Capítulo 26: Pequeña profecía
Brown
Fue una noticia destructiva para él.
¿Cuáles de sus hombres murieron?, se preguntaba en esa mañana de cielo despejado mientras caminaba con pasos agigantados en mitad de una callejuela que llevaba al noroeste de la ciudad, hacia el establo que había mencionado Algert antes.
—Les dije... a los muchachos que... no bajaran los cuerpos hasta que tú llegaras, pero... eso no aplica para los... guardias de Ojmil —informó Algert, que, agitado y pese a tener unas piernas largas, apenas podía seguirle el paso a Brown.
El camino del burdel al establo abarcaba un trayecto de unos quince minutos, pero Brown pretendía recorrer la distancia en la mitad de ese tiempo.
Las calles, antes abarrotadas, ahora yacían desoladas. Había unas cuantas personas por aquí y por allá levantando sus tiendas con expresiones lánguidas, y otras pocas que se dirigían al norte, hacia la salida principal del reino, con enormes maletines y carretas cargadas de mercancías: frutas, verduras, vegetales, ganado, animales enjaulados, esclavos y demás; todos con rostros perturbados y cansados, formando pequeños grupos para, juntos, salir de la ciudad a los caminos atestados de asaltantes. La mayoría de los comerciantes se habían ido la noche anterior. Era de esperarse. Brown también quería irse lo más pronto posible, pero no podía.
¿Qué pretendía hacer esa puta esclava matando a sus hombres y aterrorizando a todo el mundo?
Tras minutos y minutos de caminata, Brown vio en la distancia el establo abandonado en medio de dos grandes edificios negros: eran un bar descuidado y un restaurante del que nunca había escuchado hablar.
Una ligera neblina bailaba en el ambiente, por lo que Brown debía acercarse mucho más al establo si quería ver con claridad el horror que le aguadaba.
A medida que se acercaba, notó que el establo, pese a ser grande y muy espacioso, parecía estarse cayendo a pedazos. Había pequeños y grandes agujeros en el tejado, además de basuras: botellas y hasta mierda dentro del corral donde se suponía que debía haber caballos.
Y los vio... balanceándose de un lado a otro, colgados en una larga viga de madera que componía la parte superior de la puerta del establo. Los cuerpos yacían organizados de tal manera que pudiera detallarse el más pequeño de ellos hasta el más grande. Pudo ver también, con indeseada nitidez, los ojos salidos y enrojecidos de los cadáveres, sus rostros morados, las bocas abiertas y los cuellos bien estirados, como si faltara poco para que sus cabezas se separaran de sus cuerpos. Algunas moscas sobrevolaban posándose en sus pieles y pupilas sin brillo.
«Huele un poco mal», pensó Brown, y no se refería a los desperdicios descompuestos que había en el corral, ni a la mierda en las esquinas que quizás era humana, ni tampoco a los cuerpos colgados. No, nada de eso.
Se refería al olor de esa niña.
A demonio.
Soltó todo el aire de los pulmones y tuvo el impulso de caer de rodillas para lamentar la pérdida de sus hombres; pero cuando escudriñó bien los rostros de sus difuntos subordinados, descubrió algo interesante que lo hizo replantearse si debía, o no, llorar por sus pérdidas.
—¿Qué es esto? —preguntó Brown, levantando la vista y sonriendo de forma involuntaria.
Nervioso, Algert comenzó a explicarle nuevamente a Brown todo lo que había pasado con los colgados; pero Algert había malinterpretado la pregunta de Brown.
Brown no era ningún estúpido como para que tuvieran que repetirle las cosas; ya estaba al tanto de toda la situación. Pero lo que no entendía, lo que hizo que sonriera de forma cínica, fue el hecho de que todos los hombres que estaban colgados, pertenecían al pequeño grupo de mercenarios que se había estado dedicando a vandalizar mercados, a extorsionar y a generar caos en algunas zonas de la ciudad; Ojmil ya le había ordenado a Brown que tomara medidas para evitar tales perturbaciones. De hecho, hace tres noches, antes de que Bill muriera, Brown había estado planeando cómo deshacerse de todos ellos.
¿Fue acaso una coincidencia sus muertes?
Por supuesto que no.
¿Qué planeaba realmente esa hija de perra?
¿Acaso todo esto era un juego para ella?
Era un monstruo.
Brown giró la cabeza, hacia el oeste, observando una de las esquinas del establo donde había seis de sus hombres interceptando el paso de cuatro guardias con armaduras esmaltas de negro. Discutían, pero debido a la distancia y al ligero aullido del viento, Brown no podía escucharlos.
Caminó hacia ellos, seguido por Algert, quien parecía un ratoncito asustado.
Aunque aún estaba demasiado temprano y las calles seguían mayormente vacías, comenzaron a formarse grupos de espectadores en diversos puntos de la zona, algunos observando con terror los cuerpos colgados, susurrando entre ellos, y otros, un poco más alejados, presenciando el pleito de los guardias de Ojmil con los hombres de Brown.
—Hola muchachos —saludó Brown a los reunidos—. ¿Qué pasa?
Sus hombres, que en ese momento le estaban dando la espalda, se giraron y lo saludaron con una ligera reverencia de la cabeza, pero pronto volvieron a fruncir sus ceños y uno de ellos prosiguió a explicarle lo que pasaba:
—Jefe... estos hijos de puta quieren llevarse los cuerpos, así como hicieron con Bill...
—¡Y más vale que se quiten antes de que lleguen los demás soldados, imbéciles! —exclamó un soldado con el yelmo arriba. Podía apreciarse su espesa barba negra que le bajaba por el peto de la armadura—. Hemos sido tolerantes porque sabemos que son los mercenarios de Ojmil, ¡pero si no nos dejan hacer nues...
—Tranquilos —interrumpió Brown al soldado, sonriendo de manera amigable—. Llévense los cuerpos.
—¿Qué? —dijeron sus hombres al unísono, boquiabiertos.
—Pero jefe, ellos son...
—Calla. —Brown cortó súbitamente lo que Algert decía sin dejar de parecer afable—. Soldados, lamentamos que se hayan retrasado. Sigan con su trabajo. Y ustedes —le habló a sus subordinados, mirándolos con los ojos entrecerrados—, en unos días tendremos que hablar todos juntos. Así que informen a los demás de esta situación, y estén atentos a mi citación.
Y antes de que sus hombres refutaran, Brown les dio la espalda y se fue del lugar. Ahora no tenía tiempo para escuchar sus quejas; quizás en ese momento parecía un jefe insensible, pero no le importaba.
