Capítulo 13: Illiam el esclavo

Illiam

Al menos ella estaba a su lado, dormida, concretamente recostada hacia atrás contra los fríos barrotes que vibraban al movimiento de la carreta. Era increíble, pero sí, Elisabeth estaba dormida en una situación como esta; definitivamente no era ordinaria. Illiam, horas antes, había despertado con la cabeza recostada en las suaves piernas de Elisabeth, mientras ella le acariciaba, con delicadeza, los cabellos, introduciendo sus delicados dedos entre sus hilos rojizos.

Ahora, sentado con la mirada perdida, la mente del chico divagaba de un lugar a otro, de recuerdo en recuerdo.

Después del suceso, Illiam quedó inmerso en un vacío, sus emociones apagadas, un hueco inexplicable en su pecho. De vez en cuando una lágrima bajaba por su mejilla y él mismo se sorprendía al sentirla. «¿Estoy llorando?», se preguntaba, y sus oscuras memorias, por destellos, venían a él como un velo cubriéndole el rostro, distorsionando su realidad, llevándolo de nuevo a aquellos escenarios sanguinarios, viendo nuevamente a Vienna siendo partida en dos...

Divagó de nuevo, desviando su atención al entorno.

Se hallaban en una jaula rudimentaria pero resistente, de madera y hierro, montada sobre una gran carreta, impidiéndoles salir por su propia cuenta; Illiam ya había intentado forzar la compuerta, sin éxito. También observó que esta carreta estaba enganchada a otra que iba por delante, y que también transportaba una segunda jaula repleta de individuos con rostros desolados, llenos de desesperanza. No eran las únicas jaulas. Había una  fila de carruajes tirados por seis bueyes encabezando la caravana. Cada jaula estaba llena de prisioneros (o eso fue lo que Elisabeth le había dicho que vio). ¿Cuántas carretas eran?; ¡había más atrás! ¿Cinco? ¿Seis? ¿Diez? El grosor de los barrotes dificultaba la vista. Y..., ¿cuántas personas habían dentro de esas jaulas?

Illiam no tenía forma de saberlo, y, de hecho, no le importaba la respuesta.

La caravana, a un ritmo constante (no tan rápido ni tan lento) seguía un sinuoso sendero montañoso hacia el oeste, bajo un cielo nocturno sin luna. Caballos y jinetes de mercenarios enchaquetados con cuero y capas de lana oscuras (muchos) pasaban, de vez en cuando, de un lado a otro, inspeccionando la mercancía (los niños), e Illiam intentó encontrar a su yegua entre ellos. No la vio por ninguna parte.

Luna... ¿qué había sido de la yegua?

«Quizás está muerta... o la robaron, o se la comieron.»

Inadvertidamente, Illiam estiró las piernas, tocando con sus botas a un niño bajito y delgado frente a él, quien no reaccionó. Tenía una cortada en la mejilla; no era tan profunda como para que tuviera que coserse, pero la suciedad en su rostro lleno de lágrimas podría infectarla.

De todas formas, en una situación como esta, lo que menos importancia tenía era una estúpida infección.

¿Qué iba a pasar con todos a partir de ahora?

Illiam inspeccionó a sus acompañantes con ojos pesados, cansinos. Había ocho niños, contándose a sí mismo, dispersos en diferentes secciones de la jaula cuadrada (por suerte era amplia), la mayoría lloraban en silencio, moqueaban, abrazados a sus rodillas y temblando de frío, allí, en el duro suelo de madera, mientras otros se mantenían estáticos con expresiones ausentes.

Sentía frío, y le mortificaba el hecho de no traer consigo el rojo abrigo de su hermana. ¿Qué había pasado con el abrigo?, se preguntaba. Al lado, Elisabeth se movió y le puso la cabeza en el hombro.

Illiam dio un suspiro.

En un sueño que tuvo antes de despertar, Vienna había aparecido de pie en un vasto vacío blanco, lejos, vestida con una bata sencilla. Illiam caminó hacia ella. Desde la distancia, veía a la anciana como siempre la había visto: alegre, simpática, radiante (aunque arrugada), y un viento inexistente, que no se sentía en la piel, le batía el suelto y largo cabello canoso, meciéndolo de un lado a otro. Pero cada vez que Illiam se acercaba más, la apariencia de Vienna iba cambiando, retorciéndose gradualmente.

