1

CIARA

"Hay tres maneras de hacer las cosas:
bien, mal y como yo las hago."




Mis caderas se agitan, sumiendo mi cuerpo en la hipnosis de mis movimientos. Las luces LED púrpuras y blancas alumbran la sala plagada de cuerpos poseídos por la música electrónica que retumba de pared a pared. Mis manos toman vida propia cuando se pasean por mi cintura con sensualidad, atrayendo miradas lascivas. Entre la multitud embravecida por el alcohol y las drogas, mis dedos se enredan por mi cabello sudoroso y mi corazón late de forma desaforada.

El juego es fácil una vez que te aprendes las reglas: una mirada, una sonrisa sutil, un ínfimo contacto con el que demuestres interés. Un gesto de sumisión con el que hacerlo presuponer que serás la princesa del cuento y una zorra en la cama. Si mis cálculos no son erróneos, estoy en el ángulo perfecto para que en el momento en el que la canción rompa, mi objetivo, —de pie en la barra acompañado por dos hombres—, me vea bailar mientras lo miro de reojo.

El truco está en la caída de los ojos, en las medias sonrisas intencionadas que brindas. Y tal como imaginaba, sus ojos se encuentran con los míos, pero tal como he aprendido, en el segundo en el que nuestras miradas se entrelazan, aparto la mía, haciendo un gesto con la cabeza a causa de que la canción asciende a un ritmo más excitante.

Así es como se caza a una presa.

Sé que mi vestido es lo suficientemente ajustado para abrazar mi anatomía, pero no tan sugerente como para no hacerlo fantasear con lo que escondo debajo de él. Ahora que he captado su atención llega la parte práctica, que es contonearme de la manera más sensual posible; mis brazos se mueven mientras mi cabellera forma un halo alrededor de mi cabeza a causa de los bruscos movimientos.

Cierro los ojos y permito que la música invada cada fibra de mi organismo.

Contabilizo cuarenta segundos en el transcurso en el que mi objetivo comenta con sus colegas que una tía acaba de mirarlo con ojitos mientras bailaba, lo que conlleva a que lo animen para que venga hacia mí, lo que me da un margen de quince segundos para prepararme mentalmente y meterme en el papel de la seductora bailarina.

En el fondo, los hombres son simples.

Cuando transcurren esos quince segundos, unas manos grandes me ciñen las caderas. Comienza a marcar un ritmo lento que sigo con facilidad y apoyo la cabeza sobre su hombro.

Debo reconocer que se mueve con soltura, así que aprovecho para hacérselo saber.

—Esto se te da bien —comento por encima de la música.

—Hay cosas que se me dan mejor, preciosa —me murmura al oído mientras sus manos ascienden por mi talle. Tiene un marcado acento ruso que delata su procedencia.

Finjo una risa nerviosa y pongo los ojos en blanco ante su arrogancia.

Le agarro la mano y la llevo a mi muslo, permitiendo que cuele los dedos bajo la tela hasta alcanzar el borde de mi tanga.

—Mi vestido es tan corto que puedes metérmela sin quitármelo —ronroneo.

Con un cambio de ritmo me doy la vuelta, quedando de frente al mismo tiempo que poso las manos sobre su pecho con una sonrisa sugerente.

Por lo visto, las fotos hacen justicia a su gran atractivo; comprendo porque es tan soberbio.

«Aunque no es nada en comparación a su primo».

Me inclino hacia delante y poso mi boca abierta contra la suya en un beso en el que atrapo su labio inferior con los dientes.

Eso es todo lo que necesito.

Con una mirada comprende lo que deseo y nos dirigirnos hacia los baños abarrotados.

Poso la mano sobre su pecho, lo empujo hasta sentarlo sobre la tapa del inodoro y me monto a horcajadas sobre su regazo. No me opongo cuando me agarra del cabello y me besa con brusquedad, mordiendo y chupando mi piel mientras sus manos aprietan y estrujan mis pechos.

Su erección se me clava entre los muslos, con lo que aprovecho para gemir en su oído, haciéndole sentir poderoso. Sí siente que tiene el control, le haré creer que me tiene bajo su poder.

—Voy a follarte tan duro que van a escucharte gritar desde el otro lado, pequeña puta —gruñe, mordiéndome el mentón.

