Guerras liberadas
Nunca conocí a mi padre, ni siquiera en fotos.
Solo tenía la palabra de una anciana de que yo era idéntico a él. El mismo cabello lacio azabache, la piel clara y pálida, y los ojos azules oscuros como el fondo del mar.
Decía también que me encorvaba de la misma manera, y era tan delgado que mis clavículas sobresalían como las suyas. Y el violín, el instrumento que también nos unía, aunque en un principio, yo había sido obligado a tocarlo, ya no estaba seguro de si quien me obligó fue Jack, o había sido la vida misma.
Después de aquel descubrimiento y el ostentoso regalo, mi vida se acomodó un poco. Al menos tenía con que practicar mi música. Podía estudiar y prepararme para la audición de las universidades, y me dediqué de lleno a eso, en lugar de leer novelas en la librería que me habían convertido en una jodida nenaza llorica.
Envié tantas audiciones en tantos países, que me faltarían dedos para poder contarlas. Y me aceptaron en todas y cada una de ellas, aun y teniendo años sin haber deslizado un arco por unas cuerdas.
No podía creerlo, era un puto sueño tener la oportunidad de elegir yo, en lugar de ellos. Tan surrealista y perfecto, que reprimía mi orgullo pensando que en cualquier momento me despertaría del sueño, o mi puñetera suerte volvería a ser la misma de siempre, jodiéndolo todo.
—¿Vas a dejarme? —dijo llorosa Kotoko.
—Querida, Hedric tiene que estudiar. Si se queda de maestro toda la vida, ¿en qué momento va a tocar él? —explicó la señora Weber.
—¿Irás muy lejos? —preguntó en un ruego.
—Todavía no sé, nena.
—¿No has decidido, niño? —le respondí negando con la cabeza—. ¿Y qué esperas?
Me encogí de hombros, porque en realidad no tenía puta idea. No tengo familia, no tengo amigos, nada me ata, pero tampoco me atrae.
—¿Por qué no le preguntas a uno de tus amigos? Cuando yo no sé qué decidir, le pregunto a Jess —explicó la niña sobre su amiga escolar.
—Bueno, eso es porque tú tienes a Jess.
—¿No tienes amigos?
Respondí encogiéndome de hombros.
—¿Ninguno? ¿Nunca?
No sabía qué responder, porque siempre me sentí jodidamente perdido en ese tema. Alejado, ajeno, apartado de todos. Pero por años, esa conversación con Helena en el cubículo me ha retumbado por las noches.
"... Siempre has sido parte del grupo." Había dicho ella.
Y May. Joder, May.
Ella y la puta bestia que lleva dentro, tan reacia y tenaz, como cálida y rota. Nunca pude ponerle una etiqueta a lo nuestro, ni a ella. ¿Amigos o enemigos? ¿Una dama o una salvaje? No lo sé, pero sí sabía, que me tenía a mí. Que la recordaba como a nadie, y aún más, cuando tenía a esta nenita mirándome con esos ojitos estirados.
—Creo que sí —respondí con timidez—. Tú me recuerdas a una.
—Pues pregúntale.
—No tengo su número.
Kotoko alza una ceja escéptica, con una sonrisa pícara contenida en los labios.
—¿No conoces las redes sociales? —dijo irónica.
—Claro que las conozco —contesté orgulloso—. Es solo que no las uso.
—Pues úsalas, no seas anticuado.
—¡Kotoko! —riñó su abuela.
Contuve una carcajada por la pequeña desvergonzada. Pero tenía razón, quizá ahora que he recuperado una parte de mi pasado, sea momento de recuperar lo demás. De intentar salvar un poco de esos años donde me sentía cómodo en mi propia piel.
Conseguí un lugar donde rentaban computadores por tiempo determinado, y comencé, como pude, con el famoso Facebook del que todo el mundo hablaba.
—Joder —me quejé frente al monitor.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó el trabajador.
Yo negué, me daba vergüenza confesar que no tenía idea de cómo usar una puñetera computadora. ¿Por qué era tan difícil? Solo es un cuadro de acero con cables y una pantalla.
Había logrado crear un perfil. Puse una foto de un panque, porque me gustan, y supuse que ahí se pone algo que te agrade.
Ahora tenía que buscar personas, y me tardé bastante, pero por fin di con la jodida lupa diminuta, ¿quién diseñaba estas mierdas? ¿Un grupo de hormigas?
Hasta que encontré su perfil.
Su foto no era un panque, ni los panecillos de arándanos que siempre se comía en la cafetería del internado. Era ella misma con su violín, en una pose incómoda y una sonrisa fruncida. Menuda pretenciosa.