¿Qué era?, él se preguntaba.

Después, Illiam había notado la terrible herida de Vienna, una abertura que cruzaba su clavícula y se extendía hasta su pecho; no estaba allí antes. Su bata, poco a poco se iba tiñendo de un rojo que se hacía más notorio cuantos más pasos daba hacia ella.

Illiam había querido detenerse, pero sus pies avanzaban hacia Vienna sin él controlarlos. Temblaba de miedo. No quería ver a Vienna de cerca, no en ese horroroso estado. La imagen de la señora seguía deformándose a medida que se acercaba, empañada por el rojo color de la sangre que incluso salpicaba sus flácidas mejillas.

Cuando estuvo a un metro de Vienna, ella lo había observado con ojos que parecían artificiales, como si estuvieran intentando imitar el brillo de la vida, cosa que resultaba imposible, ya que, sin ninguna duda, Illiam la había visto morir frente a él. Esa mirada le había provocado escalofríos, una sensación que perturbaba.

—Protégelos por mí —pidió Vienna. Su voz había hecho eco en el espacio—. Mis nietos...

Fue entonces cuando despertó, encontrándose junto a Elisabeth, atrapado en esa fría jaula que ahora lo apresaba.

Finn y Erick, sus nietos, no estaban con él; ni siquiera los otros dos hermanitos: Ang y Étimot. Illiam no tenía idea de dónde podrían encontrarse. ¿Quizás en otra jaula, allá adelante? ¿Quizás los habían matado? ¿O lograron escapar?

No lo sabía, por lo que tampoco había forma de protegerlos.

«Lo siento, Vienna.»

Dio otro suspiro.

En eso, su atención se vio dirigida a una chica rubia, de quizás unos quince años. Tenía un rostro pulcro, como un copo de nieve pese a la suciedad, con forma de corazón, ojos color miel y una estructura esbelta. Era bastante agradable a la vista. Se encontraba diagonal a Illiam, con su espalda recostada en una esquina de la jaula. Tenía las rodillas pegadas al pecho, con las palmas juntas enfrente de sí. Derramaba lágrimas y murmuraba algo.

¿Qué estaba diciendo?

Illiam se interesó.

La rubia temblaba ferozmente, y no paraba de susurrar:

—... me protege... Art... me prot... Arteus me protege, Arteus me protege, Arteus...

Illiam se atragantó por un momento y dio un salto después de comprender lo que la rubia decía, provocando que Elisabeth despertara de su sueño. Ella alzó la cabeza y lo miró con expresión somnolienta, con los párpados entrecerrados.

—¿Qué pasa? —preguntó Elisabeth, rascándose los párpados.

—Esa de allá está rezando —contestó Illiam, incrédulo, con un tono de voz jocoso. Habló un poco fuerte, provocando que otros chicos se fijaran en él, los que estaban más cerca.

—¿Y? —Elisabeth parecía confundida.

¿En serio estaba rezando? ¿De verdad le oraba al Dios que ahora mismo se divertía observándola encerrada en esta jaula, siendo transportada como una esclava que, seguramente, terminaría siendo violada?

Una sonrisa se formó en los labios de Illiam, totalmente involuntaria, fuera de contexto, cínica y oscura.

«Es increíble que le ruegues a ese maldito sádico.»

Y entonces comenzó a reírse como si le hubieran contado un chiste, el más gracioso de todos. Su risa era escandalosa, gutural.

—¿Qué te pasa? —preguntó Elisabeth, enarcando una ceja, aunque, como casi siempre, no parecía realmente preocupada; es más, parecía que una sonrisa se estuviera formando en sus pequeños labios rosas.

Los demás chicos, a diferencia de Elisabeth que estaba tranquila, se miraban entre ellos, incómodos, y luego regresaban su atención a Illiam, como si estuvieran observando a la cosa más rara del mundo.

A él no le importaba.

—¿De qué te ríes? —preguntó un joven mayor que Illiam, que vestía un chaleco de cuero marrón desgastado, con mangas cortas que dejaban expuestos los músculos trabajados de sus brazos, su voz teñida de nerviosismo y enfado. Su piel era canela, su cabello castaño, largo, bajaba por todo su cuello, y su mandíbula era cuadrada, aunque aún le hacía falta madurar un poco más. Un joven atractivo.