Suelto una risa visceral, lo agarro de la mandíbula y lo obligo a mirarme antes de inclinarme hacia su oreja.

Eto budet nezabyvayemaya noch' —«Será una noche inolvidable» —le susurro al oído.

Parece extrañado al hablarle en su idioma, pero no le doy tiempo a pensar tras atrapar sus labios. Mis caderas se contonean sobre él mientras sus dedos encuentran el camino hasta mi tanga. Se introducen en mi carne húmeda de una embestida que me roba el aliento, haciéndome estremecer. Los míos van más allá del mármol del inodoro, en el hueco ciego que tanteo para encontrar la navaja que había dejado previamente.

Gimo fuerte al sentir sus dedos llenándome, hinchando su ego para aprovechar y arrancarla de la cinta adhesiva. Aprieto el pequeño mecanismo para sacar la hoja y le tiro del cabello rubio, echándole la cabeza hacia atrás un segundo antes de que la cuchilla le presione la nuez.

Los ojos se le tiñen de sorpresa ante mi movimiento, lo que me arranca una sonrisa llena de satisfacción.

—¿Qué tal, Ivankov? —lo saludo, intentando ocultar la diversión que me produce. Intenta moverse, pero solo consigue que la navaja le corte la tierna piel de la garganta—. Chis, no te muevas o te harás daño, cariño —susurro.

—Maldita zorra —escupe con asco.

No lo voy a negar, pero llevaba esperando este momento desde que descubrimos su llegada a Londres. He intentado acercarme de todas las maneras posibles, pero su anillo de seguridad me lo puso difícil, hasta esta noche. Digamos que su padre pensó que sería más inteligente que nosotros, pero nadie que sepa de lo que somos capaces los Callaghan se atrevería a jodernos y pensar que no habría consecuencias, sin contar la deuda con el clan Wallace.

Alguien mínimamente inteligente sabe que nadie que tenga deudas con los irlandeses viene a Londres, no cuando dominamos las calles y nos sentamos en las mesas políticas.

—Tu padre intentó jodernos y ya sabes lo que hacemos con los chivatos —explico con fingido tono infantil. La sangre se desliza por la hoja de la navaja al presionarla—. Encima, tú solito te has metido en la boca del lobo al venir aquí.

Puedo leer el miedo en la tensión de su cuerpo, a pesar de que sus ojos no muestran atisbo de temor ante su inminente muerte. Eso me calienta, sobre todo cuando tengo su excitación clavándoseme entre los muslos.

No suplicará y si lo hiciera sería patético; seguro que Boris se sentiría decepcionado del hijo que ha educado para ser el heredero del legado Ivankov.

De hecho, es su único heredero.

—No tengo nada que ver con sus negocios —refuta en un susurro estrangulado.

Niego con la cabeza levemente y me rio con cinismo.

—Ruso mentiroso —mascullo.

Sus ojos se abren mucho cuando le rebano el cuello con un veloz corte, provocando que su sangre cálida me salpique el escote y la cara. Se retuerce bajo mi peso a la vez que se lleva las manos al cuello en un intento de detener la hemorragia, pero la sangre se le escapa a borbotones de la herida mientras sus ojos verdes permanecen clavados en los míos.

—Tranquilo, querido: morirás pronto —le susurro con suavidad.

Mientras lo digo le abro la boca y le saco la lengua, que le corto aun consciente. La sección provoca que el grito se convierta en un sonido mudo para la eternidad al haberle rajado la garganta. En pocos segundos termina ahogándose en su propia sangre, momento que aprovecho para levantarme y abrir la tapa de la cisterna, donde había dejado mi bolso. Guardo la ofrenda en una bolsa hermética y, a continuación limpio la navaja con un pañuelo de seda.

El trabajo es pulcro. Con toallitas húmedas y gel hidroalcohólico me limpio los restos de sangre de la cara y las manos. Lo guardo todo de nuevo en el bolso tras echarle una última ojeada a mi obra maestra.

Es una de las mejores que he realizado durante los últimos meses.

Salgo del cubículo y cierro la puerta para dejar el mensaje de que sigue ocupado. Me recoloco el vestido y me atuso el cabello, sonriéndole con malicia a una chica, que parece entenderme en el momento que intercambiamos miradas a través del espejo mientras se retoca el maquillaje.

Una lástima que nunca vaya a salir de ese baño... vivo.