Presioné clic en el botón Añadir amigos.
¿Y ahora qué? ¿Eso era todo? ¿Por qué no la escucho?
—Disculpa... —llamé al trabajador—. ¿Podrías decirme por qué no puedo escuchar a mi amiga?
—¿Perdona? —preguntó confundido.
—Sí, ya le di a añadir amigos, ¿por qué no aparece?
Tensó los labios, conteniendo una risa que me irritó.
—Debes esperar que ella acepte la solicitud.
—¿Qué? —pregunté molesto—. ¿Debe aceptar que somos amigos?
Esto se acaba de ir al carajo. May es más necia que un asno, jamás aceptaría que somos amigos.
—¿Y si no me acepta?
—Pues no podrás escribirte con ella.
—¿Escribir? ¿No la voy a ver o escuchar? —cuestioné con molestia.
Respondió negando divertido.
—Joder, si esto es más aburrido que ir a la iglesia, ¿por qué la gente lo usa?
El empleado gilipollas se encogió de hombros y se retiró para ayudar a otro pobre cavernícola como yo.
Al día siguiente fui a un lugar distinto, por vergüenza, y para evitar ser la puta burla de ese pendejo otra vez.
Y ahora, en el monitor, un pequeño rectángulo rojo apareció en la parte inferior de la pantalla. Parpadeaba y llevaba su nombre, el corazón me palpitó desbocado, cortándome la respiración y el pensamiento.
Presioné acelerado, y se desplegó un rectángulo con texto por encima.
May: ¿Por qué tienes un jodido panque de perfil?
Decía su mensaje, y yo contuve una carcajada con la mano.
Hedric: Pues porque me gustan, ¿no es lo que todo el mundo hace?
May: Sigues siendo un subnormal.
Me río por lo bajo, divertido y familiar.
Y continuamos conversando por varios minutos. Me preguntó por mí, por cómo me encuentraba, lo que había hecho, y yo pregunté lo mismo por ella. Nos ponemos al día, me enteré de que estudia en Nueva York, que estaba contenta, que seguía en la música, y también, me terminó de descolocar por completo.
May: Te he extrañado.
Mierda.
Mierda.
Mierda.
Trece letras, tres palabras, un solo mensaje, y un pendejo temblando, sin poder respirar, en medio de un colapso nervioso en un cibercafé.
Y aunque no respondí su mensaje, porque no supe cómo, ni qué diablos decir. Sí que respondió la incógnita que llevaba meses intentando resolver.
Salí de ahí directo a una agencia de viajes para comprar mi ticket a Nueva York, y aterricé un mes más tarde en la ciudad.
Una ciudad tan sucia, apestosa y gris, que andaba con el gesto torcido todo el tiempo. Y aunque me moría por ver a May otra vez, después de tantos años de no saber absolutamente nada de ella, todavía faltaba una semana para ingresar a la universidad.
Afortunadamente, desde que recibí el violín de David, me situaba en las calles para tocar, y recibía buenas propinas. Lo suficiente para ahorrar por meses y llegar a Nueva York rentando un apartamento para mí solo. Claro que era del tamaño de un grano de linaza, no podía tener comedor y sala, porque solo cabía uno de los dos, pero estaba bien, porque al fin y al cabo, no tenía ningún mueble. Ni tampoco un compañero de cuarto gordo y graniento.
Me instalé durante esa semana, con un tendido de varios cobertores, una pequeña parrilla de un quemador, un par de vasos, platos y cubiertos de plástico. Pasaba los días vagando por las calles, fumando y masticando mis uñas. Preguntándome la posibilidad de que el tiempo se diera cuenta de lo ancioso que me encontraba para avanzar más lento, porque esa semana, se sintió como un puñetero siglo.
La noche previa al inicio de clases, no pegué un ojo. En cambio, me fumé una cajetilla y media, me comí todas las uñas, un par de padrastros, y tomé una ducha a las cuatro de la mañana, para salir a caminar como un lunático, hasta que salieron los primeros rayos del sol.
Llegué al campus, enorme, amplio, lleno de estudiantes que iban y venían, con pantalones holgados, peinados curiosos, y aretes en partes que ni siquiera sabía que se podían perforar. Vi a un chico con uno en el labio, y pensé que me gustaría uno también.
Me llevé los dedos a los labios, en la zona, imaginando la sensación, cuando una mano me giró de manera brusca.
—¿¡Hedric!? —chilló Beth, quien se abalanzó sobre mí de un abrazo—. ¿¡Qué coño haces aquí!? ¿¡Por qué no me dijiste que venías!?
