La guerrera diminuta

Beth y yo quedamos seleccionados como primer instrumento en nuestras respectivas secciones, a diferencia de Louis, que ni siquiera entró en lista y tuvieron que pedir apoyo a los directores para que lo dejaran entrar. 

El mejor chiste que había oído en mi puta vida.

Llegamos al internado, Beth indiferente como siempre, y yo, tan nervioso que me dolía el estómago. Louis me dio la orden de seguirlo hacia su dormitorio, y yo, incapaz de hacer más que temblar emocionado, lo seguí.

—Tenemos que llevar los formatos firmados a dirección. Beth los tiene.

—¿Eso qué significa? —repliqué confuso.

—¿Eres imbécil? Que llenes los puñeteros formatos y los lleves a dirección.

—¿Y por qué tengo que hacerlo yo?

—Porque si no haces lo que te digo, les diré a todos que eres un puto jardinero, sin talento ni familia.

Nos frenamos frente a la puerta de la que sería la primera habitación de mi vida, y un cosquilleo recorrió mi espina dorsal.

—¡Siempre complicas todo, Lou!

—Madura, enano. Organízate con Beth —dijo tajante mientras se alejaba.

—Idiota —murmuré.

Entonces me percaté del chico en mi habitación, que me miraba estupefacto.

—Qué tal... —saludé avergonzado.

Me senté en mi cama de manera brusca, sintiendo la suavidad de un colchón, mi propio colchón. Y me permití observar mi alrededor, percatándome de que este chico ya había acomodado toda su ropa, las playeras una arriba de otra, dobladas de una manera tan perfecta, simétrica y por colores. 

Estupendo, me había tocado con el jodido inadaptado de la escuela, y mira que para que sea yo quien lo diga.

Me disculpé por la escena y me presenté con él. Un francesito tan refinado y pulcro, que me daban ganas de tirarle un poco de tierra encima para ver si se ponía a gritar histérico por la imperfección en su imagen.

El resto del día, fue completamente normal. Qué normal para mí, se traducía en maravillosamente tranquilo.

Recorriendo la escuela, disfrutando de los pequeños detalles a mi alrededor, las figurillas de las alfombras, las astillas en la madera de la cenefa, los ornamentos en los marcos de las puertas.

Chicos yendo y viniendo. Chicos que me ignoraban, aquí yo no era nadie, y eso me encantaba.

Al día siguiente, mi fugaz experiencia con el anonimato, comenzó a esfumarse. 

Fue en clase de alguna tontería, donde esperaba recostado sobre las sillas, cuando Beth me llamó desde el arco de la puerta.

—Chst...

—¿Qué? —pregunté molesto.

La bruta movió la cabeza indicando que la siguiera. Solté un bufido y la seguí.

—Si el maestro llega y me pone inasistencia por tu culpa, ya verás como me las pagarás...

—¡Sh! —me silenció con brusquedad, al mismo tiempo que cerró la puerta—. Hedric, ya lo saben.

—¿Saben? ¿Quiénes? ¿De qué putas hablas? —reñí.

—No sé cuantos, pero escuché a unas chicas decirlo.

—¿Decir qué, Beth? ¡Di todo en una maldita oración completa!

—¡Pues eso, tarado! Ya sabes... Lo del jardinero —dice bajando la mirada, avergonzada.

Se me corta la respiración, y siento como un ácido se vuelca en mi estómago.

Un día. Un puto día había durado mi paz alejado del bendito tema. 

Tomé una bocanada de aire y asentí. Debí suponer que era de esperarse, estando Louis en la misma escuela.

—Niños —interrumpió un maestro—. ¿Vienen a esta clase?

Sin responder, me dirigí a la puerta.

—Ten cuidado, Hedric —susurra Beth.

—Venga ya niño, que ya va tarde.

Una chica estaba en mi lugar, y en cuanto me vio, se fue de un salto, presa de pánico. Las caras de Jean y Steve eran un espectáculo, el rubio jugueteaba con sus dedos nerviosos, y el otro, en lugar de respirar, jadeaba ansioso. Pregunté qué sucedía, y la ridícula e incongruente respuesta sobre la tarea inexistente, me confirmó lo que Beth acababa de avisarme.

Porque yo ya había vivido esto, de ver el miedo en los ojos de otros por no saber qué hacer para evitar ser parte de la tortura conmigo, y a la vez, no hacerme sentir mal por querer huir de una guerra que no les corresponde. Igual se agradece que en lugar de joder, se mantengan al margen, aunque esto signifique continuar solo, al menos no tendría un verdugo más con el que lidiar.

Pero entonces, en la siguiente clase, la de violín, sucedió algo que marcó mi vida para siempre, la primera cicatriz imperceptible para la vista, porque estaba muy dentro, entre las costillas y una red de arterias. Sobre ese órgano palpitante que a veces nos hace idiotas y vulnerables.

Una cicatriz, que me demostró que yo estaba equivocado, que no siempre tenemos que correr por nuestras vidas, y que allá afuera, hay guerreros, donde menos lo esperas y en quien menos imaginas. Porque ahí, frente a dos serpientes larguiruchas y venenosas, que daban inicio a mi nuevo martirio, una pequeña, que de no ser porque en la escuela se aceptaban a partir de los diez años, yo hubiera pensado que tenía seis. Chiquitita, delgadita, de mirada inocente y sonrisa juguetona. Frunció el ceño como un cachorro al que nadie temería, y sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, lanzó su daga, tan miniatura y letal como lo era ella.

