Batallas compartidas
Resultó que May y esa chica, eran compañeras de piso. Beth, claro que tenía uno para ella sola que le financiaba Jack, sin peros ni reproches.
Y tal como dije, yo me sentía reverendamente alejado de ellas. Ya no las sentía mi hogar, porque aunque yo era dos años mayor, estaba un año por debajo de la trayectoria escolar que ellas llevaban, y cuatro de la que se supone que debería tener.
Qué irónico, que años después de la miseria en la que estaba, que por fin estudiaba lo que deseaba, que vivía alejado del tormento de los Myers, me sentía igual o más jodido que antes. Vacío, perdido, y solo, muy solo. Porque siempre tuve la perspectiva, de que aquel internado, con aquellos niños de costumbres tontas, eran mi familia, o lo más cercano a eso, al menos.
Me enteré aquella mañana que todos habían crecido, vencido batallas, superado metas. En cambio, yo estaba aquí, con las uñas mordidas casi hasta la cutícula, mal comido, mal dormido, con el aliento agrio a tabaco, e iniciando la puñetera universidad a los veintidós años. Un puto fracaso.
Lo que me llevó a alejarme lo más que podía de las chicas, hasta limitarnos a unos cuantos saludos cuando nos cruzábamos por algún pasillo. Beth entendió pronto, después de todo, crecimos juntos en un ambiente donde cada uno debía ver su propio camino sin involucrarse en el del otro.
May por su parte, fue un poco más pesada, pero finalmente, terminó por rendirse.
Me refugié en el violín, en los cigarros, en el ron barato que me regalaban en el restaurante donde me contrataron para amenizar la cena de los comensales, y en vagar. Vagaba a todas horas como un fantasma entre los transeúntes, intentando, quizá, robarme un poco de su juicio.
Beth y May intentaron por meses conectar conmigo, lo sé, no tuvieron la culpa de la distancia abrumadora que se creó entre nosotros. Estoy consciente de que fue enteramente mi culpa, y es que de verdad, no tenía ganas. Ni de ellas, ni de mí, ni de nada.
Así pasé mis años de universidad, sin absolutamente nada que recordar, más que desvelos por trabajo, o por el puro insomnio provocado por mi memoria masoquista que decidía torturarme en las noches. Lo único que volvía mis días un poco menos jodidos, era el violín.
Su sonido en mi oído ensordecía mis propios pensamientos amargos que a veces me planteaban ideas peligrosas pero tentadoras. Ideas que, cada día, se callaban menos y gritaban más alto. Me desesperaba no lograr encontrar algo para opacarlas, aunque sea un poco.
Cuatro años más tarde, me gradué con excelencia académica, mi recital recibió ovación, una nota en algunos diarios, y contratos con orquestas de renombre, y en lugar de elegir la más prestigiosa, elegí la misma donde tocaban ellas. ¿Por qué? Porque era un puto masoquista que deseaba seguirse recordando que no formaba parte de nada.
Me sentía preocupado, sabía que había algo mal en mí. La oscuridad se me colaba por el rabillo del ojo, pero yo tenía mucho miedo de girarme y encararla. Sentía, que si pudiéramos separar al alma del cuerpo, la mía no llenaba ni un dedo. Y estaba por ahí, vagando, siendo espectador de cómo mi cuerpo se levantaba por sí solo cada mañana, desayunaba café con tabaco, estudiaba, trabajaba, e intentaba dormir, girando entre mis sábanas percudidas. Robotizado, entumecido, completamente desconectado de mi alma reducida.
El ocio, para mí, se convertía en tedio, y me ahogaba. Me arrancaba la estúpida respiración mientras me susurraba palabras de mierda, de recuerdos hirientes que aún llevo grabadas en mi piel herida.
Ese día, fue un día de ocio. Y yo, conociendo que el final parece darme la bienvenida con denuedo, solo sonreí con ironía cuando tras la línea telefónica me informaron que en el teatro había fallas eléctricas.
Pero yo ya estaba ahí, frente al edificio. Era el único lugar donde las devastaciones que me persiguen lograban saciar la incorregible manía del lamento, por lo que siempre llegaba antes de la hora del ensayo, esperando que los largos acordes, y el sonido de las cuerdas en mi oído aturdieran un poco la oscuridad.
