Capítulo 18: Ojmil, el amo del pecado

Brown

Había estado cansado, realmente agotado.

Mientras viajaban entre montañas, senderos, árboles Benditos y más montañas de la Estirpe Unificada, sus hombres de confianza habían empezado a cuestionarlo. Le preguntaban: "¿Por qué te preocupa tanto una estúpida niña?" ¿Qué podía responderles?: "Oh, no sé cómo explicárselos, pero allí donde la ven toda inocente, es un monstruo. Vamos, créanme." ¿Así?

¡Claro que no!

No había forma de que sus hombres se tragaran un cuento como ese. De hecho, había pequeños grupos entre ellos que habían comenzado a esparcir ciertos rumores:

"¿No creen que Brown está perdiendo la cabeza?"

"Ya está un poco viejo para este trabajo."

"Definitivamente se está volviendo loco."

"¿Por qué le teme a una simple niña?"

Brown debía mostrarles pruebas de que la niña era peligrosa si quería convencerlos, pero ¿cómo? Desde cualquier punto de vista, Brown no era más que un rudo mercenario asustado de una pequeña e inofensiva esclava. Era natural que los demás pensaran que estaba loco, incapaz de explicar el terror irracional que ella le provocaba. 

Por las noches soñaba que ella se transformaba en un gigantesco demonio que masacraba a toda la caravana. ¿Cómo podía explicar, racionalmente, sueños como aquel?

En un intento por no despertar más rumores entre sus hombres, comenzó a tragarse el temor y aparentó valentía (siendo esa su única opción), actuando indiferente ante la mocosa, como si esta se tratara de una esclava más de las tantas que había traficado durante dieciocho años. Revisó las jaulas, aunque tuviera que toparse con la gélida mirada de esa niña, y entregaba la bazofia él mismo a los esclavos, evitando delegar estas tareas a sus hombres; lo mejor, se dijo, era hacerle frente a esa situación comportándose como el jefe que siempre había sido: un jefe que, a pesar de ser "jefe", no se saltaba sus tareas y no aplastaba a sus subordinados con órdenes. No podía permitirse perder el respeto que había ganado entre ellos, no con todo lo que le había costado. 

Y su estrategia estaba funcionando. Al "volver" a ser normal, sus hombres habían dejado de hablar sobre el tema y de esparcir rumores sobre él. 

Pero en serio, ¿cómo era posible que nadie más, aparte de él, notara que había algo malo con esa pequeña? Además, la niña había empezado a excretar algo con el transcurso de los días, un aroma en el viento que hacía que los ojos del mercenario se aguaran, una peste que solo él percibía y que le provocaba arcadas cuando estaba cerca de ella; y aunque la "peste" no tenía ningún aroma en particular que él pudiese describir, Brown pensaba que era mucho más fácil dormir con la cara embarrada de mierda, a estar al lado de esa niña. De hecho, muchas veces sentía alivio cuando a los bueyes les daban ganas de cagar; la mierda, aunque poco, lograba disimular aquel hedor.

Por eso, y por las incomodidades de viajar durante tantos días, cuando en la distancia de una colina Brown avistó la ciudad rodeada de montañas (su anhelado destino), se llenó de felicidad, pues estaba a punto de finalizar su misión y se desharía de esa niña. No paraba de sonreír. Llevaría la mercancía con Ojmil y por fin estaría un paso más cerca de...

Pero se había equivocado.

Al llegar a la ciudad, todo salió mal con la mercancía.

Eso enfureció a Ojmil.

El trato no se llevó a cabo.

¿Había sido un error aceptar ese trabajo?

¿Todo fue por culpa de esa estúpida niña?

Por supuesto.

Ahora debía enfrentar las consecuencias de algo que ni si quiera había sido culpa suya.

«¡Maldita sea!»

Ya en la noche, después de haber entregado la mercancía y de haber pensado que estaba libre de responsabilidades, Brown (en contra de su voluntad) yacía de pie ante la gran puerta del castillo de Ojmil, situado en el corazón de la Ciudad sin Ley: cuatro gigantescas torres negras, unidas por una alta muralla de pizarra oscura, formando un cuadrado perfecto alrededor de una robusta mansión que se alzaba por encima de las cuatro torres.

Tragó saliva. Contempló la cúpula de cristal que encabezaba la mansión. Allí estaba su amo. El tamaño monumental de la edificación de piedra negra estremeció a Brown de pies a cabeza; Ojmil lo estaría esperando en el salón más alto del castillo, y con lo cansado que el mercenario se encontraba, Dios... subir iba a suponer un desafío.

«A ese hijo de puta barrigón le gusta estar por encima de todo y todos», pensó, iracundo, apretaba los puños. «Y ni siquiera tuvo el tacto de enviarme una carta. No. Como se cree el dueño de todo, el malnacido envió a sus perros para que me sacaran de la habitación, ¡y ni siquiera me esperaron! Ah... y con lo bien que la estaba pasando.»

