Capítulo único

Como lo prometí, aquí les dejo este oneshot Yungi de navidad porque la navidad debería durar más. Que lo disfruten ;)

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Esa noche la ciudad de sentía más fría de lo habitual, palabra que cualquier otro jamás hubiese empleado para referirse al ánimo de la festividad que estaba por comenzar. Todavía, qué era la navidad sin el gélido soplo del viento en invierno; realmente no eran las calles lo que sentía frío, sino el cuerpo mismo.

Bufó al ver a la gente corretear por las calles con sus pesados abrigos y las manos repletas de obsequios, materialismos innecesarios cubiertos en pomposas decoraciones que al día siguiente vería en la basura. Viendo eso afirmaba que de allí a cinco años en el futuro el consumismo acabaría por destruirlos, aunque él sucumbiría primero ante el dolor que venía cargando desde enero.

«Enero... parece que fue ayer.»

Sopesó mirando hacia la calle, centrándose esta vez en los luminosos ornamentos que no inducían emoción alguna en su persona.

Desde hacía doce meses que había renunciado a una vida de lujos por la promesa de tener las manos llenas. Su codicia entonces nunca hubiera anticipado que las riquezas que ahora poseía jamás se compararían a lo que renunció una mañana cualquiera; tan fría como el presente, como la noche que se vertía de manera agraciada sobre ellos. Detestaba aquel blanco nieve, tan insulso, tan insípido... acumulándose en las calles como la gente que sin alma paseaban de un lado a otro pintando sonrisas falsas.

No es como si odiara la navidad, pero en esos momentos sentía simpatía por aquel personaje verde cuya única fantasía era robar la festividad de los aldeanos que temían el pronunciar su nombre. Tal vez estaba harto de la gente, no de la navidad.

—¡Yunho! — Escuchó a sus espaldas la voz de su colega y mano derecha, San.

Sin ánimos de responder a su llamado, se mantuvo en su lugar, recargado en el marco del enorme ventanal de la oficina; la principal la que quedaba en el último piso de aquel importante centro empresarial.

A falta de respuestas, el de mirada gatuna se acercó al solitario pelinegro posando una mano en el hombro ajeno, obteniendo entonces una mirada de soslayo.

—Oye, llevo rato buscándote... dijeron que podíamos ir un rato a la fiesta y luego terminar de trabajar —comunicó el muchacho con una sonrisa llena de simpáticos hoyuelos.

Aunque falto de tacto, tuvo la decencia de atender a su amigo alejándose del ventanal para así dejar entrever una pizca de fingido interés en sus palabras.

—¿Vas a ir? —cuestionó San al notar cuán distante seguía; sólo entonces reparó en lo vacía que estaba la estancia.

Todos en la oficina debían estar bebiendo y disfrutando de la miserable excusa de tiempo libre.

—Sabes que las fiestas no son lo mío, San —musitó con honestidad—. Quizá vaya más tarde —agregó tras llevarse las manos a los bolsillos.

Esquivando la mirada de su colega no pudo atender al gesto de tristeza, quizá decepción, que se pintó en las facciones del otro. Aunque si hubiese reparado en ello, incluso así, no hubiera hecho nada al respecto; no tenía ánimos de seguir fingiendo.

—Bueno, no pienso obligarte, pero yo que tú iría... no se puede desaprovechar estas oportunidades. — Instó el de hoyuelos con una pícara sonrisa.

Pese a sus continuos desplantes, le agradaba cuán efusivo se mantenía el menor. No obstante, consideraba blasfemo el hecho de que este creyera una oportunidad lo que era un derecho bien sabido.

Estaba en sus contratos el no tener que trabajar en navidad u otra festividad importante, pero allí estaban, agotados física y mentalmente dando todo por el todo a una compañía que acometía sacrilegio ante sus derechos humanos.

Observó al muchacho delante de él, San era apenas un egresado, una persona vivaz que aportaba energía a la oficina. No merecía estar allí, privándose de los lujos que pudiera conseguir con su jugoso salario, perdiendo momentos importantes junto a su familia... oh, cuanto daría él por si quiera tener motivos para hacer valer su tiempo y dinero fuera de ese confinamiento.

Esperaba que al día siguiente al menos su amigo tuviese la oportunidad de reunirse con sus abuelos como venía planificando desde hacía tiempo.

—Entonces no veo por qué debas seguir perdiendo el tiempo conmigo en vez de ir a divertirte con el resto —apuntó sin malicia en su voz.

Ante el comentario el menor pareció resignarse, obsequiándole una sonrisa de labios tensos y una despedida en forma de palmadas que entregó a su espalda.

—Saluda a Wooyoung de mi parte —comentó antes de que el otro saliera por la puerta, sin obtener ninguna respuesta.

Nuevamente estaba a solas con el frío y el silencio que, así como su persona, estaban de sobra.

Con más tiempo para pensar, volvió sobre sus pasos a su lugar designado, desplomándose en la silla tras el moderno escritorio que rezaba su nombre.

Desde que tomó aquel empleo, pensó que sus días en esa oficina serían como los de cualquier otro joven empresario que aspira convertirse en una eminencia de los negocios, sin embargo, mientras más tiempo pasaba encerrado entre esas paredes de concreto, más seguro estaba de haber apelado por su rendición.

Aquel no era siquiera el mundo que le pintaron cursando la carrera de contaduría, siquiera cuando decidió hacer su posgrado y posterior maestría. Aquel era simplemente un infierno donde todos caminaban arrastrando el peso de varios grilletes, las pailas eran sus escritorios y sus castigos eran las docenas de papeles sin revisar que llegaban en pacas todos los días, sin excepción.

Jamás pensó que sus decisiones le jugaran en contra, después de todo, había tomado ese camino para asegurarse un futuro y, para que el día de mañana, tuviera la oportunidad de optar por una merecida jubilación. Todavía, envejecer en aquel tóxico ambiente ya no era, y nunca volvería a ser su más grande ambición.

«Fui tan estúpido al pensar que esto era lo mejor...»

Se lamentó al tiempo que su mirada iba a parar a la hora que indicaba el monitor de su computadora.

Eran pasadas las once de la noche y él seguía allí, con trabajo pendiente que probablemente tendría que llevarse a casa a razón de la ineptitud de sus subordinados. Nadie en ese piso, a excepción de San y él, era lo suficientemente competente para asumir el cargo que tenía.

Rodó los ojos ante el recordatorio y se dispuso a tomar una de las carpetas sobre el escritorio, no obstante, el sonido de una notificación llamó su atención.

Curioso por ver quién le había escrito a esa hora y en esas fechas, buscó su teléfono en el bolsillo de su pantalón y revisó la bandeja de mensajes, encontrándose con un único y corto escrito que rezaba el nombre de su amigo junto a lo siguiente: «Wooyoung dice que dejes de ser un aguafiestas y vengas a celebrar con nosotros.»

Si bien esas palabras fueron escritas para conmover, en él surtieron un efecto opuesto; lo que le restaba de paciencia se evaporó dando paso a la irritación. Aun así, antes de terminar de perder los estribos, resolvió escribir una respuesta a su amigo, sólo para aplacar su insistencia.

Con rapidez escribió el corto mensaje le dio a enviar y arrojó el dispositivo al escritorio sin cuido alguno. Entonces, echó la cabeza hacia atrás, reposando su peso entero en el espaldar.