—¡Le está rezando a Arteus! —bramó Illiam en respuesta, exaltado, eufórico, sosteniéndose el abdomen con las manos, porque ya había comenzado a dolerle de tanto reír.

La incomodidad entre los demás chicos iba en aumento, e incluso parecían un poco aterrados. Todos (menos Elisabeth), se fueron arrumando en un rincón de la jaula, juntos, tratando de poner la mayor distancia posible entre ellos e Illiam.

Temblorosa, insegura, la rubia detuvo sus plegarias y comenzó a llorar. El joven moreno de antes, se giró hacia ella y luego de quedarse quieto unos segundos, apretó los puños, frunciendo los labios mientras sus hombros temblaban; parecía molesto.

La risa de Illiam continuaba resonando, sin dar muestras de que quisiera detenerse.

—Oye... detente —pidió el joven de chaleco marrón, volteándose hacia Illiam, observándolo con esos ojos marrones que destellaban rabia, repudio; pero Illiam siguió riéndose—. ¡Deja de reírte! —Más carcajadas—. ¡Oye, lo estás empeorando, idiota!

Pero a Illiam le era imposible parar.

¿Es que acaso los demás no veían lo chistoso que era todo esto? ¿Rezarle a Dios? ¿En serio? ¿Incluso después de todo lo que había pasado, de todas las muertes y desgracias anteriores?

¡Por favor!

«¡¿Siquiera existe ese malnacido?!»

Al ver que Illiam continuaba burlándose, el joven moreno se levantó casi de un salto (era lo suficientemente alto como para tocar con su cabeza la reja superior), y tomó a Illiam por el cuello de su sucia camisola verde, alzándolo desde el suelo y rasgándole un poco la tela.

—¿Quieres que te mate? —cuestionó el joven, tenía una voz autoritaria, y las venas de su frente se brotaron. Illiam le llegaba por debajo del mentón

—¿Por qué? ¿Porque me burlo de su estupidez? —Illiam aún seguía riéndose, aunque poco, ya que el agarre le estaba lastimando el cuello.

Illiam dirigió una mirada a la rubia, ella contemplaba con asombro el suceso.

—¡Ella solo está rezando! ¿Qué tiene de malo? —respondió el muchacho que agarraba a Illiam.

Illiam tosió un poco, ladeando la cabeza hacia un lado, y luego sonrió.

—¿Eres un imbécil? —escupió, mordaz, manteniendo un tono jocoso, altivo.

—¿Qué? —Los ojos marrones del joven se abrieron de sobremanera; Illiam creyó que si seguía provocándolo, tarde o temprano sería golpeado, y aun así continuó sonriendo, porque todo esto era absurdo—. Tú... te vas a quemar en el Abismo, ¿sabes? —Su voz temblaba.

¿Podrían ir las cosas peor de lo que ya eran? ¡Imposible!

Y entonces recordó la frase del tipo que mató a Vienna: «Si las cosas van mal, siempre recuerda que pueden ir peor.»

Pero a Illiam, en ese momento, ya no le importaba qué tan grave pudiera tornarse todo. No le importaba nada, a excepción de...

«Elisabeth.»

Le dio un manotazo a las muñecas del muchacho, zafándose por fin. Acomodó el cuello de su camisola (aunque era un desastre), y observó al joven con el que se enfrentaba, fijo; Illiam notó un deje de vacilación en él.

—¿El Abismo? —repitió Illiam, dejando de lado su actitud sarcástica; adquiriendo una seria expresión en el semblante que iba transformándose en una iracunda mezcla de escepticismo y cinismo—. ¡Si ese Dios cruel existe, me tiene que pedir perdón! —Frunció el ceño, provocando algo en el muchacho grande que lo hizo retroceder dos pasos—. ¡Nos tiene que pedir perdón a todos; sobre todo a esa chica... esa...! —Illiam centró su atención en la rubia, y ella, al encontrarse con su mirada, dio un pequeño saltito; tenía la cara empapada de lágrimas—. Sí, tú, la que rezaba, ¿sabes lo que te van a hacer?

—Qu... ¿qué? —La chica estaba confundida.