Horas antes, cuando apenas el sol se estaba poniendo, el mercenario había estado divirtiéndose con una hermosa puta de mediana edad en uno de los burdeles más costosos de la Ciudad sin Ley. Todo marchaba de maravilla. La puta era toda una profesional y sus encantos embriagaban a Brown; y justo antes de que iniciara el acto entre ellos dos, fueron interrumpidos por cinco guardias reales, enviados por Ojmil, que ingresaron por la fuerza a su habitación, dándole al mercenario la noticia de que debía presentarse ante Ojmil lo más pronto posible.

«Ese hijo de... ¿quién demonios se cree como para mandar a sus perros a molestarme en mi tiempo libre?», había sido lo que Brown pensó, iracundo, sin atreverse a decirlo en voz alta. Así que tuvo que echar a la puta semidesnuda a la calle, y luego tuvo que ponerse sus mejores ropas; al desgraciado de Ojmil le gustaba que, ante él, la gente se presentara con una "imagen impecable". «Como si sus cachetes regordetes fueran una "imagen impecable". ¿Cómo puede ser tan exigente ese cerdo?»

Brown vistió su mejor caftán: marrón con bordados de oro, combinándolo con un par de botas negras y pantalones a la moda, un poco ajustados, negros, dándole un aire elegante, impropio de un mercenario como él.

Y para finalizar su preparación, había peinado su cabello entrecano hacia atrás y recortado un poco su barba, lo justo para tenerla a ras de su mandíbula cuadrada, sus ojos pardos reflejados en el espejo del baño de esa diminuta habitación, contemplando al viejo hombre que Ojmil moldeaba a su antojo con cada uno de sus caprichos.

Pero aunque a Brown no le gustaba cortarse la barba, esta vez tuvo que hacerlo; Ojmil le había dicho que, si volvía a presentarse ante él con esa sucia barba andrajosa, iba a ejecutarlo en el acto.

«Maldito desgraciado...»

Así fue como Brown se vio obligado a presentarse al castillo negro, esa noche en la que debería estar descansando de su larga misión, durmiendo o follando con la puta por la que había pagado, no aquí, no enfrente de la puerta levadiza de cobre que iba alzándose lentamente, brindando un ligero vistazo de lo que había al otro lado de esos muros. Brown estaba impaciente, lleno de incertidumbre, su frente perlada de sudor frío.

«¿Y qué les pasa a todos estos estúpidos?», se preguntó él, notando que la gente alrededor suyo había comenzado a actuar extraño. «Ah, oh, sí, sí. Lo entiendo.» Luego asintió tres veces, comprendiendo el motivo tras el extraño actuar de los habitantes.

Quizás creyendo erróneamente que el Gran Señor Ojmil iba a salir de su madriguera, los que paseaban de un lado a otro por esa zona, aumentaron la velocidad de sus pasos con repentinas expresiones aterrorizadas, y se alejaron lo que más pudieron del castillo; Brown no los culpaba. Después de todo, nadie quería verle la cara a Ojmil ni mucho menos estar cerca de él.

Cuando la puerta ya se encontró en su punto más alto, los guardias de la misma, dos robustos caballeros ataviados con armaduras pintadas de negro y mandobles plateados en sus manos, le dieron paso al mercenario sin preguntas ni anunciamientos; lo dejaron entrar como si fuera su casa. Brown era la mano derecha de Ojmil, o, como solían decirle algunos acaudalados a sus espaldas: "la perra de Ojmil". Por eso no necesitaba permisos para entrar.

Ingresó al castillo negro pasando por el patio frontal, una zona bastante amplia que tenía un radio de, quizás, treinta metros de longitud. Había una herrería a su izquierda, por supuesto vacía (los herreros solían trabajar temprano) y un establo a su derecha. Centró su atención en esa dirección mientras avanzaba.

«Estos caballos no son de Ojmil. ¿Cuántos son?», se preguntó, observando los caballos que había dentro.

Contó rápidamente a las bestias: «diez, treinta, quizás cincuenta, todos finos y bien cuidados.»

¿Cuánto podría costar un solo caballo de esos? Brown ni siquiera se molestó en hacer cálculos, pero lo más seguro era que, el valor de todas esas bestias allí reunidas, alcanzaría para alimentar a los méndigos de la Ciudad sin Ley durante cinco años.

Y a todas esas, ¿dónde podría estar la yegua de la Arquera de Plata, esa misma que Ojmil le había quitado a Brown de las manos? ¡Esa sí que valía una fortuna! La buscó por un momento entre los demás, pero no la encontró.

¿Qué más daba?

—Así que tienes visita, gordo de mierda —susurró Brown, apretando la mandíbula.

El que hubiera tantos caballos en el castillo, le hizo pensar aquello.

—...

Brown detuvo su andar luego de notar una extraña sensación en el cuerpo que lo hizo flaquear.

—¿Qué es...

Su corazón dio un vuelco repentino y por poco cayó de espaldas al retroceder. Se envió las manos al rostro cubriéndose. Un destello escarlata deslumbró sus ojos, obligándole a cerrarlos. Escuchó el relinchar de los caballos ligeramente alterados.

¿Qué había sido eso?

Al abrir los ojos otra vez, notó tres pequeños puntos rojos que brillaban y danzaban en el aire como gotas de sangre vivientes. Algunos mozos de cuadra que había por allí cambiando el heno de los caballos, también se quedaron boquiabiertos contemplando esas lucecitas que muy bien todos conocían.

