Capítulo 11: El fin de la esperanza

Illiam

No podía sacarse de la cabeza esos ojos como el rubí, centelleantes y burlones. Había pensado que no los volvería a ver nunca más, pero se equivocó; había ganado una nueva pieza en su colección de pesadillas que todo el tiempo lo despertaban en mitad de la noche.

Illiam se encontraba en medio de su habitación, que era iluminada gentilmente con las lenguas de luz anaranjadas que brindaba el ocaso y se inmiscuía por la ventana. Temblaba, hundiendo su cara en la almohada, arropado de pies a cabeza con sábanas azules, como si eso pudiera protegerlo en caso de que algo entrera por la puerta e intentase hacerle daño.

«Ojos rojos...»

Ocurrió una mañana de hace tres semanas, en la primera semana que había empezado su trabajo.

Los Recolectores registraban casas o locales con el propósito de encontrar cualquier objeto de utilidad o (en el mejor de los casos) monedas.

Illiam estaba inspeccionando una zapatería que tenía paredes ennegrecidas, allá, en uno de los barrios céntricos que ya habían sido limpiados del hedor de los cadáveres. El establecimiento de un solo piso se encontraba ruinoso; era un riesgo el siquiera acercarse, pero el deber llamaba e Illiam obedecía.

Rodeó tres estanterías de zapatos, partidas, casi hechas añicos por un enorme bloque de piedra que antes constituía parte del techo. La luz matutina del sol ingresaba por el boquete encima de su cabeza, permitiendo que el chico pudiera ver sus alrededores con claridad.

Pasó por encima de varias docenas de zapatos de fino cuero, esparcidos entre los escombros y también sobre manchurrones de sangre por aquí y por allá; retazos de la tragedia que aún permanecían allí como un recordatorio mortal.

—Por mucho que los Recolectores limpiemos —decía Illiam, sintiendo un poco de malestar en el estómago—, no vamos a poder borrar todo... este horror.

Illiam apartó la vista y siguió caminando. Su destino era el cofre donde guardaban el dinero; se encontraba más adelante, sobre una larga barra de madera donde, probablemente, el tendero atendía a sus clientes (cuando aún se encontraba vivo).

Tomó un fragmento de madera de los estantes, con el propósito de romper con él, el candado de la caja cuando estuviera cerca.

¿Cuánto dinero habría allí?, era lo que se preguntaba. Él sabía que parte de esas monedas iban destinadas a los Recolectores (para pagar los sueldos), ¿pero qué pasaba con la otra part...

—¡¿Quién eres?! —preguntó Illiam desgarrándose la voz. Su corazón bombeaba sangre a toda marcha, sintiendo escalofríos recorrerle el cuerpo.

¡Había una niña! Estaba de pie a un lado de la barra mirando hacia la pared, dándole la espalda. Tenía el cabello negro, enmarañado. Su pequeño cuerpo daba espasmos, como si estuviese a punto de sufrir un ataque.

—¿Qué le pasa...? —se preguntó.

Cuando se fijó bien, notó que ella no tenía un brazo, y eso le provocó a Illiam ganas de vomitar; del muñón le colgaban girones de carne amarillenta que goteaban pus sobre sus pies descalzos, llenos de arañazos. Su vestido grisáceo ceñido a su cuerpo, estaba rasgado por todas partes (convertido en harapos) y dejaba su espalda expuesta. El blanco hueso de su omóplato izquierdo, podía verse a través de un gran corte irregular que bajaba hasta la mitad de su columna, mostrando varias vértebras llenas de gusanos blancos que se movían en el interior de su piel.

No podía estar viva.

Era imposible.

Con heridas de ese tipo, ni la persona más dura podía permanecer en pie.

La niña se volteó. Illiam contuvo un grito enviándose la mano al pecho, queriendo salir corriendo; pero no podía. Sus pies no respondían.

Los ojos de la niña... brillaban rojizos como la sangre, emitiendo una especie de bruma escarlata que se arremolinaba alrededor de sus párpados. Luego sonrió con esos labios llenos de grietas sanguinolentas, acentuando los profundos cortes de sus mejillas que contenían gusanos.

