Salvavidas

Mi psicóloga de cuarta no volvió, pero su consejo me dirigió por el siguiente par de años.

 Llevándome a corresponder, por primera vez, un saludo a Karen, la chica que me acosaba desde el primer año en esa escuela, y que en cuanto le dirigí la mirada, se abalanzó sobre mí, rodeándome el cuello con ambos brazos.

Esa tía estaba completamente loca. No había perdido un tornillo, sino la caja de herramientas entera. Pero yo era un puberto, solitario y perdido, que a la primera felación, cayó rendido a sus diminutos pies. Y pues ella, obsesionada con el apellido Myers y su reconocida fama en el mundo de la música clásica moderna, siendo yo, el único varón disponible desde que Louis se graduó, me cuidaba como un puto perro guardián. Que no se acercara ninguna tía a pedirme la hora, porque Karen ladraba al minuto, reclamando su propiedad.

Y yo sé que suena terrible, pero venga, que yo no era precisamente el cabrón más sociable de aquel internado, y en esos años, mis amistades se limitaban solo y únicamente al marquesito y el clarinetista imbécil, quienes, de hecho, también tenían novia. Por lo que los arranques de locura de Karen eran pocos, y cuando sucedían, eran una perfecta justificación para encerrarla contra la pared, frotar la furia en ella con embestidas rudas y aceleradas.

Nuestra relación era así. Silencio o gritos, follar o discutir, la ausencia o el caos, nada más y nada menos. Sin equilibrios, y una puta locura todo el tiempo.

Después de ese par de años en donde todo se puso de cabeza: Alek y Helena, Jean y Nadya, Steve y no recuerdo quién, las cosas comenzaron a acomodarse un poco. Acomodarse en el internado, porque mi vida iba a comenzar a ponerse jodidamente agria, y por mi puñetera culpa. El primer lengüetazo al limón, fue verla sentada nuevamente en su mesa simbólica en la cafetería.

Yo recordaba a una niña regordeta, de mejillas rosadas, labios mordidos, dos coletitas mal hechas, y cara de culo. Pero la chica que estaba ahí ya no tenía nada de niña. Ni de regordeta. Ni de... de... ¿De qué había dicho?

Era ferozmente hermosa. Como un jaguar al que contemplas con cautela, temiendo recibir un zarpazo en cualquier momento.

Los ojos rasgados y las cejas torcidas, le daban a su mirada cierto peligro, de una bestia lista para cazar. Totalmente incongruente con su boquita redonda y rosada, al igual que sus mejillas, como una jodida muñeca china de porcelana. Y su cabello. Puta que su cabello era precioso. Crespo, enloquecido, ni para acá, ni para allá, como me sentía yo, como sabía que estaba ella.

—¡Venga! Vamos a saludar —ordenó Steve.

Pasé el brazo alrededor de los hombros de Karen, y me encaminé con la mirada al techo. Mi amigo idiota la abrazó eufórico, con una perra confianza que como desearía tenerla también yo.

—Para abrazarme primero báñate —gruñó May.

Desvié la mirada conteniendo una carcajada. Tan implacable como la recordaba.

Ellos siguieron hablando, poniéndose al día, y yo repiqueteaba los dedos sobre el hombro de Karen, tenso por lo que estaba cometiendo: una exploración de lo más peligrosa. Girando sin temor por cada curva desbaratada de su cabello, esquivando cada peca casi imperceptible de su nariz, siguiendo el ritmo de su lengua bailar con cada palabra expresada. Y me di cuenta, que May ya no era la misma.

Era natural que estuviera afectada por la muerte de su único hermano, pero no era solo eso, había más que tristeza pintando su rostro. Esa batalla que yo podía ver, como ella veía en mí, se había intensificado. Más ácida, más devastadora.

Su mirada se dirigió a la mía, tomándome por sorpresa y provocando que mi cuerpo se tensara. Tenía navajas en los ojos, fulminante y determinada, esperando un golpe mío, una guerra, o que sé yo. Su mirada se desvió hacia la chica entre mi brazo, y suavizó el gesto tanto, que curvó las cejas, no sabría decir si preocupada, con pena, o lástima. O quizá, eran las únicas miradas que yo estaba acostumbrado a ver en la gente hacia mí, y no lograba determinar una distinta.