Sin percatarse, el silencio comenzó a hacer mella en él, reventando en el aturdimiento que desde hacía rato intentaba obviar. El frío tampoco ayudaba, si antes estaba a gusto, ahora tiritaba sin razón aparente en la mullida superficie de su silla. Los cojines ergonómicos se hincaban en sus, costados haciendo casi imposible para él encontrar comodidad.

Sería ese su momento de congraciarse con la desgracia, ese infierno que ardía de manera distinta al que describían en la biblia, ¿lo sería?... Imaginó que no tenía forma de zafarse de su averiguación. Alguna vez leyó que el infierno era distinto para cada uno, y que uno decide cómo llegar a él, pero qué tanto podría haberse equivocado para adelantar su sentencia y traerla consigo a la tierra.

Hastiado, se llevó las manos a la cara, frotando la piel de sus mofletes y párpados hasta dejar sus exhaustas manos reposar a sus costados en el reposabrazos. Fue entonces cuando se percató del barullo que hacían sus colegas en el piso de abajo, de la música y los excesos que se filtraban entre las paredes... todo eso que aborrecía con creces. Todavía, no hizo siquiera el amago de moverse. No tenía caso tampoco el ir a quejarse; si bajaba estaría aceptando la invitación.

Soltó una pesada exhalación, con suerte esa fiesta terminaría pronto y en vez de trabajo, recibirían la orden de volver a sus casas, hasta entonces... tendría que seguir aparentando que su labor le confería aún un atisbo de pasión, pero justo cuando pretendió ir tras la carpeta olvidada, sus ojos lo traicionaron al fijarse en su única chispa de esperanza.

Allí, tras una montaña de documentos reposaba la única pertenencia que resolvió usar de decoración para su espacio de trabajo, una foto del motivo que le hacía madrugar, que a su vez era la causa de su desvelo y soledad.

Desde enero de ese año no veía a Mingi. Desde hacía doce meses que no le escribía al menor, que no hablaban, que no sabían siquiera de la vida del otro. Una eternidad disfrazada de anualidad que él provocó a manos de un error fatal.

«Me pregunto qué estará haciendo...»

Dijo para sí mismo, alcanzando la fotografía con la diestra, sintiendo una descarga tan pronto sus dedos rozaron el marco de esta.

Siendo sincero, no sabía por qué aún conservaba la foto de su exnovio, debía de ser algún rasgo masoquista de su parte saliendo a relucir, porque de qué otra manera podría continuar su vida viendo esa radiante sonrisa todos los días mientras trabajaba.

Todavía se culpaba por ser la razón sustancial por el cual Mingi había dejado de sonreír así, sin embargo, no podía revertir el pasado para enmendar sus desinhibidos actos.

«No vas a poder recuperarlo, aunque lo intentes.»

Facilitó su conciencia de forma agria, sumando un gramo más de culpa a la carga que llevaba en su espalda.

Sabía de antemano que no podría recuperar a Mingi por su cobardía, porque bien que las oportunidades tocaron a su puerta y en ningún momento tuvo el decoro de abrir esta. Era tarde para él, para ellos... todo lo que pudo haber sido lo resumió a un triste recuerdo por las ganas de perseguir un sueño ajeno.

Repasó con sus dedos el borde de la foto al tiempo que sus ojos se prendaban en las comisuras de esa inigualable sonrisa, aquella que le enamoró en la frescura de su adolecer, siendo aún un muchachito extrovertido. En aquel entonces no aspiraba a mayores, sin embargo, la vida le proporcionó alas para surcar los cielos, territorios desconocidos donde Mingi, lastimosamente, no estaba en ellos.

«Hiciste esto porque querías, ya supéralo.»

Se recordó por quincuagésima vez esa semana, sintiendo la mezcolanza de sentimientos que percibía en su interior.

Un muchacho del campo, eso era hasta que salió de la escuela junto a su novio y le ofrecieron una beca de estudios por su notable desempeño académico. Mingi nunca dudó en apoyarlo y fue el único que secó sus lágrimas cuando pensó renunciar su título, cuando los días parecían no acabar entre viajes de la granja a la ciudad, ni siquiera sus padres lo consolaron como el menor, ningún otro se tomó el tiempo para reparar en sus sentimientos, entonces... ¿por qué lo hecho?, ¿por qué decidió traicionarlo?

El fallo imperdonable acometido a fuerza del egoísmo, con eso tendría que vivir hasta que el sol dejara de calentarle la piel.

De no ser por la lágrima que cayó sobre el cristal que protegía la foto, no se habría percatado de la humedad en su rostro. De regreso en la realidad, el frío y el silencio se tornaron en tempestad, ambos acompañados del mismo bullicio, pero todo se sentía distante, ajeno a él...

Alzó la mirada una vez más, viendo el resplandor de las luces colarse por entre los vidrios en colores que le recordaban la tan importante fecha que marcaba el calendario y, por primera vez en toda la velada, sintió la necesidad de acabar con su soledad.

No reparó siquiera en lo que hizo tras esa reflexión, tan sólo dejó la foto en su lugar, tomó su teléfono y saco en mano se marchó.

˚

Mientras se trasladaba en auto a las afueras de la ciudad, el paisaje invernal se desdibujaba en la cruda realidad, la que no pintan las historias tras las postales de navidad. Los árboles sin hojas, los mantos nevados, las carreteras resbalosas, todo era un riesgo potencial que había tomado de forma imprudente en función de una urgencia: ver a Mingi.

No sólo quería verlo, deseaba poder abrazarlo, besarlo, tomarlo entre sus brazos y alzarlo para jamás soltarlo, pese a cuán inalcanzables resultaban su aspiración, tenía ganas de ganarse ese privilegio, así tuviera que hincarse con las rodillas peladas sobre granos de arroz.

Pero sólo verle por un segundo, sostenerle la mirada estaría listo para irse a la cama con una sonrisa y sentirse repleto de dicha.

«No pido mucho, por favor...»

Repitió en su cabeza, siendo esa la tonada que le acompañó hasta adentrarse en busca de sus raíces.

Con cada metro que avanzaba en el coche su corazón latía más aprisa. Cada que veía una calle conocida, una vivienda igual de modesta, todo atrapado en el estilo de la misma época que para nada cuajaba con su nueva residencia, siquiera su auto y vestimenta entonaban con sus alrededores; ¿por qué siempre tenía que ser diferente a los demás? Jamás creyó sentirse un intruso en el lugar al que una vez llamó hogar, pero allí estaba con un nudo en la garganta, recorriendo las estrechas callejuelas que seguía con el corazón.

Más temprano que tarde arribó a la entrada de la pequeña propiedad donde sabía se resguardaba su amor. Para entonces estaba hecho un manojo de nervios, con las manos sudorosas y temblorosas, esas que usó para aflojarse el nudo constrictor que hacía su corbata.

—Maldición... —Pensó tan pronto reparó en lo que había hecho.

De inmediato, buscó su reflejo en el retrovisor para ver qué tan afectado quedó su aspecto, realizando la prominencia de sus demacradas facciones. Aunque hubiese conservado sus prendas sin arrugas, seguía viéndose fatal.

En un suspiro se entregó a la realidad y, tras apagar el motor, se tomó un segundo para respirar profundo y encontrar el empuje necesario para bajar del auto.

Segundos pasaron entre una inhalación y otra exhalación. Todavía, cada vez que su mirada se encontraba la pequeña vivienda del menor, su estómago daba un vuelco y se dejaba menguar la pasión en dolor.

—Ya llegaste hasta aquí, ¡deja de ser un cobarde! —Se reprochó dando un golpe al volante.

