Capítulo 1: La espera eterna
Illiam
El retumbar de las campanas resonaba en sus oídos como un eco lejano, distante, casi inexistente. A pesar de que estaba rodeado de más de un centenar de personas que vociferaban y susurraban, sumido en sus pensamientos, él sentía que se encontraba solo en aquella plaza, allí, parado enfrente de las enormes puertas de metal que separaban al reino del exterior. Lo que sí escuchaba con claridad, era el sonido de sus propios latidos que parecían tambores dentro de su cabeza. También tenía frío. Las extremidades le temblaban sin cesar. Los labios le castañeaban, y parecía que la presión yaciente en su pecho, en cualquier momento, iba hacer que perdiera el conocimiento.
Las campanas de la iglesia al oeste de la plaza dejaron de sonar, indicando que la media noche acababa de pasar.
Illiam tomó aire profundamente, colocando una mano en su pecho, lo retuvo en los pulmones unos cuantos segundos y lo liberó lento, despacio, intentando, con dificultad, controlar la agobiante sensación de ansiedad que recorría su cuerpo. Una fría gota de sudor se deslizó a través de su espina dorsal ocasionándole un repentino escalofrío que heló su sangre.
Un largo farol de Piedra Cálida, uno de los muchos dispuestos alrededor de la fuente helada en el corazón de la plaza, emitía una tenue luz amarillenta que proyectaba la pequeña y temblorosa sombra de Illiam en los adoquines escarchados que sus negras botas pisaban.
El chico, como todos los que estaban a su alrededor, esperaba a su familia; específicamente a su única hermana. Ella llevaba más de siete meses inmersa en una peligrosa expedición, en lo profundo de un bosque habitado por seres de pesadilla, bestias horripilantes, espectros, misterios, donde las probabilidades de sobrevivir eran demasiado bajas, incluso para los más fuertes. Aquel sitio era llamado: El Bosque Profano, y allí, por orden del rey, eran enviados los más habilidosos aventureros del gremio de aquella nación, con el propósito de encontrar información sobre... lo que fuera que le sirviera a la humanidad para "progresar": (rastros de la civilización antigua, artefactos mágicos, libros, pergaminos, runas, dimántrium, etc.).
Ella, su hermana, debía estar cerca ya, junto con todo el enorme grupo de aventureros que había partido, o eso decía la carta que había traído el águila esa mañana, misma que fue enviada desde uno de los Puestos Externos del gremio más cercano a Seronia. Ese día Illiam llevaba esperando por su hermana desde que el sol desapareció del firmamento.
―¡Los veo! ―Aquella fue la estruendosa voz del vigía, posicionado en la torre más alta de la muralla de piedra que medía al rededor de veinticinco metros―. ¡Abran las puertas! ¡Abran las puertas!
Illiam por poco y casi se cae de espaldas.
Muchas personas comenzaron a alzar sus voces, llenas de felicidad, regocijo. Otras solo guardaban silencio, expectantes.
―Pensé que no iban a llegar hoy.
―Princesa, hija, tu papi ya está en camino.
―¡Oh qué alegría!
―¡Qué mi hija esté bien, Dios, te lo suplico!
―¡Ya viene en camino, ya viene en camino!
«Puede que más de la mitad del grupo que partió hace siete meses, haya sido aniquilado. Mi hermana... ella puede que esté muerta.»
Illiam no hacía más que traer a su cabeza pensamientos horribles. No lo podía evitar, pues siempre prefirió esperar lo peor de cualquier situación.
«Pero esperar lo peor... no siempre te garantiza que el golpe vaya a ser más suave. No», pensó.
Dos guardias comenzaron a girar la pesada manivela metálica pegada a un lado de la inmensa puerta, y esta produjo un fuerte sonido mecánico y monótono, seguido del chirrido de la puerta levantándose con lentitud. Cuando la puerta estuvo lo suficientemente arriba, Illiam pudo observar el páramo helado del exterior y las siluetas de los jinetes que se aproximaban a gran velocidad.
De repente comenzó a nevar, suave; y el primer caballo entró. Su jinete era un robusto aventurero con yelmo y un abrigo rojo que hondeaba sobre sus hombros. Luego entró otro jinete con el mismo abrigo, esta vez una chica menuda, con un rostro curtido, sucio, y los labios los tenía pálidos. Tenía nieve en el cabello entrenzado, y eso le hacía parecer que tuviera canas, aunque, en realidad, era muy joven. La chica tenía un aspecto desaliñado, pero aun así parecía fuerte, como si fuera capaz de seguir viajando semanas enteras sin ningún problema.
