudas, se preguntó qué estaba pasando, dónde se encontraba y quién era esa niña.
Tardó un poco en darse cuenta de que su cabeza descansaba sobre las delgadas piernas de la niña que, inquisitiva, curiosa, seguía observándolo sin apartar la vista.
«¿Ella había dicho algo antes?», se preguntó Illiam, sintiendo una punzada de inquietud. «¿Despertaste? ¿Eso fue lo que dijo?»
También descubrió, que tanto él como ella, descansaban sobre un largo sillón aterciopelado. En eso, la niña comenzó a acariciarle el cabello con suma delicadeza.
De verdad, ¿qué era todo esto?
Aunque la sensación de las caricias reconfortaban a Illiam, una inquietud subyacente le impedía relajarse completamente. Su mente seguía aferrada a la oscuridad que lo había consumido, a las imágenes de su hermana acercándose con una mirada que no reconocía.
¿Todo había sido una pesadilla?
Echó un vistazo a su alrededor.
¿Estaba en una sala?
«No recuerdo qué fue lo que pasó. ¿Cómo llegué aquí? Y... ¿quién es ella?», se preguntó, mirando de soslayo a la niña que seguía peinándole el pelo hacia atrás. «¿Debería levantarme? Sí, debería. ¿Estaré siendo maleducado? Pero estoy tan cansado... Quisiera quedarme aquí un rato más.» La niña lo único que hizo fue sonreír ligeramente, sin decir nada. «Además, parece que ni siquiera le molesta.»
Ladeó su cabeza, terminando el contacto visual con ella. Notó el resplandor escarlata de la luna filtrándose al interior de la sala, a través de una ventana con los postigos cerrados, cerca de un comedor de madera rodeado por cinco sillas acojinadas. Reconocía ese comedor.
Echó un rápido vistazo a su entorno.
El sillón en el que estaba, se encontraba a ras con la pared de la derecha (blanca y sin imperfecciones como todas las demás), y en lo alto de la misma, sobre la cabeza de la niña, vio un cuadro enorme pintado a mano, en el que aparecía la señora Vienna, más joven, con el cabello rubio bien cepillado y ondulado, bella, de ojos miel y sin muchas de las arrugas que hoy en día surcaban su rostro, sonriendo con muchísima alegría y vistiendo un fino vestido de novia blanco. A su lado había un apuesto hombre de ojos marrones que la abrazaba por encima del hombro, sonriendo al igual que ella, mostrando una dentadura blanca y perfecta, alto, bigardo, teniendo en su cabeza calva un sombrerillo de paja, barbado y vistiendo un ajustado camisón blanco manga larga que dejaba parte de su musculoso pecho a la vista, ya que tenía el lazo desamarrado.
Ese era el señor Potman.
«Ya sé dónde estoy...»
Ver el cuatro. le trajo recuerdos de las anécdotas que la señora le había contado en un pasado sobre su familia.
Vienna Potman y Lug Potman, fueron una de las parejas que antaño fundaron, junto a otras familias, este mismo barrio que hoy en día era conocido como Villa Sol, y que, más tarde, se volvió muy popular en Seronia debido a la presencia de Lissa, la Arquera de Plata.
«Aunque ahora ella está muerta», reflexionó Illiam, «y Villa Sol se convirtió en un cementerio lleno de cuerpos.»
Del techo, sobre la mesa, colgaba un candelabro sin velas que llevaba grabados de flores en los bordes y esquinas; y más adelante, al otro lado de la mesa, había una chimenea extinta. La casa no era muy diferente a la suya, pero esta tenía la peculiaridad de poseer un patio trasero al que se llegaba cruzando un pasillo que podía verse desde la entrada principal.
Sí, este era el hogar de Vienna, y los recuerdos de ella cuidando de él lo embargaron. Cerró los ojos un momento. Qué suerte tenía de que las piernas que sostenían su cabeza fueran cómodas, al igual que las caricias en su cabello.