—Eres muy bonita —continuó Illiam—, y lo más seguro es que te vendan a un depravado. ¿Arteus va a impedirlo, acaso? Si fuera así, hace mucho que un rayo hubiera partido estas putas rejas para que escapemos; pero nada de eso ha pasado.

—Yo... —La rubia tenía los ojos desorbitados, y sus brazos temblaban al mismo tiempo que se abrazaba a sí misma; parecía que estaba a punto de sufrir un ataque.

—Detente...—El joven moreno frente a Illiam, volvió a avanzar dos pasos y cerró los ojos con mucha fuerza mientras fruncía el ceño, apretando los puños (sus nudillos emblanquecieron).

—Sí, Arteus debería pedirte perdón —señaló Illiam, y luego le sonrió a la rubia, porque todo esto parecía estúpido; su entorno se sentía irreal, artificial y no controlaba sus palabras—. Te van a violar, y Arteus no hará nada para...

Y entonces un puñetazo poderoso se acopló en su mejilla izquierda, tumbándolo contra las rejas de la jaula, y, posteriormente, cayendo sentado a un lado de Elisabeth.

Era la primera vez que alguien lo golpeaba así en una "pelea" (nunca había peleado antes).

Illiam aún estaba consciente, pero no tenía fuerzas para levantarse de nuevo.

—Yo te conozco —dijo el agresor, sobándose los nudillos de su mano derecha, observando a Illiam con desprecio; el cabello ondulado le cubría parte del rostro, pero sus ojos marrones, llenos de rabia, se veían claramente en medio de la noche—. Eres el hermano de la Arquera de Plata. —Gruñó en desaprobación—. ¿Así eras?, ¿un completo idiota? Qué mal... Al principio, cuando esos hijos de perra te metieron aquí inconsciente, me sentí aliviado. Pero ahora...

—¿Aliviado? —Illiam sonreía al mismo tiempo que masajeaba su mejilla; sentía un dolor palpitante que iba en aumento—. ¿Qué esperabas de mí?

En eso, Illiam observó de soslayo, encontrándose con Elisabeth. Esta vez, definitivamente pudo ver el atisbo de una sonrisa en la expresión de ella.

«¿De qué te ríes?»

Luego regresó su atención al muchacho de antes, quien ahora vacilaba con sus palabras:

—No sé, pero...

—Nadie es, ni será nunca como Lissa —explicó Illiam, y de pronto sintió un vacío en el centro del estómago—. No te confundas, te estoy dando la razón; soy un completo idiota, y además soy inútil. Creí que podría ser como ella, ¿sabes?, fuerte, valiente, positivo y... ¿de qué sirvió?

—... —El joven, aún de pie, guardaba silencio, prestándole atención a Illiam con una expresión confusa en el rostro; parecía cohibido.

—De nada, porque ahora somos unos malditos esclavos —añadió Illiam, y sus palabras vinieron acompañadas de un consecuente silencio que abrió espacio a otros sonidos.

Las aves de la noche (búhos, sobre todo) canturreaban en las copas de algunos árboles que iluminaban el sendero con su verde luz, proyectando sombras en las rejas, y las cigarras y los grillos chirreaban entre los matorrales, junto al monótono traqueteo de las carretas al pasar sobre las rocas.

Sí, Illiam había sido un completo idiota al pensar que podría ser como su hermana.

¿Qué habría hecho ella si estuviera en su posición?

En primer lugar, Lissa nunca hubiera perdido una pelea contra mercenarios o bandidos de pacotilla, por lo que ni siquiera estaría entre estas rejas. Su hermana tenía el poder de crear sus propias probabilidades; era dueña absoluta de su destino. Si no hubiera sido por esa extraña maldición que se transmitía como gripe...

Pero Illiam no tenía ese poder, ni tampoco lo tenía el chico que acabó de golpearlo, ni nadie dentro de esa puta jaula.

«Todos somos unos inútiles.»

Illiam se acomodó un poco, irguiendo sus hombros. Elisabeth, a su lado, no decía nada, tan solo lo observaba con bastante curiosidad.

«¿Qué me ves tú?»