Solo cuando me alejé de ahí siguiendo el paso de mis amigos, me di cuenta de que ni siquiera la saludé.

Joder, si no podía ser más canalla.

Pasaron meses, años.

La vida daba volantazos drásticos. Jean y Helena habían dejado de ser el par de necios que a todos nos tenían hasta la puta madre de cansados, y después de pasearse por meses como un par de melosos, actualmente mantenían una relación a distancia. Beth salía con Steve en intentos patéticos por ocultarlo, como si me importara una mierda su vida privada. Pero May y yo, permanecimos en el mismo lugar. Yo, atrapado en una relación de la que llevaba mucho queriendo salir, y ella, dentro de una nube oscura y densa que la perseguía desde que había vuelto a la escuela.

Llevaba días lloviendo, un ambiente lúgubre, frío, y oscuro envolvía la escuela, y principalmente a mí. Porque faltaban un par de meses para graduarme, salir de aquí y volver a mi realidad, sin amigos, sin familia, y ahora que soy mayor de edad, seguramente sin casa. Y aunque me costara un testículo reconocerlo, extrañaba al marquesito y su jodido trauma con el orden.

Andaba con pasos arrastrados y mirada cabizbaja por los pasillos vacíos, ya que era horario de clase y últimamente me saltaba todas, con la pobre esperanza de quedarme un poco más, repitiendo el año.

Un llanto me hizo levantar la frente y tensar los hombros. Identifiqué el origen, en el siguiente pasillo donde estaban los teléfonos. Y peor, identifiqué la voz del lamento.

—Mamá, por favor. Me fui por dos años, ¡es imposible estar al mismo nivel! —lloriqueaba May.

No entendía las palabras al otro lado del teléfono, pero sí un tono hostil y golpeado. Ella empuñaba una y otra vez sus manos, presa de un pánico que se podía mascar en el ambiente.

—Te lo ruego, ma. Voy a pagarte cada centavo, pero deja que...

Más gritos del otro lado, sollozos de May, y después, un pitido constante en la línea.

—¿Mamá? —pregunta ella confundida.

Azota el teléfono contra la pared, se lleva ambas manos al cabello y tira con fuerza, liberando un sollozo amargo y estridente que me eriza los pelos de la nuca.

Ella llora, gime, se sorbe la nariz, se deja caer al suelo con las manos empuñadas y temblorosas en su cabeza, está hecha un puto desastre y no le preocupa. Le da igual dejarse llevar aquí, en un lugar tan público y a la vista de cualquiera que se desvíe un poco del pasillo principal, incapaz de poder controlar el sentimiento que la ahoga. Y yo lo comprendo. Puta que lo comprendo, porque lo viví toda mi jodida niñez. Pocas personas saben lo que es sentirse tan podrido, que da igual si ocultas tu dolor o no, porque lo putrefacto se huele a kilómetros.

Camino despacio, cuidando cada paso que doy, intentando que no se asuste, porque no quiero incomodarla. Me siento por un lado, sin decir nada, ni haciendo nada, esperando que la peste de mis guerras, oculte las suyas. Pero ella detiene su llanto, en seco y de golpe.

Me observa con la mirada rota, colorada y acuosa, y se deja reventar. Se lanza hacia mí, hundiendo el rostro en mi cuello, y enrollando ambos brazos en mi nuca con toda la fuerza que tiene, porque me ahoga, me asfixia, y también me libera. La abrazo contra mí, desesperado y extasiado como un náufrago sujetando el flotador en medio del mar.

Solloza fuerte, imparable, sus músculos se contraen una y otra vez contra mí, tiembla terrible, humedece mi cuello, el mentón, y me ensordece con sus alaridos.

—¡La odio! —dice en un alarido—. ¡La odio tanto!

Y termina por romperme.

Lloro yo también, no por ella, ni por su historia que desconozco. Lloro por mí. Porque yo también odio. Odio mucho, desmedido y abundante. Y la entiendo, porque sé que no quiere hacerlo. Que al igual que yo, es un sentimiento que no decidió, ni eligió. Nos obligaron. Y además de eso, nos odiamos a nosotros mismos por sentirlo. Por darnos cuenta, que dentro de ti hay sentimientos tan oscuros y amargos que los demás no tienen, y es inevitable sentirte roto, diferente, y sucio.