Pero esa tarde, no tendría nada que me distrajera de las ideas peligrosas que retumbaban más que de costumbre.
Estaba ansioso, temeroso de ir a mi casa y que las ideas me dominaran, por lo que decidí arrinconarme en las escaleras de emergencia del teatro donde ensayábamos, fumando hasta que la noche y el cansancio me alcanzaran. Saqué un cigarro y lo encendí.
Divagaba, recordaba toda la mierda a mi alrededor, que me tenía ahogado hasta el cuello. Pensaba que no importaba que tanto estudiara, triunfara, cuanto dinero ganara, o que tantas cosas estuvieran a mi nombre, la mierda seguiría ahí, y mis heridas abiertas, incapaces de cicatrizar.
Quizás esto era todo. Quizás esta debería ser mi última batalla, porque me sentía cansado, sangrando y sufriendo las dolencias de heridas invisibles.
No sé cuántas horas pasaron, tampoco quería ser consciente. Saberlo no iba a desmembrar el hecho del final que se avecinaba en mi subconsciente, convirtiéndose cada vez más, en una certeza razonable. Era factible que sucediera, no existen seres inmortales, hasta donde sé. Adelantar los hechos comenzaba a considerarlo como burlarme del tiempo y de la vida, ganarles algo por fin que valiera la pena.
Analizaba mi cigarro a medio fumar, lo deslizaba entre los dedos y tocaba la pequeña braza, para asegurarme de que era capaz de sentir algo más que mi cuerpo adormecido.
—Siempre dejas los cigarros así —aseguró May, haciéndome salir de mis mortales ideas.
La contemplé observándome desde un enorme ventanal del edificio, para posteriormente salir a la escalera, justo un piso debajo de mí.
—Siempre dejo así todo —susurré con voz apagada por el deseo de no ser escuchado, clavando la vista en la mugre que escondía la suela de mi zapato.
Me quedó claro que escuchó a pesar de mi tono de voz disminuido, porque frunció los labios, me vio con pena, y sin decir nada, subió los escalones hasta llegar a mi lado.
—¿Siempre dejas todo a medias? ¿Cómo qué? —preguntó filosa, dirigiéndome una mirada penetrante, como si hacerlo le diera la respuesta a su pregunta necia.
Me encogí de hombros, ya que incluso hablar en aquel momento me parecía una tarea complicada y cansada. Tomó asiento a mi lado, y con delicadeza, retiró el cigarro de mis dedos para llevarlo a sus labios, sin preocuparle que había estado en mi boca antes.
Le dio un buen jalón y echó el humo en un fino hilo blanquizco a través de sus labios, y me di cuenta, de que ya no estaban mordisqueados ni heridos, sino carnosos, de un rosado sano y terso.
—¿Qué ves?
—Nada —apresuré a decir, mientras desviaba la mirada.
—¿Ya te dio una embolia cerebral? —dijo sarcástica, y delgados hilos de humo se le escaparon por las comisuras de los labios, ocupando nuevamente mi atención.
—Cállate, May —ataqué a la defensiva, no sabía si por sus palabras o por el asalto de interés repentino que sentía hacia su boca.
Le arrebaté el cigarro de vuelta, y di una calada tan fuerte que hizo que me ardiera la garganta. Ella soltó el aire de manera estrepitosa, y sin mirarme añadió:
—Sabes... Si nos dieras la oportunidad, otros podríamos completar las cosas por ti.
Quitó el cigarro de mis manos, lo alzó entre nosotros como acentuando su punto, y después lo llevó de nuevo a sus labios, dando un jalón que acompañó con una mirada desconocida y me hizo sentir el estómago revuelto.
La observé un minuto, mientras deslizaba el humo por sus estúpidos labios.
May dio otra fumada más delicada, y me extendió el cigarro.
—¿A terminarme un cigarro?
—Idiota —dijo soltando una risa melodiosa, deslumbrante. De pronto todo en ella me parecía así: deslumbrante—. Ayudarte con ese peso que llevas dentro.
Pasé saliva con esfuerzo, bajé la mirada, y tomé el cigarro que era apenas unos milímetros de pitillo.
—Cada quien debe pelear sus propias batallas —dije con la mirada cabizbaja.