—Tal vez si estudiaras más en lugar de estar cotilleando, habrías quedado como primero...

El salón entero dirigió la mirada a la guerrera minúscula de lengua filosa, quien al percatarse de ello, se encogió de hombros y pasó saliva nerviosa. 

Las manecillas del reloj retumbaban en el aula, ¿las manecillas o mi pecho? Era difícil saberlo, porque bombeaba lento, profundo y ensordecedor. 

Era la primera vez que alguien me defendía, que alguien hacía cualquier cosa por mí, que no fuera Beth, pero venga, que compartimos sangre y era más o menos su deber.

Pero Helena no. No me conocía de nada, y aun así, había salido a atacar sin miedo ni preocupaciones.

Sonó el timbre de cambio de clase, y hui de ahí con destino al auditorio, tan agitado, sorprendido, y maravillado, que no note a la figura tensa de brazos cruzados en el pasillo.

—Así que tienes amigos... —dijo desafiante.

Frené en seco y lo miré temeroso.

—No le hagas nada, Lou. Es una nena, de la edad de Beth o tal vez menos.

Louis frunció el ceño y se rio malicioso.

—¿De qué coño hablas, florecilla? ¿Ahora te juntas con niñas? Yo hablo del par de flacuchos idiotas que han tratado mal a Angie.

Ahora el del ceño fruncido era yo. 

Steve ni siquiera había estado en la clase de violín. Lo único que se me ocurría, era que hubiera sucedido algo en aquella clase donde salí con Beth. Todo esto estaba tan fuera de mi realidad, que no me permitía mascarlo de un solo bocado.

—Escucha, solo voy a estar aquí dos años más, no es mucho, ¿verdad? Yo creo que puedes bajar la cabeza ese tiempo y recibir tranquilamente los manotazos que se me antojen darte.

Tensé la mandíbula tanto que escuché el rechinar de mis dientes.

—El único motivo por el que no me trago vivo a ese par de gusanos amigos tuyos, es porque Angie quiere al francés maricón, pero en cuanto me dé luz verde, tú y ellos van a estar tragando tierra del jardín tantos días, que les saldrán lombrices del trasero.

Colocó su dedo índice en mi pecho y me dio un ligero empujón.

—Estás advertido.

Unas voces en el pasillo interrumpieron el momento gánster de mi hermano, quien inmediatamente adoptó una pose más natural. 

Eran Helena y sus amigas, y la de cara redonda, como una luna y ojos rasgados, nos observó con los ojos entornados, como un detective acechando a su principal sospechoso, o al menos esa expresión imaginaba en Sherlock cuando leía sus libros. Mientras las otras dos niñas cacareaban sin siquiera percatarse de que había más gente a su alrededor, pero yo sí la veía a ella, a la guerrera diminuta, y como su melena sedosa y castaña bailaba en su espalda con cada paso. 

Las horas pasaron, y nos dirigimos al comedor para cenar. Y aunque yo había sido reacio con la mesa de Beth al principio, ahora deseaba como nunca retractarme de eso.

Decidí que, si una niñita se había puesto al frente en la guerra, yo podía hacer eso también.

—Tiene agallas la "niñata", ¿eh? —dijo mi compañero, haciendo un énfasis en la palabra que yo había usado para referirme a Helena el día anterior.

Y claro, Helena tiene sus agallas, las tuyas, y las mías. De eso no tenía duda.

Ignoré la conversación de los dos y me dirigí directo y sin distraerme hacia su mesa. Temía que, si me desconcentraba un poco, saldría corriendo de ahí, huyendo de un rechazo que todavía no había recibido.

Me senté a lado de Beth, porque estar aquí ya era suficiente valor por un día, y no era capaz de hacerlo junto a ella. Contaba mis respiraciones en la cabeza y comía. Comía y comía, sin levantar el rostro de mi puré de dudosa procedencia y el pan tieso, que mordisqueaba, preso de la ansiedad.

Esperaba todo, que se levantaran y se fueran, que Beth me gritoneara, que preguntarán qué era todo ese embrollo del jardinero. Cualquier golpe, de cualquier flanco. Pero no. No sucedió nada.

Continuaron con su cena como si yo no estuviera aquí, como si yo no... molestara. Era invisible, sí, pero eso era mucho mejor que ser la carnada de todos.

Hablaban puras idioteces. Que uno quería ser un gato, Helena un caballo, aunque yo la veía más como a un león.

—¿Tú qué animal serías, Hedric? —preguntó la de los ojos rasgados.

Pareció que mis venas y músculos se hubieran congelado, impidiendo que me moviera. No era invisible, no molestaba, y además, me estaban incluyendo en su plática. Respiraba agitado, atontado, buscando la respuesta ahora en el sándwich a falta del puré. Parpadeé varias veces, espabilando, y logré encoger los hombros sin tener una puta neurona a mi favor para pensar en una respuesta.

Y es que... ¿Cómo le explico a este Sherlock asiático, que nunca nadie me había pedido opinión para nada? Y que, al parecer, la parte de mi cerebro encargada en buscar lo que me gustaba, prefiriera, o eligiera, se había quedado dormida y atrofiada a punta de golpes, en algún lugar del hipotálamo.

Mientras yo me hundía en pensamientos tan oscuros como las aceitunas de mi sándwich, Steve hizo un chiste que hizo reír a todos, incluso a mí. Una carcajada que contenía mucho en su sonido: una ilusión, unos amigos, y un futuro al que, por primera vez, me gustaba mirar. 

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