El lingote de oro

 Tres.

Tres años en esa academia, tres soldados idiotas, y tres bombazos al día. Ni uno más, ni uno menos.

No era una sorpresa que el chisme se corriera como el fuego en tiempo de sequía. Era el apestado, el raro, el perro lleno de pulgas al que nadie se le acerca para que no se le suban también.

"Ese no es mi hermano", se encargaba de decir Louis cada que alguien se atrevía a emparentarnos.

—Mamá lo encontró entre una manada de perros callejeros que querían despedazarlo. Le dio lástima el pobre diablo —escuché que le explicaba a una china mona de su mismo grado—. Y pues ahora vive con nosotros, pero afuera, junto con el resto de mascotas.

Y la chica reía mientras torcía un mechón en su dedo de manera ridículamente coqueta.

Negué con la cabeza y me giré al lado contrario del par de idiotas, frenando en seco al encontrarme con la mirada tristona de Beth.

—No lo escuches, solo quiere impresionar a esa pobre tonta —dijo con pena.

—¿Escuchar qué? —respondí molesto—. Joder, Bethany, ¡deja de seguirme como un puto cachorro!

—Papá no te deja decir malas palabras —gruñó filosa.

—Pues anda y dile, enana entrometida.

Y me largué a largas zancadas. Pero Bethany no se lo dijo, ni eso, ni nada. Porque aunque mis padres le han enseñado con el ejemplo a maltratarme, ella nunca lo ha hecho.

Tampoco es como que me diera un abrazo, o que fuéramos los mejores amigos, pero supongo que lo entendía. Entendía que tenía miedo y que solo era una cría. Que yo ya estaba acostumbrado a unos padres ausentes, hirientes, y a una vida sin amigos, llena de lástima y abusos, pero ella no. Y estaba tan llena de mimos, de lujos, que temía perderlos.

La entendía de verdad, porque a mis cortos once años, yo ya había comprendido que la vida era un constante sálvese quien pueda.

Un día, andando por los pasillos de la escuela con la cabeza gacha, medio ojo cubierto por el flequillo oscuro, y mis pies andando casi a rastras, llamó mi atención un llamativo cartel, como si fuera un jodido lingote de oro pegado en la pared: un lingote, un boleto de lotería ganar, o un ticket de salida. Me acerqué a leerlo con atención, y anunciaba un prestigioso internado aquí mismo, en Londres.

Un internado. Otra casa, otros compañeros, y la posibilidad de tocar otra vez el piano. Porque sí, estudiaba música, pero mi padre se rehusó rotundamente al instrumento, diciendo que solo un verdadero Myers podría tocar el piano también.

Y fui obligado a elegir violín para aprovechar los instrumentos viejos que usó mi madre, porque claro, no iban a gastar un solo centavo en comprarme uno nuevo. 

En cambio, Beth, tenía una flauta mona, plateada, a la que le habían mandado grabar unas florecillas en la punta junto a su nombre. 

Esa no era una injusticia, era una puñetera ridiculez.

Un empujón en mi cabeza me hizo darme de frente contra la pared con el cartel. Gruñí un quejido de dolor, y me giré para encontrarme con los tres imbéciles: Louis y sus dos garrapatas.

—¿Qué miras, jardinero? —escupió la garrapata gorda y granienta.

—¿Royal School of Music? ¡Estás de puta broma! —burló el otro, con sus dientes de caballo.

—Enloqueciste si crees que mis padres van a dejarte ir.

—¡Qué importa el permiso! El jardinero se piensa que lo van a seleccionar —dijo el dientón reventando una carcajada.

—¿Qué pasa? ¿Les da miedo un poco de competencia? —reté.

El gordo me empujó contra el muro con fuerza, y me señaló con unos de sus dedos, presionando mi frente como si de un arma se tratara, un arma sebosa y tan gorda, que parecía un jodido salami.

—Ten cuidado con lo que dices, florecilla. O haremos que tragues un buen puño de tierra, otra vez.

Paso saliva con dificultad, pero Louis le indica que es momento de retirarse posando su mano sobre el hombro de la bola con patas.

—Florecilla tu puta madre... —murmuré tan bajo que no me escucharon.

Más tarde, en casa, Beth irrumpió en el comedor para decirme no sé qué tontería de una tarea, pero detiene su cacareo al ver la hoja brillosa y carmín del anuncio saliendo de mi mochila.

—¿¡Por qué tienes esto!?

Se lo quité de un arrebato.

—¡Deja de ser tan entrometida! —ladré jalando el papel de sus manos.

—¡Me entrometo en lo que quiero! —gritó sin dejar de jalar el papel.