Y consecuente a ello, muchos más jinetes, con sus capas rojas, entraron, uno tras de otro, sin permitir a Illiam observar sus rostros con claridad.
«No puedo ver a mi hermana, maldita sea, ¡maldita sea!»
Ya había una docena de caballos dentro de la plaza y continuaban ingresando más y más. Algunos jinetes se dirigieron al Gran Establo del gremio, ubicado al oeste, cerca de la iglesia. Allí dejaron sus caballos en manos de trabajadores, tan rápido como se lo permitieron sus cuerpos, y se dirigieron hacia la multitud en busca de sus familias. Otros simplemente se lanzaban de sus monturas e iban directo a los brazos de quienes los esperaban, aunque eso era peligroso, ya que los caballos podrían herir a las personas si, por alguna razón, les diera por salir corriendo por cuenta propia (aunque era poco probable, ya que la mayoría estaban muy bien entrenados).
―Papi... ¡papi, eres tú!
―¡Princesa, papi te extrañó mucho!
Un padre se reencontró con su hija.
―¡Mi amor! ¡Oh Dios mío, gracias al cielo!
―Te amo preciosa, casémonos hoy mismo. ¡No quiero perder más tiempo!
Una pareja volvió a verse, y estaban llenos de felicidad.
―¡Maldita sea, sabía que regresarías, hijo!
―¡Papá, soy un roble como tú, obviamente iba a regresar!
Y un padre y su hijo se dieron el abrazo más fuerte que Illiam había visto hasta el momento.
La gente empezó a encontrarse con sus seres queridos, pero Illiam no veía a su hermana por ninguna parte. Muchos estaban felices, pero él sentía como si algo dentro suyo estuviese devorando sus entrañas lenta y dolorosamente. Odiaba sentirse tan ansioso. Se agarró el estómago con las dos manos, y cerró los ojos; podría haber vomitado en cualquier momento si no realizaba susodicha acción. Alzó la vista hacia su izquierda, y vio que había una niña de su misma edad con cabello salvaje, castaño y piel canela, sola, que no paraba de mirar, con sus ojos de un marrón profundo y sin parpadear, la puerta por la cual seguían ingresando aventureros.
«Tienes que parpadear, o te harás daño en los ojos», pensó Illiam.
Después miró hacia la derecha. Había una familia de dos ancianos y un pequeño que se aferraba a sus prendas y no paraba de preguntar: "¿Allí viene mamá? ¿Cuándo vendrá mamá? Abuelito, abuelita, ¿dónde está mamá?". Los ancianos tenían una expresión que daba entender lo frágiles que en ese momento se encontraban; parecían porcelanas fragmentadas, listas para derrumbarse con el primer soplido del viento sobre sus cuerpos. La anciana mantenía los ojos puestos sobre la entrada; e Illiam juró poder escuchar su voz, susurrando e implorándole a Dios por el bienestar de su hijita aventurera.
Illiam no era el único. Había muchas personas siendo presas de pensamientos horribles, del negativismo, de la desesperanza.
Ya eran menos los aventureros que llegaban y ninguno era su hermana.
―¡Ayuden a entrar la carga! ―gritó el vigía en lo alto de la torre a cinco hombres de aspecto nervioso con sombrerillos y ropas de granjeros desgastadas que salieron del establo.
―Sí señor ―respondieron los cinco al unísono, y salieron trotando.
Illiam cerró los ojos.
―Necesitamos una mano por aquí ―expresó la voz de un hombre desde el exterior, una voz conocida.
―¡Tengan cuidado, pendejos, son los cuernos de un Reno Maldito! ¡¿Saben cuánto cuestan estos bebés?! ―Y esa voz era inconfundible.
«Lissa... hermana.»
Por un momento, a Illiam se le olvidó cómo respirar. Pudo observar, abriendo muy bien los ojos, una gran carrosa jalada por bueyes que contenía muchos maletines de cuero a sus costados y otros más en su interior. Aquella carrosa siempre era enviada desde la central de comando para que los aventureros metiesen allí los tesoros o artilugios que habían encontrado en su exploración.
Pero la atención de Illiam pasó al techo de la carrosa; allí habían amarradas dos brillantes astas de un reno que, a diferencia de las normales, parecían tener una longitud de siete metros.