A Illiam le había tocado quedarse muchas veces en casa de la señora, todo porque Lissa en ocasiones se amanecía en las calles con sus amigos bebiendo y buscando pleitos; vaya joyita que era. El chico siempre fue bienvenido en la casa de Vienna, por eso no se sintió alarmado cuando despertó hace un rato; después de todo, esta podría decirse que era su segunda casa.
Lo único extraño que había por aquí, era esa niña.
«¿Quién es ella?», volvió a preguntarse, enarcando una ceja.
Ella tenía los ojos cerrados. Tarareaba una canción que él desconocía mientras seguía acariciándole la cabeza como si él fuera un bebé.
Ni siquiera sabía su nombre, pero, por alguna razón inexplicable, Illiam no sentía aversión hacia ella, o rechazo. De hecho, su presencia acogedora.
La niña dejó de tararear, abriendo los párpados; sus pestañas eran largas. Detuvo las caricias y miró a Illiam entrecerrando los ojos, como si intentara ver a través de él.
—Viste cosas —comentó ella de la nada—, cosas bastante horribles; tus ojos, la forma en que miras lo dice, dice que estás al borde del vacío, a punto de ser lanzado. Lo sé, porque he visto tu mirada en muchas otras personas.
Sus palabras lo tomaron por sorpresa.
Él sabía que tarde un temprano debía presentarse con ella, o al menos intercambiar un saludo, pero ¿qué debía responder a eso? ¿Esa era la forma en que ella iniciaba charlas con gente desconocida? Illiam frunció el ceño. De pronto sintió un dolor relampagueante en la frente. Antes de palparse la zona, recordó que una roca lo había golpeado allí cuando Lissa y Claria peleaban... Se tocó las mejillas; debía tenerlas empapadas de sangre, pero se sorprendió al notar que estaban limpias.
—¿Y esas personas siguen vivas? —preguntó Illiam después de haber callado unos segundos, diciendo lo primero que se le vino a la mente.
—Claro. Aunque algunas veces solo mueren sus mentes —contestó ella, alzando la cabeza y recostando la espalda en el respaldo del sillón—, y eso los lleva a tomar decisiones.
—¿Decisiones?
—Sí, como morir. Quitarte la vida es una decisión muy importante. —La niña volvió sus ojos hacia Illiam, con una sonrisa pequeña en sus labios rosas—. Vivir. Vengarse. Olvidar. Esas también son decisiones importantes. Pero las mentes muertas, siempre toman la misma decisión.
—¿Cuál?
¿Por qué sostenían esta absurda conversación?
La niña sonrió un poco más, dejando expuestos sus pequeños dientes blancos. Era una sonrisa enigmática. ¿Por qué sonreía? Illiam no tenía forma de saberlo.
—¿Qué decisión tomarías tú? —Tras esa pregunta, ella ladeó un poco la cabeza y recogió un mechón de su cabello en la oreja.
—¿Yo?
—Ajá.
Illiam cerró los ojos y pensó su respuesta.
«Quisiera morir», concluyó él, para sus adentros.
—No quieres eso —respondió la niña, con una voz solemne, relajante.
¿Cómo? ¿Respondió?
—¿Qué? —Illiam se sobresaltó.
¿Acaso le había leído la mente? ¿O quizás pensó en voz alta? Estaba seguro de que no dijo una palabra. Entonces, ¿cómo podría ella...
—No puedes morir —añadió ella.
—Pero tú... ¿cómo? No entiendo...
Illiam sintió cosquillas en la nuca, ¿quizás un presentimiento?
—Aún tienes algo.
—¿Qué...?
—La yegua de tu hermana, de Lissa, ¿no? Aún te queda ella.
«La yegua de tu hermana», repitió Illiam en la mente. «La yegua de Lissa. ¿Esta dijo su nombre? Dijo: Lissa, ¿verdad? ¿Cómo sabe el nombre de mi hermana? Bueno, puede ser porque Lissa es famosa. Sí, es normal que la conozca; pero ella leyó mi mente, definitivamente lo hizo... Solo conozco una sola cosa capaz de algo como eso...»
Él levantó lenta, muy lentamente la parte superior de su cuerpo, cauteloso, pretendiendo no alterar a la niña de ninguna forma. Ella lo siguió con su mirada, sonriendo como si estuviera confundida.
