Fertilizantes y otras realidades
Y aunque vivía temeroso del retorno de alguien de mi pasado amargo, siendo adultos lo cambiaba todo. Ya no había burlas, no como en aquellos años, al menos. Ahora se limitaban a algunos chistes, que si bien no eran precisamente cómodos, ya no me hacían llorar, ni me hacían sentir un jodido miserable.
Había aprendido desde hace mucho, que mi vida era el chiste personal del planeta, y que si no lograba reírme, al menos lo tomara como eso: bromas, palabras, algo imposible de palpar, y que, por lo tanto, no podía lastimarme.
Sin embargo, no eran las bromas estúpidas de mi compañero de rostro marcado por el acné, lo que me tenía hundido. Era la adultez y la ignorancia con la que llegué a ella. La ignorancia de saber el costo de una renta, del servicio de luz, de una puñetera manzana.
Coño, que con el dinero que Louis había conseguido, ni de puta broma me alcanzaba para un violín, a duras penas me podría mantener por los siguientes tres meses.
Era muy poco tiempo. Debía encontrar un trabajo, y sin instrumento, no podía entrar a una universidad. Estaba jodido por el momento, y terminé por refugiarme en los cigarrillos de mi compañero.
Fumaba por la mañana, por la tarde, por la noche, en cada comida, en cada bebida, en cada respiro. Fumaba todo el maldito día. Pero nunca llegando al filtro, los dejaba así, a medias, como me sentía siempre, desde que tenía memoria.
Trabajaba en una librería: ordenando libros, limpiando, administrando, y fumando en la bodega trasera en los ratos libres. Vivía cabreado, frustrado, odiando cada bendito día que pasaba. Comiendo enlatados, tomando duchas frías, y caminando como un loco por la ciudad para evitar ahogarme en pensamientos. Ganando una miseria que me permitía ahorrar una burla para el violín. A este paso, volvería a la música con bastón y arrugas hasta en las uñas.
Daba uno de mis paseos por la ciudad, recibiendo unas diminutas, pero molestas gotas congeladas en el cuerpo por la llovizna que llevaba horas cayendo. Cruzaba una calle residencial, y un sonido captó mi atención. El sonido de un violín chirriante, mal tocando una melodía infantil, sonando forzada y terrible.
Sin darme cuenta, me encontré de pie a la ventana, observando a la cría que lo tocaba, notando sus dedos tan tensos y apretados en las cuerdas, que me provocaba una ansiedad casi palpable.
La mirada infantil de la pequeña se cruzó con la mía, haciendo que la mujer de edad avanzada a su lado, me observara también con el ceño fruncido, la frente arrugada y angustiosa.
—L-Lo siento —apresuré a decir.
La señora se levantó lentamente, dando pasos precavidos hacia mí, como si temiera que me lanzara como un jodido loco sobre ellas. Inquieto por su respuesta, sintiéndome un monstruo, me apresuré a explicar:
—Suaviza los deditos —indiqué a la niña—. A-Así no harás rechinar la cuerda. La mano que debes tensar, es la del arco, no la de las cuerdas.
La dama me fulmina con la mirada, y la pequeña sin dudar, empuña y afloja un par de veces la mano, resopla, y comienza de nuevo, regalándonos un sonido mucho más limpio y terso que el anterior.
Distraído por el pequeño logro de la niña, me sobresalta el azote de la ventana que la señora cerró con hostilidad y fuerza.
Tuerzo la boca, decaído por la reacción de la anciana, y cuando comienzo a retirarme, la puerta de la casa se abre, con ella de brazos cruzados y el ceño fruncido.
—¿Eres profesor?
Me encojo de hombros avergonzado. No sé qué responder, porque no lo soy, pero podría serlo. Y temo que mi respuesta arruine la oportunidad que parece estar apareciendo frente a mis ojos.
—¿Cuánto cobras por hora? —pregunta reacia.
—P-Podríamos tener una clase de prueba...
Frunce los labios, inconforme con mi respuesta, pero contrario a su gesto, abre más la puerta, indicándome que entre.
—No voy a pagarte un duro más de lo que le pagaba al maestro anterior.
Asiento, porque volver a la música, era suficiente pago para mí.
Entro y observo a la nena, que me mira curiosa, y la respiración se me corta. Me quedo pasmado ante el reconocimiento de un recuerdo. De un par de ojos rasgados, cerraditos pero bien despiertos, solo que estos, despiden una mirada más tierna y noble, no como la fiera de labios heridos que yo guardaba en mi memoria.
—Kotoko, este es tu nuevo profesor... —guardó silencio y abrió los ojos espantada de percatarse que dejó entrar a un extraño del que ni siquiera preguntó su nombre.
—Myers —indiqué—. Hedric Myers.
La pequeña de ojos rasgados y mejillas rosadas, me sonrió. Y aunque al principio me mostré torpe, nervioso y tembloroso, conforme transcurrió la hora, todo se volvió más sencillo. La pequeña cooperó, se mostró interesada, y a mí me encantó.
