Capitulo 3
La quimioterapia era un infierno. Primero te conectaban a un suero con anestesia durante un par de horas, y te dejaban ahí, esperando a que el cuerpo empezara a sentir el adormecimiento que anunciaba la segunda parte, la que realmente me aterraba. Cuando ya sentía la lengua pesada y las piernas a punto de rendirse, venía la bolsa con el verdadero veneno. Eran dos horas más, en las que el dolor se apoderaba de cada rincón de mi cuerpo, dándome náuseas y ganas de gritar hasta quedarme sin voz. Si no hubiera sido por Madame Pomfrey, que siempre me miraba con esa mezcla de compasión y determinación, habría perdido la cabeza. Ella había puesto un encantamiento silenciador en la habitación para que nadie me escuchara, y aunque todo doliera como el demonio, lo agradecí. Al final de cada sesión, la fatiga me golpeaba como un tren, dejándome hecho un trapo, y así fue mi primer día de un tratamiento que ni siquiera prometía una cura.
Esa noche, Madame Pomfrey insistió en llevarme hasta mi cuarto. Cruzamos el castillo, evitando a prefectos y profesores, como si fuera una misión secreta. Por una vez, la suerte estuvo de mi lado y no nos cruzamos con nadie. Al llegar, justo antes de despedirse, sacó un pequeño frasco de su bolsillo.
—Antes de que me vaya, Harry, toma estas pastillas. Contienen una poción encapsulada para la fatiga. Solo tómala con agua, será mucho mejor que una poción entera —me explicó, su voz suave pero firme.
Yo asentí, demasiado cansado para replicar. En cuanto se fue, me dejé caer en la cama y cerré los ojos, deseando que, al menos, esa noche las pesadillas no me atraparan. Pero claro, nada es tan sencillo. Cuando desperté, sentí mi cuerpo más pesado que nunca, como si cada célula hubiera decidido rebelarse contra mí. Aun así, sabía que no tenía opción: hoy no había excusas para faltar a clases. Me forcé a levantarme y me metí en la ducha, dejando que el agua caliente intentara revivir mis músculos doloridos y lavara el sudor frío que había acumulado durante la noche.
Salí de la ducha y busqué a Ron, pero no estaba en la habitación. Fue raro, porque siempre se despertaba después de mí o, a lo mucho, ya estaba listo para bajar juntos. Pensé que tal vez ya habría ido a buscar a Hermione a la sala, así que bajé a buscarlo. Pero al llegar, no vi a ninguno de los dos, y eso sí que fue extraño. Siempre desayunábamos juntos, era como una rutina sagrada.
Caminando por los pasillos, vi a los de primer año corriendo de un lado a otro, emocionados por alguna nueva aventura, y a otros estudiantes aprovechando la tranquilidad del jardín. El otoño ya había llegado, y las hojas caían lentamente, pintando el suelo con tonos cálidos. Había una belleza en la escena, un tipo de serenidad que normalmente me llenaba de calma. Pero ese día, todo me parecía lejano, ajeno, como si el frío se hubiera colado dentro de mí también. No podía evitar pensar que tal vez no me quedaban muchas mañanas por ver. Y aunque la idea debería asustarme, no lo hacía. De alguna forma, la posibilidad de la muerte me resultaba más una liberación que un temor. Me obligué a apartar esos pensamientos de la cabeza, sabía que no me harían bien.
Cuando finalmente llegué al gran comedor, vi a tres figuras familiares: una cabellera castaña, otra rubia y una pelirroja. Estaban sentados juntos, mirándome con una mezcla de preocupación y enfado que me dejó en claro que algo se venía. Mi primer instinto fue el de cualquiera que se encuentra a punto de ser regañado: dar media vuelta y desaparecer antes de que me atraparan. Pero antes de que pudiera siquiera pensar en un plan de escape, Hermione ya me tenía agarrado del cuello de la camisa, arrastrándome de regreso, sin importarle que todos los presentes nos miraran como si estuviéramos dando un espectáculo.
—¿Dónde estuviste anoche? —preguntó, con ese tono que usaba cuando las cosas se ponían serias, tan frío que casi hacía eco.
—Estuve con Draco, ¿no, amor? —intenté improvisar una respuesta, buscando a Draco con la mirada, esperando que me respaldara.
—Vuelve a intentarlo, amor mío, porque cuando desperté a las 10:30 ya no estabas —respondió él, cruzándose de brazos, con una sonrisa que no presagiaba nada bueno.