—El Vestigio. El Vestigio. El Vestigio —repetía la niña, una y otra vez, sin parar, con una voz que parecía compuesta por otras cuatro voces agudas, solapándose una sobre la otra—. ¡Vestigio, Vestigio, Vestigio, Vestigio!

Tras unos segundos de agonía, sin poder siquiera respirar, Illiam había logrado gritar con toda la fuerza que sus pulmones pudieron brindarle, en medio de lágrimas, mientras retrocedía sin apartar la vista de ese cuerpo deforme frente a él.

Casi al instante, llegaron corriendo cinco hombres (Recolectores) e ingresaron por la puerta derribada de la zapatería. Ellos también la vieron. Todos retrocedieron junto a Illiam, incrédulos, asustados.

Y fue en ese momento cuando un gran punto de luz escarlata translúcido (tan grande como el puño de un adulto), salió de la frente de esa niña endemoniada, atravesando el techo como un fantasma y desapareciendo de la vista de todos. Sus ojos cambiaron, los de la niña, adquiriendo un color marrón (común), y el cuerpo, inerte (como debía estar), se desplomó hacia el frente, esparciendo polvo por todas partes y el hedor de la putrefacción.

Silencio. Nadie dijo nada. Tan solo se vieron a los rostros congestionados, sudados, ansiosos, nerviosos.

Si no fuera porque otros lo vieron también, nadie le habría creído a Illiam.

Cuando regresaron esa mañana de nuevo a Villa Sol, el líder de los Recolectores se reunió con el líder general de los sobrevivientes y le contó lo ocurrido. Este último era un creyente devoto, supersticioso, y se tomó la noticia de la peor forma posible: con pánico, diciendo que aquella niña era un presagio maldito, uno en el que los demonios intentaban decir algo a las personas. Mientras que el líder de los Recolectores (Abram), dijo que, probablemente, se trataba de alguna extraña Hada Roja que poseyó el cuerpo y luego salió de él, dando así una ligera (pero para nada contundente) explicación sobre aquel excéntrico punto de luz rojizo.

Pero todos sabían que esto, y aquello que volvió locos a todos en Seronia el quince de enero, eran dos cosas diferentes.

Debido a ese evento, Illiam ahora se encontraba encerrado en su habitación; pero no solo él se sentía atormentado por el recuerdo. Desde hace días, los demás (aquellos que también fueron testigos del suceso) actuaban extraño, como si estuvieran preocupados, o nerviosos, incluso paranoicos. Mientras trabajaban, se la pasaban viendo de un lado a otro, precavidos, como si en cualquier momento algo les fuera a saltar encima.

Las demás sobrevivientes también habían empezado a hablar del tema. Algunos eran incrédulos estúpidos que decían que los Recolectores se inventaban peligros o amenazas que no existían para poder cobrar más. Otros, mientras tanto, comenzaron a organizar grupos de oraciones, para pedirle a Arteus (el muy servil Dios humano) que los protegiese de los demonios.

Por suerte, Illiam tenía a la señora Vienna que, aunque le había impactado el relato de su experiencia, se mantuvo serena, fuerte, transmitiéndole seguridad y confort; aunque no desaprovechó la ocasión para intentar disuadir al chico de que abandonara ese trabajo, cosa que a él le molestó un poco.

Pero quien más lo ayudó a sobrellevar la situación, fue Elisabeth. Ella sabía mucho sobre las Hadas Rojas debido a su madre (de la que Illiam no sabía casi nada).

—No se sabe mucho de ellas, solo que suelen alimentarse de la energía de las almas —le decía ella—; lo que ya te dije, y algunas comen tanto, tanto, que se engordan y ganan habilidades: como poder comunicarse (un poco), y también poseer cuerpos orgánicos e inorgánicos para controlarlos. Mamá decía que cuando poseen cuerpos orgánicos, estas hadas son capaces de reproducir los últimos recuerdos que tuvo esa persona, o animal, antes de morir. Eso explicaría por qué la niña dijo "Vestigio" tantas veces, ¿no lo crees? Bueno, eso es lo único que recuerdo de las enseñanzas de mamá. Ella sabía mucho del tema. Pero no creo que este evento se relacione con el ejército de los ojos rojos.