Tras liberar algo de frustración, tomó una última bocanada de aire y, tal como en la oficina, se movió en automático, cogiendo las llaves del vehículo, su saco y la torta que había comprado de camino hasta allí para no llegar con las manos vacías; con algo de suerte a Mingi le seguirían gustando las mandarinas.

Al salir del coche una fría ventisca le castigó, mas, entregado a su objetivo ignoró la advertencia y cruzó el pequeño sendero hasta llegar a la puerta. Las luces de la casa seguían encendidas, lo que le invitaba a pensar que esa era una buena señal, sin embargo, le tomó al menos un minuto recolectar valentía para tronar sus nodillos contra la puerta.

Cuando resolvió hacerlo, sus manos ya no sudaban, pero su cuerpo entero tiritaba cual gelatina a la espera de una respuesta que llegó más rápido de lo previsto, sin siquiera un aviso.

Al ver como la puerta se abría de a poco sintió su tensión bajar al subsuelo, congelándose como el agua que caía en copos sobre su cabello y la caja de torta aferrada a su mano. Delante de él lentamente se dibujó la figura del hombre a quien más deseaba ver.

—Yunho... —musitó un perplejo Mingi.

Escuchar su nombre en aquel tono templado, de aquella boca tan dulce fue todo cuanto pudo necesitar para entrar en calor. Mingi no tenía que hacer mucho para bajarle las defensas, su sola existencia era suficiente para ablandar cada parte de su humanidad.

—F-Feliz navidad... —murmuró al encontrar su voz, prendado a la luminiscencia de su adoración.

Quizá no era la mejor forma de empezar con una plática después de tantos meses de separación, pero fue todo lo que se le ocurrió.

Llegarse en plena víspera de navidad tampoco era una idea brillante si lo que buscaba era una potencial reconciliación, pero qué más daba arriesgarlo todo, si, a fin de cuentas, ya nada le quedaba.

—¿Qué haces aquí?... —preguntó el menor sin miramientos.

—¿Me dejas pasar?, por favor... hace bastante frío —respondió esperanzado.

A juzgar por la expresión vacilante de su expareja, pensó que este le tiraría la puerta en la cara, mas, Mingi, el benévolo Mingi de siempre, sin decir nada se hizo a un lado accediendo a su petición.

Concedido el permiso, ingresó a la vivienda cerrando la puerta tras de sí para luego quitarse los zapatos, apreciando el reconfortante calor hogareño bajo sus pies. Mingi todavía lo veía incrédulo, como si no diera crédito al verle parado allí cual monigote de cartón con su traje de marca mientras él, estando allí parado de brazos cruzados, vestía la misma sudadera desgastada y unos pantalones holgados con calcetas para mantenerse abrigado.

A su parecer el menor no necesitaba de etiqueta para verse despampanante, no si con el cristal de sus gafas atrapaba el resplandor de las estrellas que decoraban la casa haciendo sus ojos más irresistibles.

—Bueno, ¿te vas a quedar parado ahí toda la noche?... —cuestionó su eterno amor al mecerse sobre sus talones.

Negó rápidamente ante la alegación, dejando que el menor lo guiase en dos pasos hasta la pequeña sala donde tantas veces habían comido, jugado y dormido... juntos.

—Ah, yo-... te traje esto —comentó al recordar la caja en su mano, ofreciéndosela al menor.

Aunque reacio, este la tomó, susurrando un leve "gracias" para luego dejarla sobre la mesa del centro antes de desaparecerse en una de las habitaciones. Ni siquiera le dio tiempo de extrañar al otro cuando este regresó con una manta estrujada contra su pecho.

—Toma... estás temblando demasiado —murmuró un apenado Mingi al tiempo que cubría sus hombros con la espesa tela.

En esos segundos que le tuvo tan cerca, notó que nada en el menor había cambiado, que sus facciones seguían viéndose tan inmaculadas como antes, que su nariz seguía teniendo esa adorable forma respingada y que esos labios se veían tan tentadores como los recordaba. Sin dudas, Mingi seguía siendo Mingi.

Sin detenerse demasiado, el menor soltó la manta esquivando su mirada para ir hasta la mesa, tomando asiento a su izquierda. En una silenciosa invitación, alzó su mano para indicarle que tomara asiento, orden que acató de inmediato, dejando sus piernas cruzadas al sentarse en una posición similar a la opuesta.

A diferencia de la oficina, el silencio entonces no resultó abrumador, todavía, distinguía la incomodidad en el mutismo de ambos. Por lo menos ya no sentía las manos congeladas.

—¿Dónde están tus padres? —preguntó con interés, notando por primera vez en toda la noche la ausencia de los mayores.

—Están en lo de mi tía, ya sabes... por navidad —contestó el menor cabizbajo mientras jugaba con las mangas de su suéter.

—Yah... ¿y eso que no fuiste con ellos?... —indagó esta vez sólo para hacer tema de conversación.

—Porque no tenía ganas... Yunho-... —Suspiró—. ¿Por qué viniste? ¿Por qué estás aquí? —cuestionó el menor al sostenerle la mirada.

La tajante de parte de Mingi le dejó sorprendido, mas, aquel sentimiento duró poco cuando reparó en el malestar que transmitían los preciosos orbes almendrados de su adorado.

Desafiando la física, la culpa comenzó a aplastarle contra el suelo, la manta sobre sus hombros también le hundía en aquel pozo del cual quería salir, pero cómo lo haría, si era cierto que no tenía respuesta alguna que conferir para satisfacer esas preguntas, sin provocar una tertulia.

No podía justificar su presencia a esas horas de la noche con el simple hecho de que se había sentido solo, pero en esa excusa acaecía la penosa verdad.

—Y-Yo-... —Empezó, retractándose al instante en que se quebró su voz—, quería verte... necesitaba verte, Mingi —musitó con honestidad.

Al instante los ojos del mencionado parecieron titilar como las luces navideñas sobre sus cabezas, dándole aquel aire inocente, ilusionado que poco a poco se difuminó en el verdor de la ira. Con el ceño fruncido, el menor bajó la mirada hasta sus manos y se mordió los labios antes de responder.

—¿No es un poco tarde como para vengas a decirme estas cosas?... —inquirió en voz baja.

Tan cínico como podría haber sonado su confesión, no creyó que el menor pudiera devolver aquella jugada con esa respuesta que le heló hasta el alma.

—¿Hm?... ¿No crees tú que es tarde para que te aparezcas de esta manera? —insistió esta vez alzando la voz.

—Mingi, yo-... —Trató de hablar, mas fue en vano.

—¡No, Yunho!... ¡¿Qué te hace pensar que tienes el derecho de venir a mi casa un año después de que me dejaste y no volviste a hablarme?! —reclamó el menor tras volver sus manos puños.

Perplejo al presenciar el arrebato opuesto, guardó silencio por unos segundos, intentado buscar una respuesta razonable que no liderara ese reencuentro a una batalla campal. De todas formas, no es como si tuviera motivos para contraatacar, el menor estaba en su derecho de reclamar lo que se le viniera en gana.

—Vine porque me di cuenta del error que cometí... —Hizo una pausa al bajar la mirada—. Quería disculparme por todo y-... —Intentó continuar, mas el menor no le dio la oportunidad.

—¿Y qué?... ¿acaso soy tu pretexto para empezar el año nuevo desde cero? —bufó Mingi tras sugerir aquello.