«Ni siquiera enterré a Bill. Ahora me voy a poner a enterrar a quince escorias que nunca supieron seguir órdenes. ¡Por favor!»
Por fin el problema de los insubordinados había concluido, pero no de la forma en que había esperado. ¿Quién iba a imaginarse que un demonio iba a ocuparse de sus asuntos? Rio ante la idea, pero no porque le pareciera gracioso, sino, porque toda la situación era absurda e irreal.
Al llegar al burdel después de un rato, pagó a la administradora en el primer piso los daños causados en la habitación la noche anterior, y luego de que ella le informara que cambiarían los objetos dañados en la mayor brevedad posible, él subió las escaleras, al segundo piso, caminó por el pasillo de habitaciones y se encerró en su cuarto.
A pesar de que en estos últimos días había visto y vivido eventos espantosos, sentía una extraña tranquilidad. Pero... ¿por qué? Quizás porque, en dos días, iba a sentarse cara a cara con el "ser" que había provocado todos los estragos, y por eso sus problemas de antes ahora le parecían pequeños e insignificantes. O probablemente había enloquecido.
Caminó sobre los fragmentos de madera esparcidos y cristales rotos, se quitó las botas y, sin desnudarse, como solía hacer siempre que iba a dormir, se tiró en la cama de cara al techo de madera. Usando sus brazos como cabecera, se acomodó y pudo ver en lo alto del techo el reflejo de los rayos del sol que ingresaban por la única ventana que había en la habitación, arriba del nochero que estaba a su derecha.
«¿Qué horas son?», se preguntaba. «Solo dos días...»
Cerró los ojos, y reflexionó un poco sobre lo que tenía pensado hacer cuando se reuniera con la esclava.
«¿Y si hablo con Ojmil antes de ver a la esclava, y le cuento todo lo que sé sobre ella para que haga algo al respecto?», pensó, negando ligeramente con la cabeza mientras mantenía los ojos cerrados. «Puede que me mate por haber mantenido oculta esta información, o... puede que no. Lo pensaré.»
Sintiendo el peso de los caóticos días que vivió apenas consciente, el sueño arropó sus sentidos y se quedó finalmente dormido.
Durmió durante un largo tiempo, sin pesadillas, sintiéndose arropado por una rara tranquilidad que hace mucho tiempo no experimentaba en su vida. Soñó que flotaba sobre una nube de cara a un cielo anaranjado, un atardecer culminante presidido por una noche llena de estrellas. Flotaba de un lado a otro entre continentes y reinos que jamás había visto. Dibujaba líneas imaginarias que unían a las estrellas, sintiendo una fresca brisa acariciándole la barba y el cabello entrecano mientras respiraba un aire puro, un viento que traía consigo el aroma de las montañas, las piedras, los ríos y la brisa del mar.
Viajó sobre las nubes durante lo que a él le parecieron días, encontrándose profundamente cautivado por la belleza de aquellos paisajes que jamás había contemplado antes.
Pero...
—Es hora —dijo una voz pequeña, tranquila, la voz de una niña.
Y Brown despertó de aquel bello sueño.
Abrió perezosamente los ojos, un poco desorientado, y luego estiró las piernas tanto como pudo, que hasta sus pies descalzos se salieron por el borde de la cama.
Descansó de maravilla.
¿Cuándo había sido la última vez que se había dormido tan bien?
Luego alzó un poco la mirada, hacia la ventana, notando que el sol estaba empezando a bajar.
«Sé puntual.» De repente, esa voz llegó a su cabeza, recordando inmediatamente el compromiso que tenía de verse con la niña en dos días.
«Pero ¿cuánto dormí?», se preguntó. No lo sabía, así que, con demasiada prisa, se puso sus botas, y, sin importarle que llevaba días vistiendo la misma ropa sin tomar un baño, salió corriendo hacia el primer piso.
«¿Cómo tendré la barba?», pensaba al azar, mientras corría por el pasillo y luego bajaba por las escaleras hasta el primer piso del burdel. «Puede que Ojmil me mate por tenerla larga.»
Cuando llegó al recibidor, cerca de la entrada, se encontró con la administradora leyendo un libro de portada roja, sentada en unas escaleras de madera que estaban recostadas sobre un estante barnizado donde había brebajes, pócimas y algunos libros. La mujer levantó la vista del libro y frunció el ceño cuando reparó en su presencia, al otro lado del mostrador. Luego giró hacia el estante que había tras ella y depositó el libro entre los demás; todo lo hizo con una lentitud que exasperaba a Brown.
La administrado se volteó a mirarlo con una ceja enarcada.
—¿Cuándo fue la última vez que me viste? —preguntó él, habiendo olvidado saludar primero, apurado y muy estresado, pero intentó contener su nerviosismo para no molestar aún más a la administradora.
La mujer entrecerró los ojos. Parecía confundida.
—Lamento molestar, señora. Pero necesito saber cuándo fue...
—La última vez fue cuando pagaste tu deuda —respondió la administradora, molesta—. Como no te has dignado a salir del cuarto, no he podido cambiar lo que dañaste.
—¿Y eso fue hace cuánto?
—Hace dos días.
Brown se quedó con la boca abierta.
—Así que... hace dos días no salgo del cuarto...
—Ajá. —La administradora asintió, reacia—. ¿Algo más?
Fue como si el mundo a su alrededor hubiera enmudecido, y solo pudo escuchar la amenaza de aquella niña imperturbable:
«Sé puntual, Brown. De lo contrario...»
Así que corrió sin pensar, apartando bruscamente a las prostitutas que andaban de un lado entre las mesas del primer piso, atendiendo a hombres ebrios que pedían comida, y salió a la calle azotando la puerta.
Corrió sabiendo que su vida dependía de qué tan rápido podía llegar al castillo.
Estaba un poco lejos.
El sol en el horizonte apenas estaba comenzando a bajar. Todavía tenía tiempo.
Buscó entre las calles, mayormente vacías, un carruaje jalado por caballos que pudiese llevarlo hasta Ojmil, pero no encontraba ninguno.
Eso lo hizo enojar.
—¡Maldita sea! ¿Por qué? —gritó, olvidando momentáneamente el motivo por el que la ciudad parecía haber quedado abandonada—. ¡Mierda, mierda, es cierto!
Siguió corriendo al sur, echando un vistazo de vez en cuando a su derecha, hacia el sol que se apreciaba entre las siluetas de los altos edificios negros, calculando cuánto tiempo tardaría en llegar antes de que se ocultara tras las montañas para—
Tropezó con una anciana que cargaba una caja llena de manzanas, haciéndola estrepitosamente. Brown tuvo el impulso disculparse y ayudarla a recoger sus manzanas ahora desparramadas por toda la acera, pero no tenía tiempo para eso, así que continuó mientras escuchaba los gemidos de dolor de la señora y los abucheos de algunos hombres que vieron la escena.