Las Hadas Rojas revolotearon un poco más en el viento; eran tan brillantes que Brown tuvo que entrecerrar sus ojos un poco para poder contemplarlas. Estas atravesaron el suelo y luego desaparecieron.

«¿Hadas Rojas? ¿Por qué? Oh...» Así que de eso se trataba. Por eso había tantos caballos esa noche, tantos visitantes.

Dos Hadas Rojas más aparecieron de la nada revoloteando por encima de su cabeza, y, como las primeras, desaparecieron después de traspasar el piso.

Así que...

Cuando las Hadas Rojas aparecían, significaba que había un cadáver cerca. Pero... ¿Dónde? «¿Pues donde más?», se preguntó Brown, frunciendo el ceño, consciente de la respuesta: bajo sus pies.

Si había algún cadáver en este castillo, debía estar a más de veinte metros por debajo de la superficie de este suelo. Eso explicaría por qué continuaban apareciendo Hadas Rojas que, posteriormente, atravesaban el suelo, todas yendo en dirección a ese pequeño coliseo subterráneo que Brown conocía, ese que estaba por debajo del castillo, enviado a construir personalmente por Ojmil. Era un lugar en el que se celebraban eventos clandestinos donde obligaban a esclavos a enfrentarse entre sí, mientras los nobles que los veían realizaban apuestas por ver quién de ellos vencía.

Quizás, ahora mismo había una enorme pila de cerdos acaudalados allí abajo animando a inocentes a matarse entre sí.

Asqueroso. Brown pensaba que el pasatiempo de Ojmil y sus amigos era asqueroso, sin lugar a dudas.

Pero no le restó mayor importancia y, tras haber dado un suspiro (e ignorando a las Hadas Rojas que seguían apareciendo sin cesar) siguió su camino al atravesar la segunda puerta enorme que lo llevaría al interior de la mansión.

Se preguntó: ¿debía sentirse mal por los pobres esclavos aquellos?

Claro que no.

Acostumbrado a la brutalidad de su trabajo, Brown había visto ya demasiados muertos. Unos cuantos esclavos peleando a muerte, poco le importaban.

No importaba, se repetía.

Pero... si no importaba, ¿por qué sentía una leve presión en el pecho?

«Oh, maldición.»

Caminó por varios minutos entre amplios pasillos atestados de puertas grandes, salones y habitaciones vacías, tomando escaleras en forma de caracol y luego recorriendo más pasillos, yendo en ascenso hacia la cúpula donde Ojmil estaba esperándolo. 

«¿Debo a mis cincuenta caminar tanto solo para ver a un gordo?», pensó, con un cínico sentido del humor, y sonrió ligeramente.

Sus pasos, en medio de esas negras paredes de piedra que parecían haber sido tragadas por las sombras, eran guiados por lámparas de Piedra Cálida encerradas en rejillas metálicas que se extendían en hilera a lo largo del techo encocado. Brown muchas veces se sintió tentado a robarse una o dos de esas piedras; se vendían a un precio exageradamente alto en el mercado. Pero era una estupidez arriesgar todo lo que había logrado por algo tan ínfimo.

—Por eso es que el cerdo no sale mucho del castillo —opinó Brown, contemplando la excesiva extensión del pasillo que recorría—. Sería una mierda tener que caminar todo esto solo para dar un paseo por la ciudad. Aunque una vez lo vi paseando en un palanquín aquí dentro... Gordo desagradable...

Sí, todo en ese gordo era desagradable; desde su estilo de vida sedentario, sus gustos por la violencia que incluso lo impulsaron a construir una arena subterránea donde los esclavos se mataban a golpes, hasta su misma sombra. Era desagradable, aunque Brown estaba consciente de que él mismo no era diferente a esa basura.

«Ojmil, los dos somos basuras.»

Casi un cuarto de hora después de haber entrado al castillo, llegó frente a una enorme puerta doble fabricada con cobre. Llevaba la insignia de un corazón rodeado de espinas a cada lado, el símbolo de la casa de Ojmil. Frente a Brown había una línea de cinco caballeros con lanzas en sus manos que lo separaban de la puerta.

—¡Brown Buena Brisa presente! —anunció el caballero del medio, uno que poseía un yelmo oscuro y una pluma negra en la coronilla.

Tras ello, la puerta doble fue abriéndose hacia dentro. Al principio Brown no vio quiénes la abrían, pero luego, tras unos segundos, pudo observar a dos delgaduchos esclavos tirando de las maniguetas redondas a cada lado, realizando un esfuerzo sobrehumano por abrir las compuertas. Sus caras estaban rojas.

Brown frunció el ceño y, entrecerrando los párpados, detalló a los esclavos. Los dos eran jóvenes. Quizás veinte años, o un poco menos. Vestían blancas túnicas desgastadas que rozaban sus pies descalzos y algo sucios, sin mangas, y sus brazos expuestos llevaban horribles cicatrices de latigazos que se extendían desde los hombros hasta sus muñecas.

El mercenario cerró los ojos y negó con la cabeza en señal de desaprobación, frunciendo el ceño.

Era bien sabido entre sus hombres que Ojmil azotaba a sus esclavos por el más mínimo error cometido en alguna tarea; el nivel del castigo lo decidía el estado de ánimo en el que se encontrara el amo.