Al oírle quiso refutarlo, si acaso escudarse, pero nada de lo que dijera iba a lugar; sin importar la excusa que facilitase al menor, no cambiaría el panorama entre los dos. Él mismo se había despojado de sus derechos al incumplir sus propios juramentos.

A pesar de sentirse acorralado nadie lo había obligado a ir hasta allí, dejarse amedrentar por su enamorado era un lujo, uno ortodoxo, pero un lujo al fin. Entonces sí, tal vez era masoquista, porque aún en el resentimiento y la ira que las palabras de Mingi le cedían, encontraba paz inequívoca a su alma afligida.

—No eres un pretexto, Mingi. De verdad quería verte para-... —habló tras un largo silencio, sin embargo, sus palabras fueron sólo leña para el fuego.

—Si viniste aquí para reparar el daño que hiciste puedes irte de una vez. No hay nada que arreglar —dijo el menor a secas al tiempo que señalaba la puerta.

Hubiese querido conocer la parte más bruta e irreverente de Mingi en una situación distinta, todavía, pensó prudente el que su menor fuera descortés, las tenía todas para serlo dadas las circunstancias en las que había irrumpido en su hogar como si nada.

Desprovisto de palabras se limitó a asentir. Se quitó la manta de los hombros, dejándola sobre la mesa antes de incorporarse y en dos zancadas llegar a hasta la puerta. Al terminar de calzarse los zapatos y colocar su mano en el pomo, estuvo tentado a mirar atrás, echar un último vistazo a su hogar, sin embargo, su corazón adolorido le imploró una rápida despedida.

Sin miramientos, atendió a la ordenanza de su corazón tras empujar la puerta, abriéndose paso entre el espesor del ambiente que penetró en sus huesos. Aún así, no hizo nada por cubrirse en la corta caminata hasta auto, tampoco giró para ver si estaba siendo observado; sólo se entregó a su destino, pensando que algún día, quizá... encontraría consuelo en el olvido.

«Al menos pudiste verlo, saber que está bien.»

Intentó animarse con esas palabras antes de subirse al auto, sin embargo, ni bien puso una mano en la puerta para cerrarla, una mano conocida la sostuvo.

—¿P-Por qué?... —interrogó un agitado Mingi.

Aferrado a la puerta del coche con los nudillos blancos, el menor lo confrontó mientras tiritaba ahogado en un llanto que deseó más que nunca callar con besos. Qué no hubiese dado por borrar esa expresión de pena en el rostro de su expareja, abrigarlo entre sus brazos, susurrándole alguna nana, pero no se merecía esa cercanía.

—¿Por qué te fuiste, Yunho?... ¿Por qué lo hiciste si dijiste que me amabas? —continuó el de ojos almendrados bastante alterado.

En las exigencias que Mingi tenía para con él, sus pesares hallaban morada, un supuesto para lograr su reivindicación, todavía, el estar allí a mitad del crudo invierno con Mingi temblado a falta de abrigo le tenía intranquilo.

Sin miramientos, bajó del coche y se quitó el saco para ofrecerlo a su amor, gesto que fue rechazo al instante por las mismas manos que anteriormente le hubieron abrigado. Viendo el saco en el suelo, arruinándose con la nieve fue lo de menos, lo único que seguía mortificándolo era el que su opuesto estuviese descalzo.

—Mingi, te vas a congelar, por favor entra a la casa —habló a modo de súplica.

—¡No! ¡Respóndeme de una vez, Yunho! —exclamó al plantarse delante suyo—. ¡Dime por qué te fuiste!, ¡Dilo, dilo ahora! —repitió el menor al tiempo que daba golpes cada vez más frecuentes a su pecho.

Aunque despreciable, se dejó empujar por la fuerza de los reclamos de su amor hasta quedar de espaldas al auto. Con cada palabra la gruesa voz de Mingi se perdía, quebrándose cual fuente que salpica, pero quema en vez de mojar la piel. Ardía por dentro al ver a su adoración así de acomplejado e infeliz.

— S-Sólo dilo, Yunho... dime que me dejaste porque te cansaste de estar c-conmigo... —Se rindió el más bajo al presionar las palmas contra su pecho.

Incluso con la cabeza gacha distinguía los lagrimones que se inmolaban del menor, algunos cayendo en sus gafas. No sabía qué hacer para detener aquella tempestad, tenía miedo de dar un paso en falso y caer por el abismo, pero siquiera pensó en lo que hacía cuando ya sus brazos se habían sellado entorno a la esbeltez de su amor.

Escuchó el gemido de sorpresa que soltó Mingi tan pronto se vio apresado por sus extremidades, mas, este no hizo el amago de soltarse. A modo de respuesta, posó una mano sobre la cabeza ajena, invitándole a descansar en su hombro.

—Nunca te he mentido y no empezaré ahora, Mingi... —murmuró con firmeza—. Jamás dejé de amarte, yo no-... —Soltó una pesada exhalación y se relamió los labios entumecidos al tiempo que se aferraba a su amor—. Yo me fui porque pensé que era lo mejor para los dos —confesó en un hilo de voz.

Al terminar de hablar, el amparo que había conseguido teniendo el cuerpo de Mingi contra el suyo se esfumó tan pronto este se alejó en una rabieta justificada.

—¿Lo mejor para los dos?... —cuestionó el menor incrédulo—. ¡Qué carajos te pasaba por la cabeza, Yunho! ¿¡En qué mundo eso iba a ser lo mejor para los dos!? —exigió alzando la voz.

De nuevo, el coraje tomó partido en el muchacho de redondas gafas que seguía vociferando su descontento en pesadas exhalaciones. El frío entonces era tanto como para condensar la rabia del susodicho en un venenoso vaho.

—¡Pensé que era lo mejor porque quería tener una mejor vida! Quería-... —habló esta vez contagiándose con la ira del otro—. ¡Quería complacer a mis padres, quería cumplir mis sueños, quería más Mingi, pero tú querías quedarte aquí! —finalizó, arrancándose esas horrendas palabras del corazón.

En una pulsación su confesión pareció quebrar uno de los tantos muros que sin saberlo se habían alzado entre ellos.

—Cada vez que te insinuaba el que vinieras conmigo te negaste a hacerlo... y yo no quería quedarme con las ganas —explicó acercándose a paso cauteloso al menor—. Quería saber lo que se sentía vivir lejos de aquí, ¿es acaso eso tan malo?... —preguntó, sintiéndose adolorido.

Con el corazón en la mano hablaba sacándose cada retazo de angustia que pudiera encontrar adherido a su humanidad. Mingi entonces se mantuvo lo más estático que su cuerpo le permitió en medio de su involuntario temblor, lo veía a los ojos sin llorar, sin hablar, casi creyó que este no llegaba a respirar, pero no tenía fuerza de voluntad para dejar a medias lo que el menor tanto quería escuchar.

—Sé que me comporté como un imbécil, que rompí todas las promesas que te hice, pero pudiste venir conmigo... —Hizo una pausa al cerrar los ojos con fuerza.

El frío era imperdonable, sus labios ya no modulaban bien las palabras y ni hablar de sus manos congeladas que buscaban desesperadamente algo de abrigo; relataba a través del cuerpo las agonías que sentía, desviviéndose como siempre que veía sufrir a Mingi.

—¿Por qué no lo hiciste si sabías que te hubiese dado todo? —cuestionó al quedar a escasos centímetros del mencionado.

No pensó nunca que traería esa pregunta a colación, cuando llegó allí estaba dispuesto a asumir toda la culpa sin importa el cómo viniera con tal de redimirse ante su amor, sin embargo, ante la hostilidad del ambiente su paciencia fraguó.