Dobló de izquierda a derecha en cada esquina, como un rayo, pensando en Bill, en sus ojos rojos, recordándose a sí mismo que esa muchachita tenía un poder capaz de matar incluso en la distancia. ¿Qué le pasaría si no llegaba a tiempo? ¿Acaso esa niña lo transformaría en un Ojos Rojos? ¿O quizás haría que sus hombres se mataran, así como hizo con Bill y los colgados?
No había forma de adivinar lo que haría un ser como ella a continuación.
Mientras corría, Brown tomó una decisión: si llegaba a tiempo y podía verse con Ojmil, le contaría todo lo que pensaba sobre la esclava, le revelaría su don para percibir la Esencia Demoníaca. Quizás ese gordo tenía herramientas para hacerle frente a algo como esa niña; bajo su disposición habían magos poderosos, sacerdotes traídos directamente de la Santísima Iglesia de la Deidad Suprema, aventureros veteranos, grimorios antiguos con magias perdidas. Quizás... Ojmil tenía opciones contra ella.
Si nadie la detenía, al paso que iban esa puta niña iba a terminar asesinándolos a todos. ¿Por qué tuvo que matar a Bill? ¿No era suficiente obligarlo a decir que la pesadilla había sido real? A Brown le habría bastado aquello para creer en ella y obedecerla. Pero lo mató. Lo mató por simple capricho.
Echó otro vistazo al cielo, al oeste, contemplando que el sol anaranjado ya había comenzado a ocultarse.
«Cuando el sol esté a punto de ocultarse», recordó Brown la voz de la esclava en su mente.
¿Cuánto faltaba para que el sol terminara de ocultarse?
¿Diez minutos? ¿Cinco?
Brown ya no sentía las piernas.
Había empujado a más de diez personas que se atravesaron en su camino, sin miramientos, lleno de angustia y desesperación. Su chaqueta negra estaba pegada a su espalda por el sudor que escurría a caudales por toda su piel. Su respiración apenas era un murmullo en sus pulmones; se estaba quedando sin aire y el pecho ya le había comenzado a arder.
Corrió. Siguió corriendo, doblando entre callejuelas, saltando puesticos ambulantes sobre las aceras, esquivando caballos de carga en mitad de las calles principales. Corrió, implicando su propia alma en cada pisada que sus botas daban sobre los adoquines, escogiendo los caminos que más rápido lo llevarían al castillo; por suerte, conocía el reino como la palma de su mano.
El sol ya estaba por la mitad cuando vio en la distancia la puerta levadiza de los muros del castillo negro; la zona prácticamente estaba desloada. No había transeúntes. Brown solo pudo ver la presencia de un perro café persiguiendo a un gato negro, y a los dos guardias de la puerta que... se encontraban mirando hacia la pared. ¿Qué les pasaba? No tenía idea. Además, la puerta ya estaba arriba, como si hubieran estado esperándolo.
Brown atravesó la entrada como un caballo a la carrera.
La puerta interna del castillo también estaba abierta, y no había ni mozos de cuadra, ni herreros trabajando en el patio, ni tampoco había caballos en el establo a su derecha.
Vacío. Extrañamente vacío.
Cuando entró al castillo y pasó la sala principal, comenzó a recorrer los amplios pasillos atestados de puertas y antesalas con lo último que quedaban de sus fuerzas, escuchando sus propios jadeos rebotar entre las amplias paredes negras, apenas alumbradas por las Piedras Cálidas que pendían del techo encerradas en rejillas. La iluminación era demasiado tenue y titilante, dándole a Brown una sensación de frialdad, soldad.
Sobre el viento, surcaba cierta peste que Brown distinguía fácilmente. Aquello lo desconcertó. Algo pasaba, algo raro, fuera de lugar. Las Piedras Cálidas siempre estaban recargadas, pero ahora... ¿por qué parecían a punto de apagarse? ¿Cuándo hacía que un sirviente no las tocaba?
A medida que se acercaba a su destino, lo embargó una profunda preocupación y le dolió el estómago.
«Voy a hablar con Ojmil. Sí, le diré todo lo que sé. Pero... ¿podré? ¿Y si ya es tarde? ¿Y si ya llegué tarde? ¿Mis hombres ya están muertos? La niña... ella... ¿ya los mató a todos? ¿Moriré ya? ¿Me convertiré en un Ojos Rojos? Hermana...»
Las luces tras su espalda comenzaron a apagarse en sucesión de forma repentina, como si la oscuridad personificada lo estuviese persiguiendo. El corazón le latía a punto de salirse por su boca, y, aunque no podía más, aceleró el paso, forzando sus límites; pensaba en que si la oscuridad lo alcazaba, si la última Piedra Cálida se apagara antes de que llegara a su destino, iba a morir.
«¡Por favor, hermana, ayúdame!» Con ese último pensamiento, Brown cerró los ojos, dobló a la izquierda y ascendió por el último pasillo, sintiendo que faltaba poco para que cayera desmayado al suelo.
A lo lejos, logró ver a los cuatro guardias personales de Ojmil que siempre custodiaban la puerta del salón de la cúpula, pero... al igual que con los guardias de la puerta levadiza, estos, dándole la espalda a Brown, observaban la pared sin mover un músculo.
Cuando Brown llegó a ellos, la última piedra del pasillo se apagó, sumiendo todo en una espesa sombra que ocultaba los contornos de las paredes y el techo; la única luz que alumbraba en medio de toda esa oscuridad, era la de la Piedra Cálida que colgaba sobre la puerta y las cabezas de los guardias.
¿Qué hubiese pasado si las luces se apagaban antes de que hubiera llegado?
Recuperando apenas el aliento e ignorando el excéntrico comportamiento de los guardias, Brown quiso decirles que, por favor, lo dejaran pasar, que Ojmil lo esperaba adentro, pero los guardias, antes de que él abriera la boca, se hicieron a un lado sin dejar de observar hacia la pared, abriéndole un camino en medio para que Brown pasara.
Algo le decía a Brown que estaba en peligro...
Frunció el ceño.
«¿Alguien podría explicarme qué está pasando?»
