Una ramita de jardín


 Esa era mi familia, una puta joya.

En casa, Louis tenía su propio cuarto: uno amplio, elegante, y lleno de lujitos tan innecesarios como divertidos. Por supuesto que se negó a compartirlo conmigo, y al Beth ser la princesa y la consentida, no entraba ni siquiera en discusión.

Dormía en el sillón de la sala de estar del segundo piso, que, de hecho, era bastante cómodo, pero el problema no radicaba en la suavidad del material del mueble, sino en que se encontraba en medio de las habitaciones, sin paredes, y a la vista de los pasillos. Por lo que se me obligaba a levantarme primero que todos, ordenar completamente antes de que despertaran, y dejar como si ahí no hubiera dormido nadie.

Yo estaba seguro, que ese precisamente era el objetivo. Fingir que no habitaba bajo el mismo techo, porque habitaciones, habían un par, pero pretextos, habían muchos más: ese es el cuarto de visitas, ese es el cuarto de la abuela, decían, quien por cierto, vive del otro lado del puñetero atlántico.

Si alguien ajeno hubiera entrado en la mansión, ni siquiera se daría cuenta de que hay un tercer hijo habitando ahí mismo.

Mis mantas y almohada, escondidas en el armario de la esquina, mi ropa y zapatos, dentro de unas cajas en el almacén de la cocina, y ni un solo juguete o artefacto que fuera de mi entera propiedad.

Sé que puede sonar una putada, y lo era, pero en aquellos años y con la inocencia de la niñez, yo encontraba la pequeña grieta de luz dentro del cuarto oscuro.

Me levantaba cuando el sol apenas pintaba una pequeña línea amarillenta en el horizonte, y pasaba horas en la biblioteca leyendo, a veces entendía, y a veces no, pero leía a mis cortos cinco años. 

También me sentaba frente al piano, con la espalda recta y las manos sobre las teclas. No podía tocarlo de verdad por el ruido, pero me gustaba fingir. Mover los dedos como si estuviera haciéndolo de verdad, frente a un teatro, con los aplausos de fondo, y las miradas orgullosas de todos. Y aunque parecía que era todo un juego, yo movía mis dedos a conciencia, con las partituras que muchas veces había leído y estudiado por las mañanas de soledad, en las que esperaba que todos despertaran.

Mis días favoritos, eran cuando salíamos de casa. Me vestían igual que mis hermanos, y frente a ojos ajenos, mis padres nos trataban a los tres de la misma manera. Era ahí cuando aprovechaba para acercarme un poco a ellos, recibir un suave apretón en un hombro, unas palmaditas en la melena, una sonrisa, unas palabras que no fueran hostiles.

Es por eso que cuando Beth cumplió los cuatro, la edad suficiente para el preescolar, y para iniciación musical, nos llevaron a ambos a Arts School. Yo iba dando saltitos, encantado con la idea de estudiar música y poder dejar de fingir con el piano de la casa.

Con mi pantalón caqui cuadriculado, mi camisa de lino blanca y abotonada hasta el pescuezo, y los tirantes marrones sobre mis hombros, me paré derecho y con una sonrisa enorme frente a la directora de la escuela, que nos recibía.

—¡Jack y Eleanor Myers! Qué honor tenerlos aquí

—¿Cómo estás, Camille? —saludó ella—. La escuela luce magnífica con la remodelación.

—¡Definitivamente! Ahora luce a la altura del nivel que impartimos.

—Estoy seguro de que sí —aseguró mi padre, acomodando sus gafas con aires de superioridad.

—Estoy encantada de instruir a estos pequeños, que seguro son igual de talentosos que sus padres.

—Oh, no querida —interrumpe mi madre—. Será solo a Bethany.

Mi quijada se desencajó en cuanto escuché sus palabras. Tuve que apretar mis puños y concentrarme para no llorar ahí frente a todos, porque estaba seguro de que, si me dejaba llevar, recibiría una paliza llegando a la mansión.

—¿Cómo? ¿El pequeño no aprobó el examen?

—Ni siquiera lo hizo, no se le da la música —añade él con brusquedad.

—¿No te gusta la música, cariño? —me preguntó con calidez, como si hubiera sido mi decisión no hacer la dichosa prueba.

Yo asentí acelerado, y un ligero pellizco en la espalda me hizo ponerme tan rígido como un tronco, porque era un apretón de dedos, pero en el idioma de mi padre, era una advertencia peligrosa de que me callara.

—Bueno, ya está aquí. Dejémoslo que lo haga.

—No te molestes, Camille. Ya va dos años retrasado, y además jamás ha tenido un acercamiento con la música, solo intenta impresionarte.

La señora me sonríe con los labios fruncidos y mirada analítica.

—Pues entonces no pasa nada con que lo intente, ¿no es así? De fallar, seguiría como hasta ahora. No será ninguna molestia, Jack.

Y sin esperar a que mi padre replicara, la regordeta señora nos tomó a ambos de la mano y nos adentró en la escuela.

Un edificio bastante moderno, con el eco de varios instrumentos tocando diferentes melodías y escalas. Yo observaba todo maravillado, mientras Beth observaba sus zapatos nuevos brillar con cada paso que daba. Esto no era algo nuevo para ella, acompañaba a mis padres a los ensayos con la orquesta, y a los recitales de Louis, mientras yo siempre esperaba en casa.

Llegamos al auditorio de la escuela, donde en el escenario se divisaba un piano de cola caoba y brillante, y varias cajas con instrumentos.

—¿Les ha gustado la escuela?