—Ah, entonces ya me había ido a mi cuarto —dije, intentando parecer casual, pero el sudor empezaba a escurrirme por la nuca.
—No mientas, Harry. Te esperamos hasta las 11 y no apareciste. Al final, nos fuimos a dormir pensando que te habrías quedado con Draco, pero imagina nuestra sorpresa cuando descubrimos que, desde las 10, Merlín sabe dónde te habías metido —intervino Ron, con una mirada de desaprobación que me hizo sentir como si tuviera 12 años de nuevo.
—Está bien, chicos, me descubrieron. Me fui a la Sala de Menesteres a leer un poco y perdí la noción del tiempo —admití al fin, tratando de mantener la calma. No esperaba que fueran a indagar tanto sobre mis ausencias, y menos que me hicieran sentir tan... vulnerable.
—No vuelvas a hacer eso, Harry. Nos preocupaste un montón. No es que no puedas hacer tus cosas, pero no nos asustes así —dijo Draco, ya más relajado, acercándose lo suficiente para darme un beso rápido en la mejilla. Después, volvió a la mesa de Slytherin, dejándome con mis amigos.
Nos sentamos y traté de comer algo, pero la comida se me hizo una bola en la garganta. Nos preparamos para las clases de la mañana: Herbología con Hufflepuff, Runas Antiguas con Ravenclaw, y finalmente Defensa Contra las Artes Oscuras con Slytherin, que solía ser mi favorita. Pero cuando entré al aula, sentí que el corazón me daba un vuelco.
Ahí estaban, mis padres, junto con Remus Lupin. Remus discutía en voz baja con mi padre, y aunque no se alcanzaba a escuchar lo que decían, sus gestos lo decían todo. Algo en la manera en que Remus señalaba y mi padre negaba me dejó claro que no era una conversación cualquiera. Cuando por fin notaron mi presencia, ambos me miraron con una mezcla de culpa y preocupación que me encendió. ¿Ahora se preocupaban? ¿Después de lo que pasó en vacaciones?
La clase fue puramente teórica, lo cual fue un alivio porque la fatiga de la quimioterapia y el hecho de que había olvidado tomar las cápsulas de Madame Pomfrey empezaba a pesarme. Draco, que conocía cada uno de mis gestos, decidió mantenerse a distancia, como sabiendo que si se acercaba, no podría contener las ganas de enfrentarse a mis padres. Mientras tanto, mis amigos no dejaban de mirarme de reojo, y mis padres parecían incapaces de apartar la vista de mí, como si eso fuera a arreglar todo lo que habían roto.
Las palabras que me dijeron en vacaciones aún resonaban en mi cabeza: que era una decepción para la familia Gaunt, que me había vuelto caprichoso y dramático, que esperaban más de mí. Y lo peor era que mi papá, James, había sido Gryffindor, igual que yo. Se suponía que debía entenderme, ¿no? Pero no, solo lograron hacer que Charles, mi hermano, explotara en una pelea que rompió todo lo que quedaba de nuestra relación familiar.
La clase terminó, y finalmente la tensión en el aula se disipó un poco. Hermione y Ron me esperaban a la salida, y ella fue la primera en romper el silencio.
—¿Estás bien, Harry? —preguntó con suavidad, pero había algo en su mirada que me hizo sentir expuesto, vulnerable.
—Sí, Hermione, solo estoy cansado. Nada de qué preocuparse —intenté sonreír, pero incluso yo sentí lo forzado que sonó.
—Me refiero a... ya sabes quiénes —insistió, lanzando una mirada significativa hacia mis padres.
—Ah, eso... No me importa. Pueden mirarme todo lo que quieran, pero no va a cambiar nada para mí —respondí, intentando sonar seguro, aunque el nudo en mi estómago me traicionaba.
—Está bien, pero si necesitas hablar, estamos aquí para ti. No estás solo, Harry —agregó Ron, con una sinceridad que siempre me sorprendía.
Nos dirigíamos a la torre de Gryffindor cuando, de repente, una voz que no quería volver a escuchar me detuvo.
—Harry, hijo, ¿podemos hablar? —dijo mi padre, con ese tono de quien quiere ser conciliador, pero que solo consigue hacer que el nudo en mi estómago se apriete más.
Y en ese momento, supe que el universo tenía una forma única de recordarme que nada en esta vida sería sencillo.
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