Curioso, examinó las espaldas de los guardia y los llamó varias veces, sin recibir respuesta de ellos, incluso tocó sus espaldas, pero ninguno se volteó. Luego se acercó a uno de ellos por un costado, y cuando reparó en su rostro... se horrorizó al ver una sonrisa torcida en sus labios y sus ojos abiertos de par en par, brillando con un resplandor rojo que proyectaba sombras inquietantes en la pared.
Dio un pequeño salto hacia atrás, casi cayéndose de espaldas.
—No...
¿Qué le esperaba al otro lado de esa puerta? El aroma, la pestilencia del demonio, manaba al otro lado.
—Pasa, querido, que no tengo todo el día —dijo la delgada voz de Ojmil, sorprendiendo Brown.
¿Estaba ese tipo allí?
«Pero... este olor... también está la esclava ahí dentro...»
Brown se apresuró a empujar la puerta doble de cobre con todo el peso de su cuerpo; le costó un poco, ya que se encontraba cansado. Las bisagras rechinaron, el metal crujió con el movimiento.
Cuando pudo abrirla...
Lo que vio...
Lo que sintió...
Brown vomitó sobre sus propias botas y se tambaleó hacia un lado, apenas sosteniéndose en pie. Se agarró de un costado del marco de la puerta, jadeante. Su cabeza daba vueltas.
No podía creer lo que había frente a él.
A unos pocos metros, se encontraba el gran Ojmil... completamente desnudo, gateando de un lado a otro en el suelo de su propio salón, a cuatro patas, velludo en la espalda. La piel le colgaba como lonchas de carne, y sonreía como un imbécil mientras repetía:
—Pasa, querido, que no tengo todo el día.
Aquel olor se hizo más intenso. Brown apenas podía respirar.
Quiso salir corriendo, huir, pero no pudo... porque su cuerpo dejó de funcionar en cuanto vio a una hermosa niña de largo cabello negro sentada en el trono que había en el salón, sosteniendo una sonrisa enigmática en los labios, con una pierna cruzada sobre la otra y vistiendo una túnica blanca para esclavos.
Era ella, el monstruo que había atemorizado a Brown desde que se toparon por primera vez.
Y Brown, al ver fijamente esos ojos verdes, desinteresados y confiados, entendió cuan insignificante era él ante un poder tan abrumador. No había forma de oponerse a ella.
Observó de nuevo a Ojmil, a su amo, quien siempre había tenido los ojos rojos, pero que esta vez brillaban de forma antinatural de un tono pura sangre; él, la máxima autoridad, el amo de toda la Ciudad sin Ley, aquel sujeto que había gobernado durante más de ciento veintisiete años sin opositores que pudiesen destronarlo, ahora se encontraba sometido, desnudo, convertido en una mascota, en un títere desechable.
Brown se derrumbó, cayendo de rodillas. Sus lágrimas no tardaron en bajar por su mentón. Luego puso su frente en el frío suelo negro, mostrando ante la esclava sumisión absoluta.
—P-Por favor... No me mates... —suplicó, sintiéndose mucho más pequeño y débil. Solo eso podía hacer, suplicar, aunque le costara. ¿Cuándo fue la última vez que había rogado por su vida? Ya ni lo recordaba.
En respuesta, la niña soltó una tierna y dulce carcajada que resonó por toda la sala. Brown levantó la cabeza del suelo y la observó con temor. Ella se sostenía el estómago mientras sus pequeños hombros se agitaban al ritmo de su propia risa.
—Pensé que te ibas a alegrar —dijo ella cuando terminó de reírse, levantándose del trono y bajando los peldaños subsiguientes, haciendo resonar sus sandalias desgastas al rose con la piedra.
—¿Q-Qué? —preguntó Brown. ¿Qué estaba diciendo ella?
La esclava tomó parte de su largo cabello negro y comenzó a peinarlo con sus dedos por encima del hombro.
—De esto. —Ella señaló a Ojmil, que ahora daba pequeños círculos en medio del salón, donde se suponía que se celebraban audiencias—. Preparé este escenario para ti, para que lo disfrutaras.
—No entiendo...
—¿No lo odiabas? —preguntó ella, avanzando hacia la mesa de cristal, sobre la cual había platillos exquisitos: proteínas, frutas, pastelillos de crema y mantequilla, jugos, vinos, salsas y verduras—. ¿No disfrutas el verlo arrastrarse como un perro, sin ropa, humillado y sin voluntad?
Brown volvió a mirar a Ojmil, pero no sintió ni el más cercano atisbo de placer. De hecho, contemplar así al hombre más poderoso que había conocido personalmente, lo hacía sentirse aterrado.
«¿Qué debo responderle?», se preguntó Brown en la mente, sintiendo un ataque de ansiedad. Se agarró el pecho y lo apretó con el puño. De su frente bajaban gruesas gotas de sudor.
—No tienes que responder nada. Tranquilo, Brown Buena Brisa —respondió la niña.
¿Respondió?
¿Cómo?
Brown abrió los ojos de sobremanera.
«¡Puede leer mentes!»
—Puedo. —Ella tomó el asiento principal de la mesa, donde solía sentarse Ojmil; el asiento parecía aún más grande con ella, siendo tan pequeña, allí sentada—. Ven y siéntate. —Señaló un asiento para Brown, el que estaba junto a ella—. Me alegro de que hayas llegado antes de que la última luz del pasillo se apagara. Fuiste puntual, por suerte para ti.
La chiquilla parecía divertirse, mientras que Brown era consumido por la incertidumbre. ¿Qué hubiera pasado si la última luz se hubiera apagado antes de llegar?
Él se levantó lentamente del suelo. Las piernas le temblaban. El agotamiento lo consumía; dar un paso, significaba una demanda inconmensurable de energía. Así que caminó lento, respirando profundamente. Pasó a un lado de Ojmil, quien ya había comenzado a dejar un rastro de sangre allí donde sus rodillas tocaban el suelo. ¿Cuánto tiempo llevaba arrastrándose así?
La niña demostraba una paciencia inagotable, pues no apuraba a Brown y no decía nada, lo esperaba mientras tarareaba una canción de ritmo animado, una que él no conocía. Ella agitaba sus cortas piernas que colgaban de la silla, y observaba con una sonrisa inocente la comida sobre la mesa.
Pero Brown se vio obligado a detenerse. La podredumbre a demonio que exudaba la pequeña, lo obligó nuevamente a cubrirse la nariz y la boca. No podía avanzar más, aunque lo intentara.
Entonces, al notar esto, la pequeña dijo mientras enarcaba una ceja:
—Lo siento. Olvidé que eres sensible. —Luego de eso, ella susurró algo ininteligible inclinándose hacia su derecha, como si se dirigiera a alguien que Brown no podía ver.