Me encantó envolverme en la música, en ayudarla a comprenderla, y disfrutarla. Me deslumbró la nobleza del aprendizaje en la infancia, tan pura y dispuesta. Quedé fascinado, dispuesto a hacer esto todos los putos días a cambio de nada, porque ya me lo daba todo.
—Tome —dijo la señora soltando con altanería sobre mis manos, un par de billetes—. Lo espero mañana a la misma hora.
No puedo evitar desencajar la mandíbula, porque era mucho más de lo que me esperaba.
—G-Gracias, señora —dije en un hilo.
—Weber —aclaró.
—Un gusto, señora Weber —dije mientras me retiraba cohibido.
Y yo no lo sabía, pero la señora Weber, aunque reacia y malhumorada, me salvaría la vida más tarde.
Porque meses después de clases y pasos agigantados en la ejecución de Kotoko en el violín, una de las tormentas más horribles de Zúrich, azotó mientras me encontraba bajo su techo.
Estaba de pie en el arco de la entrada, viendo el cielo caerse a pedazos, cuando ella colocó una mano sobre mi hombro.
—Venga, criatura. Es imposible que te vayas con el clima así. Tomemos un té en lo que esperamos.
Convencido de no querer morir ahogado en las calles, me adentré nuevamente y la seguí hacia el comedor, donde al tomar asiento, me recibió con una taza humeante.
—¿De dónde viene? Porque ese acento suyo no es de aquí —dice segura.
—De Londres —respondí y di un sorbo al té.
—¿Allá dejó a su familia?
Familia. Aquella de la que no sabía un carajo. Solo había hablado un par de veces con Beth para mentirle que estaba todo bien por acá, pero mis padres, pudieron haber muerto en este tiempo y no me habría enterado.
—Sí, supongo.
—¿Supone?
Me encogí de hombros, aclarando que no me interesaba continuar por ese rumbo la conversación.
—Oh, ¿no me diga que ha dejado hijos regados por allá? —atacó con molestia.
Me ahogué con la bebida por la impresión, y negué con la cabeza al mismo tiempo que tosía con fuerza.
—Para nada —respondí apresurado—. Es solo que la situación con mi familia es complicada.
—¿Complicada cómo?
Tragué con dificultad, completamente incómodo, y me revolví en mi asiento, inseguro.
—Disculpe que pregunte, jovencito. Pero entra en mi casay enseña a mi nieta. Es natural que quiera saber más de usted.
Bailoteé los dedos, ansioso y desesperado por meterme un cigarro en los labios.
—Vivía con mi madre y mi padrastro, pero él... Bueno, que no soy precisamente un santo de su devoción.
—Ya. Comprendo.
Y acompañó su respuesta con un trago grande e incómodo a su taza. Negó con cierto pesar, y dirigió una mirada tristona hacia Kotoko.
—Hay gente que no comprende la bendición que es tener una criatura.
El lamento en sus ojos hacia la pequeña me indicaron que la historia bajo este techo, no es precisamente fácil, y como alguien que lo comprende y lo vive, decidí no preguntar. Nos quedamos en un silencio reflexivo, para nada incómodo, pero muy contemplativo.
Ella resopló y sonrió con pesar.
—Todavía no te agradezco por lo que has hecho con Kotoko.
—No agradezca, por favor. Es mi trabajo.
Negó con la cabeza.
—El antiguo maestro de Kotoko trascendió hace unos años —dijo con amargura—. Ella se negaba a seguir practicando después de eso.
—Debió ser duro para una niña tan pequeña.
—Lo fue —dijo pesarosa—. Pero contigo no ha puesto peros. Dice que le recuerdas a él, y para serte honesta, jovencito, a mí también.
Sonreí con los labios tensos, por cortesía, prácticamente, porque tú sabes... Esto de socializar agota mis energías, y encima se me da como el culo.
La señora Weber se puso de pie, dispuesta a comenzar a limpiar la vajilla utilizada de manera lenta y paciente.
—Pobre hombre —lamentó—. Trabajaba demasiado, dando clases aquí y allá, juntando un poco de plata para comprarse un instrumento. Al final pudo comprarlo, pero ni siquiera alcanzó a utilizarlo cuando enfermó.
Chasqueé la lengua decepcionado del final del pobre infeliz, sintiendo cierta empatía y miedo de que yo pudiera vivir lo mismo en unos años.
La señora se encaminó a la cocina con la vajilla entre las manos, mientras se limpiaba la garganta de un carraspeo.
—Era de Londres, como tú —dijo alzando la voz desde el fregadero—. Llegó aquí huyendo, decía que un aristócrata quería matarlo. ¿Tú crees? A un pobre diablo como él.
Comentó divertida, mientras el tintineo de las tazas siendo lavadas resonaba en la casa.
—A mí me parece que el pobre quedó tocado por los fertilizantes de la jardinería.
Y como si una de las tazas se me hubiera reventado en los tímpanos, cerré los ojos y tengo que concentrarme por el vértigo que de pronto me inundó la cabeza. Porque esa palabra. Esa puñetera palabra me ha perseguido por toda mi maldita vida, y al parecer, ha vuelto para terminar de joderme.
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