Capítulo 24: El aroma de la muerte

Brown

La prostituta a su lado, que dormía boca arriba exhibiendo sus modestos pechos al viento, no era suficiente distracción para sacarlo de sus cavilaciones. Brown había pasado varias noches compartiendo cama con diversas mujeres, pero su mente estaba ocupada con problemas más graves. Algunos de sus hombres estaban fuera de control: vandalizaban mercados, extorsionaban y sembraban el caos, lo cual le impedía disfrutar incluso en sus ratos libres.

«¿Tendré que matarlos?», se preguntaba, sin remordimiento. Era un tema serio, aunque no era nada sin solución; pero algo sí que le quitaba el sueño, y era la esclava de ojos verdes que había traído desde Seronia. Aunque ella estaba a kilómetros de distancia, recluida en lo profundo de un barracón bajo tierra, no se sentía a salvo de ella.

—¿Por qué demonios tengo que preocuparme por una estúpida mocosa?

Decidido a permitirse descansar, cerró los párpados lentamente, escuchando los débiles ronquidos de la prostituta a su lado que dormía profundamente; ya era la segunda noche que lo acompañaba, porque era realmente buena en la cama.

Finalmente, sintió el peso del cansancio acumulado a lo largo del día en el que tampoco hizo mayor cosa, salvo pensar. Su propia respiración se fue atenuando mientras el mundo real se desvanecía poco a poco. Cuando sus pensamientos se volvieron nebulosos, comenzó a soñar.

Su mente ya no estaba en la penumbrosa habitación del burdel, ni junto a la mujer por la que había pagado. Ahora, veía el sol ocultándose tras unas montañas en el horizonte, moteando el cielo con un resplandor cálido y anaranjado; un cielo perfecto, el más hermoso, el que tanto amaba su hermana.

Sí, su hermana. Ella siempre lo llevaba a caminar por un bosquecillo cercano a su pueblo natal, hasta una colina agreste rodeada de manzanos con hojas frondosas que destellaban luz verde. Desde allí, contemplaban la oscura y magnífica Ciudad sin Ley, rodeada por enormes montañas que formaban murallas naturales. Más allá de la cúpula y las torres del castillo en medio de la ciudad, el ocaso estaba culminando.

Su hermana se sentó sobre la suave hierba y se acomodó la vieja y larga falda marrón sobre las piernas extendidas al frente, contemplando, con los ojos bien abiertos y una sonrisa en los labios, la llegada del anochecer. Brown la imitó y se sentó a su lado.

—Si las almas tienen un color, creo que serían rojas o naranjas, como el atardecer —dijo ella, con voz serena, despacio, tomando la trenza castaña que se extendía sobre su delgado y blanco hombro expuesto por su vestido de tirantes, para retirarse unas cuantas hojitas que el viento había llevado sobre su cabeza.

Brown pudo sentir la brisa fresca del atardecer acariciando su rostro, mezclada con el dulce aroma de manzanas maduras.

—Eres rara, hermana —comentó Brown, a modo de burla y, al mismo tiempo, con cierto grado de honestidad.

—¿De qué color crees que son las almas de las personas? —preguntó ella, mirando a Brown de reojo con curiosidad, sin desvanecer la solemne sonrisa que surcaba sus labios.

Él se concentró en el perfil de su hermana: fino y delicado. Su piel rosada refulgía con los últimos rayos del sol, haciéndola lucir hermosa.

Brown no entendía por qué su hermana seguía soltera; debía haberse casado hace rato, pero seguía sola, y sus padres ya estaban desesperados buscándole marido. Ella parecía indiferente a su entorno, flotando en su propia imaginación, hablando de sueños, profecías, cuentos, almas, caballeros, dragones y magia. Aunque ya tenía veintiún años, aún parecía inmadura.

—Creo que deben ser rojas, así como las Hadas Rojas —contestó Brown, un poco contrariado; se le hacía extraño hablar de cosas tan infantiles.

—Mm. —Su hermana negó con la cabeza, decepcionada—. Qué poca imaginación. —Luego puso los ojos en blanco y volvió su atención al cielo.

—¿Qué? —Brown se quedó boquiabierto, incapaz de entender por qué su hermana lo había insultado de forma tan sutil.

—Dijiste rojo porque yo dije rojo —comentó ella con un suspiro—. No te esfuerzas en pensar.

Brown tensó la mandíbula, a punto de responder algo ofensivo, pero recordó lo absurdo que era discutir con ella. Se acostó sobre la cálida hierba, manos tras la cabeza, contemplando sin ánimo los astros en el cielo que ya se estaba tornando nocturno.

—No tengo tiempo de andar en las nubes como tú, hermana —respondió Brown, desinteresado, olvidando su incipiente rabia—. Tengo catorce años. Ya casi soy un adulto.

—Pero ahora que lo dices...

Su hermana frunció el ceño, parpadeó pensativa y se llevó un dedo al mentón.

—¿Qué cosa?

—Me pregunto, ¿qué serán las Hadas Rojas? —cuestionó ella.

Brown blanqueó los ojos.

—Quién sabe...

—Piénsalo un poco. Las Hadas Rojas son tan extrañas... —Su hermana levantó un dedo al lado de su cara y continuó—. La iglesia dice que llevan existiendo en este mundo mucho antes que nosotros, y que, a pesar de que se han esforzado por estudiarlas, nunca pueden concluir algo sobre ellas. Extraño, ¿no te parece?

—Sí, sí.

—Algunos dicen que son fragmentos de almas antiguas, de razas que hoy en día no existen —explicó ella, sin que Brown se lo preguntara—, y otros afirman que son parte de la tierra, de la naturaleza. Pero la última teoría es muy simple.

«¿Y eso de qué nos sirve?», quiso preguntarle Brown, pues había cosas más importantes que esas absurdas reflexiones, como, por ejemplo, ¿qué iban a cenar esa noche? A su hermana ni siquiera parecía importarle aguantar hambre. Ella vivía tan metida en sus propias ensoñaciones...

Un ruido.

—¿Quién es? —cuestionó Brown, levantándose de un salto.

Había escuchado unos pasos provenir del sendero que habían usado para subir la colina. A Brown le pareció extraño porque, además de él y su hermana, nadie más subía. Sus padres deberían estar en el mercadillo de la plaza, intentando vender artesanías para poder subsistir un día más. Su hermana no tenía amigos, y los amigos de Brown ni siquiera sabían de la existencia de ese lugar.

—Tranquilo —comentó su hermana, sonriendo ligeramente, observando el sendero sinuoso que bajaba hasta el pueblo—. Son papá y mamá.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé.

Brown dejó caer sus hombros, resignado. A pesar de que su hermana era un bicho raro, su intuición era anormal.

—Oye. —Su hermana lo tomó del hombro repentinamente, haciendo que se sobresaltara un poco.

—¿Qué? —Brown entrecerró los ojos al notar que la sonriente expresión de su hermana, se había transformado en una triste y melancólica.