Eso le causó punzadas por todo el cuerpo.
Y así nada más, el olor que enloquecía a Brown, desapareció sin dejar rastro, como si nunca hubiera existido.
«¿Qué? No... No puede ser...»
Cuando llegó a la mesa, la esclava volvió a invitarlo a tomar asiento a su lado con un gesto. Él obedeció, reticente, con movimientos rígidos.
—¿Te sorprende? —le preguntó a Brown, apoyando un codo sobre la mesa, e inclinando la cabecita hacia un lado.
Brown apenas podía sostenerle la mirada sin sentirse mareado.
—¿Qué... cosa? —Brown tartamudeaba.
—Que se fuera el olor —añadió ella. Y era verdad. Brown estaba desorientado. Se suponía que ella era la fuente del aroma. entonces... ¿por qué?—. Lo sé, sé que piensas que soy un demonio.
—¿Y... no lo eres? —Se atrevió Brown a preguntarle directamente—. ¿No eres uno de esos a los que llaman Demonios sin Rostro? ¿Un Cambiaformas?
La esclava, así como antes, volvió a soltar otra risotada que duró varios segundos, mientras que Brown guardaba silencio.
—No es la primera vez que me llaman así. Pero no. No soy ningún Cambiaformas ni nada parecido. Al menos de eso estoy segura. ¡Oye, cerdito! —Ella se dirigió a Ojmil tras terminar de reír—. Detente. Estás ensuciando todo el suelo. Limpia la sangre que has dejado con tu lengua.
—Sí, ama —respondió Ojmil, obedientemente, y, como la niña ordenó, el gran amo se dispuso a limpiar la sangre del suelo con su propia lengua.
La vista era demasiado grotesca para Brown; nuevas arcadas se acumularon en su garganta, obligándolo a que apartara la mirada hacia los platillos en la mesa. Jamás imaginó llegar a ver a Ojmil arrodillado como estaba, y menos desnudo.
—Brown. —La pequeña dijo su nombre, y Brown dio un pequeño saltito en su lugar—. Come. Supongo que tienes hambre.
Y sí. El hambre hizo que su estómago gruñera como un animal furioso. Sin embargo, la incertidumbre que hacía castañear sus dientes, impedía que su cuerpo funcionara con normalidad.
Temblorosamente extendió un brazo al frente y agarró una panceta. Luego puso la panceta en un plato que había delante de él, y observó la proteína con una mescla de ansias y confusión. Era un hecho irrefutable que tenía hambre; era correcto afirmar que deseaba devorar la panceta de un solo bocado lo más pronto posible. Pero cuando volvió a cruzarse con esos bellos y, a la vez, aterradores ojos verdes que lo observaban desde tan cerca, volvió a bloquearse; su cuerpo se congeló. No podía mover un músculo. Le resultaba impensable poder comer tranquilamente al lado de un ser tan superior a él, capaz de matarlo con un simple parpadeo.
Pensó en Bill, en cómo murió, en que incluso, en sus últimos momentos, intentó resistirse...
—Vaya —dijo la niña, dejando de sonreír. ¿Acaso se había molestado?
Brown, preocupado, se giró hacia ella, quien realizaba un gesto de desánimo.
—Había olvidado lo frágiles que son ustedes —añadió—; y eso que intenté ser considerada contigo, Brown Buena Briza.
Brown tragó saliva, sin saber a qué se refería ella. La idea de que la esclava estuviera siendo "considerada", le heló la piel.
—¿C-Cómo que... considerada?
Ella lo miró con una sonrisa casi maternal.
—Sí. Como lo oyes. Considerada. Hice que tuvieras un lindo sueño antes de que vinieras aquí. ¿Recuerdas? Ese en el que flotabas en una nube.
Un silencio denso cayó entre los dos; para Brown fue como si le hubieran echado agua fría en la cara.
¿Esta niña era incluso capaz de controlar los sueños?
—Así que... fuiste tú...
—Sí. —Ella asintió lentamente, su sonrisa volviendo a aparecer—. Quería que estuvieras en condiciones decentes para hablar conmigo, así que dije: ¿por qué no quitarle, al menos por una vez en su vida, todas esas feas pesadillas que siempre tiene?
La mente de Brown se llenó de confusión y una creciente angustia. «Si querías que estuviera tranquilo... no debiste matar a Bill», se dijo, pero al instante se arrepintió de haberlo hecho. Se giró hacia la niña, preocupado de que ella pudiera molestarse por lo que había pensado.
—Lo maté porque quería que supieras de lo que soy capaz —respondió ella, como supuso Brown que haría después de leerle la mente—. Además, ¿no viste que me deshice de tu problemita también?
—¿Te refieres a los ahorcados?
—¡Sí! Te los quité de encima porque te estaban causando problemas. Fue mi forma de equilibrar la balanza.
Brown intentó procesar lo que estaba oyendo. ¿Cómo era siquiera remotamente aceptable creer que aquello equilibraría la balanza?
La muchachita observó su rostro, como buscando alguna reacción. Finalmente, suspiró.
—Pero veo que me equivoqué —expresó, con una mueca de arrepentimiento fingido—. Supuse que Bill era alguien cercano a ti, pero no calculé qué tanto te importaba. No creí que fuera afectarte de este modo. Pero sí... ahora que estás aquí... ahora que puedo volver a hurgar en tu mente, lo veo todo más claro...
El silencio que siguió fue insoportable. Brown sintió escalofríos, e instintivamente alzó un brazo hacia ella, en forma de escudo para defenderse... ¿defenderse de qué exactamente?
La esclava entrecerró los párpados, y a Brown le pareció que esos ojos verdes escudriñaban el lugar más recóndito de su alma. Una amargura indescriptible le recorrió el cuerpo.
—Lo conociste en Asimar —comentó ella, su voz suave pero implacable, provocando en Brown un revoltijo en el estómago—. Se cayeron bien al instante, pues tenían mucho en común: pasión por los caballos y por las espadas. Hablaban casi hasta el anochecer, bebiendo juntos de vez en cuando. Bill era un granjero. Tenía un buen negocio y una linda esposa embarazada; podía decirse que le iba bien en la vida. Él te vendía ganado, ya que Ojmil te enviaba a ti como su mandadero para que le consiguieras la mejor carne de Asimar, y Bill era el mejor criador que había.
Brown cerró los ojos, intentando alejarse de esos recuerdos. «Detente...» Pero el miedo comenzaba a desaparecer, siendo reemplazado por algo mucho más peligroso.
—Pero años después, en un día como cualquier otro que fuiste a comprarle ganado...