—Tú sabías que eso no iba a pasar, Yunho... s-sabías que no iba a dejar a mi familia —susurró el más bajo.

Mentiría si dijera que esas palabras no agravaron el estado de su corazón. Todavía, después de meses en penuria, estaba más que dispuesto a darle la razón al menor.

—Lo sé... y me tomó tiempo entender el por qué —confesó, esbozando una sonrisa nostálgica.

Debía estar a punto de un desmayo producto del frío, ya ni siquiera sentía las manos de lo congeladas que estaban, su rostro empezaba a doler, pero qué era un poco más de dolor físico cuando intentaba sanar su corazón.

Alzó el rostro para encontrarse con la vidriosa mirada del menor, preocupándose nuevamente al ver sus labios azulados y la falta de color en su piel siempre trigueña. Tenía que terminar eso antes de que alguno de los dos sufriera hipotermia. Era ahora o nunca.

—Entendí tarde por qué no querías irte de aquí, por qué preferiste quedarte con tu familia... —Soltó en una risa sarcástica—. En la ciudad no hay nada para personas como nosotros —concluyó tristemente.

Volviendo a lamentarse por su pasado bajó la mirada a sus manos que pronto fueron cubiertas por otras que, contraviniendo cualquier regla del universo, lograron derretir la gelidez en las suyas.

Extrañado, alzó la cabeza y por primera vez advirtió el cariño que anheló derramarse de los ojos de su amor.

—N-Nunca-... —Intentó decir el menor, aunque tuvo que hacer una pausa debido a traición de su cuerpo y voz—. Nunca es tarde para darse cuenta de las cosas, Yunho —murmuró su opuesto con dificultad. El menor lucía vacilante, como si tuviera miedo de lo que pudiera pasar diciendo algo de semejante magnitud (un perdón a tientas, una esperanza quizá para absolver a su alma en pena). Todavía, no parecía querer retractarse de sus palabras.

A los efectos de tan arrebatadora sentencia, su cuerpo actuó por sí mismo al abrazar a Mingi. En ese sólido agarre lo instó a aferrarse con ganas a su humanidad, a compartir un cachito de calor, y el susodicho, tan desesperado como él no se negó a ello.

Sentir los brazos de Mingi envolviendo su cuerpo confirió aires de dicha a su interior. Aquella era su primera conquista en meses, la primera vez que se sentía pleno después de dejar su pueblo. Mingi a pesar del frío olía a su hogar, se sentía como el mismo e irradiaba todo cuanto pudiera necesitar para saberse completo.

—Te amo, Mingi... no sabes cuánto te he extrañado... —Suspiró a oídos del menor, sintiendo al instante las palmas que se aferraban a la fina tela de su camisa.

Aunque reacio a su propia elección, se separó apenas de este, buscando su frente como apoyo a la propia.

—Perdóname por todo... por todas las noches que te hice llorar, por faltar a mi palabra, por todo... —murmuró entre titubeos.

A esas alturas ambos temblaban, derramando lágrimas que cortaban cual cristales sus pieles, pero ninguno quería dar un paso fuera de ese lugar; el miedo entonces era tan tangible como el fino manto de copos que se formaba en sus cabezas.

A la cercanía sentía el aliento del menor rozar sus congelados belfos, uno tras otro como una insinuación que dudaba atender, todavía, sólo le bastó una mirada para hacer su voluntad.

En un empuje se hizo con los labios del menor, rozando y presionando su boca a la ajena en un abatido intento por obtener calor. La fricción por la resequedad de sus belfos dolía, aun así, sintiendo la inmediata correspondencia de Mingi, largó los pesares y permitió a su cuerpo sentir. Dejó que todo el pasado apilado se derritiera como la nieve en primavera, curándose con los jadeos compartidos, los movimientos erráticos que cobraron fuerza, encendiendo una llamarada reconfortante junto a su alma.

Mingi tiraba de su ropa, de sus cabellos en protesta a su desmedida pasión, lo sentía tan perdido, como si intentase recordar como complacer su insaciable boca, mas, era la determinación de este lo que le hizo perder la cordura.

Con la lengua probó de nuevo el manjar que se privó tras meses de dificultad, bebió de Mingi todo lo que este pudo darle entre jadeos y espasmos, afianzándose con sus brazos a su cintura al tiempo que procuraba surtir de afecto ese perfecto cuerpo.

—Y-Yuyu... tengo mucho f-frío... —admitió el menor, modulando a duras penas contra su boca.

Tras oír eso, tomó partido de la situación al alzar a Mingi, haciendo que este envolviera sus largas y entumecidas piernas en sus caderas. Así, provisto de brío lo llevó de regreso a la casa, donde ni bien cerró la puerta a sus espaldas fue atacado de nueva cuenta por un par de labios que lo premiaron por su gallardía.

Aunque grato, el calor del hogar no fue suficiente para revertir el invierno que se apoderó de sus cuerpos. La necesidad les hizo migrar en tumbos hasta la fuente de calor más cercana, no obstante, recordó quitarse los zapatos de camino a la sala. Sin perder en ningún momento el ritmo de sus bocas, las caricias, pese a ser torpes, continuaron extendiéndose por cada trozo de piel que sus labios encontraron al descubierto.

—A-Ah... Yunho, n-no te detengas —exigió el menor tan pronto sus labios tocaron esa parte sensible bajo su mentón.

Sonriendo, acató a las pretensiones de su amor presionando besos más cálidos, más intencionados en la longitud, mientras el mimado despeinaba sus cabellos haciendo de estos un revoltillo al igual que sus costosas prendas de oficina.

De momento no sabía si el menor seguía sacudiéndose a razón del frío que subyugaba sus articulaciones o por las caricias que dispensaba con tal de sacudir las penurias en ambos. Todavía, fuese una o la otra, procuró en un arrebato seguir frotando su cuerpo al opuesto en busca del goce ansiado.

Su piel seguía fría, pero Mingi la atendía con su amoroso tacto abriendo sus poros cual capullos a la templanza de su pasión. Aquel majestuoso ímpetu que atestó sus sentidos hasta dejarlo ebrio, pidiendo, rogando por una gota más de elixir para su desinhibida carnalidad; si bien sabía que aquel éter era una sustancia que debía tomar a discreción, la codicia que le embargaba reprendía su juicio priorizando la mala maña.

En conformidad al alboroto que en su interior acaecía, de pronto un nuevo temor saltó a relucir. Temía el que fuese demasiado pronto para empezar a descartar las prendas, mas nada parecía suficiente para resguardar a su adoración de la gélida amenaza que los acechaba aún estando a puertas cerradas, sin embargo, al recordar los pies descalzos de este, no dudó en soltarlo y caer de rodillas sólo parar quitarle las calcetas que sintió empapadas.

—¿Por qué siempre eres tan descuidado? —reprochó notando el color en los pies de su amor.

Sin satisfacer su interrogante, el menor volvió a solicitar su atención al reclamar su boca una vez se puso a su altura. Las gafas de este se interpusieron debido al ángulo del beso, incluso sus narices se presionaron incómodas, mas ninguno buscó mejorar la situación; demasiado ensimismados en la ricura que el otro proveía en esa lasciva unión.

Mingi entonces le obsequió un beso desaforado, tan húmedo que la saliva de ambos se escurrió por las comisuras de sus labios. Sus lenguas parecían recuperar el tiempo perdido, hablando acaloradamente, rozándose como si no hubiese un mañana en el erótico espacio que hacían sus bocas entreabiertas, pero sus pulmones siempre les saboteaban el juego.