—Gracias por acompañarme hoy, hermanito... —agradeció ella, con una voz algo débil.

—Siempre me arrastras aquí todas las noches, y esta es la primera vez que me lo agradeces. ¿Qué pasa, hermana?

Un ligero viento acarició los cabellos castaños de su hermana, descubriéndole el rostro de algunos mechones sueltos, dejando a la vista su blanca tez... y sus lágrimas corriendo por sus mejillas.

—¿Por qué estás llorando? ¿Qué...

—Hijos, por fin... —La voz conocida de cierto hombre interrumpió a Brown.

Su hermana se limpió al instante las lágrimas y volvió a sonreír, como si nada hubiese pasado.

Brown estaba confundido, y sentía una presión cernirse en su cuello, una que no lo dejaba respirar tranquilo. ¿Qué estaba pasando? Al girarse en dirección hacia la voz anterior, descubrió que era su padre, un viejo de sesenta y tantos, delgado y con una giba que parecía una maleta. En su cara ovalada y chata había una sonrisa fingida, ya que sus ojos, cafés como el tronco de un manzano, no mentían: había estado llorando.

Tras él, su madre luchaba por quitarse algunas ramitas de encima mientras ascendía los últimos tramos de la colina. Pero ella, a diferencia de su padre, no sonreía; sus ojos delataban unas ojeras tremendas, además de que aún seguían húmedos por las lágrimas. Era una mujer de cincuenta años, de cabello castaño, tez clara y un bonito rostro; su hermana se le parecía bastante. Pero en ese momento, la madre parecía una mujer más vieja de lo que en realidad era, demacrada y triste.

¿Qué les había pasado a ambos? ¿Por qué tenían esas caras abatidas?

—¿Qué hacen aquí? —preguntó Brown—. ¿Y el negocio? —Algo andaba muy mal.

—Papá. Mamá. —Su hermana se levantó con lentitud, apartando con las manos algunas hojas que habían sido arrastradas por el viento hasta su falda.

—Julls... —La mamá dijo su nombre, y parecía contenerse para no llorar, pero fue inútil. Al instante, su rostro se vio empapado de lágrimas—. Hija... lo sentimos...

—Lo sé. —Julls, su hermana, asintió sin desvanecer una sonrisa que parecía segura—. No pongas esa cara. —Se acercó hasta su madre y le acarició tiernamente las mejillas empapadas—. Ha sido difícil. Ha sido difícil para todos. Pronto terminará.

«¿Acaso soy el único que no se entera de nada?» Brown quiso darle un puñetazo a la hierba sobre la que aún estaba sentado por la frustración que sentía. Se levantó de un salto y caminó hacia sus padres y Julls.

—¿Alguien me puede explicar qué está pasando? ¿Por qué están llorando todos? —preguntó, intentando esconder la irritación que se escapaba a pedacitos de su voz.

—Hijo... —Su padre, bastante pálido, avanzó y se arrodilló ante él—. Nosotros tuvimos que... —Pero su voz se quebró, y sus lágrimas brotaron como un caudal—. Nosotros... —Parecía que ni siquiera podía hablar. Eso solo puso más nervioso a Brown.

—Yo le explico, papá —intervino Julls, con voz segura.

El papá se puso en pie, y Julls tomó su lugar frente a Brown, quien, sin saber por qué, había empezado a llorar.

—¿Qué está pasando, hermana? ¿Por qué todos están así?

—Brown, tendré que irme.

—¿Adónde? —Brown sintió el deseo de aferrarse a su hermana después de escuchar que se iba, pero se contuvo.

—Por fin me voy a casar. ¿Qué te parece? Ya no volveré a arrastrarte conmigo a ver la luna. —Julls ensanchó aún más su sonrisa, como si fuera mentira que hace un momento había llorado. Sus largas pestañas aún seguían húmedas—. Me iré esta noche a la casa de mi futuro esposo.

Brown se mordió los labios. Esto no estaba bien.

—Oye, tonto, no pongas esa cara —añadió Julls limpiándole las lágrimas con ternura—. No es una despedida para siempre. Podrás visitarme una vez a la semana, y así podremos seguir observando el cielo y hablando de cosas absurdas.

En ese momento, su hermana, que siempre había parecido desinteresada del mundo, que se mantenía en las nubes sin prestar atención a lo que la rodeaba, por primera vez pareció una mujer adulta que consolaba a su familia a pesar de que también estaba triste; y eso entristecía aún más a Brown, porque sabía que ella se estaba esforzando por todos.

—¿Quién es? —preguntó Brown, sintiendo un dolor en el estómago.

—Un noble de la Ciudad sin Ley —dijo Julls, acariciando los cabellos castaños de Brown mientras realizaba el amago de una sonrisa—. Es un hombre bondadoso. Se ofreció a pagar las deudas de nuestros padres y a darte una educación en una de sus escuelas.

—A cambio de que te vayas con él, ¿verdad? —preguntó él, cínico, un poco agresivo, sin quererlo.

—A cambio de solamente convertirme en su esposa. ¿No te parece un buen trato?

No había nada que pudiera decir para que su hermana se retractara, lo sabía. En el rostro de Julls, aunque la tristeza estaba disfrazada por una sonrisa forzada a punto de romperse, había una incandescente determinación.

¿Desde cuándo su hermana y sus padres habían tomado esta decisión de casamiento?

—¿Al menos te gusta? —preguntó Brown, frunciendo el ceño, forzándose a sí mismo para que la voz no se le quebrara—. Y no me mientas, porque lo sabré.

Julls se mordió los labios y entrecerró los ojos, conteniendo exitosamente lo que parecía una lágrima.

—Me esforzaré para que me guste —respondió—. Es lo único que podré decirte sin mentirte.

—¿P-Por qué no me lo habías dicho? —Brown, sintiendo una mezcla de ira y tristeza, no pudo contener el llanto que rompía su voz con cada palabra pronunciada. Sentía que el mundo se le estaba desmoronando, porque temía por el futuro de su hermana.

—Porque quería que pasáramos nuestros últimos días como siempre, mirando el atardecer, y luego las estrellas; todo sin preocuparnos por el futuro, solos tú y yo, sin complicaciones, acostados en la colina, hablando de fantasías... —Julls había dicho todo con una sonrisa que no se desvanecía a pesar del yugo de un matrimonio forzado que tenía sobre los hombros.

Esa noche, en la colina, Brown había conocido verdaderamente a su hermana por lo que en realidad era: una mujer fuerte, determinada y muy valiente, pese a haber sido siempre una experta soñadora.

Cuan equivocado había estado sobre ella.

Pero cuando la expresión de Julls estaba a punto de romperse, de explotar su tristeza y de llorar abrazada a Brown, el tiempo se detuvo.

Ni las hojas de los árboles bailando al son del viento, ni las aves nocturnas ni los insectos emitieron ruido alguno.