Punto.

No importaba si solo derramaban una pequeña gota de vino mientras servían un vaso sobre la mesa, si Ojmil estaba de mal humor, aquello significaba que el esclavo incluso podría correr el riesgo de perder una mano como castigo.

Pero ninguna de las cicatrices en los brazos de estos dos esclavos porteros, eran recientes; probablemente eran los mejores esclavos que Ojmil tenía, siendo sus errores en tareas cercanos a cero.

Brown abrió los ojos después de que la puerta terminara de abrirse, y fue embriagado por un aroma delicioso que bailaba en el aire. ¿Pollo?, quizás. ¿También carne de res y de cerdo? A Brown le sonó un poco el estómago.

¿Cuánto hacía que Brown no comía algo tan exquisito como eso?

¿Un año?

No pudo evitar salivar.

—Pasa, querido. —Y allí estaba esa horrible voz delgada, llena de seguridad, de autoridad, de soberbia—. Pasa que no tengo todo el día.

Brown dio un paso dentro del salón, sintiendo frío, mucho frío.

¿Eran los nervios? Seguramente.

Lo primero que vio, fue la luz de la luna a través de la cúpula cristalina que se alzaba a varios metros por encima de él. Inclinó la cabeza hacia atrás, enfocando, a través de los cristales, la hermosa y blanca luna media.

«Hermosa», pensó. Ver la luna le recordaba a su hermana mayor, quien siempre lo había obligado (desde niño) a acompañarla en caminatas nocturnas. Ella amaba charlar y recorrer paisajes mientras la luna se alzaba en el firmamento sobre ellos. Brown dio un suspiro. Se sentía un poco más tranquilo después de recordarla.

Luego puso la vista al frente, hacia el trono de Ojmil, una enorme silla construida en piedra negra, unida al suelo y acolchada con cojines rojos que llevaban la marca de la familia de Ojmil.

«¿Dónde está ese gordo?»

Al girar a la izquierda, lo vio.

Ojmil imponía una figura difícil de ignorar, sobresaliendo en la sala, pese a estar sentado, como un gigante de calvicie absoluta de más de dos metros de altura. Su corpulencia (obeso hasta la médula) era tan notable como su vestimenta; un caftán negro de tejido fino ceñido por un cinturón marrón con una hebilla de plata, mostrando el símbolo de su despreciable casa. Sobre sus hombros, una capa violeta añadía un toque de realeza siniestra a su apariencia ataviada de joyas preciosas, cadenas, anillos. La piel de Ojmil, de un blanco pálido e inhumano, casi ceniciento, contrastaba dramáticamente con sus ojos de un profundo rojo como la sangre, que le conferían un aspecto enfermizo y terrorífico a su cara redonda.

Allí estaba el desgraciado, con la boca embarrada de salsa y con un trozo de carne ensartado en un tenedor, comiendo, engordando aún más en una mesa de vidrio donde fácilmente cabrían más de treinta comensales. Pero... desperdiciando todo ese espacio, solo estaban él y (a su derecha) un sacerdote de túnica blanca bordada en oro, viejo, barbudo, sus vellos canosos, y, al igual que el amo, calvo.

Brown ya había visto a ese viejo en otras ocasiones y en diferentes escenarios, pero por más que intentaba hallar una razón, nunca entendió qué asuntos tenía un sacerdote con alguien tan despreciable como Ojmil.

En fin.

No tenía sentido pensar en ello.

—Oh, querido Brown Buen Viento. Vamos, pasa. Espero que no te importe que esté comiendo.

Sin decir nada e ignorando que esa ballena había dicho mal su nombre, el mercenario asintió y obedeció dirigiéndose con pasos lentos y firmes a la mesa; a Ojmil no le gustaba que, frente a él, nadie caminara rápido, porque era mal visto que la gente anduviera con prisas e impaciencias (según su opinión).

Imbécil.

Brown no lo había notado al llegar, pero al fondo, a la espalda del gigantesco Ojmil, había dos esclavas. Una de ellas sostenía una bandeja metálica con panecillos y otros bocadillos, y la otra tenía una jarra de cristal con vino.

Las dos eran parecidas: cabellos rubios, rostros pálidos, ovalados y ojos marrones vestidas con túnicas iguales, sin mangas. A diferencia de los esclavos anteriores, los que abrieron la puerta, estas no tenían cicatrices en los brazos y ninguna marca en el rostro.

¿Quizás eran nuevas?

«Definitivamente sí», concluyó el mercenario, mientras avanzaba, manteniendo un ritmo lento pero estable. «No hay ningún esclavo de este cerdo sin cicatrices. Estas son nuevas.» Brown frunció el ceño. «Me compadezco de ustedes.»

El mercenario se detuvo a unos pocos metros de Ojmil, quien masticaba con los ojos cerrados y expresión relajada, un jugoso trozo de muslo de pollo.

—Señor —dijo Brown, realizando una pequeña reverencia, inclinándose hacia adelante.

—Amo —corrigió Ojmil, resonando su voz delgada que contrastaba con su terrorífica apariencia.

—¿Disculpe? —A Brown lo tomó por sorpresa.

Ojmil se cubrió los delgados labios pálidos y tragó lo que tenía en la boca.