—¡Bethany, suéltalo!

—¡Que no!

Y de manera estrepitosa, el papel se rasgó en dos partes, dejándonos caer de golpe a ambos.

—¡La gran puta, Bethany! ¡Mira lo que hiciste!

—¡Lo has hecho tú!

—¡Eres una jodida tarada!

—Hedric —retumbó esa voz grave y áspera, que más que una voz, sonaba como una alarma de guerra, esas que suenan cuando se divisan aviones a punto de bombardear la ciudad.

Me encogí de hombros, y empecé a temblar, presa del pánico.

Escuché sus pesados pasos atravesar la habitación hasta colocarse detrás de mí, toma el papel rasgado del suelo entre sus manos y se detiene, respirando tan brusco que casi me pareció sentir el flequillo volar en cada exhalación.

—¿Qué es esto? —gruñó furioso—. ¡Espero no hayas enviado esa audición, niñato desubicado!

Gritó mientras me giraba hacia él con ambas manos sobre mis hombros, comenzó a sacudirme mientras ladraba una sarta de ofensas y groserías a los que no pongo atención, porque una mancha oscura en su diente me distrae, un pequeño granito negro que está atrapado entre la encía, como si... Como si lo hubieran hecho comer tierra.

Entonces, se me viene a la mente la garrapata gorda amigo de mi hermano, y su puta fascinación por hacerme tragar eso, ramas, flores, o todo lo que tenga que ver con el jodido tema. Y tenía que contener laa sonrisa, apreté los labios con todas mis fuerzas, pero no lo lograba. Me vio con las pupilas desorbitadas, y el rostro se pintado de un rojo tan estridente, que se le cuela por las venillas de los ojos.

—¡MARICÓN INSOLENTE!

Gritó lanzando su brazo hacia atrás, y dejándolo aterrizar con todas sus fuerzas sobre mi mejilla, haciéndome torcer de manera brusca el cuello. El anillo de su dedo anular es tan grande, grueso y geométrico, que me deja un dolor pulsante donde este ha golpeado. Siento los ojos arder, y me llevo una mano a la mejilla entre temblores.

—¡He sido yo! —chilla Beth.

—¡Cállate, Bethany! —dice bajando notoriamente el tono de su voz.

—¡He sido yo la que le dijo que audicionáramos!

Mi padre la observa tan pasmado, que el pálpito de la vena de su frente disminuye.

—Pero princesa... ¿Quieres estar lejos de nosotros? —dice dolido.

Ella me dirige una mirada temerosa, como si estuviera gritando que la ayudara, pero yo estaba demasiado ocupado intentando calmar el dolor de la herida sangrante de mi mejilla. Le dirijo un movimiento casi imperceptible de hombros, indicando que ese era uno de esos momentos, esos donde hay que salvarse quien pueda y como pueda, y que no pasaba nada si lo hacía. 

Pero no. Mi hermana, la tarada, decide lanzarme un chaleco salvavidas. Que digo un chaleco, ¡un bote entero! El puto billete de lotería de mi vida.

—No, papi. Pero es una gran oportunidad para el futuro.

—¡Oh, mi pequeña! Tan madura para tu edad —dice orgulloso—. Pero linda, no puedo dejarte ir sola a un lugar así.

—Lo sé, papi. Por eso le pedí a Hedric que audicionara.

Se giró hacia mí, tan brusco como un lobo que acabara de olfatear un bistec, fulminante y desquiciado, y yo tragué temeroso. Parpadeó varias veces, y volvió a suavizar el semblante para dirigirse a Beth.

—No sé, nena. ¿Qué voy a hacer sin ti corriendo por esta casa?

—Está aquí cerca. Y yo de verdad quiero ir, ¿por fi, por fi? —ruega haciendo un ridículo puchero.

Jack gruñe a regañadientes y se acomoda la camisa.

—No puedo prometerte nada, querida. Pero intentaré hablar con tu madre.

Le dio un beso en la coronilla y salió de la habitación como si nada hubiera sucedido. 

Mi hermana se torció hacia mí, con el ceño fruncido.

—Más te vale que te seleccionen, Hedric. Porque donde termine yendo a esa tontería yo sola, ¡voy a matarte!

Siento mis ojos temblar, amenazando con desbordarse, gritando un agradecimiento, y estaba a nada de dejarme caer de rodillas para besarle los pies, cuando me interrumpió.

—Y ve a limpiarte esa mejilla, que no deja de sangrar.

Y así lo hice, descubriendo que la esquina de aquel anillo geométrico había dejado una marquita en mi pómulo, parecida a un trapecio, o un lingote de oro... O un ticket de salida de este puñetero infierno. 

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