Yo asentí varias veces con alegría, mientras Beth con un solo movimiento de cabeza y una mueca en los labios.

—¿Ya saben con qué instrumento harán el examen?

—Flauta transversal —dijo Beth con pretenciosa seguridad.

Yo me subí al escenario, a batir las cajas con la mirada, observando un instrumento y luego el otro. Pero era obvio que solo hacía el imbécil, porque lo que yo deseaba, era el monstruo de madera del centro.

—También puede ser con el piano, querido —dijo ella como si me hubiera leído el pensamiento.

Tengo que tensar la mandíbula para evitar soltar un chillido de emoción, y corro a sentarme frente al monumental instrumento. Me tomé un minuto para acariciar las teclas, los dedos me temblaban, y las piernas también. Entonces, temeroso, presioné una, y el eco retumbó por todo el teatro. Reventé una carcajada nerviosa de escucharme por primera vez tocar una tecla de verdad, sin tener que fingir para evitar una golpiza.

La directora me observa con las cejas fruncidas, como si me tuviera pena, como si estuviera viendo un puñetero perro desnutrido frente a una salchicha por primera vez.

—Cuando gustes —indicó con calidez.

Asentí tembloroso, di una bocada de aire, apreté mis párpados, y empecé a tocar como todas esas veces que jugué a hacerlo, pero esta vez, de verdad, con la presión necesaria en los dedos.

El sonido que liberaba me hizo abrir los párpados y comenzar a reírme con un loco. No podía creer que estuviera tocando de verdad, cada vez más fuerte, más rápido, más decidido. Estaba encantado, respirando tan agitado que comenzaba a marearme, me sabía la canción de memoria, y mis dedos se movían tan acelerados, que se convertían en una mancha sobre las teclas, siguiendo la coreografía ensayada.

Casi me parece escuchar a un público real aplaudir, gritar eufóricos, las flores caer a mis pies, y el sudor goteando en mis pestañas.

Termino de tocar con un estruendoso final, sacudiendo mi cabello cubierto de sudor, una amplia sonrisa, y completamente agitado. Giro mi cabeza, e imagino nuevamente el público, gritando extasiados y aplaudiendo frenéticos, lanzándome flores, y yo me río, lo disfruto. Hasta que todos se encogen y desaparecen para convertirse en una señora regordeta, y mi hermana de cuatro años, que me miran con los ojos desorbitados y las bocas bien abiertas. 

—Bueno, Eleanor, te dejo a tus criaturas, que necesito llevarme a Jack para llenar los papeles de los niños.

Mi padre la vio con el ceño fruncido.

—¿Ambos?

Ella asiente segura.

—Este niño ha sacado tu talento para el piano —dijo orgullosa, y yo no pude evitar sonreír triunfante.

Pero mi padre me lanza una mirada fulminante que me pone tenso al segundo.

—Imposible —dice en un hilo.

—Créeme, en esta escuela no hay favoritismos, Jack. Y este chico, lo trae en la sangre.

—Ya vengo, quédate con ellos, Eleanor —dijo sin retirar su mirada filosa de la mía.

Y aunque estaba seguro de que su mirada era una clara advertencia de lo que me esperaba al cruzar el umbral de la mansión, no pudo robarme esos minutos de gloria en los que me sentía. Yo no suavizaba la sonrisa de mi rostro, los dedos todavía me hormigueaban por sentir nuevamente el choque de la madera de la tecla, contra la cuerda de metal debajo de ella.

—Esperen aquí, niños —dice mi madre—. No se muevan.

Y se va por el mismo camino que la directora y su marido.

—No debiste tocar, Hedric —riñó mi hermanita—. Papá va a pegarte otra vez.

Y aunque era un reproche, había miedo en su tono de voz. Sin embargo, yo me limité a encogerme de hombros sin borrar la sonrisa idiota de mi cara. Porque aunque sabía lo que me esperaba más tarde, no iba a evitar que estudiara aquí, no se negaría estando tan vulnerable del juicio de la directora. Si una golpiza me garantizaba venir aquí todos los días y volver a tocar esas teclas, dejaría que me la diera y la enfrentaría con valor, como un soldado recibiendo su medalla después de la guerra.

Pero entonces, un bombazo duro y filoso atravesó el aire y me reventó en la cien. Apreté los párpados y un agudo sonido me ensordeció por completo. Me llevé la mano al lugar golpeado, confundido y desorientado. Parpadee varias veces, enfocando la vista, y encontré un puño de tierra y piedras desbaratado en el suelo. Levanté el rostro en busca del cañón lanza bombas, y me encontré a un grupo de chicos reventando unas carcajadas maliciosas, y con ellos, mi hermano Louis, quien me fulminaba de brazos cruzados y el mentón alzado.

—¡Ponte a podar, jardinero! —gritó uno de ellos y los demás se rieron.

Solté un quejido ante el repentino dolor punzante, y el calor líquido humedeciendo la mejilla, quité la mano de la zona herida, y observé mis dedos pintados de rojo.

—Joder... —lamentó uno—. ¡Corran!

Y todos se dispersaron como unas jodidas cucarachas.

Esa bomba fue el aviso de una guerra, en donde yo acababa de meterme en territorio enemigo. Porque allá fuera, yo era un don nadie, pero aquí, con todos los hijos de los compañeros de trabajo de mis padres, si tenía un nombre, ahora también un apodo, y además una marca. Una pequeña rajada aún costado de mi ceja, delgada y torcida como una ramita del jardín. Bastante irónica la forma, ¿no crees?

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