El mundo se había detenido. Sin embargo, Brown, a diferencia de su hermana y de sus padres que se quedaron estáticos como estatuas, podía moverse, respirar y pensar.

¿Qué estaba pasando?

Giró su cabeza en todas direcciones, embargado por un temor primitivo, buscando la causa o cualquier explicación entre los árboles, las copas, tras los arbustos y las rocas, pero no encontró nada ni a nadie.

Escuchó unos pasos ligeros que pisaban la hierba de la colina, danzarines, trayendo consigo el aroma de una podredumbre indescriptible que opacaba el olor de las manzanas, del césped y la humedad de la naturaleza.

Brown se cubrió la nariz con las manos, pero eso no evitó que vomitara sobre sus propias botas.

Sintió que la cabeza comenzaba a darle vueltas.

Las pisadas de antes, ahora se escuchaban más cerca, junto al lejano y dulce tarareo de una niña alegre.

¿Qué se aproximaba, y por qué sentía tanto miedo?

«¡Julls! ¡Papá! ¡Mamá!», quiso gritar, pero de su garganta no surgió palabra alguna; el aire abandonaba involuntariamente sus pulmones.

En su desespero, sacudió los cuerpos de sus familiares tomándolos por los hombros en un vano intento por despertarlos del trance. Era imposible; parecían muertos, aunque estuvieran en pie.

Luego, un silencio ahogó el espacio; los tarareos de antes se detuvieron, al igual que las pisadas, y la podredumbre se hizo más intensa.

Brown, con ojos llorosos y labios temblorosos, se giró hacia el único sendero de la colina, queriendo ver aquello que venía hacia él.

«No puede ser verdad...»

Y tras sus padres, la figura de una niñita ascendía los últimos tramos del camino. Era pequeña y delgada, de cabello oscuro y lacio que le cubría los hombros, vestida con un sencillo vestido de un blanco impecable. Sus ojos... sus ojos eran verdes, destellantes y antinaturales. Unos ojos familiares, a la vez que aterradores.

Ella no debía estar allí.

—Brown Buena Briza —dijo la niña; su voz sonaba como campanillas relajantes—. Debo admitir que te ves muy tierno en esta forma. —La niña se acercó a Brown, y con cada paso que daba, la pestilencia, que no podía explicarse en palabras, se hacía más densa—. ¿Cuántos años tienes aquí? ¿Unos trece? ¿Quizás catorce? Es irónico que, habiendo sido tan lindo y tierno, te hayas convertido en ese vil mercenario que masacra pueblos llenos de mujeres y niños, ¿no lo crees? —Dejó un silencio entre sus palabras, dándole espacio a Brown para que respondiera—. ¿No hablas? Jajaja.

El miedo provocó un frío de muerte dentro de Brown, uno que congelaba su sangre en las venas.

—No digas nada entonces. No me importa ser la única que hable —El tono de voz relajado en la niña cambió abruptamente, tornándose profundo y oscuro—: ven a verme en cinco días al gran salón donde almuerza Ojmil, en la cúpula más alta del castillo, cuando el sol esté a punto de ocultarse. Sé puntual, Brown. De lo contrario...

Brown sintió un fuerte viento que provenía de aquella niña sacudirle el cuerpo entero, haciendo que cayese sentado, cerca de los pies de su hermana que aún seguía quieta como una piedra.

—Te vas a arrepentir —completó la niña, y de sus iris surgió una brillante bruma verdosa que se acumulaba alrededor de sus párpados, dándole un aura de poder y superioridad, el aura de un ser sobrenatural y maligno.

De pronto, los cuerpos de sus padres y su hermana comenzaron a moverse como si sufrieran pequeños espasmos. Temblaban, mientras un lúgubre gimoteo surgió primero de la garganta de su hermana y se propagó entre mamá y papá.

«¿Hermana? ¿Papá? ¿Mamá?» Brown sintió un líquido caliente recorrerle la entrepierna mientras se ponía en pie y se alejaba de ellos dando trompicones.

¿Qué les pasaba? Daban miedo.

Y vio que los ojos de su hermana se pusieron verdes como los de la niña, al igual que los de sus progenitores.

«¡No!»

Corrieron hacia él, realizando movimientos que se asemejaban más a los de una bestia; su hermana se movía a cuatro patas como un lobo, y sus padres parecían muñecos de trapo siendo movidos por hilos invisibles, dando pasos retorcidos y antinaturales.

Brown no tuvo tiempo de alejarse tanto. Los tres eran muy rápidos, y cuando su hermana lo alcanzó, se lanzó hacia él como si fuera una pantera, tumbándolo de espaldas brutalmente contra las raíces de un manzano. Luego, sin previo aviso, ella le dio un mordisco en la mejilla, arrancándole de un tajo gran parte de la piel.

El dolor era insoportable.

De su garganta surgieron alaridos desgarradores, mientras sus padres, con mordiscos y arañazos, le perforaban el pantalón y desgarraban la piel de sus muslos.

Sobre él, el rostro de su hermana, antes bello y amoroso, jadeaba como el de una bestia mientras gruesos hilos de sangre bajaban por su mentón cada vez que masticaba.

La tortura parecía interminable; era devorado lentamente. Escuchaba el sonido de su propia piel rasgándose y el húmedo masticar de su hermana, quien ya le había arrancado parte de la otra mejilla. Jamás había sentido un dolor semejante; y cuando estaba a punto de perder la consciencia... Despertó gritando.

¿Había sido una pesadilla? 

Aunque así fuera, el dolor de haber sido devorado lentamente aún lo sentía en los huesos. Gritó, pataleó y sacudió su cuerpo con violencia sobre la cama con los pantalones húmedos y calientes, ignorando a la prostituta que, asustada y sorprendida, lo veía con la boca abierta, de pie, a un lado de la cama.

El dolor fue disipándose con el pasar de los segundos. Su cuerpo aún temblaba, pero pudo tranquilizarse lo suficiente para ver la mesita de noche al lado de la cama, la puerta entreabierta del baño y las grises paredes de piedra de la habitación del burdel. 

Aún agitado, giró los ojos hacia la prostituta, quien tenía el ceño fruncido y una mueca de desagrado en el rostro.

—¡Maldito loco! ¡Esto te va a salir caro! ¡Me orinaste la pierna! —gritó ella.

Brown, aunque aún se encontraba un poco aturdido, se sintió avergonzado al reparar nuevamente en la cálida humedad de sus pantalones. Sus orejas se pusieron calientes y deseó que el infierno lo tragara en ese mismo instante.

«Me oriné encima... Por Arteus...» Se limpió las lágrimas, apartó las sábanas húmedas, y miró de reojo a la prostituta con una expresión cohibida.

—Pon todo en la cuenta, todo lo que necesites por las sábanas y el colchón, y pide un extra para que esto que pasó... no salga de esta habitación, ¿entiendes? —dijo Brown—. Ahora... por favor vete. Quiero que me dejes solo.