Jadeando, el de ojos almendrados se apartó, desviando su mirada a la fina hebra de líquida concupiscencia que les unía. No titubeó entonces al acercarse para limpiar el exceso de esta en las comisuras ajenas con la punta de su curiosa lengua, presionando un sonriente beso al sentir el espasmo que esto provocó en su amor; Mingi seguía siendo tan sensible como lo recordaba.

—T-También te extrañé... —soltó el aludido antes de que pudiera retomar sus caricias.

Creyó haber escuchado mal, sin embargo, al fijarse en la crudeza de aquellos ojos que lo contemplaban bajo el resplandor de las luces de la sala, supo que no se había equivocado al tomar el riesgo de volver esa noche de festividad.

Alabando su suerte, en un empujón disfrazado de caricia, el menor le instó a tomar asiento en el suelo, trepándose luego a su regazo donde se acomodó como cualquier otro día (como si en un ayer no se hubiesen dejado), tanteando su nobleza endurecida entre sus piernas.

—M-Mingi, mi vida... —musitó en un jadeo, disimulando las ganas que tenía de arremeter contra el cuerpo ajeno.

El susodicho tuvo la confianza para permitirse una sonrisa ladina; los labios de este seguían brillando, más gruesos, más apetecibles que antes. De ser indispensable hubiese ido tras ellos, pero sabiéndose acogido, resolvió con sabiduría dejarse seducir por su adverso.

Con una mano puesta en su cuello y la otra su hombro, Mingi dio sentencia a su cordura justo cuando movió sus caderas en un movimiento casi imperceptible; simulando el vaivén de la playa mansa el menor tanteaba la orilla, como quien desea recordar una destreza olvidada. Y él siendo tan débil a los encantos ajenos, sólo podía suspirar rogando porque, así como el viento, la energía de Mingi fuese inagotable.

—No sabes cuánto extrañé tus besos... —susurró contra su boca, profiriendo un leve suspiro.

El menor ahora con los ojos cerrados, simplemente, se movía para aplacar su propia insuficiencia y, lejos de querer interrumpirlo, se acomodó con el otro sobre sí con tal de sostener sus caderas y ayudar al otro en su faena. La acción surtió un efecto inmediato en el menor, quien apretó el agarre de sus manos en sus cabellos, arrancándole un jadeo. Qué bien se sentía aquello.

—No tienes ni la más mínima idea de la falta que me hiciste, Yunho habló algo apresurado al tiempo que embestía sin mucha fuerza contra su cuerpo.

Echó la cabeza hacia atrás al sentir una oleada diferente de placer; por muy restrictiva que fuese la ropa, en el estado de abstinencia de ambos cualquier acometida a su cuerpo amplificaba el placer a niveles insospechados.

Arriesgándose a comprometer su ultrajada espiritualidad, Mingi se sentía como el ocaso celestial rompiendo a la deriva y alineándose perfectamente en su horizonte; hecho a la medida para él encajarse entre sus posaderas. Así gozaba de cada ínfima vibración de toda sacudida que el cuerpo ajeno profería al intentar recobrarse de la descarriada que estaba patrocinando.

Sus manos continuaban adheridas a la estrecha cintura adversa, de vez en cuando desfilaban por los muslos de su expareja estrujando la carnosidad a su paso, arrancando uno que otro gemidito que Mingi acallaba al morderse los labios y buscar sin éxito alguno un escondite para su bochorno.

A la débil penumbra de la habitación, Mingi seguía siendo igual: tan desenfrenado cuando se dejaba llevar por sus instintos, tan penoso cuando en una inhalación recobraba algo de pudor, tan intenso, tan sumiso y a la vez mandón. Mingi resultaba un amante complejo en muchos sentidos, pero él estaba acostumbrado a esclarecer sus incógnitas, porque nada se le antojaba más satisfactorio que la recompensa tras un trabajo bien hecho.

—Y tú no tienes idea las noches que quise tenerte así... para cuidarte, mimarte... —comentó tras liberar la tensión en una pesada exhalación; no estaba seguro de cuánto podría aguantar así.

Por primera vez en un rato el menor se atrevió a verlo a los ojos, dejando al descubierto sus deseos.

—Hazlo entonces... no perdamos el tiempo —dictó su amor, diciendo esas palabras como si fuesen el coro de una canción.

En la melodiosa voz de su amor encontró fuerza de sobra para alzarse y llevar en peso la figura ajena hasta la habitación de la derecha; la que por mucho tiempo fue su patio de juegos, dormitorio compartido y escenario de vivencias que jamás se detendría a relatar.

Al entrar allí se encontró los muebles de siempre, los adornos hechos por las manos de su adoración y el futón donde lo recostó segundos antes de zambullirse en la brecha que hacían las piernas ajenas..

Con un hermoso esbozo en los labios el menor lo recibió retomando la partida inconclusa: sin miramientos alzaba las caderas buscando fricción, consuelo para su entrepierna y el resto de su cuerpo que empezaba a arden a las flamas de su lubricidad. Mingi en ese momento se transformó en la encarnación de sus fantasías, en un metro ochenta y tres de estatura con perfume que olía a la frescura del bosque y la sal de mar.

Inequívoca, la fragancia del otro nubló su juicio y pensamiento al momento en que se entregó al pecado recogiendo con su lengua el sabor que antojaba su paladar. Ante las húmedas caricias sus oídos se bendijeron con el coro de ángeles que Mingi vertía de sus labios.

Alentado por tan hermoso cántico, no dio tregua a sus manos, permitiendo que estas mapearan los valles y colinas que constituían la anatomía ajena; tan suave seguía siendo la piel de su amor bajo sus palmas, cremosa y lista para dejar constancia de su presencia.

—A-Ah, auch... no seas tan bruto, Yuyu —reprochó el menor justo después de recibir una mordida en la conjuntura del cuello con el hombro.

Soltó una risilla ante su travesura, alejándose para apreciar la pequeña marca de su dentadura en la piel que más tarde amansó con su lengua a modo de corregir su error.

Contra todo pronóstico la temperatura en la habitación siguió en aumento, todavía, se estaba tomando su tiempo con el menor para complacer cada partecita de este. Sin embargo, en plena exploración se vio interrumpido por una mano en su pecho que posteriormente le hundió contra el futón; de nuevo su novio tomaba cartas en el asunto.

—V-Vas muy lento... —murmuró entre jadeos una vez pudo encontrar estabilidad.

Apresado entre los fuertes muslos de su pareja, este repitió los mismos pasos de la sala, aunque más erráticos, casi salvajes debido a la necesidad; Mingi le montaba con consideración y curiosidad, escaneando sus reacciones que no eran para nada desalentadoras.

Agitado, sembró sus pies en el lecho e impulsó sus caderas en busca de más mientras un desaforado muchacho desanudaba su corbata, arrojándola a un costado para continuar su labor al desprender uno a uno los botones de su camisa.

—A-Ah, Mingi... Dios mío, por qué eres así... —cuestionó a la nada, echando la cabeza hacia atrás tan pronto sintió los ardientes besos de su amor imprimir flores en su pecho.

—¿Así como? —inquirió el menor con curiosidad antes de cerrar sus labios en la aureola de uno de sus pezones.

Aunque no fuese extremadamente sensible en el área, la humedad y los sonidos lascivos que llegaban a sus oídos al oír al menor chupar su piel bastaron para que rodase los ojos. En un gemido ahogado rogó por más mimos de esa boca sonriente, recibiendo justo lo que precisaba para sentirse al borde de la demencia.