—Joder... —me quejé, porque había olvidado por completo dos cosas: que Beth estudiaba aquí, y llamarla por los últimos tres años.
—¡Pero qué hijo de puta eres! ¿¡Es todo lo que vas a decirme!? —gritaba mientras me daba puñetazos en el pecho.
—¡Eh! ¡Cálmate! —respondí molesto—. ¿Cómo putas iba a llamarte? No tengo un teléfono.
—¿¡No tienes teléfono!?
—Beth, no había leche de almendras, pero... —la chica con dos cafés en las manos se frena en seco, al mismo tiempo que la tía desconocida a su lado—. ¿Hedric?
Y quise responder, pero me quedé de piedra. Congelado, e inundado de una sensación en el estómago extraña, revuelta, e incómoda. Con los brazos tiesos, pero picando por hacer lo que se supone que debería: abrazarla.
La garganta me ardía, deseosa por gritarle mil cosas: sentimientos, deseos, sueños. Gritarle que me daba gusto verla, que me sentía feliz de saber que la vería más seguido a partir de ese día. Que aquí, con este par de tontas enfrente, me sentía de nuevo en casa.
Pero no. No pude. Y tragué todo eso con un esfuerzo sobrehumano.
Así que sonreí de lado, incómodo, y bajé la mirada.
—¿Qué hay, Sherlock?
Ella suelta una risita divertida, y busca mi mirada con la suya, a la que rehuyó avergonzado.
—¿Vas a esta universidad? —preguntó estupefacta—. ¡¿Por qué no me lo dijiste, idiota?! ¡Hablamos hace unos días!
—O sea que con ella si hablas —reclamó Beth, mientras ponía los brazos en jarras.
—No por teléfono.
—No, no —corrige May—. Por Facebook.
—¡¿Facebook?! —gritó ofendida—. ¡Pero si no me has agregado, grandísmo baboso!
—¿No has agregado a tu hermana? —pregunta May consternada.
Y pasé saliva incómodo, porque en realidad, la única persona agregada, era May.
—Es una cuenta nueva... —expliqué en tono bajo, con la mirada al suelo.
Entonces Beth me dio un puntapié al que respondí encogiendo la pierna herida, y gruñendo con la garganta.
—¡Eres un tarado!
—¡Joder, Beth! ¡Pareces una puta niña!
May se reía, negando con la cabeza, y me uní a ella con una sonrisa tímida, porque en medio de nuestra pelea tonta, siento que por unos segundos, volvemos a ser niños, y veo en su mirada, que ella también lo siente.
Un carraspeo de garganta me sacó de mi mirada imantada a los ojos rasgados, parpadeé un par de veces, y me giré hacia la chica que acompañaba a May. Encogida de hombros, con los ojos titubeantes, y con timidez pintando cada uno de sus rasgos.
—¡Uy! Qué groseras —adelantó Beth.
Me presentaron con la chica que las acompañaba, cuyo nombre sí recuerdo, pero no viene al caso mencionarlo. Estreché la mano de la diminuta y encogida chica, sin saber quién estaba más incómodo con la situación de los dos.
—Un gusto, Hedric. Me han hablado mucho de ti.
—Un gusto. Quisiera decir lo mismo, pero ya has oído.
—¿Que eres un desgraciado y no piensas en tu hermana? Sí, lo hemos oído todas, gracias.
—Dramatizas, Beth.
—¿¡Dramatizo!?
Y continuó parloteando, chillando, haciéndome todos los reclamos que se le ocurrieron, para posteriormente anunciarme cada novedad que había ocurrido en los últimos tres años, mientras caminábamos juntos al edificio central del campus.
Beth hablaba y hablaba, y por supuesto que dejé de escucharla después del primer minuto, para concentrarme en la chica que deseaba ver desde hace tiempo. Esperando reencontrarme con esa alma tan enredada y fracturada como la mía, aquella que me ayudó sin querer, a entender un poquito más mis batallas internas.
Pero lo que ví esa mañana, fue muy diferente a lo que me esperaba, y peor, porque me dolió. Un dolor egoísta, agrio, y oscuro.
Me causó una herida en el pecho, una herida que de no ser porque no la veía, hubiera jurado que era real, porque dolió más que ninguna otra. Y punzaba, me gritaba que esa guerra interna que nos unía, ya no existía. Que ese lazo había desaparecido, y ahora, la única persona que alguna vez sentí cercana, estaba a años luz de mí. Porque ella era otra completamente.
Tan distinta, rozagante, iluminada, con la mirada diferente, menos caótica, y más liberada. Con una tristeza asfixiante, me di cuenta que a May no solo le brillaban los ojos, le brillaba la vida entera.
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