La puta no perdió ni un segundo en agarrar sus pocas pertenecías, y después de haberse vestido, salió de la habitación echando humos por la cabeza, azotando la puerta; Brown pudo escucharla decir: "¡Por eso no me gusta trabajar con guerreros! ¡Todos están locos y traumatizados! ¡Es la primera vez que me... que me...! ¡Ag!", y él no podía culparla por decirlas.

—Luego le pagaré el triple. Quizás así se contente... Oh, mierda, ¿qué me está pasando? Ahora hasta se me aparece en los sueños. Vaya mierda mi vida. —Y lo dijo en serio. Su vida era una mierda.

No era la primera vez que despertaba espantado por una pesadilla. De hecho, ya se había acostumbrado a ellas. A veces soñaba que los espíritus vengativos de los inocentes y culpables a los que había matado, descuartizando su cuerpo parte por parte; también tenía pesadillas con enormes demonios de fuego que lo arrastraban al Abismo de Adionis, a las profundidades donde los pecadores ardían eternamente; o también con que del cielo
llovían cuerpos grises y desnudos, que luego impactaban contra los suelos y se despedazaban, cuerpos que él reconocía, cuerpos que él mismo había desvivido. Soñaba con cosas horribles casi todas las noches. Sin embargo, esta última pesadilla era diferente a todas las anteriores. Se sintió muy real, como si en verdad aquella esclava lo hubiera visitado para darle esa orden:

«Ven a verme en cinco días al gran salón donde almuerza Ojmil, en la cúpula más alta del castillo, cuando el sol esté a punto de ocultarse.»

Esa noche Brown no pudo dormir más. Pidió que lo cambiaran de habitación, y pagó al administrador todos los gastos que le había prometido a la prostituta.

Al día siguiente, cuando el anochecer recién había caído sobre la ciudad, Brown se preparaba para reunirse con Bill, su amigo y mano derecha, en un famoso bar que quedaba al sur de la ciudad. Le pareció buena idea despejarse la mente bebiendo un par de cervezas.

Mientras terminaba de peinarse el cabello hacia atrás, recordó los vestigios del sueño de ayer, antes de que se convirtiera en una pesadilla. Recordar el rostro de Julls, sonriente, bajo las estrellas de la noche, implicaba abrirle las puertas de su corazón a un dolor que, incluso treinta años más tarde, no menguaba ni siquiera un poco.

Su expresión se endureció, reprimiendo las lágrimas que amenazaron con surgir. Se echó un último vistazo al largo y ovalado espejo opaco que tenía enfrente, acomodó el cuello de su chaqueta de cuero sin mangas, tomó la daga que descansaba en el nochero al lado de la cama, junto a su enorme hacha, y salió del burdel que usaba como casa provisional.

Caminó por una de las calles principales de la Ciudad sin Ley, misma que cruzaba de este a oeste en línea recta. Había mucho bullicio y actividad a esas horas, como era común a casi cualquier hora del día.

A los costados del camino, sobre las aceras, bajo las farolas de piedra cálida y frente a los edificios negros, había tienditas ambulantes que llenaban cada espacio, dando una sensación de estrechamiento y, al mismo tiempo, de calidez.

—¡Se venden huevos de Salamandra de Fuego! ¡Compren sus huevos y críen su propia Salamandra! —pregonaba un mercader de huevos. En el mostrador de su tiendita hecha de palos, había expuestos numerosos huevos de diferentes tamaños y colores. Algunos negros, otros verdes y blancos.

«Estafador. Es más fácil que salga una salamandra de mis huevos, imbécil», pensó Brown, lanzándole una mirada hostil al vendedor, quien, al encontrarse con sus ojos, giró rápidamente la cabeza hacia otra parte.

Brown suspiró, sintiéndose estúpido por reprender a un estafador, sabiendo que él mismo era algo peor que eso, y continuó con su camino entre las calles atestadas de mercaditos animados, y muchos clientes con ganas de gastarse el sueldo. Pasaban constantemente carretas llenas de mercancías (telas, ropas, armas), todo tipo de artilugios que, seguramente, eran contrabando.

Volvió a lanzar un suspiro.

«Aquí todo es ilegal», se recordó.

Luego pasó junto a una tarima que colindaba con un callejón, donde exponían esclavos encadenados del cuello, las muñecas y los tobillos, la mayoría niños de entre diez y quince años. Todos tenían las miradas perdidas en un punto fijo, sin brillo, sin vida. Antes de que Brown sintiera "eso" que a veces sentía en el pecho con ciertas situaciones, apresuró el paso concentrándose en dos fantásticas bestias enjauladas que parecían lobos, solo que mucho más grandes, como de tres metros de largo, negros, de ojos rojos y enormes colmillos que destrozaban lo que parecía ser la pata de una vaca.

Respiró hondo, sintiendo cómo "eso" se desvanecía en el olvido.

Tras quince minutos más de caminata, llegó al bar que Bill le había indicado; por suerte, no estaba muy lejos del burdel en el que Brown se hospedaba.

"Caneiba", decía el gran letrero de madera, arriba de la puerta ovoide de mármol.

Brown se sorprendió al ver que el establecimiento era mucho más grande de lo que había pensado, y más lujoso; tenía paredes negras con betas de mármol en las esquinas, y gruesos ventanales que dejaban ver el interior lleno de amplias mesas de madera barnizada, jóvenes y hermosas meseras que iban de un lado a otro con ropas reveladoras y con jarras de cerveza y platos humeantes de comida, y vio una tarima a la derecha de la barra donde los bardos cantaban; el sitio estaba tan bien construido, que no se escuchaba nada viniendo desde dentro.

Nada mal, pensó Brown.

Afuera de Caneiba, sobre la acera se extendía una gruesa hilera de personas que hacían fila para ingresar. Por suerte, Brown contaba con el reconocimiento y "estatus" suficiente para pasar sin tener que esperar.

Cuando se paró frente al alto, gordo y barbudo vigilante de la puerta que le lanzó una mirada de pocos amigos, sacó de su bolsillo la insignia metálica del corazón rodeado de espinas (la casa de Ojmil), y la expresión hostil del vigilante fue reemplazada por una sonrisa adulatoria, mientras que, con un gesto de manos, invitaba a Brown a seguir. Antes, el guardia tocó dos veces las enormes puertas dobles, y estas fueron abriéndose lentamente hacia dentro por dos llamativos hombres armados con espadas al cinto.

Fue solo en ese momento que Brown pudo escuchar las voces de los bardos. Cantaban una enérgica canción sobre un hombre ebrio que se acostó con su mujer y su cuñada, y las dos mujeres, al igual que él, estaban tan ebrias que no se dieron cuenta que compartieron la misma cama y al mismo hombre.

Una canción bastante estúpida, pero a la gente parecía encantarle. Brown solo resoplaba y gruñía mientras pasaba en medio de las mesas atestadas de hombres y mujeres, que bebían como locos y cantaban a todo pulmón la canción más ridícula de la historia.