No me responde, quedamos en silencio, viendo al frente, pasándonos una y otra vez el cigarro, hasta que terminó por acabarse y May lo apagó presionándolo contra el barandal para después tirarlo a la calle. Y aun así, seguíamos sin hablar, sin mirarnos, pero no en un silencio incómodo, sino todo lo contrario.
Si pudiera decir que es posible que las almas hablen sin que sus cuerpos lo hagan, las nuestras lo hacían en aquel momento. Porque en el ambiente se sentía una ligera liberación, una sensación de tregua, y ella lo terminó de confirmar en el momento que tomó mi mano entre la suya, entrelazando sus dedos, y apretándola con firmeza, al igual que hizo el día en que me gradué del internado.
Respiré hondo, tan hondo que me sentí incluso mareado, cayéndome, y apreté su mano con fuerza para sentir un poco de estabilidad, y al confirmar que sí, que ahí estaba ella, dirigí la mirada a eso, a nuestras manos entrelazadas.
Me permití observarlas, a dos partes tan alejadas y unificadas al mismo tiempo. Las suyas: tersas, estilizadas, con las uñas bien cuidadas y cubiertas de un esmalte discreto, casi del color de su piel, que junto a la mía, con dedos mordidos, ligeramente hinchados, y puntos de sangre por padrastros arrancados, sobresalían mis guerras en esos detalles desagradables, descuidados y toscos.
Subí temeroso la vista, avergonzado de tener en el cuerpo la evidencia tan visible de lo que me sucedía por dentro, y me encontré con su semblante agobiado, con sus pupilas dilatadas y escudriñando mi rostro con preocupaciónd como si tuviera la mitad de la cara con quemaduras de segundo grado.
Entonces parpadeé, confundido por su expresión pasmada, y me di cuenta de que mis ojos estaban humedecidos, chorreados en lágrimas. Y, ¿qué tan adormecido debe estar uno para no percatarse de que llora?
—Pero si yo no tengo una, puedo decidir pelear en las tuyas —dijo, y completó dirigiendo su mirada al filtro de cigarro que nos observa desde el asfalto, tres pisos abajo—. Y ayudarte a ganarlas.
Necesito cerrar los párpados, porque su par de ojos rasgados me están rompiendo por dentro, y siento escurrir más agua por mis mejillas.
—Soy un puto desastre, May.
—Felicidades, Hedric. Pero te tengo noticias, todos lo somos.
—No todos. ¡Mírate! —reclamo dolido—. Has cambiado, luces feliz, tranquila, hasta tus labios están rosados y sanos.
—¿Mis labios? —pregunta confundida.
—Olvídalo. Es solo que... estás tan entera. Todo el mundo lo está.
Ella estrujó con más fuerza mi mano, y negó con la cabeza.
—Mi madre murió —dice tajante.
Me sorbí la nariz, y enjugué mi llanto, intentando lucir menos desastroso ante semejante noticia.
—Lo siento mucho.
—No lo sientas. No es algo que me tenga triste. Todo lo contrario, de hecho.
La observé confundido, porque si bien sabía que vivía una situación fuera de lo común, nunca supe realmente hasta qué punto.
—Mi madre era una pesadilla —dijo con voz fracturada.
—Lo imaginé.
—Me hizo ser una miserable, con todos, con mi padre, con mis amigas, conmigo. Me hizo odiarme por cada decisión que me forzó a tomar. No me pude ver al espejo por muchos años.
—No seas tan dura contigo, no fue tu culpa.
—Lo fue, Hedric. Dejé que me hiciera una hija de puta, y no me importa si decir esto hará que me gane el infierno, pero me alegro de que haya muerto.
Sus palabras sonaban fuertes, seguras, sin un ápice de remordimiento, y eso, en lugar de preocuparme, me inundó de calma. Porque aunque eran palabras duras, agrias, que cualquiera juzgaría con ímpetu, en ella daban calma. El anuncio de una batalla ganada, de la liberación de sus cadenas. Y supuse que me lo contaba a mí, porque sabía que la entendía, y que si fuera mi caso, me sentiría de la misma manera.
Que entendería que esa putada que la sociedad inventó de respetar a tus padres, sin importar las circunstancias, era una idea creada por un par de pendejos encerrados en su burbuja maravillosa, e ignoraban que acá fuera, hay gente muy mierda sin un poco de compasión.
