Epílogo

Si esperabas una historia de amor, lamento decepcionarte, porque mi historia no lo es, ni lo será. Es simplemente eso: una historia. Donde la felicidad no es un punto al que se llega, sino un mar que a veces te golpea con sus olas, a veces te arrulla con su calma, y a veces te ahoga.

Donde los héroes a veces son villanos, y los villanos a veces tienen corazón. Y que las personas malas, son malas por un motivo, y ese motivo no siempre se verá desde los ojos de otra persona.

Si esperabas que te dijera que después de aquel día, May y yo nos besamos, nos declaramos amor eterno, y fuimos felices por siempre. Tampoco sucedió así.

Es decir, sí, los momentos de abrazos y estrujones de mano eran más o menos habituales, pero en realidad, me costó bastantes meses reconocerlo, y si no le dediqué unos buenos párrafos, es porque tampoco fue precisamente romántico. 

Se limitó a May diciendo entre risas que su compañera de piso estaba segura de que yo estaba enamorado de ella. Y yo, incapaz de mentirle a mi comandante de batalla, dije que yo también lo creía.

Nos abalanzamos el uno al otro sin saber quién besó primero a quién, quién arrancó la primera prenda, ni cómo terminamos empañando los vidrios de mi habitación entre jadeos y embestidas rudas.

Posteriormente, se podría decir que iniciamos una relación. Y digo, podría ser, porque nunca pusimos una etiqueta. Todo se dio por primera vez y como nunca entre nosotros: fácil. Sucediendo, acompañando nuestros silencios y nuestras pasiones.

Si tuviera que escoger un objeto para describir a May, unas gafas la representaban bien. Porque con el tiempo, junto a ella, las cosas comenzaron a verse más claras, más iluminadas. Lejos del humo denso que siempre me tenía envuelto.

Fue cuestión de tiempo para que la relación con mi hermana se retomara y se mantuviera más unida. Bueno, todo lo unido que nuestras infancias nos permitieron lograr. Pero al menos pasábamos tiempo juntos.

Después llegaron las navidades en México, junto a una Helena que aún mantenía la sonrisa traviesa y la mirada curiosa, pero las pupilas ausentes, con esa oscuridad que reconozco en mí, en May, y ahora también en ella. Y entendí lo que me había dicho mi ahora novia, que se le daban bien las máscaras, y sí, se le dan, pero entre piezas rotas nos reconocemos.

Lo que nadie te dice, es que duele darte cuenta de ello. De encontrarte con personas que no has visto en años, y que aunque no te lo digan, tú descubras sus fracturas a través sus pupilas.

Y qué irónico también, los giros que da la vida. Y los da tan rápido, que no te enteras en que momento dejas de ser el jodido para ser el entero. Ni cuando dejas de necesitar tú el abrazo para sentir que debes dárselo a tu amiga, que lo necesita y grita en silencio.

Entonces llegó el día que murió Thomas Maxwell.

Beth recibió la llamada de Steve, la cual no tomó, creyendo que le llamaba para rogarle volver, otra vez. Rendido, llamó a May, quien tras recibir la noticia, y confirmar la asistencia de los tres, colgó y me lanzó una mirada fulminante.

—Tienes que evitar a toda costa que Jean se acerque a Helena.

Beth y yo nos miramos en sintonía con los ceños fruncidos.

—Estás de puta broma, May. Han pasado cien años —reproché.

—Conozco a ese necio y sé que lo va a intentar.

—Venga, ya no son unos niños, y aunque lo fueran, no eres su madre. Deja que hagan lo que quieran.

—Sí, cariño —añadió Beth—. Helena está bien, ya rehizo su vida. Si el bruto quiere acercarse, deja que lo haga, nuestra amiga va a mandarlo bien lejos.

May suelta un bufido irónico y niega con la cabeza.

—Ustedes no tienen idea de quién hablamos. Helena está aparentemente bien, pero estoy segura de que sigue jodida por ese asno.

—No sé, May. Hace años que no la veo, ¿estaba mal en navidad? —pregunta mi hermana.

—Claro que no —apresuré a decir, pero me arrepentí al momento.

Porque recordé su semblante: sonriente, sí, pero de pupilas ausentes, con la batalla pintada y saludando a las mías. Y si yo me di cuenta de eso en una sola cena, quizás May entendía mucho más de lo que imaginaba.