Se dirigió a la barra, pues allí se encontraría con Bill; pero cuando llegó no vio a su amigo por ninguna parte.

No había llegado. Mala cosa.

Lo esperaría. Tampoco era como si tuviera nada mejor que hacer.

Tomó asiento frente a la barra, en una de las altas sillas redondas y metálicas que había dispuestas a lo largo, y llamó con la mano al cantinero, un hombre de mediana edad como Brown, calvo, de piel oscura y de constitución gruesa. Era intimidante, y Brown lo felicitó en su mente por eso, pues era lo menos que se esperaba de un cantinero rodeado de gente ebria y eufórica.

Cerró los ojos, y sonrió de medio lado asintiendo en aprobación. Cuando llegó el cantinero, Brown le pidió que le diera una copa de Sangre de Hidra, la bebida más fuerte que él conocía.

El cantinero, quien al parecer era un hombre de muy pocas palabras, asintió y, bajando unos cuantos ingredientes de los estantes que había al otro lado de la barra, comenzó a preparar el brebaje.

Mientras esperaba, Brown miró hacia la enorme puerta ovoide, con la esperanza de ver a Bill.

No aparecía.

Por su mirada, se cruzaron un par de jovencitas meseras, que le dedicaron una coqueta sonrisa; una de ellas le lanzó un guiño con el ojo.

«Al parecer, no he perdido mi toque.»

Después de lanzar un enésimo suspiro esa noche, miró hacia arriba, hacia las bellas y enormes esferas de Piedra Cálida que alumbraban, con su común tono amarillento, el mármol del suelo y las paredes blancas grisáceas adornadas con cabezas de toros, lobos y gorilas de montaña.

Era un lugar espléndido.

—Cuando pague mi deuda, compraré un lugar así —susurró para sí, y sonrió con satisfacción al imaginarse administrando una maravilla como ese bar.

Pero cuando pensó que estaba relajándose por fin, pese a la espantosa música, a su nariz llegó un aroma que lo perturbó completamente. Ese olor, esa podredumbre indescriptible... Su corazón se aceleró, e, intentando disimular su creciente temor, comenzó a mirar a sus alrededores, buscando entre los rostros de los clientes risueños el origen del olor, deseando, con todas sus fuerzas, no ver a ese demonio de ojos verdes...

Pero algo tocó su hombro desde atrás. El mero tacto hizo que su piel se congelara.

Brown se levantó de un salto e hizo caer la silla metálica hacia atrás. Eso llamó la atención de tres hombres y tres mujeres sentados en una larga mesa, cerca de la barra.

—¿Jefe? —dijo una voz ronca, conocida para Brown, provocando que soltara todo el aire que había estado conteniendo inconscientemente.

Brown se volteó hacia él, con una sonrisa forzada.

—Me sorprendiste —dijo, estrechándole a Bill el hombro.

—Eso noté... Hola jefe.

Brown le dio una palmada en la espalda, respondiéndole el saludo.

Bill, le regresó una mirada sospechosa, disponiéndose, sin que nadie se lo pidiera, a recoger el asiento de Brown.

—Gracias —agradeció Brown—. Te ves ridículo, por cierto.

—Cállate —contestó Bill.

El calvo Bill tenía un aparentemente caro caftán violeta brillante y unos pantalones del mismo color, holgados. Sobre sus hombros colgaba una ostentosa capa blanca con bordados dorados, y llevaba su daga curva colgada al cinto de cuero que parecía recién fabricado.

Brown, notando que el olor petulante a demonio se desvanecía con el paso de los segundos, lanzó un suspiro, tomando asiento nuevamente. ¿Por qué de repente ese olor había llegado a él? Era la primera vez que percibía la pestilencia estando lejos de la esclava y, además, despierto. Así que sí, era bastante raro.

Bill arrastró a su lado otra silla metálica desocupada que había por allí y también se sentó, apoyando los codos en la barra.

—Definitivamente te luce más el atuendo de mercenario —añadió Brown, señalando de forma burlesca a Bill, y luego soltando una ligera carcajada, algo forzada—. Así pareces un viejo ricachón, lampiño con cara de bebé que no hace ejercicio. ¿Puedes respirar con ese traje tan ajustado?

—Ja Ja ja. Muy gracioso, jefe. —Bill refunfuñó y tamborileó la madera de la barra con los dedos, frunciendo el ceño. Sus mejillas regordetas se veían ligeramente enrojecidas—. Quise probarme algo nuevo, ya que tenía dinero.

—Que sea la última vez. ¡Oye! —Brown se dirigió al cantinero, que ya estaba por terminar la Sangre de Hidra—. Otra Sangre de Hidra para el apretado de aquí. —Señaló a Bill con el pulgar, quien blanqueó los ojos.

El cantinero asintió y sacó más especias de los estantes de madera.

—Es un buen lugar —admitió Brown, repasando el glamuroso entorno con sus ojos otra vez—. Gracias.

—¿Por qué, jefe? —preguntó Bill, mirándolo curiosamente.

—Por enseñármelo. —Brown sonrió con gesto solemne, y le dio un suave puño a Bill en el pecho—. No sabes lo mucho que necesitaba visitar otro lugar que no fueran burdeles; creo que ya conozco a cada puta de la Ciudad sin Ley.

—Bah, no me agradezcas por algo tan estúpido.

Brown sonrió, y como su Sangre de Hidra ya estaba lista, el cantinero se la sirvió y prosiguió a hacer la segunda.

—Si no te importa... —Brown levantó la copa de madera y se envió el líquido rojo humeante a los labios, bebiéndolo de un solo trago.

Inmediatamente sintió que el calor subió hasta sus orejas. Cerró los ojos y sus pies comenzaron a hormiguear. Qué sensación más fantástica. El sabor dulzón y, al mismo tiempo picante, se impregnó en su lengua, entumeciéndola un poco. Brown azotó la copa contra la barra, no tan fuerte, carraspeó la garganta, lleno de satisfacción, y pidió al cantinero que le preparara una segunda tanda.

Aún había remanentes de la podredumbre de antes, pero el calor de la bebida opacaba sus sentidos, distrayéndolo y llevándolo a un estado de despreocupación.

La bebida costaba tres platas. Era un precio elevado para la mayoría de la gente común; y la sonrisa del cantinero le hizo saber a Brown que, si por él fuera, le prepararía diez copas de Sangre de Hidra con el mayor gusto de todos.

Bill también recibió su copa al cabo de un minuto, pero a diferencia de Brown, bebió el líquido en dos tragos, mientras realizaba caras de incomodidad, como si no soportara el picor de la Sangre de Hidra.

—¿Acaso eres un marica? —sentención Brown, burlesco, sintiendo lentamente cómo su interior ardía. Bill blanqueó los ojos—. ¡Cantinero, tráele una segunda copa a este de aquí!

—Me alegra verte así, jefe —expresó Bill, sonriendo amablemente, a pesar de haber sido insultado hace un instante. Hizo carraspear la garganta, y se dio unos cuantos golpecitos en el pecho.