«En un reino lleno de cadáveres, es normal que las Hadas Rojas glotonas engorden.» Él reflexionaba al respecto. Las palabras de Elisabeth lo convencieron de que su encuentro con aquella niña, no era un presagio maldito como los supersticiosos afirmaban, no. Tan solo era producto de un proceso natural (si es que así podía llamársele). Sí.

Illiam debía superar este bache. Llorar y esconderse bajo las sábanas mientras Elisabeth no estaba (porque le avergonzaba que ella lo viera en su momento de mayor debilidad), no le hacía ningún bien, pero sí lo hacía sentirse un estúpido.

Debía comportarse como Lissa. ¿Qué haría ella en una situación como esta? Por supuesto no huiría ni se escondería; ella afrontaría el problema de frente, siendo valiente y audaz como solía ser.

Debía imitarla.

Con ello en mente, motivado a seguir el legado que su hermana dejó, pasó otro día más cargando con el peso de sus propias emociones.

Su rutina era abrumadora, rodeado de cadáveres putrefactos la mayor parte del tiempo, arrastrándolos de un lado a otro como Recolector que era, teniendo un solo día de descanso; pero no todo era malo. Illiam debía aceptar que muchas cosas habían mejorado, pese a que la gente seguía hablando sobre el suceso de la niña en la zapatería.

A inicios de marzo, mercaderes de otras naciones habían llegado a "La Seronia en Ruinas" (como empezaron a llamarla los de afuera), para vender sus productos y comprar otros a los lugareños. Así se impulsó el comercio de Villa Sol y Cueltas, que eran (actualmente) pequeñísimas naciones dentro de lo que antes fue Seronia.

Hasta la fecha, había un total de trescientos catorce sobrevivientes; un número bastante considerable teniendo en cuenta la magnitud del suceso catastrófico, y la mayoría de esas personas trabajaban en diferentes ámbitos, siendo lo mayormente productivos que podían (cazadores, costureros, cosechadores, herreros, cocineros y guerreros), aumentando el intercambio de bienes y el flujo de monedas.

El comercio era algo importante para la reconstrucción de cualquier civilización; según Vienna, aquello era lo único que diferenciaba a los humanos de los animales. Por ende, la señora, aprovechando sus recursos previos, había vendido todas sus ropas extravagantes a un precio bastante razonable, y con el dinero, compró dos sets de costura y once kilos de lana a mercaderes externos. Con ayuda de Elisabeth asistiéndola, Vienna emprendió su negocio de fabricación de chalecos, mismos que vendía a los mercaderes por un costo de treinta monedas de bronce cada unidad (un costo que superaba con creces un kilo de lana gastado).

Era un negocio prolífero; difícil, porque coser era una tarea engorrosa y tardía, pero la señora y Elisabeth se esforzaban mucho, y de buena gana.

Todo marchaba bien.

Había tenderetes ambulantes en el centro de Villa Sol, cocineros, herreros, artesanos; la mayoría eran sobrevivientes que habían comenzado a progresar.

Había trabajo, motivación, deseos y ambición; Illiam lo notaba en la mayoría de los rostros con los que solía interactuar. Incluso había visitantes de otros lugares (además de los comerciantes): historiadores, aventureros y demás, curiosos por las noticias que los primeros mercaderes en llegar a Seronia esparcieron más allá de los muros, y venían a esta zona para ver, con sus propios ojos, todo lo que los rumores narraban, al mismo tiempo que consumían, compraban y movían el mercado, haciéndolo crecer.

Illiam había comenzado a hacer amigos, y en algunos de sus días de descanso, se estaba reuniendo con ellos para jugar (porque muchos eran menores como él), o para sencillamente hablar de mujeres. Por sus conversaciones con ellos, Illiam descubrió que muchos veían a Elisabeth como una de las niñas más hermosas de Villa Sol, y envidiaban al chico por pasar tanto tiempo con ella. Él se sonrojaba siempre que hablaban de aquello.