Apartó la mirada. En un intento por distraerse, de despejar su mente después del ajetreo de hace unos segundos, observó al frente, hacia los barrotes y más allá de la penumbra, donde se dibujaban las imponentes cadenas montañosas de la Estirpe Unificada; por suerte había árboles Benditos que moteaban el oscuro espacio con las luces destellantes de sus verdes hojas, permitiendo que, aunque no hubiera luna, Illiam pudiera contemplar sus alrededores.

Después del incómodo enfrentamiento que hubo entre Illiam y el otro joven, no había ningún niño (además de Elisabeth) cerca de él. Los dos estaban solos, aislados; pero a Illiam le parecía excelente de esa forma. El joven que lo había golpeado, fue a sentarse a un lado de la rubia que estuvo rezando (seguía llorando), y él la consolaba, murmurándole cosas al oído, cosas que Illiam no alcanzaba a escuchar (probablemente le decía estupideces).

Illiam había aceptado su condición actual (y la de todos); era consciente de que, a partir de ahora, iban a vivir sucesos que abrirían una ventana de cara al lado más oscuro de la humanidad. Sí, lo entendía perfectamente, y era desesperanzador, y se reiría de cualquiera que le suplicara a Arteus, porque era gracioso o, mejor dicho, absurdo; ¿pero fue necesario decirle todas esas crueldades a la rubia? Probablemente no.

«Elisabeth puede que corra el mismo destino, y yo estoy aquí hablando como si no fuera así...»

Claro, ella también podría ser vendida a un depravado y..., aun así, esa niña de verdes ojos y cabello oscuro, a su lado, que probablemente tenía la misma edad que él, no parecía ni remotamente preocupada, es más, ella actuaba como si ahora mismo estuviera paseando en un carruaje, tranquila, serena, contemplando las montañas en la distancia, sintiendo el viento en su rostro blanco puro, como si se tratara de una tierna briza.

¿Acaso no era consciente de su destino actual? A Illiam se le hacía difícil imaginar a Elisabeth desesperada o asustada; ni siquiera la había visto llorar alguna vez.

«¿Tú lloras, Elisabeth? ¿Has llorado alguna vez?, porque me da la impresión de que no.»

Ella ni siquiera se inmutó un poco cuando le contó a Illiam (tras haber despertado) los horrores que ocurrieron cuando él cayó inconsciente, ni siquiera hizo una mueca cuando le dijo que todas las mujeres de Cueltas y Villa Sol, fueron violadas en sus propias casas y asesinadas junto a sus esposos.

Elisabeth, a su manera, era cruel como esos mercenarios, porque parecía no importarle nada, y en parte, eso atemorizaba a Illiam; y así, con esa extraordinaria normalidad, ella siguió hablándole del suceso:

Todos los adultos de Cueltas y Villa Sol (sin excepción) corrieron con el mismo destino; asesinados sin ningún tipo de piedad. Los mercenarios brutalizaron a más de doscientas personas con una increíble facilidad que contradecía los cálculos de Illiam en su cabeza. ¿Cuántos mercenarios eran entonces? ¿Cómo pudieron ganar contra tantos sobrevivientes?, fue lo que se preguntó al inicio de su charla con Elisabeth, y ella le respondió:

—Era una emboscada de cientos de hombres entrenados para matar, contra trescientos sobrevivientes que apenas podían alzar un machete sin sentir miedo. El resultado era obvio. No había aventureros, o soldados que nos defendieran. Ellos fueron los primeros en caer ante la maldición que los volvió locos.

Después de que Illiam hubiese perdido el conocimiento (al haber sido golpeado por el enorme mercenario que asesinó a Vienna), según Elisabeth, los dos hombres ingresaron a la casa pisando el cuerpo de la señora, y tomaron a los dos pares de hermanos (Erick, Finn, Étimot y Ang) que dormían en la alfombra, frente al fuego de la chimenea, arrastrándolos hacia la calle como si fueran perros callejeros.

Los bandidos habían encendido fuego a las casas. Elisabeth dijo que los gritos eran espantosos y provenían de todas partes. Algunos hombres (sobrevivientes) quisieron plantar cara a los bandidos, pero al parecer habían sido abatidos por los mercenarios con sencillos movimientos de espadas y lanzas.

No olvidó mencionar que ella misma, al haber sido tan dócil a diferencia de los otros menores que berreaban e intentaban resistirse, no fue maltratada de ninguna forma.
Contó que luego los metieron (junto a los demás chicos) en una de las muchas jaulas de la caravana que aguardaba al exterior de los muros, oculta en el bosque donde los sobrevivientes cazaban y traían frutos.