—¿Por qué?

—Porque últimamente parece un monje.

—¿Qué? ¿Un monje? —Brown volvió a reírse. Le pareció curioso ser comparado con un monje, él, un hombre de casi dos metros, musculoso y con las manos manchadas de sangre. Por favor.

—Un monje pensativo. Piensa mucho, jefe.

Y tras las palabras de Bill, a Brown, por alguna razón, le llegó el recuerdo de su anterior pesadilla. Cerró los ojos y negó de un lado a otro con la cabeza. La imagen de esa niña se había acentuado profundamente en su cabeza... No le gustaba aquello. Además, también estaba esa situación con sus hombres revoltosos.

—¿Todo bien? —preguntó Bill, preocupado.

—Todo bien, amigo.

En eso, el cantinero regresó a ellos con dos copas de Sangre de Hidra.

Brown tomó la copa con los dedos y entrecerró los ojos, pensativo... De hecho, sí parecía un monje.

Bill, en cambio, esta vez sí bebió de un solo trago todo el contenido de su copa.

—¡Ag! ¡Hijo de puta! —exclamó Bill, mirando con las cejas alzadas, sorprendido, la copa ahora vacía entre sus manos—. ¿Qué esto? Por Arteus...

—¿Lo ves? Sabe mejor así, a que te lo tomes de a sorbitos como un marica.

—¡Tienes razón, mierda!

Brown también se envió la copa y bebió todo el contenido de una sola vez.

—¡Ag! ¡Si solo pusieran buena música, este bar sería el mejor! —exclamó Brown, tras haber dado un fuerte aplauso en señal de admiración.

Necesitaba distraerse, festejar, reír; por esa razón había aceptado la invitación de Bill, no para pensar sobre sus preocupaciones (que no eran pocas) y amargarse a pesar de estar rodeado por un centenar de hermosas mujeres y hombres eufóricos riendo a todo pulmón.

Los cuatro bardos de la tarima parecieron haber escuchado a Brown, ya que pusieron mala cara mientras cantaban una historia muy popular, aquella de cuando Lissa, la Arquera de Plata y Bendecida por el Fuego, descubrió la Piedra Cálida después de enfrentarse a una mítica Harpía en el Bosque Profano.

—Esa canción está mejor. —Asintió Brown, conforme.

—Sí, mire cómo cantan todos. —Señaló Bill hacia atrás, hacia las otras mesas.

Brown vio a varios hombres revueltos con mujeres de hombros anchos y manos rústicas, todas con un aspecto curtido (quizás aventureros), cantando el coro de la canción mientras azotaban sus jarras vacías al ritmo del laúd:

La Pelo Plateado caminaba y brillaba con lenguas de fuego,

en medio del bosque de oscuridad perpetua,

pero es ella a quien llaman, Bendita por el Fuego.

¡Bendita por el fuego, camina entre las sombras!,

asustando a la Harpía, quemando todo el bosque.

¡Sus ojos destellaban, cuando parpadeaba!

¡La Arquera de Plata, La Bendita por el Fuego!

—La aman —expresó Brown, después de haber caído en cuenta de que estuvo tarareando la canción inconscientemente, y luego sintió una pesadez en el pecho, bastante extraña.

—Por cierto, jefe. —Bill tomó a Brown por el hombro, y lo apretó un poco.

El único hombre actualmente vivo que podía tocarle con tal familiaridad, era  Bill.

—¿Ah? —Brown levantó una ceja.

—Ya todo el mundo se está enterando. —Bill eructó. Se reclinó sobre el espaldar de la silla metálica y se sostuvo la barriga, dándose unas cuantas palmaditas—. Las noticias vuelan. Oh, y pensar que nosotros nos dimos cuenta primero.

—¿De qué hablas, gordo?

—No me digas así, jefe imbécil. Hablo de la muerte de la Arquera de Plata. La mayoría creen que es una noticia falsa.

Quizás Bill tocó el tema por la canción que sonaba, pero aquello era algo de lo que Brown poco quería hablar.

A su modo, admiraba a Lissa; ella fue una leyenda viviente, y saber que en el mundo ya no existía un ser como ella, era decepcionante. ¿Cómo pudo morir alguien cómo ella? ¿Qué fue exactamente lo que pasó en Seronia?

«Lo peor es que le saqué provecho a su muerte; incluso me llevé a su Rohart.» El mero pensamiento, logró deprimirlo un poco.

De no haber muerto Lissa, Ojmil jamás hubiese enviado a sus cien mercenarios contra Seronia; La Arquera de Plata los habría calcinado nada más pisar sus tierras.

Su muerte fue beneficiosa para todos sus hombres, y para él, pero al mismo tiempo, lo entristecía.

Brown le pidió al cantinero dos jarras de cerveza de las más grandes, una para él, otra para Bill, y siguió la conversación diciendo:

—Los entiendo. ¿Cómo van a creer que la Bendita por el Fuego, la misma que mató sola a un León de Sombra Gigante, está muerta?

—Y lo peor es que nadie sabe los detalles de su muerte. Hay gente que pagaría fortunas solo por esa información —añadió Bill, recibiendo la jarra del Cantinero con una sonrisa desliñada.

—Lo sé. —Brown también dio un sorbo a su cerveza.

—¿Crees que el Rohart sabe algo sobre eso? —Bill se limpió la espuma que le quedó arriba del labio. —Después de todo, eran algo como hermanos, ¿no? O al menos eso escuché entre los sobrevivientes de Seronia cuando me infiltré.

—Sí, lo creo. Hasta puede que sepa dónde está enterrada, si es que aún queda un cuerpo.

—¿Y por qué no vamos y le sonsacamos la información? ¡Es posible que también sepa dónde está su arco de Dimántrium! ¡Podríamos forrarnos si encontramos el arco, o el cadáver; se lo venderíamos a un nigromante!

—No. —Brown negó con la cabeza, tajante, un poco serio.

—Pero jefe...

—El muchacho ha sufrido mucho. No empeoremos su vida de esclavo.

Bill se quedó con la boca abierta, solo unos segundos, y luego bebió un trago más.

En parte, lo que dijo fue cierto; Brown sentía algo de compasión por el Rohart. Pero lo que en verdad lo detenía, era esa niña... Ella siempre estaba con el muchacho, acompañándolo, protegiéndolo como si fuera una perra guardiana.

Se imaginó a sí mismo encontrando el precioso arco de Dimántrium de la Arquera de Plata; con lo que valía, podría saldar inmediatamente su deuda con Ojmil, e incluso le sobraría dinero.

Pero, por ahora, no deseaba encontrarse con el Rohart, ni con esa esclava...

—¿Lo ve, jefe? —cuestionó Bill, entrecerrando los ojos y mirando a Brown—. Por eso me preocupo por usted.

—¿Porque parezco un monje pensativo? —dijo Brown, con tono burlesco, recordando que Bill lo había llamado así hace un rato.