«Por favor... no...»
—Visitaste la granja de Bill, y lo encontraste arrodillado en el patio trasero, frente a los cuerpos de su esposa e hija recién nacida. Todas las vacas, los cerdos y las gallinas también estaban muertas. Lo había perdido todo.
El fuego de la ira comenzó a encenderse en el interior de Brown, irradiando desde su pecho hacia cada rincón de su ser.
—La causa fue una peste —añadió la niña, su tono frío en contraste con la furia que crecía en Brown—, y los plebeyos como Bill perecieron porque no tenían el dinero suficiente para acudir a un Sacerdote que los curase.
«Basta, basta...»
El aire se hizo denso a su alrededor. Brown podía sentir su sangre rebullir dentro de sus venas. Su respiración se volvía cada vez más frenética, su vista un poco nublada mientras las imágenes de Bill llorando sobre los cuerpos de su familia volvían a su mente.
—Él te pidió que lo mataras con tu hacha, ya que eran buenos amigos y a Bill le parecía buena idea morir en tus manos. Pero tú no querías matarlo... lo apreciabas. —La niña hizo una pausa deliberada, dejando que sus palabras calaran en Brown antes de continuar. Luego ensanchó su sonrisa, adquiriendo una expresión burlona que provocó una sacudida en el interior del mercenario, quien abrió los ojos de sobremanera, tragando saliva con el corazón a toda marcha.
»¡Así que se te ocurrió la maravillosa idea de invitarlo a convertirse en uno de tus mercenarios, de esos que asesinan, secuestran y esclavizan! ¡Vaya destino, Brown! ¡Eres un genio! ¡Mejor convertirlo en un mercenario desalmado, que dejarlo morir junto a su esposa e hija, ¿verdad que sí?! Y el pobre te respetaba tanto que decidió acompañarte sin pensarlo, sin llegar a imaginarse los horrores a los que poco a poco se iría acostumbrando. ¡Te aprovechaste de que eras lo único que le quedaba en vida, y no permitiste que se fuera con su familia! ¡Eres un gran amigo, Brown! JAJAJA.
Esa risa casi demoníaca perforó la mente de Brown. La esclava soltó una carcajada tras otra, sosteniéndose el abdomen mientras lágrimas dichosas caían de sus párpados y le empañaban las mejillas.
Brown no supo en qué momento se había levantado de la silla y comenzado a romper todo lo que había sobre la mesa con sus propios puños. Gritaba e insultaba:
—¡Mierda! ¡Mierda!
Lloraba, trituraba con sus dedos vasos y platos de porcelana. Volcaba ollas llenas de sopas humeantes, tomaba las carnes en sus puños y luego las arrojaba contra las paredes, destruyendo uno a uno los sofisticados platillos que debían costar centenas de monedas de oro, reduciéndolo todo a un caos de salsas regadas, carnes desperdigadas, frutas destrozadas, fragmentos esparcidos y lágrimas saladas, mientras aquella niña reía como si estuviera contemplando la cosa más graciosa del mundo. En cambio, él gritaba desgarradoramente, como un león.
Y fue cuando regresó en sí, que se detuvo a contemplar el desastre que había provocado en la mesa; la comida, toda junta y revuelta entre sí, se había convertido en una enorme y gris masa amorfa que despedía olores indescifrables y densos que ahogaban el aire dentro de la sala.
Brown cayó de rodillas frente a la mesa.
«Ella... tiene razón. Es mi culpa, Bill... Siento mucho haberte arrastrado a todo esto...»
La niña, aún sentada en la silla principal, ya no reía, pero observaba a Brown intensamente, con una sonrisa de medio lado que le daba un aire de enigma a su aura.
Brown levantó la vista, hacia el techo, hacia la cúpula de cristal que dejaba a la vista el amplio cielo de la noche. Su sangre se helaba lentamente en sus venas, y un frío que vino por su espalda arremetió contra él, haciendo que se cruzara de brazos y palpara algunas zonas de sus hombros y los costados para darse calor. Las estrellas se regaban por todo el firmamento, infinitas y magnánimas.
Justo en ese momento de desesperanza, comprendió la profunda belleza que su hermana siempre veía en dicho cielo.
—Son hermosas... —dijo. Su voz sonó carrasposa; de tanto haber gritado, se había lastimado la garganta. Tenías las mejillas frías por las lágrimas que ya habían comenzado a cercarse en ellas.
El recuerdo de su hermana, risueña y soñadora, contemplando los astros mientras contaba historias absurdas de fantasía, invadió sus pensamientos, llenándolo de melancolía y... dolor.
¿Cuántos minutos habían pasado?
Sentía como si llevara arrodillado mucho tiempo ya, ahí, contando las estrellas con una sonrisa desaliñada en los labios y unos ojos perdidos, sin brillo.
Su respiración fue regresando poco a poco a su ritmo normal, su cabeza se aclaraba, y sus emociones, antes turbulentas y desembocadas, parecían estar un poco más estables.
—Te dije que vinieras cuando el sol esté a punto de ocultarse —comentó la niña, con voz solmene—, para que vieras este cielo, el mismo que veías con tu hermana... ¿recuerdas? Quería que eso también te mantuviera tranquilo, ya que tú y ella eran...
—Por favor, no —escupió Brown de repente, cortando lo que ella decía, y luego observó fijamente a la esclava, frunciendo el ceño, con los labios apretados, algo exasperado—. Sé... que tienes el poder de matarme con solo pensarlo, lo sé.
Le echó una mirada de soslayo a Ojmil, quien, desnudo, seguía limpiando con su lengua el rastro de sangre que dejaban sus rodillas tras de sí. Sin embargo, como le habían ordenado limpiar con la lengua, debía seguir gateando. Así que Ojmil daba infinitas vueltas en círculos, intentando limpiar una sangre que jamás dejaría de brotar, al menos no mientras continuara arrastrándose como un perro.
—Pero... —continuó Brown, regresando su mirada hacia la esclava, quien, en respuesta, guardaba silencio, observándolo con una expresión indescifrable; parecía sonreír, parecía seria, o quizás incluso un poco sorprendida—, quisiera que al menos dejaras de meterte en mi cabeza... Es lo único que pido, por favor...
La niña asintió dos veces, antes de sonreír, y dio varios aplausos y unos cuántos saltitos sobre su propio trasero; ahí fue cuando Brown notó algo extraño en ella que no había visto antes, algo en su mano izquierda. ¿Qué era eso?