Elizabeth había perdido de vista, en medio del tumulto de niños, a los cuatro pequeños, así que dedicó su energía y atención en no separarse del hombre que cargaba con Illiam. También enfatizó que solo secuestraron a los niños que estaban entre los cinco y dieciséis años de edad.

—¿Y qué pasó con ellos? —le había preguntado Illiam a Elisabeth.

—¿Con quienes?

—Con los menores de cinco años...

—Los ejecutaron junto con los demás —Y ella lo dijo, así sin más, como si fuera una trivialidad—, ya que serían una carga. Y según los mercenarios, era más piadoso acabar con sus vidas que dejarlos desamparados en un reino fantasma.

Ella también añadió:

—Había mercenarios que querían... ya sabes, ¿divertirse? Sí, eso, divertirse con algunos de nosotros, pero fueron regañados por el jefe, que es el que mató a Vienna. Él les dijo que nosotros somos mercancía valiosa. En ese aspecto tuvimos suerte.

«En ese aspecto tuvimos suerte.» Illiam se reía cada vez que recordaba esa frase de Elisabeth.

¿Suerte? ¡Más bien infortunio! ¿Cómo que tuvieron suerte? ¿Elisabeth se estaba burlando de él? No, seguro que no. Ella, la mayor parte del tiempo hablaba en serio, y le había contado todo eso sin ningún tipo de tono burlesco o expresión grácil. Estuvo seria en lo que duró su sanguinario relato.

Illiam suspiró, dejando escapar el aire de sus pulmones. El dolor en su mejilla era constante; ese muchacho lo había golpeado con toda su fuerza, pero a Illiam le pareció sorprendente el hecho de no haberse puesto a llorar después de aquello, ya que siempre había sido asustadizo y procuraba no participar en ninguna discusión. Era por eso que nunca había protagonizado una pelea, hasta hoy.

Sonrió, sintiendo que las tablas bajo su trasero tenían estillas que lo chuzaban un poco, y soltó una discreta carcajada, llamando la tención del niño que tenía la cara cortada, el de antes, y este lo miró con el ceño fruncido, como si estuviera asustado.

—¿Sabes? Aunque sé que tienes problemas con él, es casi certero decir que sí existe —comunicó Elisabeth de repente, rompiendo el silencio. Ella contemplaba el techo de rejas, viendo cómo el verde resplandor de algunos árboles benditos se inmiscuía entre las rendijas e Iluminaba sus piernas delgadas con líneas.

—¿Qué? ¿Quién? —Illiam fue tomado por sorpresa, y no supo a qué se refería Elisabeth. Se giró un poco para verla, quejándose en voz baja por el calor en su mejilla lastimada que se iba extendido a lo largo de su cabeza.

Elisabeth recogió las piernas y apoyó su mejilla en una de sus rodillas, provocando que algunos de sus negros cabellos cubrieran un poco su rostro.

—Arteus. Dios. Él.

—¿Por qué?

—¿Lo preguntas en serio? —cuestionó ella, enarcando una ceja, apoyando la mejilla en su propia rodilla recogida.

—¿Qué cosa? Sé clara —Illiam no comprendía de qué hablaba Elisabeth.

—Cuando los niños llegan a cierta edad en la que pueden comprender un poco más sobre el mundo, llegan a sus cabezas una información que nadie les dijo.

—Si digo que te entiendo, te estaría mintiendo con descaro, Elisabeth.

Ella sonrió, entrecerrando un poco sus ojos, y continuó:

—Esa información es como si estuviera guardada en sus memorias incluso antes de su nacimiento, grabadas a fuego en sus almas.

—¿Y dices que ese pensamiento, esa información, es Arteus?

—Sí, es Arteus.

—¡Por favor! —Illiam negó con la cabeza, incrédulo.

—¡En serio! —exclamó Elisabeth, en un tono divertido—. Se hicieron estudios en algunas iglesias del sur, organizados por la Santísima Iglesia de la Deidad Suprema.

—¿Qué tipo de estudios?