—Soy tu amo —repitió Ojmil, sonriendo con los ojos cerrados, degustando el bocado que se había dado—. Aunque no es importante si me llamas "señor". Solo no quiero que olvides que soy tu amo.

—Lo sé, am... señor. —Brown frunció el ceño y tragó saliva. Cuánto daría por tener su hacha en ese momento para decapitar a ese cerdo de un tajo.

—Jajaja, no te fuerces, querido —se burló Ojmil—. Sé que lo sabes. Además, "señor" es una palabra que suena muy sofisticada en este caso; claro, si tenemos en cuenta que viene de un bárbaro como tú. —Hizo una pausa para reírse—. Te has vuelto obediente, y veo que has aprendido a agachar la cabeza. Muy bien, muy bien. —Asintió tres veces en aprobación—. Oh, es cierto. ¡Mírate, vaya! ¡Te felicito! Estás muy bien vestido, y veo que acataste mi recomendación de cortarte la barba. ¡Bravo! Ahora sí te asemejas a un ser humano.

Dijo "recomendación" a pesar de literalmente haberlo amenazado de muerte si no se cortaba la barba. Además, ¿qué era eso de que Brown ahora sí se asemejaba a un ser humano? ¿Es que acaso ese monstruo no se veía al espejo? El maldito parecía cualquier cosa menos un ser humano. ¡Por favor!

—Así me dan ganas de invitarte a la mesa —añadió Ojmil, condescendiente—. De hecho, querido, siéntate. —Juntó las dos palmas de sus enormes manos y sonrió, provocando que dos hoyuelos se formaran en sus mejillas lampiñas y gruesas.

—Yo... claro. —Asintió Brown, forzando una sonrisa, inseguro, tomando asiento a la izquierda de Ojmil. Así, sentado como estaba, se sentía mucho más pequeño al lado de ese tipo.

Enfrente, al otro lado de la mesa, estaba el sacerdote, mirándolo sin ninguna expresión aparente, rascándose la barba.

«¿Y a ese no le dirás que se corte la barba, gordo lampiño de mierda?»

Frente a Brown, en la mesa, estaban expuestos llamativos platillos que contenían diversas y abundantes cantidades de proteínas: pescado, pollo, carne de búfalo, de res, de cerdo... Había frutas frescas, uvas, peras, manzanas, kiwi y otras más que el mercenario no conocía.

Se le hizo agua la boca con todos los colores en las platillos cuidadosamente adornados y sus aromas, olvidando un poco el odio y malestar que le producía Ojmil. Incluso por un momento se le había ocurrido que aquel cerdo iba a invitarlo a comer. Pero no fue el caso.

Ojmil siguió seccionando meticulosamente con sus cubiertos, porciones de la jugosa carne que reposaba en su plato; degustaba cada bocado y sonreía con aire de suficiencia, como si estuviera ostentando el hecho de que Brown nunca podría disfrutar de un festín similar.

Era un cretino.

—¿Qué te dijeron mis hombres, querido? —habló Ojmil después de limpiarse la barbilla con un pequeño mantel.

—Hablas de...

—Los que envié a buscarte —completó lo que venía diciendo Brown.

—Oh. —Brown entrecerró los ojos, enfocando en su vista los asquerosos labios de Ojmil, que no dejaban de sonreír; el mercenario hizo un esfuerzo titánico por no expresar su asco de ninguna forma visible—. Dijeron que el trato no se llevó a cabo con el Culto de la Bruja.

—¿Y sabes por qué? —preguntó Ojmil, desvaneciendo poco a poco su sonrisa, dejando gradualmente a la vista su notoria molestia—. ¿Te lo informaron mis hombres?

—No, señor. —Negó Brown con la cabeza—. Sus hombres solo me dijeron lo anterior. Ni más, ni menos.

—Entiendo. —Asintió Ojmil, tomando un pequeño trozo de naranja sin cáscara—. Así que no lo sabes. —Se metió el trozo en la boca y lo saboreó. Luego de tragar, miró fijamente a Brown—. ¿Cuál era el objetivo de la misión?

Brown agachó la cabeza y meditó un poco su respuesta. Claro que lo sabía. En eso, a su mente vino la imagen del Rohart, el niño pelirrojo.

—El Rohart, señor. Él era nuestro principal objetivo —concluyó Brown.

—Sí, así es. Toda esta misión giraba en torno a él. Los del culto iban a pagar más de ocho mil monedas de oro solo por el Rohart. Pero luego, cuando examinaron al niño, dijeron que apestaba a demonio. No entendí lo que dijeron. Estuve al lado del mocoso cuando lo examinaban y jamás olí algo extraño en él.

—¿A demonio? —preguntó Brown.

—Sí, eso dijeron, y así de sencillo cancelaron el trato. Estuve a punto de ejecutarlos por su insolencia, pero sabiamente decidí no enemistarme con ese grupo de fanáticos.

Entonces Brown entendió por qué había sido llamado allí, y sus hombros comenzaron a temblar.

—Dime algo, querido —Ojmil soltó los cubiertos a un lado del plato, y entrecruzó los dedos de sus pálidas manos—, ¿sabes cuánto gasté en los preparativos de la misión que te di?