Regreso al calor de la discoteca y rápidamente me pierdo entre la multitud de colores morados moviéndose al ritmo de When I R.I.P de Labrinth. No tardo en alcanzar la puerta trasera, que da a un callejón apenas iluminado por la luz de las farolas, lo que me ayuda a pasar desapercibida para deshacerme de la peluca rubio platino. La lanzo al cubo de la basura para después quitarme las lentillas grises, que tiro al suelo.

El frío de la noche me eriza la piel, así que cuando el Porsche negro estaciona delante de mí, no dudo en rodearlo y subirme en el lado del acompañante.

—¿Hecho? —inquiere.

—¿Lo dudabas, querido? —respondo con socarronería. Abro el bolso y le entrego el detalle que le guardo en el bolsillo del abrigo—. ¿Cuándo se la harás llegar a Ivankov? —inquiero.

—En dos días —contesta.

Simon Wallace me muestra una sonrisa atrevida y sensual que me hace inclinarme en su dirección, agarrarlo de la mandíbula y darle un beso que lo hace sonreír contra mi boca. Atrapo su labio inferior entre los dientes, haciendo que su barba de más de dos días me haga cosquillas en las mejillas.

Me agarra de la nuca y me muerde la boca con la misma voracidad.

—¿Qué haré contigo, pequeña Ciara? —suspira contra mi boca. Sus ojos azules brillan llenos de condescendencia.

—Deberías besar el suelo por donde piso —murmuro contra sus carnosos labios.

Se ríe con ironía y me escruta, sabiendo que no tengo remedio, y la verdad es que no, pero al menos me ha dado una noche memorable antes de marcharme.

Una semana atrás me enteré de que regresaríamos a Italia con quien fue mi donante de óvulos hace dieciocho años. No la he visto en más de diez, de hecho, es un puto milagro que descubriera que, a pesar de que debió darnos por muertos tras abandonarnos, logramos sobrevivir.

—Se supone que soy yo quien está al mando —repone, siguiéndome el juego.

—Y sabes que soy yo quien te domina a ti —contesto.

Simon contiene el aliento cuando accidentalmente apoyo la mano en su entrepierna y la froto contra la dureza que se le ha formado bajo los pantalones.

—No juegues con fuego, Castello —me advierte.

—Eso díselo a tu mujercita cuando tienes la cabeza sumergida entre mis piernas y tu lengua me hace maravillas —replico con una sonrisa sugerente.

Eso es lo que precisamente lo tiene enganchado a mí, que solo le doy pequeñas dosis. Llevamos jugando a esto desde mi llegada a Londres hace casi tres años atrás y comprendí el funcionamiento del mundo de los poderosos, pero sobre todo, al descubrir que tenía un don que no podía desperdiciar.

A pesar de la diferencia de edad y que es un hombre casado, cayó rendido ante mis encantos, sumiéndonos en esta espiral de placer, sangre, favores y secretos que me han mantenido a su lado al descubrir mi potencial para seducir y destruir.

Pronto llegamos a la conclusión de que si él me usaba a mí, yo lo usaría a él.

Simon Wallace controla las calles de Londres y más de la mitad de Inglaterra, pero soy yo quien controla la parte que piensa por encima de su dotado cerebro, y mientras me pertenezca, tengo Londres bajo mi control.

—Voy a echarte en falta —admite.

—Piensa que la próxima vez que nos veamos seré una princesa siciliana —comento, acariciando los cabellos castaño cobrizo de su nuca.

Simon suelta una risa ronca y chasquea la lengua.

—Pero tu carácter nunca dejará de ser el de una buena irlandesa: que se preparen los fetuccini —repone.

Y tiene razón, porque soy una Castello, pero nunca dejaré de ser una Callaghan.







El agua del plato de la ducha se tiñe de rojo, retirando la sangre que se me había quedado adheridos en la piel; bajo las uñas pintadas de rojo todavía hay restos entre los padrastros que me conciencio en limpiar.

Aun me cuesta comprender cómo es posible que Lilian pueda estar de acuerdo con esta locura. Comprendo que es su hija y que la quiere de una manera que jamás llegaré a comprender, pero mejor que nadie sabe lo que sufrimos a raíz de su cobarde decisión.

Sacudo la cabeza y me retiro el cabello hacia atrás, intentando dejar de pensar que más pronto que tarde, tendré que verla de nuevo.