Su corazón había empezado a aumentar de ritmo, y su respiración se volvía poco a poco más frenética.
Sentía algo... algo extraño provenir de ella.
Cuando estuvo sentado, giró la cabeza y miró a la niña. La incertidumbre lo abrumaba.
«¿Q-Qué cara tendré?»
—¿Qué pasa? —preguntó ella, rompiendo el silencio. Luego acomodó un poco su vestido en la parte del cuello; estaba algo arrugado.
—Eres...
—¿Soy?
—Tú...
—¿Yo? —Ella respondía con un tono bromista; parecía divertirse.
—Puede parecerte extraño... pero...
—¿sí?
—Tú eres... ¿un Cambiaformas?
La niña lo miró levantando una ceja, como si estuviera pensando: "¿De qué hablas? ¿Estás loco?".
—No. Soy solamente Elisabeth.
—¿Elisabeth? —Illiam arrugó el ceño.
—Sí, Elisabeth Benit. —Ella sonrió y puso sus manitos sobre sus rodillas—, ese es mi nombre.
—Pero tú me leíste la mente... —Illiam sonrió, sin saber muy bien por qué.
—¿Qué? ¿Leer tu mente?
—Tú... —Illiam había empezado a dudar—. Pero cuando me preguntaste...
¿Y si había hablado en voz alta sin darse cuenta?
—¿Qué cosa? —Elisabeth parecía confundida.
—Bah. ¿Qué más da?
En realidad, ya nada importaba.
Su temor, sus preocupaciones, todo aquello que turbaba su tranquilidad, terminó de golpe, siendo reemplazados por... nada; ausencia absoluta de motivos, de preocupaciones.
Si tenía a un Demonio sin Rostro sentado a su lado (que era muy poco probable), ¿qué más daba? ¿Por qué preocuparse? ¿Podría ser peor que haber visto a su hermana poseída y, después, clavarse una flecha en el cuello para no hacerle daño?
Por supuesto que no.
—Eres bastante extraño —Elisabeth sonrió de medio lado.
Illiam la ignoró y sintió deseos de ver a la yegua de su hermana, pues Elisabeth había dicho algo sobre ella, así que...
Un ruido sutil a su derecha, por el pasillo que dirigía a patio trasero, capturó su atención. Eran pasos, lentos y medidos, que resonaban entre las paredes como ecos distantes.
Al mirar hacia el pasillo, su corazón se detuvo por un momento al ver a Vienna. Ella sudaba profusamente a pesar del aire frío, su grueso abrigo marrón rozaba el suelo detrás de ella. Su cabello canoso caía libre sobre sus hombros, y sus ojos, al principio confusos al verlo a él y a la niña, pronto se llenaron de lágrimas. Con una sonrisa que mezclaba alegría y dolor, Vienna se apresuró hacia él, cuidando de no tropezar con su abrigo.
Illiam se puso en pie, sintiendo una mezcla de emociones en su interior que no comprendía. ¿Qué debía hacer? Se sentía aliviado de ver a la señora a salvo, pero... el que ella se encontrara bien, no mejoraba en nada la situación, ni tampoco movía su herido corazón.
—Pensé que no ibas a despertar, niño... Tenías el pulso muy lento... —Vienna se puso de rodillas, a la altura de Illiam, y lo abrazó con sus brazos temblorosos, invadiéndolo de una calidez que espantaba el frío del ambiente—. ¡Lo siento mucho, Illiam...! Intenté sacar a Lissa de la casa... pero... todo se vino abajo, y no pude hacer nada.
El abrazo de Vienna, su llanto y lo que dijo, hicieron que Illiam evocara en su mente la imagen del cuerpo de Lissa, tirada en el suelo sobre su propia sangre, en medio de escombros, polvo y humo, con la garganta atravesada con una de sus propias flechas y con sus ojos abiertos.
«Así que... también perdí mi casa, y mi hermana ahora está bajo todos esos escombros.»
—Lo siento, pequeño... —Volvió a repetir la señora.