—Yo...

Ojmil frunció el ceño.

—Más de seiscientas monedas de oro. Sin contar tu pago y el de tus hombres, claro; eso sumaría otro valor adicional. Así es como es —Ojmil se acarició el mentón lampiño con los dedos, y miró con gesto meditabundo la cúpula del techo—, porque, ¿sabes?, tuve que pagar a los informantes que dieron el aviso de que la Arquera de Plata estaba bien muerta, además de la comida de tus hombres y la de los esclavos, las carretas, los ciento veinte caballos, los bueyes y la mayoría de sus armas y equipamientos. Fue una gran inversión, ¿verdad?

¿Qué debía responder Brown a eso?

—Entiendo...

—¿En verdad lo entiendes? —Ojmil frunció aún más el ceño.

—Pues... —Brown ya estaba lo suficientemente asustado como para empezar a temer por su seguridad. ¿Acaso Ojmil iba a matarlo porque el trato no se llevó a cabo?

—Mm, así que lo entiendes. Eso me gusta. —Ojmil asintió—. Entonces dime, querido, ¿qué ocurrió mientras transportaban a los mocosos?

—Señor...

—¿Por qué los petulantes del culto dijeron que el Rohart apestaba a demonio? ¿Qué salió mal? ¿Te topaste con Adionis o con alguno de sus demonios?  ¿Pelearon tú y tus hombres valientemente contra ellos? —soltó una pequeña risa sarcástica, sin dejar de lado su enojo.

—N-No sé qué decir... —Brown tartamudeó, pero en respuesta, en su mente apareció la imagen de esa niña, sus ojos verdes alumbrando desde las sombras.

Si alguien tenía la culpa, era ella. No tenía pruebas, pero tampoco dudas.

—Mm. —Ojmil cerró los párpados y meditó, relajándose un poco; cambiaba de estado de ánimo tan fácil que daba miedo—. Lo supuse. —Los volvió a abrir—. Yo tampoco entiendo mucho sobre esto. Por eso llamé al sacerdote Kilian para consultarlo con él. Lo has visto antes, ¿verdad?

Brown volvió a cruzar miradas con el viejo, al otro lado de la mesa, y este le dio un asentimiento con la cabeza en señal de saludo.

—Sí... señor —confirmó Brown.

—Eso me ahorra presentarlos. —Ojmil se giró hacia el viejo—. Kilian, retomando la conversación de antes, ahora que Brown está presente, cuando viste al niño, ¿a qué olía?

—A demonio. —Asintió Kilian, solemne.

—Ajá, sí. ¿Ves, Brown? —Ojmil observó de reojo al mercenario—. Ahora tenemos la confirmación de un sacerdote hecho y derecho de que, los del Culto de la Bruja ramera, no mintieron. Pero entonces, Kilian, ¿a qué huele un demonio? ¿Por qué no pude oler nada pese a haber estado tan cerca del Rohart?

—Amo, el motivo por el que usted, ni muchos, pueden oler la Esencia Demoníaca, no tiene una explicación como tal —prosiguió Kilian—. Hay personas que nacen con el don, y otras que no. Así de simple.

—Así que es eso. —Ojmil asintió.

—Y en cuanto a qué huele un demonio, es difícil de explicar. —Kilian detuvo sus palabras un momento, frunció el ceño y se rascó un poco la calva—. A ver, hay que verlo más como una consecuencia que como un olor.

—¿Una consecuencia? —preguntó Brown, y al instante se encogió de hombros. A Ojmil no le gustaba que alguien interrumpiera a otro mientras este hablaba; pero al cerdo pareció no importarle esta vez, así que se relajó.

—En efecto, una consecuencia. En palabras simples: no olemos nada de "la peste del demonio"; no existe olor, y, sin embargo, nuestro organismo da una respuesta tal como si estuviéramos oliendo la cosa más repulsiva, vomitiva y horrorosa del mundo, sea cual sea... —Kilian hizo una pausa, y entrecerró los ojos, observando a Brown, quien debía tener la expresión más confusa dentro de este salón—. Sé que es un poco difícil de entender, y por esa razón, en la iglesia no nos referimos como tal a un olor cuando hablamos de la Esencia Demoníaca, sino más bien, a una sensación abrumadora provocada por la presencia de un demonio, una respuesta física y emocional ante un poder oscuro como ese.

Ahora Brown lo entendía. De hecho, justo como decía el sacerdote, era lo que le pasaba cuando estaba cerca de la niña.

—Qué horror —admitió Ojmil—. ¿Por qué mi pequeño Rohart huele de esa forma?

—Es... bueno, pueden ser muchas razones, amo Ojmil. —Kilian tomó una pequeña uva en uno de los platos centrales de ese lado de la mesa, y se la envió a la boca; al parecer, su rango era lo suficientemente alto como para comer en la mesa con Ojmil. A Brown ni siquiera se le había sido brindado un vaso con agua—. Puede que el niño haya formado parte o estado cerca de algún ritual demoníaco. O quizás puede ser otra cosa. A veces el sufrimiento de un alma provoca que los demonios se le acerquen.

—¿Demonios acercándose? ¿Para qué? —preguntó Ojmil.