Se supone que su deber es tomar el lugar que estaba destinado para nuestro padre, pero por su debilidad me está condenando a regresar.

Caleb la quiere, de alguna manera absurda que todavía no comprendo, alberga la esperanza de recuperar a la madre que perdimos cuando éramos niños llenos de sueños sin realizar.

Supongo que tiene el corazón más grande que yo, porque soy incapaz de hacerlo.

Cierro el grifo, salgo de la ducha, me envuelvo en una toalla y me dirijo hacia la habitación, donde tengo preparado mi pijama de satén rosa sobre la cama. Me lo pongo y me deslizo entre las sábanas, cubriéndome con el edredón.

Tomo una profunda bocanada de aire al escuchar la puerta abrirse con sigilo. Alzo la mirada al verlo entrar y acercarse hasta la cama con una mezcla de duda y ansiedad reflejada en la expresión. Y por muy enfadada que esté por la decisión que me ha obligado a tomar, aparto el edredón y le hago un hueco.

No me resisto cuando me acurruca a su lado y me embebo de su fragancia familiar: la misma que me ha acompañado toda la vida. Como cuando éramos pequeños y no podía conciliar el sueño, mis dedos se enredan entre las hebras doradas de su cabello, lo que le arranca una sonrisa torcida.

—¿Dónde has estado? —inquiere con suavidad.

«No querrías saberlo».

—¿Por qué la has perdonado? —replico con otra pregunta.

—No la he perdonado, pero quiero aprovechar la oportunidad que nos está dando —responde, cayendo en mi juego de distracción.

Niego débilmente mientras sus dedos juguetean con un mechón de mi pelo entre el índice y el pulgar. Lo conozco, y aunque no miente, tampoco dice la verdad. Siempre la ha querido más que yo; la miraba con expectativas y sin recelos.

Comprendo que las oportunidades no nos faltarán, sobre todo siendo la nueva adquisición de los Falcone.

Claro, ahora nos necesita para reclamar lo que es por derecho de los Castello.

Y sí, supongo que ha llegado la hora de regresar al hogar que se nos fue arrebatado incluso antes de haber dado nuestro primer aliento. Somos el único legado de Angelo. Se rumorea que está cansado de gobernar y aunque podría delegar en su Consigliere, se niega a que no sea alguien de su sangre quien ostente el poder.

Caleb se estremece cuando mis dedos trazan la inscripción en latín sobre la articulación de su brazo izquierdo.

«Omnes sumus Peccatores».

—No tenemos por qué regresar. No les debemos nada a ninguno, ni siquiera a Colette: nos desterraron —le recuerdo—. Todavía estamos a tiempo de irnos y no verla nunca más —murmuro.

—Démosle al menos una oportunidad, por favor —responde. Exhala un suspiro y permanece con la mirada perdida en el techo—. Es lo que somos, C —reconoce.

—No es lo que papá hubiera querido —susurro.

—Papá hubiera hecho lo necesario por nuestra familia. Mamá es familia y ahora nos necesita —replica él.

Detesto que tenga razón. Papá hubiera hecho cualquier cosa por nuestra familia. De hecho, fue lo que hizo y lo que le costó la vida. Matteo Castello fue un hombre criado en la Cosa Nostra, un futuro Capo di tutti capi si no fuera porque se enamoró de la hija de un líder irlandés y prefirió el amor por encima del deber.

Eso es algo que la famiglia nunca perdona y se paga con sangre. Encima, para darles una bofetada a los sicilianos y a los irlandeses, de su unión se creó una nueva línea de sangre. El legado de los Castello y los Callaghan perdura en mi hermano y en mí: dos familias enfrentadas por negocios y la hegemonía en Estados Unidos, que finalmente pasará a manos de un Castello por derecho de sangre.

No niego que el asunto me huele mal, pero por otro lado pienso que sería egoísta por mi parte negarle a Caleb lo que le pertenece desde el segundo que llegó a este mundo. Soy consciente de que él tampoco está conforme, sobre todo porque nunca he visto una persona más pacífica que mi hermano; nunca podría verlo sosteniendo un arma, matando a sangre fría y gobernando la vida de cientos de familias bajo su mando.