Al carajo la sociedad, al carajo Jack y Eleanor, y al carajo la madre de May, que hizo más por su hija muriéndose que en toda su vida.
Apreté su mano y acaricié su dorso con mi pulgar. Porque no le dije nada, pero su mirada me decía que me escuchaba por dentro, en ese idioma desconocido de las almas lastimadas que se acogen entre ellas.
—La vida nos hizo ser unos hijos de puta.
—Así es —dijo ella, que al igual que yo, observaba nuestras manos tensadas—. Y solo entre nosotros nos entendemos.
—Siento envidia de la gente como Helena que viven una vida de caramelo.
May soltó un bufido irónico y negó con la cabeza.
—Helena está tan jodida como nosotros, pero se le dan bien las máscaras.
Fruncí el ceño, porque su respuesta me descolocó. Imagino que así se sintieron los niños normales que creían en Santa Claus y de pronto vieron a su padre en ropa interior bajo el árbol.
—¿Helena jodida?
—Mucho. Y seguro que Jean también, tú deberías saberlo.
Me encogí de hombros, porque tenía años sin saber nada de él, y tampoco había aceptado su solicitud de amistad en Facebook. No la decliné, solo la dejé ahí, marcando un cuadrito rojo en la esquina superior de mi perfil.
—No he sabido nada de él desde que se fué antes de graduarnos.
—Ni de él ni de nadie. ¿Tres años sin hablar con tu hermana, Hedric? ¿En serio?
Me encogí aún más, como un crío regañado.
—¿Cómo voy a hablar con la gente si me ven como tú? Con la puta pena en la cara.
—No te vemos con pena, imbécil, te vemos con tristeza. ¿Crees que nos da igual que nos apartes? Es frustrante querer ayudarte y recibir silencio de tu parte.
—Porque no tengo nada que decir.
—Pues no digas nada, pero déjanos estar aquí... Así —dijo dando un apretón en mi mano entrelazada a la suya—. Déjanos escoger nuestras peleas, o al menos ayudarte a suturar las heridas.
La observé por unos minutos, con las pupilas temblorosas y resentidas, porque nunca he sido bueno para recibir palabras de apoyo, o nada que sea positivo. Pero no es lo que me dijo lo que asimilé, sino su mirada.
Sus ojos filosos que siempre han sabido adentrarse muy dentro de mí, y que aunque creía que nuestras situaciones nos habían alejado, ella podía seguir viendo lo podrido que llevo dentro... Y no le asusta. No divaga ni un ápice, sino que me observa con un brillo peculiar, diferente, lleno de algo que desconozco, pero mi pecho comprende, y me lo hace saber con un subidón de temperatura en el pecho que me hace estremecer.
El calor me sube a los lagrimales, y necesito bajar la mirada para ocultarme un poco del sentimiento que me asfixia. Ella responde soltando mi mano, y por la corta fracción de unos segundos, me encojo abatido por el rechazo en su reacción. Pero no me deja terminar de agobiarme por rehuir del tacto, cuando sus manos se deslizan por mi nuca y me atraen a su pecho, envolviéndome en un abrazo seguro y determinante como era ella.
Y fue eso último lo que le dio un vuelvo a mi pecho, a mi percepción. Que tiró de la cadena y me dejó desvanecerme sin cauce, dejándome caer sobre su hombro para sollozar y abrazarla con todas las fuerzas que mi cuerpo podía ejercer en aquel momento desastroso.
Ese día, fue ella la que lloró conmigo: por todo y por nada, porque como yo, tampoco conocía mi historia, pero sabía que podía verla, sentirla. Le agradecía en silencio que no me hiciera contarla, porque era tan larga, persistente, y oscura, que lo que producía en mí era algo a lo que no podíamos ponerle un nombre, darle una definición, y solo sabíamos que estaba ahí, y que dolía como el carajo.
May me acariciaba la espalda en círculos, deslizaba sus delicados dedos por mi cabello despeinado, y apretaba sus brazos con fuerza a mi alrededor de manera esporádica, como para recordarme que estaba ahí y que me sujetaba.
Continuó así, en una melodía de caricias sin detenimiento, hasta que pude recomponerme después de una vasta cantidad de horas que desconozco, pero para cuando nos pusimos de pie y echamos andar juntos, de la mano, ya no había un solo local abierto, ni almas en las calles.
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