—Para alimentarse de sus emociones —contestó Kilian—. Quizás el niño, durante el viaje, sufrió un calvario que lo hizo atractivo a los demonios, pero esos casos son contados con los dedos de las manos. Mis compañeros y yo hemos conocido a verdaderos mártires, a personas que sufrieron torturas más allá de lo imaginado, y jamás percibí la Esencia Demoníaca en ellos. Pero repito —Kilian se aclaró la garganta—, no estoy diciendo que no sea posible que una persona tenga la Esencia de un demonio por algo así, solo que no es común.

—Pero dicen que los Rohart atraen espíritus y cosas de ese tipo con más frecuencia que un humano ordinario; por eso son tan valiosos. Así que... bueno, es probable que mi querido Brown haya hecho sufrir de tal modo al pequeño, que lo hizo apestar de esa forma. —Ojmil dirigió una aterradora mirada al mercenario, profunda e iracunda, como si estuviera viendo a través de él—. ¿Fue acaso que te propasaste con él? ¿O tus hombres? ¿Fue tu culpa que un demonio se la cercara para alimentarse de su sufrimiento? ¿Qué tanto le hiciste o dijiste? Te dije que el pequeño era valioso, que lo trataras con la mayor cautela y cuidado posible.

—N-No, señor... Yo... Ni yo ni mis hombres lo llegamos a tocar; apenas y cruzábamos miradas con él. —Brown tragó saliva—. Ni siquiera tiene marcas en el cuerpo.

Ojmil no parecía convencido, y observaba al mercenario con sospecha.

—Amo, si me permite —intervino Kilian—. No creo que ese sea el caso. Es que sé que ya lo dije, pero en serio, en serio que los casos en que el sufrimiento humano atraiga a un demonio, son totalmente extraordinarios. Es poco probable.

—Entonces, ¿dices que no es culpa de este escarabajo que mi Rohart se haya echado a perder? —Ojmil lanzó una mirada despectiva de soslayo a Brown.

—A menos de que él haya realizado un ritual —añadió el sacerdote—, o que alguno de sus hombres adore a algún demonio y este le haya tomado cariño al niño...

—¡Por supuesto que no! —negó Brown, un poco más eufórico de lo que debía—. Lo siento. No, señor. Ni yo ni mis hombres tenemos esas... inclinaciones. No adoramos a nadie.

Ojmil se inclinó hacia atrás y cerró los ojos, respirando hondo y exhalando.

¿Estaba pensando?

¿En qué pensaba esa enorme masa de carne?

—Bien. Supongo que esto se te escapa de las manos, Brown —concluyó Ojmil, abriendo los ojos, sin sonreír—. Por si acaso, haré que el sacerdote inspeccione a tus hombres. Así que encárgate de llamarlos aquí lo antes posible. No puedo retener por mucho tiempo a Kilian, ya que tiene las manos llenas con otras tareas.

—Sí señor. —Asintió Brown, seguro. Sabía que sus hombres estaban limpios. De hecho, no necesitaban buscar un responsable, porque él ya estaba seguro quién era la responsable, pero... ¿debía decirlo? ¿El revelar que también podía percibir la Esencia Demoníaca, sería una buena idea?

«Mejor me lo guardo», pensó Brown. «Cada cosa buena que tengo, ese tipo se encarga de arrebatármela. Así que, sea bueno o no este "don" que poseo, me lo guardaré.»

—Quisiera hacer una pregunta, si no le importa, señor —añadió Brown, justo cuando Ojmil hacía un gesto para que una de las esclavas tras él le trajera el vino.

—Sí, querido, adelante.

—Sacerdote Kilian. —Brown lo miró fijamente, intentando sonar cortés.

—Dígame.

—¿Solo era el Rohart quién olía a demonio? ¿No había nadie más?

Kilian frunció el ceño y, como antes, rascó un poco su calva cabeza, pensativo.

—No. Solo el Rohart. Todos los demás esclavos estaban limpios.

¿Qué?

¿Cómo era posible?

¿Y la niña de ojos verdes?

¿Acaso también estaba limpia?

«¡No es posible! Ella tenía ese insoportable olor a... a...»

—¿Por qué lo preguntaste? —Ojmil enarcó una ceja, inquisitivo, dirigiéndose a Brown.

—Yo... es simple curiosidad. Ya que sucedió con el Rohart, supuse que podría haber otro niño oliendo así. No lo sé. ¿Quizás estoy siendo un poco paranoico?

Ojmil pareció pensárselo un momento, y luego asintió.

—Tienes razón. —Ojmil se giró hacia el sacerdote—. Dales una última ojeada a los esclavos. Asegurémonos por si acaso. Nunca se sabe. —Luego volvió su mirada a Brown—. ¡Bien, querido, muy bien! ¡Bravo! —Ojmil aplaudió un poco—. Es bueno ser meticulosos. Te ganaste un poco de vino.

El hijo de puta lo trataba como si fuera un perro.

—Vino —pidió Ojmil, alzando su enorme mano por encima de su cabeza.

La esclava que sostenía la jarra de cristal, al fondo del salón, con expresión aterrorizada y pasos temblorosos, comenzó a acercarse a la mesa; la pequeña rubia parecía que estaba a punto de tropezarse con su propia sombra.