Su sueño es ser médico, tener una familia y dejar de vivir bajo el yugo de la mafia, y Colette le está dando una oportunidad que yo nunca podré proporcionarle.

Yo soy la que deseo mantener el legado de papá. Aunque sea por otras vías.

Caleb me estrecha contra su pecho y yo le paso el brazo sobre el estómago. Apoyo la mejilla contra la piel caliente y cierro los ojos en el momento que traza círculos con el pulgar sobre la carne desnuda de mi espalda.

—Somos Castello, podemos con todo lo que nos tiren y más —susurra con la voz que siempre logra calmarme en los peores momentos.

—Somos Castello —repito.







A la mañana siguiente, Caleb ya no está. Supongo que habrá bajado a desayunar. La cabeza me atormenta cuando las sienes me dan horribles punzadas que me obligan a tumbarme. Cojo el bote de pastillas y me las trago de una sola vez. Después me dirijo hacia el baño, donde dedico diez minutos a deshacerme del malestar en mi cuerpo.

En un par de horas tendremos que coger el jet que Falcone nos ha reservado.

Mi ropa y pertenencias están en las maletas, así que me visto con el conjunto que había escogido para la ocasión: un jersey negro, unos pantalones cortos de tela verde militar y botas de tacón negras por encima de la rodilla.

Siempre me ha gustado vestir para llamar la atención. Se puede decir que la moda es la única manera en la que puedo destacar; al menos si estoy guapa pueden tomarme en serio.

Me siento en el tocador y me recojo el pelo en una coleta alta. Después cubro las imperfecciones en mi rostro, donde el corrector hace la magia de desaparecer las ojeras. Aplico mi pintalabios rojo favorito y le sonrío al espejo para ensayar la sonrisa que tendré que fingir durante lo que me resta de día. Como broche final cojo un colgante del joyero, no sin mirar de soslayo el crucifijo de plata que llevo años protegiendo y escondiendo antes de cerrar la cajita.

Me lo pongo y coloco el dije para apreciar la sencilla pieza: un patín de cuarzo azul, como el de las patinadoras sobre hielo.

Esta vez la sonrisa que brota de mis labios es sincera, pero me obligo a tragármela y salir de la habitación con la intención de ir al comedor, donde el desayuno ya está servido. En la mesa, Caleb y la abuela me esperan. Alzan la mirada de sus respectivos platos al escuchar los tacones repiquetear.

Les devuelvo la sonrisa en el momento que Lilian posa la taza de café y las comisuras de los labios se le estiran un poquito hacia arriba. Sin embargo, la sonrisa de Caleb es plena en cuanto su mirada desciende hasta mi colgante; es de esas sonrisas que hacen que un hoyuelo se le forme en la barbilla.

Se parece tantísimo a papá..., mucho más de lo que me gustaría: dulces y atractivos. Idénticas facciones talladas y masculinas, la mandíbula cincelada, la piel bronceada, los ojos verde trébol, la boca grande y labios carnosos. Lo único que los diferencia son el cabello rubio herencia de la familia Callaghan. Y aun así, también veo la debilidad, la ingenuidad y el corazón puro que puede costarle la vida más pronto que tarde.

La benevolencia no está hecha para nosotros.

L'hai indossato? —«¿Lo has usado?» —inquiere Caleb. Aunque su voz intenta fingir sorpresa sus ojos brillan con una chispa de emoción.

È il mio preferito: dovresti saperlo, fratellino —«Es mi preferido: deberías saberlo, hermanito» —respondo, guiñándole el ojo.

No es mi favorito por su precio, sino porque sé cuánto le había costado regalármelo. No soy una mujer dada a los sentimentalismos, pero creo que fue una de las pocas veces durante mi infancia que puedo afirmar que tuve un retazo de felicidad. La segunda cosa que consigue rellenar el vacío es verlo sonreír; conseguir arrancarle un par de sonrisas al día es un propósito que me apunto mentalmente para no olvidarlo nunca.

—Chicos —nos regaña la abuela, mirándonos con severidad.

Los dos giramos la cabeza hacia ella y Caleb susurra una disculpa antes de volver a su tostada francesa. Yo, por el contrario, suelto un bufido al mismo tiempo que me sirvo mientras una de las doncellas me llena el vaso con zumo de naranja.

Tres rodajas de kiwi, un plátano cortado, cuatro fresas y una tostada con queso fresco.