—Tomaron a cien bebés huérfanos nacidos en el mismo día, en el mismo año y a la misma hora, y los criaron en templos, aislados de la civilización, enseñándoles toda clase de materias, ciencias, artes marciales; pero nunca les hablaron sobre Arteus. ¿Y sabes qué?

Illiam no sabía hacia donde iba esa ridícula conversación sobre el estúpido Arteus, pero tampoco era como si tuviese algo mejor que hacer. Al menos así entretenía su mente, y no se perdía en sus oscuros pensamientos.

—¿Qué? —preguntó él, palpando con suavidad su mejilla. ¿La tenía hinchada?, se preguntaba, un poco preocupado.

—Los cien bebés, cuando llegaron a los cuatro años, al mismo tiempo, a la misma hora y en diferentes templos, les preguntaron a sus tutores: «¿Quién es Arteus?»

Illiam había escuchado eso mismo en la escuela, hace años, cuando tenía siete. En ese entonces le pareció fascinante aquello, y le preguntó a Lissa: «¿Cuándo cumplí cuatro años, te pregunté algo sobre Arteus, o te dijo algo extraño sobre Dios?» Aunque para él su pregunta iba a cargada con una poderosa curiosidad e importancia (para él), Lissa tan solo miró el techo y luego levantó los hombros diciendo: «Sabrá Dios, porque yo no. Lo siento, no me acuerdo.» Y así terminó aquella importantísima conversación.

—Ni siquiera sabemos si eso es real —respondió Illiam, despreocupado—. Puede que esos niños hayan escuchado hablar de Arteus, y se quedaron con eso en la cabeza.

—Puede ser. —Asintió Elisabeth, cerrando un momento los ojos—, pero te aseguro que en este mundo no existe nadie que no conozca a Arteus. Y esa es la prueba más poderosa.

—¿Tanto has viajado que lo dices tan segura?

—Si supieras.

—¿Tus padres eran comerciantes o algo así? —preguntó él.

—Yo creo que Arteus existe —expresó ella, juntado su hombro con el de él, ignorando (de manera espléndida) la pregunta del chico—, pero opino lo mismo que tú.

—¿Qué cosa?

—Que es un Dios cruel. —Ella bostezó un estiró sus brazos hacia arriba—. Voy a dormir otro rato. Préstame tu hombro.

—Como quieras. —Asintió él, con sequedad.

—Gracias.

Entonces Elisabeth acostó la cabeza sobre su hombro, y tan rápido como cerró los ojos pareció quedarse dormida.

Illiam se quedó observando al frente, hacia el horizonte oscuro y la lejana línea que formaban los picos montañosos. ¿Hacia dónde se dirigían? Al menos le hubiera gustado saber aquello, porque así tendría una idea de qué tipo de personas iban a comprarlos.

Entonces le pareció ver algo, un poco a la izquierda, así que giró la cabeza. Y la vio.

La anciana estaba de pie a un costado del camino. La caravana avanzaba lento, por eso Illiam tuvo todo el tiempo del mundo para contemplar a la mujer. Vienna, allá en la distancia, observándolo. Su piel brillaba, sus arrugas acentuadas, su cara seria y su mirada triste. Illiam sintió que iba a escupir el corazón por el culo. Estaba asustado. Vienna yacía bañada en sangre, teniendo ese mortal corte que cruzaba su clavícula y pecho; era como si estuviera a punto de partirse a la mitad.

El chico cerró los ojos con mucha fuerza, pero aquello solo sirvió para traer de nuevo aquellos horrorosos recuerdos donde aparecía su hermana, con los ojos rojos, sonriente, caminando hacia él, llena de sangre.

«Hermanito, ¿sabes dónde puedo encontrar el Vestigio?»

Illiam, sin poder contenerse más, se cubrió la boca y derramó lágrimas como si fuera un caudal, intentando que su llanto solo fuese escuchado por él.





Nota del autor

Fue un poco difícil escribir este capítulo. No sé por qué, se me complicó un poco; pero intenté dar lo mejor.

Mi pobre muchacho está desvariando ya. Su mente le está jugando malas pasadas, y su manera de expresarse le está dando cara de pocos amigos; pero no me juzguen al pequeño, solo anda un poquis traumado :(.

¡Muchas gracias por llegar hasta aquí!

Si viste errores ortográficos, me ayudarías un montón resaltándomelo en los comentarios.

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