—Sí. —Bill sonrió—. Antes no solías pensar tanto.

—Antes era más joven.

—¿Y eso qué quiere decir? —Bill se rascó la calva, como si se estuviera peinando cabellos inexistentes.

—Quiere decir, que ahora soy más sabio, a pesar de ser un puto mercenario. —Brown, dando un largo trago, terminó su jarra y luego limpió con el dorso de la mano la espuma en su barba—. ¡Otra!

Ya le faltaba poco para sentirse plenamente embriagado; era lo que quería, pero los temas que Bill tocaba, por alguna razón lo instaban a seguir sobrio.

—¿En serio estás bien?

Brown suspiró, cerrando los ojos. ¿Por qué Bill era tan molesto? En fin, no podía enojarse con él. Después de todo, Bill era su único amigo de verdad, y si preguntaba tantas veces por su bienestar, era porque sí estaba preocupado por él.

—Es la esclava... ya sabes... —Brown decidió abrirse un poco con él.

—¿La de ojos verdes? —Bill puso una cara seria; su aliento apestaba ya a licor.

—Sí. —Brown se inclinó sobre el respaldo de la silla y abrazó a su amigo por encima del hombro, amigable, sonriente—. Pero Bill, viejo, hablemos de eso luego. Ahora quiero emborracharme. ¿Entiendes?

Bill sonrió como si lo comprendiera perfectamente. Luego le dio a Brown unas palmaditas en la espalda y dijo:

—¡Está bien! A partir de aquí invito yo. ¡Bebe todo lo que se te dé la puta gana! ¡Si quieres pide comida, Sangre de Hidra y más cerveza; toda la que quieras!

Brown sonrió y le dio a Bill una palmada en la coronilla de la cabeza.

—Si no estuvieras vestido así, te hubieras escuchado genial.

—¡Cállese, jefe!

Y así lo hizo.

Bill se encargó personalmente de honrar la ridícula vestimenta que llevaba, la de un noble acaudalado y barrigón; incluso invitó una ronda a los que estaban con ellos en la barra, ganándose elogios y calurosas miradas de algunas de las damas que había allí.

Le compró a Brown un pollo asado con salsa de naranja, y una costilla de cordero en otro plato aparte.

"¡Coma, jefe, beba y disfrute!", le había dicho Bill.

Brown al principio dudó un poco, pues era consciente de que los fondos de su amigo no se acercaban ni siquiera un poco a lo que Brown ganaba en una semana. Sin embargo, al notar lo contento que Bill estaba, decidió dejarse llevar.

Aquellos a lo que Bill les había gastado una ronda de cervezas, se unieron a ellos, e intercambiaron risas, bromas soeces e historias de borrachos. El grupo recién llegado consistía de cinco personas, aventureros veteranos que, emocionados, presumían de sus proezas. Eran dos hombres y tres mujeres, y una de ellas era una maga Bendecida por los Cielos. Básicamente una curandera mágica.

Contaron que acabaron con un Gorila de Montaña que custodiaba una mina de Dimántrium en las profundidades de una caverna del Bosque Profano. Por eso, los cinco aventureros llevaban sin trabajar ya tres largos años; dijeron que se la pasaban bebiendo día y noche. Vaya vida más perfecta.

Quizás no mentían con sus historias, quizás sí. A Brown no le importaba. Estaba agradecido de que a su mente llegara nueva información, sin importar si esta fuera ridícula o veraz. Era una distracción bienvenida.

Se divirtió con las nuevas caras más de lo que pensó que iba a poder, pues, desde que tenía memoria, nunca fue un gran conversador; difícilmente socializaba con su propia sombra.

Pero la diversión duró poco.

Cuando una de las aventureras, la Bendita por los Cielos les preguntó a Bill y a Brown cuáles eran sus trabajos, Bill respondió, sin pensárselo mucho, que eran mercenarios.

Grave error.

Desde ese momento la energía, el estado de ánimo cambió por completo.

Brown, pese a su notoria borrachera, lo notó al instante. Bill no, él ignoraba por completo lo que acababa de hacer.

Ser mercenario implicaba convertirse en lo que sea con tal de recibir un pago; algunos podían convertirse en héroes, o también en asesinos despiadados. Quizás los cinco aventureros pensaron que Brown y Bill pertenecían a la segunda clase de mercenarios (y no se equivocaban).

Así que, disimuladamente, fueron apartándose hacia otra parte. Dejándolos a los dos atrás.

—¡Oigan! ¿Por qué se van? ¡Esto apenas está empezando! —les decía Bill, con los ojos desorbitados, risueño, viéndolos cómo se cambiaban hacia otra mesa.

Pobre imbécil de Bill, pensó Brown.

A eso debían acostumbrarse los mercenarios.

Aquel evento hizo recordar a Brown por qué odiaba hablar con gente nueva. No le gustaba ser observado como a un pedazo de mierda, así como acababa de pasar. Dolía, pero, ¿qué podía hacer? A fin de cuentas, sí que era un pedazo de mierda.

Si no fuera porque Bill seguía eufórico y enérgico, Brown ya se hubiera marchado.

Bill se levantó y pagó a los bardos para que tocaran el Marinero Perdido en la Vorágine, una canción que narraba la emocionante aventura de un marinero que se atrevió a surcar el famoso y gigantesco remolino que había en el centro del mundo; un torbellino de aguas que arrastraba islas enteras a las profundidades del mar, en ese abismo salado y corrientoso, donde, según la canción, se hallaba el mismísimo infierno de Adionis.

Brown no se sabía la canción, así que, mientras escuchaba a su torpe amigo cantar, dejó caer su cabeza sobre la superficie fría de la barra; todo daba vueltas a su alrededor.

Quizás ya era hora de regresar al burdel.

¿Qué horas eran?

Estaba cansado. Si cerraba los ojos, podría quedarse dormido ahí mismo.

Miro a través de los ventanales que daban al exterior, y vio que aún había mucha fila de personas queriendo entrar al bar.

Brown, sin que Bill se enterara (ya que estaba entretenido cantando su canción favorita), sacó tres monedas de oro de su bolsa y se las entregó al cantinero, que los había estado observando desde hace un rato.

—Por todo lo que pedimos. Quédese con el cambio —dijo Brown, guiñando un ojo.

El cantinero sonrió, asintió con fuerza y se guardó las monedas en el delantal.

Luego de que la canción terminara, Bill volvió a sentarse junto a Brown, y lo abrazó con un brazo.

—¡Jefazo! ¿La está pasando bien? —preguntó, tambaleándose de un lado a otro.

—Excelente, viejo amigo... —Brown le regresó el abrazo con su derecha—. De hecho, tengo ganas de irme ya mismo al burdel donde me hospedo para terminar la fiesta con alguna puta... Tú también deberías conseguirte una. —Brown arrastraba sin querer las palabras, pues la lengua se le estaba comenzando a enredar. ¿Cuánto había bebido?