Sí... todo iba bastante bien, pintando un panorama de esperanza, hasta que algunos comenzaron a hablar de cosas.

Los visitantes trajeron noticias del exterior.

No eran buenas noticias.

Eran noticias sombrías, preocupantes que escandalizaron a los sobrevivientes.

Muchos hablaron sobre la gran horda de poseídos ojos rojos que partió de Seronia, dijeron que este enorme grupo masacró, indiscriminadamente, a una ciudad entera que se encontraba bien al norte, cerca de Asimar, un reino conocido por sus vastas riquezas en minería. Y que más tarde, cada integrante del ejército de poseídos se quitó la vida, dejando una amplia alfombra de cadáveres al sur de Asimar.

Illiam (ni nadie) se había detenido a pensar en lo que ocurría a las afueras de Seronia; su mundo se había reducido a estar entre callejuelas, preocupado solo por arrastrar cuerpos y ganar dinero, ignorando, de forma inconsciente, lo que ocurría.

Los mercaderes, los visitantes, fueron un soplo de aire fresco en la reactivación económica, en la moral y la motivación, pero también fueron pregoneros de aterradoras noticias, trayendo, a este pequeño pueblo de sobrevivientes que apenas intentaba alzarse en medio de las ruinas, el temor, la ansiedad y la incertidumbre.

¿Qué debían hacer?

Los visitantes también habían dicho que los demás reinos circundantes se encontraban en alerta, asustados por el suceso de los ojos rojos, desplegando a cientos de soldados a los alrededores de sus territorios para prevenir un ataque sorpresa como ocurrió en Asimar, al mismo tiempo que especulaban sobre el significado del "Vestigio"; palabra que se volvió muy famosa entre los externos. Otros reinos aprovecharon la situación de paranoia para invadir territorio ajeno, dando inicio a conflictos entre naciones que, pronto, se convirtieron en auténticas guerras.

«¿Qué está pasándole al mundo?»

Debido a todo el revuelo por las noticias extranjeras, el líder de los sobrevivientes de Seronia dio un importante anuncio a todos: iba a realizar, esta tarde, veinticuatro de marzo, cuando el sol apenas se estuviera ocultando, una reunión con diez representantes de Villa Sol y diez de Cueltas que supieran leer. Los representantes serían elegidos, a libertad, por los demás sobrevivientes.

En Villa Sol, contra todos sus deseos, Vienna fue elegida como una de los diez representantes del barrio, junto a otros nueve adultos que rondaban los treinta y cuarenta años. Cueltas también eligió a sus propios representantes, y las veinte personas se preparaban para reunirse en la iglesia de la plaza que ya había sido parcialmente reconstruida, pues retiraron los escombros de la entrada y el interior, limpiaron el hollín, y, aunque no pudieron reparar el agujero del techo, los adultos decidieron que era un excelente punto de reunión.

Illiam, a pesar de que seguía molesto con Vienna porque ella aún no aceptaba su trabajo como Recolector, insistió en acompañarla, pero la señora se negó.

—¿Por qué? ¿Porque soy un niño? —preguntó Illiam, viendo a la señora (frente a la puerta) ponerse una bufanda de lana azul alrededor del cuello y sobre los hombros que eran arropados por un grueso vestido negro manga larga con hombreras empinadas.

—No, niño —dijo Vienna, arrodillándose frente a él, Illiam tenía el ceño fruncido, y apartó la vista cuando la señora lo miró con solemnidad, insinuando una sonrisa que acentuaba sus blancas y pronunciadas arrugas.

—Siempre te encargas de recordarme que soy un niño —dijo Illiam, cruzándose de brazos, sintiendo las orejas un poco calientes.

—Porque lo eres, y aunque te enfades, seguirás siendo mi niño.

Illiam se ruborizó, y volvió sus ojos hacia la señora. Ella seguía sonriente, mirándole con gentileza, y puso una mano sobre el hombro del chico, transmitiéndole calidez.