Me encogí de hombros y tomé su mano.

—Vale, si te hace sentir mejor, lo evitaré.

—Gracias.

Y que bueno que no se me ocurrió prometerlo, porque en cuanto lo vi parado con ambas manos en sus bolsillos, frunciendo los labios, y los ojos acuosos, observando desde la distancia a la chica que ahora compartía mirada fracturada con nosotros, perdida en una de las fotos de la exposición, me dije que no podía interrumpir aquello.

Porque el lugar estaba a reventar de gente, generaciones y generaciones de graduados que vinieron después de nosotros, un mar de personas yendo y viniendo, y aun así, parecía que solo estaban ellos dos en aquel salón: Helena a punto de romperse frente a la foto, y Jean a punto de hacerlo por ella.

Menudo par de pendejos.

No terminamos de entrar en la habitación del hotel, cuando May ya me estaba riñendo por no haber intervenido, y aquel par de babosos ya se encontraban tomando un café en sabrá un carajo dónde. Y como me avergonzaba explicarle mis razones sentimentalistas, por no decir ridículas, me dediqué a recibir el regaño como un niño con los hombros encogidos.

En menos de un año ya estábamos celebrando una boda con la brisa marina humedeciendo nuestros cabellos, las flores blancas perfumando el ambiente, y el llorica del marquesito hecho un puto desastre de lágrimas y risas nerviosas sobre el altar.

Y así, como río en su cauce, de repente, una mañana me percaté de que May y yo nos encontrábamos compartiendo apartamento. Cuando menos pensé, discutíamos en los pasillos del supermercado para decidir la mejor leche para llevar, y de golpe, ya no llegó el periodo de May.

Ella estaba que se cagaba. Caminando en círculos, rascando su cabellera, respirando agitada, y balbuceando tonterías. Yo me sentía ansioso, preocupado, asustado, pero no por lo que se venía, sino por mis capacidades.

Sentimiento que empeoró cuando Jack y Eleanor lo supieron. Porque el pendejo quería llamar a nuestro hijo Louis, ya saben, por su estúpida tradición que me importa un carajo, y también porque ya sabía que por parte de su hijo mayor, no habría herederos y el apellido Myers básicamente dependía de mí. Cosa que me parecía de lo más divertido, y me hacía pensar, que si allá arriba existe un Dios, le encanta la sátira.

Hubiera pagado una puta fortuna por ver su cara cuando simplemente colgué la llamada, porque prefería comerme una pila de mierda antes que llamar a mi hijo como ese salvaje. Pero su regreso, aunque fuera solo por una llamada, me recordó la ausencia que llevo arrastrando desde que tengo memoria. ¿Qué iba a saber un miserable como yo de paternidad? Si todo lo que conocía de esa palabra eran golpes, cicatrices, y muerte. Había aprendido todo lo que no quería para mi hijo, pero no tenía ni puta idea de lo que sí.

Miedos que me atormentaron por noches, días, a ojos abiertos, y a ojos cerrados. Hasta aquella navidad, en la que nos reunimos todos de nuevo, como el inicio de una enorme familia de la que siempre carecí, y ahora me costaba reconocer. Porque ahora podía ver que no había seres más imperfectos que esa pareja de necios brutos, y aun así, aunque su familia estuviera conformada de partes rotas, almas fracturadas, y caminos torcidos... se querían. Y entendí, que lo único que se necesitaba era eso. Enfocarse en acrecentar un cariño lo suficiente para que opaque todo lo demás.

Fue una cena normal, con amigos de toda la vida, un par de barrigonas, y mis ojos escociendo en melancolía, porque por primera vez, me sentía parte de esta mesa, y parte de algo.

La mano de May me alcanzó por debajo del comedor, entrelazó sus dedos con los míos y me dio un apretón. Encontré su mirada, que estaba llena de comprensión y una sonrisa encantadora. Y en una de esas conversaciones mudas que les gusta tener a nuestro par de almas dañadas, le digo que ella me ha salvado la vida: tomándome la mano entre el bullicio de la graduación, haciéndolo de nuevo en aquella escalera de emergencias mientras compartía mi cigarro, apareciendo en los ojos de aquella niñita violinista, y regalándome un par de semanas más tarde, los suyos en mi hijo Yao.

Haciéndome entender, que tener cicatrices es en realidad algo bueno, porque significa que has sido capaz de sanar una herida sangrante.

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