Y al frente de la carrosa, guiándola, había tres caballos. Entre esos, justo en medio, cabalgaba una mujer de cabello plateado y ojos grises que parecían brillar en la penumbra de la noche, rostro perfilado, piel inmaculada, pestañas plateadas y mirada altiva (común en ella). Su estatura también la hacía destacar. Medía alrededor de un metro con ochenta y tres centímetros, y su montura era, en comparación a las demás, titánica.
―Lissa... ―susurró Illiam, la voz se le entrecortaba. No podía hablar más alto―. Lissa...
―Lissa, vendamos ya estas cosas. No puedo esperar más. ¡Quiero ya el oro en mi bolsa! ―habló, casi gritando, el hombre a la izquierda de Lissa, quien era robusto, un tipo enorme, acorazado con una gruesa capa de músculos que lo hacían intimidante a la vista. A su espalda, colgaba una enorme espada que, ni en sueños, Illiam podría llegar a levantar. Su rostro era varonil, barbado, y su cabello recortado a los lados, castaño, le daba un toque juvenil. Sus ojos marrones contemplaban divertido el ambiente, aunque, si mal no recordaba Illiam, el color de sus ojos eran un poco más claros. ¿Será que el chico los vio más oscuros porque era de noche? Quizás.
―Relájate, Mike ―respondió Lissa, con un tono cansado―. Tendremos tiempo de sobra para eso. Por fin estamos en casa, y ahora no quiero pensar en trabajo.
―¡Con lo que nos paguen por esos cuernos, podríamos vivir un año entero sin preocupaciones, mierda! ―dijo una mujer a la derecha de Lissa, alta, piel morena, cabello oscuro, largo que le descendía por la espalda y tenía, a los costados de sus caderas, un par de dagas desgastadas. Gozaba de una belleza salvaje, y en su cara en forma de diamante se dibujaba una expresión descuidada, ruda―. Tenemos que vender estas mierdas ya, Mike, Lissa. ¡Ya! ¡Además, tenemos que hablar con los directores del trato de ascenso que tenemos con el rey!
―Claria, estás loca. Yo no...
―¡Vamos ahora mismo al gremio! ―exclamó Mike, eufórico, cortando en seco lo que Lissa venía diciendo.
―¡Sí, vamos! ―Asintió Claria.
―Par de idiotas ―insultó Lissa a sus dos acompañantes, frunciendo el entrecejo―. ¿Creen que, con lo cansada que estoy voy a ir al puto gremio ahora? ―Lissa ya había pasado con su yegua el umbral que separaba al reino del exterior, e inmediatamente atrajo las miradas curiosas de otras personas―. Venderemos todo mañana y hablaremos después con los directores del contrato.
La presencia de Lissa era imposible de ignorar, pues era muy famosa, y ninguno de los presentes que esperaban junto a Illiam, tardó siquiera un segundo en comenzar a hablar de ella:
―Miren, es Lissa.
―La Arquera de Plata volvió.
―¿Cómo no va a volver? Ella es un monstruo.
―¡Miren esas astas!
―¡Carajo!
―Tuvo que haber sido Lissa.
―Cazó a un Reno Maldito.
―Ella es fuerte.
―¡También es preciosa!
Illiam se quitó la capucha de su abrigo negro, y dejó al descubierto su cabellera roja que le caía un poco más arriba de los hombros, e inmediatamente Lissa puso sobre él sus grises ojos.
―Illiam... ―El rostro de Lissa, que siempre había mantenido una expresión dura, brusca o burlona, en ese momento parecía tan frágil como el fino hilo de una telaraña.
Dejando atrás a sus compañeros, ella arrió su hermosa yegua blanca y se acercó velozmente a Illiam, esquivando con habilidad a algunas personas que se le atravesaban sin querer. Cuando estuvo a unos pocos metros, se lanzó del animal y corrió. Illiam ya tenía los brazos abiertos, esperándola.
―Te extrañé, pequeño ―susurró Lissa. Su voz era como una campanilla.
Sus cuerpos se encontraron. Lissa lloró desenfrenada y abrazó a Illiam tan fuerte, como si se tratase de un peluche de felpa. El hombro de Illiam quedó empapado en lágrimas, y él, aunque más silencioso que su hermana, también sollozó, bajo la luz amarillenta del farol sobre sus cabezas.
El sufrimiento del chico había terminado, pero él estaba consciente de que muchos otros, a partir de esa noche, sufrirían por el resto de sus vidas.
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