—No te dejo aquí porque seas un niño —añadió Vienna—. Necesito que cuides a mis dos nietos y a los otros dos en mi ausencia; no te digo que a Elisabeth porque sé que ella también puede cuidarse sola. ¿Entiendes? Es porque confío en ti que tomé esta decisión.

—¿En serio? —A Illiam se le iluminaron los ojos; se sintió importante, necesitado.

—¡Claro! —Vienna se levantó—. Puede que no me guste tu nuevo trabajo, pero sé que eres muy listo y maduro para tu edad. Por eso te confío el cuidado de mi casa hasta más tarde. ¿De acuerdo?

—¡Sí! —Illiam estaba emocionado; ¡le habían dejado a cargo la casa!

—Tengo muchos libros en mi habitación; cuentos, novelas. Léelas con todos, si quieres. Así se mantendrán ocupados y se les pasará rápido el tiempo. —Vienna le dio la espalda a Illiam y abrió la puerta, dejando que el viento de afuera ingresara y agitase el flequillo de Illiam—. Bueno, me tengo que ir. ¡Uf, qué frío!

Vienna salió y cerró la puerta. Illiam vio por la ventana que se reunió con los otros nueve representantes que ya la estaban esperando a la sombra de un delgado árbol sobre la acera; ya no había nieve, así que sus hojas ya habían empezado a crecer. Los hombres parecían preocupados. Sus expresiones eran sombrías, pero Vienna sonreía, siendo gentil como siempre, y su energía contagió a los demás; ella era la única mujer.

Con mejor semblante, los diez representantes de Villa Sol se dirigieron a la iglesia, al norte.

Siguiendo la recomendación de Vienna, Illiam reunió a los cuatro niños alrededor de la chimenea, sentados en la alfombra con almohadas, y le pidió a Elisabeth que, por favor, bajara algunos cuentos infantiles sobre héroes y dragones que Vienna tenía en su habitación.

Ella obedeció diciendo:

—¡Cómo ordenes! —A manera de burla.

Entonces pasaron una noche llena de cuentos, relatos sobre princesas siendo salvadas por caballeros de armaduras radiantes que luchaban contra monstruos con espadas y escudos.

Fue un momento ameno. Incluso Étimot y Ang, los dos más recientes integrantes que en un principio no decían nada y se mantenían cabizbajos, sonreían con expectación.

A Illiam le encantaba leer, y por ello se divirtió mientras, al mismo tiempo, entretenía a los niños a su cargo, quienes lo miraban con los ojos brillantes, anhelantes de saber qué ocurriría en el siguiente párrafo; sintió como si estuviera de nuevo en el pasado, antes de todo lo ocurrido el quince de enero, cuando aún, su única preocupación, era que Lissa llegara a salvo a casa después de alguna de sus incursiones, siendo cuidado por Vienna, mientras ella les leía cuentos y leyendas a él y a sus dos nietos.

Elisabeth sonreía cada vez que Illiam se dejaba llevar por la historia y colocaba una voz teatral al leer; él se sonrojaba cuando advertía su mirada y volvía a narrar en un tono más neutral.

El tiempo voló.

Ya se habían terminado tres cuentos cortos titulados: El Aprendiz del Dragón, una historia infantil que trataba de un niño criado por dragones después de haber sido abandonado por su padre en un bosque cerca de las Cavernas Volcánicas.

—Y cuando el dragón...

Tocaron la puerta, o eso pareció. Illiam detuvo su narración. Alzó la vista del libro. Se enfocó un momento en las llamas de la chimenea que lanzaban sombras sobre las paredes, esperando. ¿Había escuchado mal?

—¿Qué sigue? ¿Qué sigue? —preguntó Finn, emocionado, sonriente; estaba muy enganchado con la historia.

Mientras los otros niños (Erick, Étimot y Ang), se quedaron observando la puerta, curiosos.

«Entonces sí la tocaron...»

Elisabeth, que había estado sentada a su lado, en el suelo, fue la primera en levantarse y caminar hacia la puerta.

—Es Vienna —informó ella.