—¡Así se habla! Espérame me tomo otra cerveza. ¡Oye! —El cantinero alzó la vista y se dirigió a ellos—. ¡Tráeme dos cervezas más!

—Yo no quiero más —advirtió Brown.

—¡Bueno, bueno! Una nada más, y espere... —Bill sacó cincuenta y siete monedas de plata de su bolsa y las esparció en la barra—. ¿Cuánto le debo? Uno... Dos... Tres... ¿Cuánto era?

—Una plata —dijo el Cantinero, serio.

—¿Qué? —Bill abrió bien los párpados, incrédulo.

—Una plata —repitió el enorme cantinero.

—Oh... —Bill tomó una de las monedas y se la pasó—. Vale... aunque eso es lo que cuesta una cerveza. —Lo último lo dijo en un susurro que solo Brown pudo escuchar.

Brown soltó una carcajada.

—Este tipo no es bueno con las matemáticas, ¿verdad, jefe? —Bill se acercó y volvió a susurrar junto al oído de Brown—: este acaba de robarse... ¿Eh? ¿De qué te ríes, jefe?

Brown reía como hace tiempos no lo hacía. Las lágrimas se le salieron, y rio tanto que el abdomen comenzó a dolerle.

—¡Ay amigo! Tienes razón —dijo Brown, finalmente terminando de reír—. Pero entonces bebe rápido antes de que se de cuenta de su mal cálculo. —Volvió a soltar unas cortas risotadas.

—Está bien...

Bill recibió la jarra de cerveza del cantinero y comenzó a beberla tan rápido que se atrancó. Tuvo que toser, y eso despertó más risas en Brown.

—De verdad, amigo... gracias... —Volvió agradecer Brown, esperando no ser escuchado.

—¿Dijo algo, jefe?

—Que eres un imbécil.

Bill no le restó importancia y continuó bebiendo.

Brown recostó su espalda en el respaldo de la silla, y observó las esferas de Piedra Cálida del techo largo rato, pensando en que la noche no había sido tan mala después de todo. Se alegró de haber aceptado la invitación.

La próxima vez, invitaría a Bill al mejor restaurante de carnes. Se lo merecía, aunque eso implicara gastarse un dineral.

—Por cierto, jefe —Bill rompió el silencio, sacando a Brown de sus cavilaciones—, tenía que decirte algo. No sé por qué apenas lo vine a recordar. De hecho, fue por eso que te invité hoy.

—Ah, ¿no me invitaste pues para que me distrajera ya que soy un monje muy pensador? —preguntó Brown, sin dejar de observar las esféricas piedras en lo alto—. ¿Qué es?

Hubo un largo silencio antes de que Bill hablara:

—No ignores lo que ella te dijo.

Y Brown, tras esas pocas palabras sintió, sin saber por qué, un escalofrío recorrerle la espina dorsal. ¿De qué estaba hablando? Hizo silencio un momento, esperando a que Bill dijera algo más para completar la "tan clarísima" información brindada, pero no. Bill se quedó callado, dejando a Brown lleno de dudas.

—¿Qué? —preguntó, dejando de ver las esferas del techo y se giró hacia Bill, encontrándose con su rostro redondo observándolo de regreso con expresión sonriente, y, al mismo tiempo, impasible. El gordo actuaba raro; parecía como si la borrachera se le hubiera quitado de golpe—. ¿Qué estás dicien... Bill? —Brown tragó grueso, y entrecerró los párpados. ¿Acaso estaba viendo mal?—. Amigo, ¿qué tienes en los ojos?

Bill tenía un ligero resplandor rojizo que hervía en el centro de sus iris marrones. ¿De dónde venía esa luz color sangre? ¿De arriba? No... ¿qué podría ser? Comenzó a sentirse intranquilo. ¿Por qué demonios a Bill le brillaban los ojos? Había bebido tanto que hasta ya estaba viendo cosas.

—No fue una simple pesadilla la que tuviste —dijo Bill, sin dejar de sonreír. Sus iris fueron adquiriendo cada vez más un tono rojizo, y sus palabras provocaron que Brown dejara de sentirse mareado, como si de repente estuviera sobrio. 

Algo en su interior lo alertaba, advirtiéndole de un peligro inminente.

Y antes de que Brown pudiera decir o hacer algo, su cuerpo entero se contrajo ante aquella familiar podredumbre, esa misma y densa esencia que venía atormentándolo incluso en sus propias pesadillas.

¡¿Por qué?! ¿Acaso la esclava de ojos verdes estaba con ellos en el bar?

Se cubrió la nariz y la boca con las dos manos, evitando vomitar por los pelos. Comenzó a sudar frío, a temblar sin entender claramente lo que estaba pasando.

—En cuatro días, al atardecer, ella te estará esperando en lo alto del castillo de Ojmil —dijo Bill, con una extraña voz serena—. Debes obedecer, jefe. Ella me envió como advertencia, para que no olvides sus órdenes y para que sepas que todo esto es real.

Bill, con movimientos tiesos y temblorosos, como si estuviera intentando resistirse a algo, sacó la daga de su cinturón de cuero. 

«¡NO!»

Y sin dejarle tiempo a Brown para pestañear, Bill se clavó el filo en el centro de la garganta.

La sangre salpicó el rostro de Brown, y las gotas espesas bajaron lentamente por sus mejillas. Sus sienes palpitaban, y de pronto, su entorno le pareció irreal. ¿Estaba dentro de una pesadilla? Probablemente. Pero ¿en qué momento se había quedado dormido? ¿Fue cuando puso la cabeza sobre la barra? ¿Fue en ese momento?

Escuchó que, a su alrededor, gritaban mujeres y hombres, asustados y curiosos. En cuestión de segundos, una multitud de personas se aglomeró entorno a ellos. La música se detuvo, y Brown no podía despegar la atónita mirada del cuerpo de Bill, que lentamente iba desplomándose sobre la barra hasta caer al blanco suelo de mármol en medio de quejidos ahogados, formando un charco de sangre que iba propagándose segundo a segundo bajo las mesas cercanas.

Por las mejillas regordetas de Bill corrían gruesas líneas de lágrimas; Bill lloraba, y eso provocó que el interior de Brown se fragmentara.

Fue entonces, cuando Bill dio un último suspiro tras eternos segundos de agonía, que ese olor... ese maldito aroma a demonio y muerte, se evaporó.

Esto no era un sueño.

«Si las cosas van mal, hay que recordar siempre que pueden ir peor», se recordó, inmóvil, sin comprender exactamente lo que sentía, sin saber cómo reaccionar, y una discreta lágrima recorrió su mejilla derecha.

Brown se sorprendió al ver diez Hadas Rojas emergiendo del suelo, iluminado con su luz escarlata los rostros asombrados de todos los que le rodeaban. Las hadas se introdujeron dentro del cuerpo sin vida, iluminándolo desde adentro y absorbiendo los últimos rastros de energía que había en Bill, como si fueran aves de carroña...

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