—Amo... —dijo la esclava cuando ya estuvo cerca de la mesa—. ¿Desea usted...

—Sí, y a mi querido Brown también. Asegúrate de llenar bien nuestras copas —ordenó Ojmil, tomando su copa de cobre y arrastrándola al filo de la mesa, para que le quedara más fácil a la esclava servir.

—Sí, amo. Como ordene....

Los hombros de la chica temblaban, y si Brown no se equivocaba, parecía que estaba a punto de ponerse a llorar.

Por suerte, sirvió el vaso de Ojmil bien rebozado y sin incidentes.

Pero cuando fue el turno de Brown...

La pobre derramó tres gotas sobre el cristal de la mesa.

Silencio.

Nadie dijo nada.

El único sonido que se percibía, era el del agitado respirar de la esclava. Sus ojos estaban bien abiertos, y sus lágrimas se derramaron por sus mejillas blancas.

Brown sabía lo que iba a pasar; no era la primera vez que lo presenciaba.

Ojmil, a una velocidad que parecía imposible en ese cuerpo tan enorme y pesado que poseía, elevó su puño en el aire y, con el dorso, golpeó brutalmente a la esclava en el rostro, tumbándola de espaldas, siendo arrastrada dos o tres metros hacia atrás por el impulso del impacto. El puño cerrado de Ojmil, era casi del tamaño de la cabeza de esa escuálida muchachita.

La jarra de vino se quebró en diminutos fragmentos a los pies de ella.

La esclava, ahora bañada de pies a cabeza por el vino derramado, se retorcía en el suelo, mientras se sujetaba la nariz y lloraba.

¿Se la había roto?

Probablemente sí.

Había mucha sangre que bajaba por el mentón de la muchacha, impregnándose luego en la tela de su túnica blanca.

—Lo sé, lo sé —comenzó a decir Ojmil, serio, impasible, observando a la esclava de reojo mientras que, con un trapito blanco, limpiaba el dorso de su mano derecha con algo de asco, como si hubiera tocado a una cucaracha—. Por eso, porque eres nueva, solo vas a recibir este pequeño castigo. Si la próxima vez vuelves a cometer un error tan grave como este, no te irá nada bien. ¿Entendiste?

La muchacha no respondió. Seguía llorando.

La otra esclava, la que sostenía la bandeja de bocadillos allá atrás, parecía también estar a punto de ponerse a llorar; temblaba, sus rodillas, sus hombros, sus labios, todo en ella temblaba.

Brown rezó en silencio para que no se le cayera esa bandeja de las manos.

—No me hagas repetirlo. —En ese momento, aunque la voz de Ojmil siempre había sido delgada, se escuchó profunda, intimidatoria.

La chica se puso de pie como pudo, deteniendo el llanto e intentando contener el constante sangrado.

—S-Sí, amo... —Asintió ella, con voz entrecortada—. Entendí...

—Eso está mejor. —Ojmil le lanzó una sonrisa—. Ahora ve y limpia ese desastre. ¿Está bien?

—¡S-Sí, amo!

La esclava sacó un trapo viejo y grisáceo que tenía amarrado al cinto de su túnica, se arrodilló y comenzó a limpiar el suelo negro del salón. Primero empezó con el líquido, y poco después se dispuso a recoger los fragmentos de la jarra, uno a uno, sin parar de llorar en ningún momento, mordiéndose los labios. Su nariz continuaba sangrando sin parar, aunque no parecía tenerla rota. Al menos.

Brown tenía la mirada perdida en la chica, empatizando un poco con ella, con su situación, preguntándose al mismo tiempo: ¿en qué momento su vida, convertido en mercenario, se vio involucrada con un tipo como este?

¿Por qué?

¿Por qué debía servirle a ese desgraciado?

«Por mi hermana», se contestó a sí mismo. A veces debía recordarse la razón que lo impulsaba a obedecer a ese inmundo cerdo.

Brown estaba viejo; no podía negarlo, y pronto dejaría de ser útil en el mercado de mercenarios. Debía pagar su deuda pronto, así que debía seguir obedeciendo.

—Oh... ¿ahora qué haré? —preguntó Ojmil—. Ningún noble compraría a un Rohart; se preocupan mucho por el qué dirán. Es que no entiendo, ¿en qué punto de nuestra historia se volvió inmoral esclavizar a un Rohart? ¡Es un simple niño! ¿No lo crees, Brown, querido?

—¿Eh? —Brown dio un pequeño brinco, regresando a la realidad, y luego asintió después de encontrarse con las rojas pupilas de Ojmil. —Sí, señor.

—No sé qué hacer con él. —Siguió Ojmil, como si estuviera hablando consigo mismo—. Sin el trato con el Culto, el Rohart no me da ningún beneficio. Tan solo es otra boca que alimentar. ¿Qué haré con él? ¿Qué haré...?












Notas de Autor:

¡Muchas gracias por llegar hasta aquí! Algunas personas me han dicho que esta historia es demasiado cruda, y oscura, y eso hace que sea molesto o pesada leerla. Para ti, que has llegado hasta aquí, ¿también te parece que es pesada y molesta por lo oscura que es? Y si es así, ¿qué podría hacer para mejorarlo?.

¡Gracias!

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