Una de las razones por la que no podemos hablar en italiano es porque no le gusta perderse durante la conversación. La segunda, porque se trata de un recordatorio de que fue un italiano quien le arrebató a su preciada hija.

Siempre seremos hijos de la discordia.

En muy contadas ocasiones tenemos la posibilidad de ver al abuelo Declan. Solo cuando se permite dejar Nueva York un par de días y venir a Londres para hacerle una visita a su esposa y nietos.

Se puede decir que cuando nos encontró, fue una bendición abandonar la familia déspota y anticuada con la que vivimos durante gran parte de nuestra infancia y adolescencia. No éramos sus personas favoritas, pero Caleb se lo metió en el bolsillo rápidamente. Yo, por el contrario, nunca he acabado de ser santo de su devoción a causa de mi rebeldía... Pero lamento si me ofende que me vean como si fuera una muñeca que debe callar y obedecer como una retrasada sin un gramo de cerebro.

La historia del porque ahora estamos en medio de este lío es por una sola cosa.

Declan y Lilian tuvieron dos hijos: Colette y Kirian. Nuestro tío se dio por perdido al fugarse con dieciocho años. Nadie volvió a saber de él. Evidentemente, como Colette es una mujer y sabemos que este mundo es dominado por los hombres, esperaba que su hija se casara con un hombre de su conveniencia para darle un heredero, preferiblemente varón para que fuera el sucesor del clan Callaghan en Nueva York y no delegar en su Segundo tras su muerte. Pero papá se cruzó en la ecuación al enamorarse tan locamente que a las familias no aceptar su decisión desertaron, convirtiéndolos en por así decirlo, traidores a la mafia.

Y sí, mamá le dio un nieto, pero un nieto con sangre italiana del que no tuvo conocimiento hasta dieciocho años después de su nacimiento. Ahora sabe que sus conexiones pueden crecer en el momento que el viejo Castello nombre a su sucesor. Entre esas conexiones entrarían los territorios de Sicilia, el Outfit de Chicago, Toronto, Filadelfia y las zonas de Nueva York que no forman parte del territorio Camorra, Bratva y Famiglia.

En resumidas cuentas, cuando mi hermano reclame lo que le pertenece puede que se convierta en uno de los más poderosos jefes de la mafia. Y eso me asusta mucho más de lo que estoy dispuesta a admitir; está poniéndose una diana en la cabeza y ni siquiera lo sabe.

—Chicos, ¿estáis nerviosos? He escuchado que los Falcone son una buena familia a pesar de ser... italianos —suelta con cierto ácido en la última palabra que provoca que Caleb tense la mandíbula.

Trago el bocado y le doy un sorbo al zumo para pasarlo mejor. Caleb frunce un poco el ceño y aprieta el cuchillo de plata entre en los dedos, del modo en que lo hace antes de prepararlo y lanzarlo contra la diana, dando justo en el centro.

Lilian no lleva bien nuestras raíces italianas, pero Caleb lleva aún peor que siempre los trate con desprecio.

—Estaremos bien, abuela —respondo para quitarle hierro al asunto.

A veces debo ser yo la que mantenga el control por los dos.

—De acuerdo —contesta ella con una sonrisa que acentúa unas pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos.

La miro con ojos entrecerrados por un par de segundos. Su mirada no expresa nada.

—¿Y nuestros hermanos? —lanza Caleb de repente.

—Bueno...

—Señora Callaghan, el coche está listo —informa Campbell, interrumpiendo lo que fuera a decir.

Lilian le hace un breve asentimiento antes de que Campbell se incline y le susurre algo que me hace compartir una mirada con Caleb.

Dritti all'inferno da dove non saremmo dovuti venire —«Directos al infierno de donde no deberíamos haber salido» —susurro, haciendo que mi hermano suelte una ligera carcajada.

Disimulo una sonrisa mientras termino con una rodaja de plátano.



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NOTA DE AUTORA:

Se puede decir que esto es un ¿retorno?

Tal vez. No lo sé. Lo único que puedo decir es que he vuelto a escribir y que este libro ha sido el que ha sido muy mi reenganche.

Ha pasado muchísimo tiempo, pero si os animáis, leed y dejad amor y vuestras opiniones: sería reconfortante saber que por ahí todavía hay alguien que me lee.

🖤🖤

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