Lloramos juntos, liberando un puto océano entre los dos, aferrados con fuerza y garras en un abrazo ácido, funcionando cada quien como el salvavidas del otro en medio de la tempestad.

Poco a poco, y en sintonía, el caos cesó, para transformarse en dos respiraciones profundas y agitadas, que se inflan y desinflan juntas.

Sin decir palabra, deslizamos nuestros brazos rendidos, nos pusimos de pie, y cada quien se fue por su camino, lo suficientemente abatidos como para ni siquiera dirigirnos la mirada.

Ese día, me sentí diferente: ligero, aliviado, y comprendido. E inevitablemente, tuve ese momento nublando mi vista por el resto de días, hasta que sorpresivamente, me encontraba de pie, con mi toga y mi birrete, junto a Steve, esperando a que corearan nuestros nombres para recibir nuestros certificados, planteándome el funcionamiento del tiempo y el espacio, y como una persona podía alterarlo tanto sin hacer mucho.

Bethany observaba al imbécil de mi amigo con ojos llorosos, llena de admiración y sentimientos. Acariciaba sus propios brazos, conteniéndose. Y lo sabía, porque me veía de reojo esporádicamente. Y pues lo siento, pero cada quién, sus guerras, hermana.

Me gradué por excelencia académica, y con propuestas de varias universidades para que estudiara en ellas. Volví al público, donde la multitud de gente intentaba llegar a mis padres, para conocerlos o conversar, tocarlos, lo que sea, incluida Karen.

Steve y Beth desaparecieron juntos en cuanto pudieron, y me vi parado ahí, solo, con un papel tan frágil como importante en las manos. Sin celebrar con nadie, ni compartir una risa, o unas palabras. Me mordisqueé el interior de mis mejillas, con una amarga sensación en la piel de que algo me faltaba.

Y de pronto, el sentimiento que me carcomía por dentro, se disipó. Tan rápido y fugaz como el toque a una burbuja en cuanto una mano apretó la mía, y su dueña se colocó a mi lado, chocando suavemente su hombro con el mío. Sin mirarla, sabía que se trataba de ella, porque el cabello desordenado y negro como el carbón, se me colaba por el rabillo del ojo.

Apreté su mano, reconociendo a mi propio salvavidas y la calidez que alberga en su interior.

—Felicidades —dijo con voz apagada y sin desviar la mirada hacia el frente.

Asentí por compromiso. Porque yo tampoco me sentía feliz. No, ahora que nos habíamos dado cuenta, demasiado tarde, qué juntos podíamos rescatarnos.

Estuvimos de pie con las manos sujetas y las vistas perdidas, por el tiempo suficiente como para que la gente se fuera disipando. May fue la que decidió detener lo que sea que estaba sucediendo en nuestra muda conversación, y sin soltar mi mano, se giró para verme de frente, a lo que, expectante y maravillado, correspondí.

Sus ojitos rasgados me veían, anhelantes, gritando tanto y mostrando poco. Pasó saliva con dificultad y bajó la mirada.

—Gracias —dijo en un hilo.

Y sin dedicarme otra mirada y mucho menos palabras, se retiró. Y yo seguí sus pasos hasta que se perdió en el horizonte, melancólico y vacío. Jodidamente vacío.

El golpe de una tela arrojada con hostilidad en el rostro, me hizo sobresaltarme.

Lo retiré de mi cara y lo extendí confundido. Un mandil con un bordado vulgar de un hombre obeso sosteniendo una espátula, me observaban desde el textil, con las letras rojas y chillantes a lo largo de la prenda, "Las Hamburguesas del tío Lucas".

Miré a mi alrededor y vi a mis padres, con Louis al frente, quien me veía divertido con los brazos cruzados.

—¿Qué es esto?

—¿Eso? —responde Louis con pretensión—. Es tu nuevo trabajo.

Y sus palabras retumbaron en mi cabeza como un eco ensordecedor y asfixiante. 

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