—¡Este es el hombre con el que deseaba hablar! —dijo ella, con voz cantarina, alegre—. La mente humana suele aclararse después de un estallido. Me alegra que ese haya sido tu caso.
Brown cerró los ojos un momento.
«Ella tiene razón», se dijo, sintiéndose extrañamente liberado. Relajó los hombros y echó la cabeza hacia atrás, aún arrodillado. ¿Qué más daba lo que ocurriera a partir de allí? ¿Qué sentido tenía preocuparse por una situación que se escapaba de sus manos?
Suspiró, sintiendo la mente aclarada.
«Sabía que tarde o temprano el destino me cobraría por todos los crímenes que he cometido. Este es mi karma: someterme a la voluntad de un nuevo monstruo. Así que, ¿por qué preocuparme por algo que solo era cuestión de tiempo que ocurriese?»
—¿Qué tienes en la mano? —cuestionó Brown, al mismo tiempo que se levantaba del suelo y volvía a tomar asiento al lado de ella. Aún seguía asustado, por supuesto; ella exudaba una presión invisible capaz de congelar hasta el viento mismo, pero ya se había resignado a lo inevitable. Y eso era algo bueno.
La niña, ante la inesperada pregunta de Brown, abrió los ojos ladeando la cabeza, y puso la palma de su mano izquierda frente al rostro de Brown, enseñándole, desde los cinco dedos hasta la muñeca, que su piel había adquirido un color negro anormal; parecía que hubiera metido la mano entera en el centro de una fogata encendida y la hubiera dejado allí por horas, carbonizándole la piel y dejándole grietas como si se fuera a romper con el más mínimo toque.
¿Cómo no lo había notado antes? ¿Tan asustado se encontraba?
—Oh, qué considerado de tu parte al preguntar —replicó ella, un poco sarcástica, agitando la mano de un lado a otro, demostrando que no le dolía—. No es nada. Son solo las consecuencias de utilizar magia que no debería ser usada.
—Así que... ¿no eres todo poderosa?
—Claro que no —respondió la esclava, apartando la mano ennegrecida y usándola como un apoyo para su fino mentón.
—Y, aun así, tienes el poder de matarme a mí y a mis hombres solo con desearlo, ¿no?
—Solo con desearlo. Exactamente. Me alegra que lo entiendas. —Ella sonó complacida.
Así que, aunque pareciera que le afectara usar esa... magia, fuera cual fuera, ¿aún tenía el poder suficiente para sentirse tranquila y amenazar la seguridad, no solo de Brown y la de sus hombres, sino también la de un reino con su sola presencia?
Vaya...
—¿Y? —Brown se encogió de hombros, entrecerrando los párpados y observó el rostro de porcelana de esa muchachita, que ahora soplaba hacia arriba apartando unos mechones negros que le cubrían parte del ojo—. ¿Qué quiere de mí un ser capaz de controlar mentes? ¿Ah? ¿Qué querría de mí, alguien tan superior como tú, de alguien tan pequeño como yo?
La niña ladeó la cabeza hacia un lado, observando a Brown con una sonrisita curiosa.
—No te menosprecies de esa forma —expresó ella, y a Brown casi le pareció sentir que se estaba burlando de él—. Hasta la hormiga más pequeña cumple una función en este mundo.
Brown guardó silencio, esperando qué más diría ella:
—Y tu destino, es contribuir para que pueda cumplir con mi objetivo, Brown.
—¿Y cuál es tu objetivo? —preguntó él. Había comenzado a sentirse inquieto. Frunció el ceño y comenzó a jugar con sus dedos por debajo de la mesa.
¿Qué cosas horrorosas le iba a pedir esa niña que hiciera por ella?
—¿Has escuchado hablar de la Buja? —preguntó la niña. Inclinó la cabeza hacia atrás y observó las estrellas a través de la cúpula. Cerró los ojos y sonrió.
Por supuesto que Brown había escuchado sobre ella. Cuando se hablaba de la "Bruja", todos pensaban a una sola mujer a la que nadie nunca había llegado a ver...
—Sí... —Asintió Brown, intrigado por el aura melancólica que la esclava adoptó repentinamente—. Es el ser más antiguo en la tierra, según las leyendas.
—Y el Culto la venera como si ella fuera una Diosa —añadió la esclava, sin dejar de observar el techo de cristal.
—¿Por qué me preguntas sobre ella? Es solo un cuento que los del Culto se creyeron. ¿Qué tiene que ver eso contigo? —Brown levantó los hombros, confundido.
—¿Un cuento? Jajaja. —Ella soltó una pequeña risita, recostando su espalda en el respaldo de la enorme silla acojinada—. No te imaginas, Brown, las cosas que hay más allá de lo que ustedes creen que es falso.
Y en ese momento, el hombre se sintió estúpido; ahora mismo tenía frente a él a un ser que iba más allá de toda comprensión mortal. ¿Qué acaso eso no le decía algo?
Sí... claro que sí. Su mundo tal y como lo conocía ya no era el mismo; de hecho, el mundo había comenzado a cambiar desde la caída de Seronia.
¿Y si la Bruja realmente existía?
¿Qué tal si los dragones, los héroes y todos los cuentos que su hermana le contaba, eran reales?
De pronto le pareció que vivía en un mundo aún más enorme de lo que había pensado, sin comprender ni siquiera una milésima parte de lo que había allá afuera, oculto de la vista de todos.
—Veo que lo entiendes, y lo digo por tu rostro; que sepas que no he leído tu mente desde que me pediste amablemente que no lo hiciera. —La niña lo estaba observando con una expresión de picardía.
Brown, en contraste con esa actitud condescendiente de la esclava, había comenzado a sentirse abrumado.
—¿Qué quieres exactamente de mí? —preguntó directamente, lleno de ansiedad—. ¿Qué quieres que haga?
Hubo un momento de silencio, uno que a Brown le pareció eterno. ¿Qué pasaba?
Algo se movía alrededor de la sala, algo invisible.
Era una fuerza. Era magia.
A Brown le pareció ver que el cabello de la niña se sacudió un poco por un viento que vino de ninguna parte, y sus verdes ojos comenzaron a desprender una tenue bruma brillantina del mismo color, que iba propagándose alrededor de sus párpados e iluminándole ligeramente la piel de sus mejillas.
—Mi objetivo no es algo que tú puedas entender... así que dejemos de perder el tiempo y vayamos directamente al grano. —Asintió ella, entrecruzando los dedos de sus manos frente a su pequeño rostro; su mano izquierda, la que yacía ennegrecida, contrastaba fuertemente con la palidez de su mano derecha—. Presta atención, escucha esta pequeña profecía.