Aún sin contestar la pregunta, en todo el rato un paciente Mingi siguió empujando su cuerpo hacia abajo, ofreciendo a su falo un medio irresistible para conseguir una probada de liberación. No era fanático de hacerlo con ropa, pero tras meses en ascuas, cualquier caricia era apreciada, incluso si la ropa interior la sentía húmeda y a veces demasiado áspera, seguía persiguiendo ese orgasmo cual adolescente desaforado.

—Así tan... tan perfecto para mí —confesó en voz baja al relamerse los labios secos tras una eternidad de suspiros y besos incompletos.

Satisfecho con su respuesta el menor se detuvo por un momento meditando sus opciones, aunque por la mirada de este intuía que su amor estaba sencillamente disfrutando de tener el control.

—Si soy tan perfecto, entonces no me dejes ir —sentenció el menor a modo de advertencia.

Parpadeó ante la sugerencia y dejó al otro ser mientras era desprendido de sus prendas inferiores sin contemplaciones. Tampoco es como si hubiese tenido la voluntad de detener los labios que se sellaron en la hinchada punta de su hombría; podía ser un caballero en todo lo demás, pero en la cama no había motivo alguno para evitar ser consentido.

Estando completamente desnudo en el lecho de su adoración, permitió al otro revertir el verano en su piel. Estaba encantado con la escena, viendo su falo desaparecer en la boca ajena, siendo engullido como si ayer hubiese sido la última vez que habían hecho algo como eso.

Las manos las aferró a la sábana bajo su cuerpo, incapaz de olvidar que el menor odiaba que lo tomaran del cabello. Estático, sólo alzaba las caderas de tanto en tanto, cuidando de no ahogar a su enamorado y jadeaba su nombre cuando lo creía necesario para alentar sus acciones.

—A-Ah, mi vida... sigue, sigue... estoy cerca —anunció después de un tiempo, mas la respuesta que obtuvo de su adverso no fue lo que esperó.

En un sonido audible el menor se apartó, relamiendo sus sonrientes labios antes de hincarse quedando a escasos centímetros de su rostro; esa sonrisa la conocía demasiado bien.

—Debí adivinar que me harías esto —soltó en una pesada exhalación, cubriendo sus ojos la zurda.

Escuchó la alegre risilla del menor antes de un beso que este presionó contra sus labios, dándole una probada de su sabor.

—Aquí nadie se corre antes que yo —afirmó este con distinguible malicia.

Lejos de sentirse ofendido, la jugarreta de su amor le confirió fuerza para dejarlo una vez más bajo su cuerpo. Así, chupando su labio inferior se detuvo un momento para apreciarlo jadeante y rozagante, con esa petición en sus belfos danzantes.

Sí, fue lo que pensó decir, mas, las palabras sobraron cuando sus manos se pusieron en acción, despojando al menor de sus pantalones y ropa interior; resolvió conservar lo necesario con tal de hacer que su amado se sintiera a gusto y tibio. De inmediato su mirada fue a parar a la hermosa curva del falo ajeno, la cual reposó sobre la tela de su sudadera. Aunque se le hizo agua la boca al ver aquello, quiso devolver el favor de forma diferente.

Con delicadeza invitó al menor a sentarse sobre en el trono que hacía su regazo e instruyó sus movimientos para que este además de apreciar la tibieza de su piel contra la suya, disfrutase de la cercanía que durante tantas noches añoró.

Teniéndolo así de cerca, a un suspiro de distancia de sus labios no se esforzó por reprimir las ganas de besarle, al contrario, movió su boca en decorosa sincronía a la opuesta, permitiendo a su lengua deslizarse y enredarse tal como su mano lo hacía en la hombría ajena.

—A-Ah, Yuyu, ¿más?... —pidió el menor en una elaborada respiración, con los ojos llorosos y un sonrojo salpicando sus hermosos pómulos.

Las palabras de este se le antojaron tan adorables como para hacerlo vacilar, sin embargo, guardó las apariencias al contestar.

—No sé, ¿tú quieres más? —Se mofó del más bajo al sonreír contra sus labios.

Al instante las facciones del otro se desdibujaron en una mueca de fastidio, mas esta no duró mucho cuando su mano comenzó a moverse a un ritmo tortuoso, pero satisfactorio, empuñando la gruesa virilidad de menor, recogiendo el líquido en la punta con tal de mejorar la lubricación.

Mingi, ya sin ganas de ser molestado, se abrazó a su cuello, uniendo sus frentes. De vez en cuando besaba sus labios, no obstante, lo que más recibía de esa preciosa boca eran órdenes y gemidos con su nombre.

Fue en ese momento de intimidad en que se dedicó a pensar qué hubiera sido de su noche si jamás hubiese despertado de aquel letargo, si hubiese preferido seguir procrastinando en la lujosa mentira que realmente poco tenía que ver con él.

Que hubiera sido de su noche si en vez de acabar en los brazos de su amado, se hubiese rodeado de personas cuyos rostros apenas distinguía. El despecho probablemente le hubiese llevado a envenenar su cuerpo con cuanta bebida pecaminosa se acercase a los labios, pero no lo había hecho, estaba allí con su regazo lleno de Mingi viendo al objeto de sus deseos ser... ¿feliz?

De pronto las inseguridades se alzaron impetuosas a la naciente de su confianza, haciendo que descuidara el movimiento de su mano y el resto de las ternuras que confería a su amando. Los besos también fueron menguando hasta tornarse casi caricias unilaterales que Mingi, sólo presionaba contra su boca entreabierta mientras contemplaba la fuga de su interés.

Antes de siquiera saberlo, el menor se detuvo y en un último intento por llamar su atención lo tomó con extraño agobio por el rostro.

—Yunho... ¿qué pasa?... —preguntó el susodicho con notorio temor.

Sus manos entonces reposaban en la cintura ajena, manteniéndolo cerca, pero sin aspirar a más. Estuvo unos segundos luchando contra sí hasta que encontró el valor de sostener la mirada del menor, odiando la preocupación que colgaba de sus labios haciendo imposible el que una sonrisa volviera a su carita.

—¿Eres feliz?... —cuestionó sin miramientos, susurrando casi como si de un secreto se tratase.

Ante la pregunta su opuesto pareció confundido; no estaba seguro si las facciones ajenas también expresaban dolor, pero en ello era todo lo que podía pensar. Que esa decisión los lideraría a ambos a la supremacía de una tragedia.

—¿Eres feliz ahora? Es decir... —insistió esta vez sublevándose a su inquietud—. No quiero-... —Suspiró y cerró los ojos—, no quiero que después te arrepientas de que esto haya pasado —murmuró aguantándose las lágrimas.

A razón de su incertidumbre, la situación tomó un curso distinto y ahora, en vez de sentir gratificante el peso de Mingi sobre sí, aquello lo percibió similar a la carga que da una responsabilidad, otra culpa que debería afrontar tan pronto cantase el gallo a la mañana. Estaba cansado de dejarse llevar por la vertiente negativa de su pensamiento.

Todavía, qué podría hacer si aquello era demasiado bueno para ser verdad; Mingi era demasiado puritano para pertenecer a sus brazos.

—... Yunho, por favor mírame. —Escuchó en un lastimero murmullo.

Reaccionó al instante al llamado, advirtiendo otra vez la angustia cristalizándose en los orbes almendrado que tanto amaba.