—No importa, Vienna —contestó el chico, después de unos segundos, abriendo los ojos, observando el largo pasillo sobre el hombro de Vienna, por el que vino ella, logrando ver, más allá, en el patio donde había algunos arbustos y un árbol, a la blanca yegua de Lissa agitando su cola y pastando entre la nieve—. Igual ya estaba muerta.
—Pero su cuerpo... —Vienna se apartó un poco de Illiam, y, sin dejar de tomarlo por los hombros, lo observó como si lo desconociera por completo.
—Te dije que no importa. Es solo un cuerpo. Lissa ya no está allí. —Illiam tenía un gesto en su cara despreocupado, o más bien resignado, o quizás triste (él mismo no lo sabía), pero el caso es que, cualquiera que fuese su expresión en ese momento, parecía molestar a Vienna.
—Pero Illiam, hay que darle un entierro. —Ella seguía insistiendo, como si quisiera hacer entrar en razón al chico.
—¿Por qué? —cuestionó él, aún con su mirada perdida en el patio, viendo a la yegua que, ahora mismo, lo miraba de regreso.
—¿Lo dices en serio? —Vienna frunció el ceño, sin poder disimular más su antes notorio enojo—. Si no la enterramos, puede que no ascienda.
Contrario a como Illiam hubiera respondido si estuviese en sus cinco sentidos, desde su interior, surgieron guturales carcajadas en compañía de lágrimas. Fue tanto el estrépito de su risa y el impacto que tuvo en sí, que se tumbó de espaldas al frío suelo de piedra negra, adquiriendo una posición fetal. Siguió riéndose como un desquiciado, sin entender la razón, el por qué, la causa. ¿Qué era tan gracioso?, se preguntaba él mismo. Tan solo se dejó llevar, sintiendo un dolor sordo en el centro de su pecho, un dolor que parecía un recordatorio de lo que sus ojos, esa noche, habían visto, vivido.
—¡Dijo ascender! ¡Que no va ascender! Por favor, Vienna —articuló Illiam, en medio de su eufórico estado.
—¡Cállate! —pedía Vienna a gritos, furiosa—. ¡Que te calles! —Pero Illiam no obedecía y continuaba riéndose, así que, con mucho esfuerzo, ella lo levantó jalándolo del cuello de la camisola negra y lo abofeteó.
Illiam, al instante, se quedó en silencio, de pie, quieto, concentrándose en la sensación caliente que dejó el golpe en su mejilla derecha; le ardía y palpitaba. Y de pronto, fue invadido por una abrumadora sensación en su interior, como un frío, uno que lo hizo atragantarse con su propia saliva y llorar a llantos desgarradores, un frío adormecedor e implacable que no comprendía en lo absoluto, pero que volvió a traerlo a su horrible realidad, a una en la que su hermana estaba muerta, a una en la que la gente de Seronia enloqueció y provocaron la masacre más grande que el chico nunca deseó llegar a ver. Estaba de nuevo afrontando un dolor que su cuerpo no podía soportar.
¿Qué era esa mierda de que ya nada importaba? ¡Claro que sí importaba, y ese era el maldito problema, porque dolía como el demonio!
—Lo siento... Illiam, pequeño. A veces olvido que solo eres un niño, un niño de once años. Eres muy fuerte, maduro para tu edad, muy responsable, y muchos olvidamos que apenas estás empezando a vivir. Lamento haberte golpeado, pequeño... —La señora Vienna, llorando también, envolvió con sus brazos al chico y acarició su cabello rojo como el fuego intentando consolarlo.
Pero sentía que nada podía darle consuelo, y la idea de quitarse la vida, por más que intentaba alejarla de su mente, se presentaba ante él como un único camino que lo llevaría a su descanso.
AUTOR:
Hola, no dudes en dejarme tu comentario y estrellita si el capítulo te gustó. Muchas gracias por seguir aquí, viendo el desarrollo de esta historia de fantasía oscura, acompañando el pequeño Illiam en su tortuoso viaje que, como dije antes, es uno bastante, bastante oscuro.
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