—¿Profecía...? —La sensación de algo oprimiéndole el pecho a Brown lo invadió por completo. Su voz apenas era un susurro.
Esa presión que había sentido antes, había comenzado a ser más notoria; era como si el aire vibrara a su alrededor.
—Este reino regresará a la normalidad después de un mes. Los mercaderes volverán y llenarán las calles. El suceso del ojos rojos que ocurrió en el bar, atraerá a viajeros que enriquecerán aún más la popularidad de este lugar. De hecho, ahora mismo el rumor yace expandiéndose a lo largo del continente, de boca en boca, instando a los curiosos y aventureros a venir.
—¿Qué...? ¿Cómo...?
La garganta se le había secado.
¿Acaso esa niña también veía el futuro?
—Pero pasados otros treinta días —continuó ella, sus ojos brillando cada vez más—, cuando la noche caiga, miembros del Culto de la Bruja vendrán aquí, al castillo, y desatarán un caos semejante al suceso ocurrido en Seronia. —La voz de la esclava sonaba extraña, afrodisiaca, casi etérea.
—Pero... ¿qué estás diciendo? ¿Por qué ellos vendrían a...
—Y tú, Brown Buena Briza, vendrás ese día con tus hombres y te encargarás de ayudar al Rohart a escapar de las profundidades, sano y salvo. Esa es tu tarea, tu única tarea. Protegerlo hasta que lo saques de este castillo.
Brown apenas estaba logrando procesar lo que la niña iba diciéndole. ¿Una profecía? ¿Una calamidad se aproximaba? Era mucho para él en ese momento. Brown se envió una mano al pecho y sintió los latidos de su corazón como tambores enloquecidos.
—No te agobies, Brown —expresó la niña, con una expresión seria; el brillo en sus iris había comenzado a menguar con lentitud, la presión en la atmósfera, la vibración en el viento, la magia menguaba—. Tienes dos meses para prepararte. No debo mencionar lo que pasaría si... bueno... si no obedeces, ¿cierto?
Brown sintió que había recibido el choque de un rayo tras esa amenaza, pero agradeció al creador porque su entorno regresó a la normalidad. Aunque todavía se sentía un poco mareado por aquella extraña magia. ¿Era magia, verdad? Aún lo dudaba. Jamás había sentido algo semejante como lo anterior.
—Sí... lo sé... Pero mis hombres... ¿no los volverás a tocar?
—No mientras no hagas nada en mi contra, y, por supuesto, mientras cumplas con tu parte. Siempre cumplo con mi palabra.
La niña asintió dos veces con los ojos cerrados.
Brown inhaló aire profundamente y luego lo exhaló, logrando controlar el molesto cosquilleo que había comenzado a arremolinarse entorno a su estómago.
—¿Por qué... el Culto de la Bruja vendría aquí? —preguntó Brown. Le interesaba.
—Es algo complicado. —La niña suspiró, regresando la mirada al techo—. Para ponerlo simple, olieron a un demonio la última vez que vinieron aquí, y supuestamente solo ellos pueden acaparar la magia demoníaca. Algo así como que no soportan que otros tengan acceso a poderes de ese... tipo, salvo ellos mismos. ¿Ya?
—Así que... todo esto es tu culpa...
—Sí. —La niña ensanchó su sonrisa, perturbando a Brown—. Una vez me dijeron que yo atraía las desgracias.
—¿Te enorgullece? Lo digo porque... así lo parece.
—No, pero ¿qué puedo hacer si es la verdad? —La esclava soltó una risotada—. ¡Abraza lo que eres sin importar nada! —Siguió riéndose durante unos segundos más, luego guardó silencio y observó a Brown con un rostro un poco más serio—. Ya terminamos aquí. Puedes irte a tu burdel a follar con las putas que te plazca—. Ella sacó algo del bolsillo de su túnica blanca, y lo arrojó sobre la mesa, entre algunos desperdicios de pan y vino, era una bolsa con bordados de oro, llena de pesadas monedas.
Brown conocía esa bolsa. Era de Ojmil.
—Soy buena, ¿ves? —añadió ella, tiernamente.
Brown tomó la pesada bolsa. Al abrirla, descubrió que había cientos de monedas de oro. ¿Cuánta fortuna había allí?
—Lo tomaré...
—No esperaba menos. Usa el dinero sabiamente. Prepárate y prepara a tus hombres. Compren armaduras, espadas y, lo más importante, Piedras Cálidas. —La niña suspiró y luego blanqueó los ojos—. ¡Y tú, cerdo! Detente ya. Mira nada más... Todo sigue igual de sucio. —Se dirigió a Ojmil.
Brown no se había acordado de él hasta que ella volvió a nombrarlo. Rápidamente se giró hacia el amo, y vio que él tenía los labios gordos embarrados de sangre y saliva, gateando con las rodillas en carne viva, lamiendo la sangre del suelo, quien se detuvo tras la orden de la niña, quedándose estático con la mirada perdida en la nada.
—Vete Brown —pidió ella—. Tendré que limpiar todo esto antes de regresarlo a la normalidad. Es una lástima que esto no te haya parecido divertido; me esforcé mucho. Incluso destruiste todos los platillos que te había preparado... No, no, no...
Brown se levantó de su asiento, inseguro, apretando la bolsa de monedas a un costado de sus caderas. Antes de irse, se giró hacia la niña, y le realizó una última pregunta:
—Si no eres un Cambiaformas, o un Demonio sin Rostro, ¿qué eres entonces?
La niña entrecerró los ojos, observando la mesa embarrada de comida por doquier, y pareció reflexionar seriamente sobre eso. Brown pensó que estaba a punto de escuchar uno de los secretos mejor guardados de la historia, pero...
—No lo sé, Brown. —Fue su respuesta, aparentemente honesta, dada con un semblante quizás triste; Brown no tenía forma de saberlo—. A mí también me gustaría saberlo...
Quiso preguntarle si ella había sido la causante de la caída de Seronia, pero el deseo de salir pronto de aquel lugar, lo impulsó a retirarse con la cabeza gacha, lleno de miedo y muchísima incertidumbre.
Autor:
¡Gracias por llegar hasta aquí! Solo quería decirte que cada vez que publico un capítulo, tiendo a releerlo en el mismo instante y a realizarle cambios inmediatos, cambios que, en ocasiones, pueden ser pequeños detalles importantes. Así que te recomiendo que siempre que vayas a meterte en un capítulo, actualices el navegador, o cierres y vuelvas a abrir la app para que se te actualice el capítulo.
Nos vemos en el siguiente capítulo.
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