Erick y Finn comenzaron a decir "abuelita", felices; se notaba que la amaban demasiado. La habían extrañado. Se levantaron y siguieron a Elisabeth.

Illiam, Étimot y Ang fueron los últimos en levantarse del suelo.

«¿Qué pasa?»

Él tenía un presentimiento. Sintió cosquillas en la parte trasera de su cuello, como solía pasarle cuando algo andaba mal o estaba a punto de pasar. Y de repente, el corazón comenzó a latirle un poco más de prisa, sintiendo una ansiedad que poco a poco crecía en el centro de su estómago, provocándole cierto malestar.

Cuando Elisabeth abrió la puerta, del otro lado, Illiam vio a una Vienna de rostro sombrío, como si algo hubiera absorbido todas sus energías. Tenía el cabello blanco suelto, revuelto por los vientos que soplaban con fuerza afuera.

¿Qué le pasaba? ¿Por qué se veía tan demacrada?

«¿Qué hablaron en esa reunión?»

Elisabeth guardó silencio, inexpresiva, viendo a la señora pasar por su lado arrastrando los pies en el suelo como si no tuviera fuerzas para levantar las rodillas.

Illiam rodeó el comedor por la derecha, acercándose a la señora que se había sentado en el sillón de la sala, bajo el cuadro donde aparecía ella con su esposo, recostándose y hundiendo su espalda en los cojines habanos del respaldo.

Vienna lanzó un suspiro de agotamiento, echando la cabeza hacia atrás, concentrando sus ojos miel, fríos y sin expresión, en las vigas que se entrelazaban por allá en el techo.

«Señora Vienna...»

Illiam llegó hasta donde estaba ella, sintiéndose cohibido por alguna razón desconocida.

¿Debía acaso preguntarle qué fue lo que se habló en la reunión?

«Probablemente no sea buena idea», pensó.

Finn y Erick, ignorantes del estado abatido en el que se encontraba su abuela, se lanzaron a abrazarla con besos en las mejillas y sonrisas. Ella los recibió con un cálido abrazo, amigable, forzándose a mostrar una expresión que no iba acorde a su estado de ánimo; Illiam lo sabía.

—Vienna... —susurró Illiam, lo suficientemente fuerte como para ser escuchado.

La señora, sin apartar las muestras de afecto de sus dos nietos, dibujó el atisbo de algo que se asemejaba a una sonrisa cancina, y dijo:

—Illiam, tranquilo. Todo está bien. No te preocupes.

—Pero...

—Mañana habrá otra reunión —interrumpió Vienna a Illiam—, pero únicamente con los de Villa Sol. Ahora solo estoy un poco cansada. Es todo...

«Pero tu cara dice otra cosa...»

—Deben tener hambre —añadió la señora, levantándose—; todos ustedes. Así que voy a prepararles algo y luego a dormir. Ya está muy tarde.

Como dijo, la señora preparó un sencillo pan con mermelada que había comprado el día anterior a un mercader de especias, y le sirvió a cada niño un plato en el comedor. Todos amaban la mermelada; daban enormes bocados al pan mientras la salsa se regaba un poco por sus comisuras. Elisabeth también comió con bastante entusiasmo, como si no tuviera ninguna preocupación; ¿acaso no había advertido el estado de la señora? Por supuesto que sí. Era Elisabeth, ella se daba cuenta de todo, pero parecía no importarle.

Más tarde, en la cama, escuchando los ronquidos de Elisabeth a su lado que dormía con la boca abierta y el pelo en la cara, Illiam no pudo conciliar el sueño. Quizás los supersticiosos sí tenían razón, quizás la niña de la zapatería sí era un presagio maldito, un aviso de que algo muy malo acechaba a esta pequeña comunidad.

¿Estaba siendo Illiam supersticioso?

Claro que sí, no podía evitarlo. La actitud de Vienna, su desolación y esfuerzos sobrehumanos por no romperse frente a los niños a los que cuidaba, acentuaron aún más las bases de la creciente preocupación que lo venía persiguiendo desde la muerte de su hermana.

¿Acaso no había pasado ya lo peor?

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top