—¿Por qué dices algo así?... —indagó el menor luciendo esta vez decepcionado—. ¿Qué te hace pensar que el día de mañana voy a arrepentirme por estar contigo? ... ¿Por qué-... por qué no puedes entender que te amo? —exigió el susodicho cuando su voz empezó a disiparse.

Desconcertado por las palabras ajenas se tomó su tiempo para internalizar una respuesta, mas fue interrumpido de nueva cuenta por el menor.

—Si no me amas entonces no sigas, si dudas que puedas estar en paz conmigo en un futuro cercano, entonces... déjame —concluyó el otro con amargura, apartando la mirada.

En ese preciso momento el menor intentó alejarse, sin embargo, sus manos reaccionaron justo a tiempo para asegurarlo en su lugar.

—No, Mingi... yo-... —dijo antes de pasar saliva por su garganta seca—. Es que no entiendes... pasé tanto tiempo huyendo de esto, ¿cómo puedo estar seguro de que verdad quieras estar conmigo si te hice-... si nos hice tanto daño? —explicó con el corazón en la garganta.

Mingi, aunque aturdido igual se le escuchó y le dio tiempo para calmarse antes de rectificar su decisión.

—Yunho... no creo que pueda perdonarte ahora por tu ausencia, pero eso no quiere decir que no quiera intentarlo —habló con firmeza, tomándolo de las mejillas, apretando las mismas entre sus dedos a modo de advertencia—. Quédate conmigo si de verdad me amas y deja de temer. —Dispuso el menor tras una breve pausa.

Contagiado por el brío que reflejaban aquellos ojos, dio sentencia a sus pesares antes de arrojarse en cuerpo y espíritu al menor. Besó a Mingi con tal crudeza que el susodicho no fue capaz de llevarle el ritmo, lo acarició con ganas reprimidas, tanteando las partes más erógenas de su anatomía; usó cada sucio truco conocido para resumir al menor a un ovillo de espasmos y alaridos.

—¡Y-Yunho, ah!... —Gimió el menor entre lágrimas tan pronto clavó el primer dígito en su interior.

Hasta entonces permaneció cegado por la lujuria, pero redujo la velocidad al notar el estado de su amante.

Entre jadeos erráticos, el menor volvió en sí, buscando de su boca para consolarse a sí mismo mientras se acostumbraba a la intromisión.

—T-Te dije que no fueras tan bruto... —reclamó su amor contra sus labios.

Se disculpó con este a la primera oportunidad, retirando su mano de esa parte austral antes de recibir al otro en su regazo por tercera vez esa noche, no obstante, este vino acompañado de una pequeña botella de lubricante que consideró por la mitad. Si Mingi se consolaba a sí mismo en su ausencia no era su problema, pero en ello encontró algo de fortaleza.

Sin palabras de por medio, el menor abrió el recipiente y vertió una generosa cantidad del contenido en sus dedos para luego descartarlo a un lado.

—Tienes una última oportunidad para hacerme tuyo —advirtió entre besos fugaces.

Al oír esto un agradable escalofrío le recorrió de la columna al cuello, obviando la tenacidad del aviso, sólo supo atender a sus deseos y en un súbito movimiento penetró al menor con dos de sus dedos. La resistencia entonces fue poca, y el muchacho en su regazo lejos de verse adolorido, se mostró afectado por las razones correctas.

Con las gafas ligeramente empañadas a razón de sus jadeos y el ardor que desprendían sus cuerpos, Mingi se movió ligeramente, adaptándose a la presión en su interior, tanteando a ciegas por una chispa de placer que llegó más rápido de lo esperado.

—A-Ahí, Yuyu... dame más —solicitó entre suspiros al tiempo que se aferraba a los cabellos opuestos.

Complacido por lo que veía y sentía, atendió a las exigencias de su amado, pulsando repetidas veces en el tumulto de nervios que hizo de Mingi un manojo de ardientes incoherencias. Privado del placer, el aludido se movía de vez en cuando, soltando uno que otro lloriqueo acompañado de la primera sílaba de su nombre.

Cada cosa que salía de los labios del menor las tomó como recompensa a su labor, un halago que inevitablemente propulsó su ego. Era absurdo cuán agradable resultaba para él sentirse útil en circunstancias como esa, incluso si Mingi le usaba sólo para su satisfacción personal la gratificación de ello superaría cualquier otro premio.

Con una sonrisa bordada en los labios, se dedicó a mover su muñeca a complacencia ajena, labrando esas paredes que lo engullían y soltaban tras recibir la caricia apropiada. Debía estar loco o ser un erudito por saber cómo moverse con tanta facilidad en las entrañas del otro, pero no podía llevarse toda la gloria cuando el dueño de ese cuerpo se meneaba con tal gracia amaestrando su mano.

Tras largos minutos, se descubrió nuevamente humano al percibir el dolor producto de tanto estar con los dedos en esa posición; sus tendones suplicaban por reducir la tensión, todavía, de ser voluntad de su amor, admitiría el uso de sus dedos hasta quedarse sin ellos con tal de seguir viendo esas lagrimillas correr por el rostro corrompido y sonrojado de su adorado.

Sabía que a Mingi le encantaban los juegos preliminares más que el sexo en sí, que el otro disfrutaba esa cercanía y la intimidad de explorar el cuerpo del otro porque a través de ello podía prolongar el placer, pero, a juzgar por las contracciones en los músculos del menor y los elogios que este adjudicaba a su persona, no estaba seguro de que este fuera a durar demasiado en esa situación.

—¿Quieres que me detenga? —preguntó tratando de no sonar afectado por toda la experiencia.

Vio entonces cómo el otro pareció pensar en su respuesta, luchando contra la corriente continua de placer que sometía su voz y la hacía temblar cada que intentaba hablar.

—S-Sí, sí-... para-ah... —contestó el menor entre jadeos y suspiros contra su cuello.

Teniendo una respuesta verbal, detuvo su mano al instante escuchando el soplo de decepción que dejó los labios de su amor, los cuales besó al girar su cabeza.

—Puedo seguir si quieres, sólo dime —musitó a complacencia del otro. Por muy necesitado que estuviera, siempre podrían primero a Mingi.

El aludido entonces le dedicó una mirada indescifrable y negó con suavidad antes de incorporarse sobre sus trémulas rodillas, librando así sus dedos del cálido confinamiento que le invitaba a descansar allí la eternidad.

Quiso preguntar por lo que debía hacer, sin embargo, fue acallado por unos labios que besaron vehemencia los suyos. No le importó el que sus dientes tildaran, menos que el menor chupara con tanto ahínco su lengua, si el otro le hubiera besado así hasta sangrar también hubiese estado feliz. Que este le arrancara hasta el alma de ser esas su intención.

—¿Cogiste con alguien más? —Escuchó decir a su amante con prisa, descendiendo con besos por su mentón.

Se limitó a negar, pero al ver que este no había pillado su vaga respuesta, tomó aire para contestar de manera verbal.

—No, no lo hice con nadie más, ¿y tú?... —indagó entre jadeos, topándose la mirada lujuriosa de su amor.

—No, jamás dejaría que otra persona me tocara —facilitó el menor entre jadeos al tiempo que presionaba más besos en sus labios.

La confesión le generó un subidón de confianza, un empuje que aprovechó para llevar a cabo su siguiente acción: con una mano tanteó sobre el futón buscando el lubricante que luego vertió en la diestra; con la mano lubricada se dispuso a masturbar apenas jalando su miembro para cubrirlo con la sustancia viscosa que más tarde se limpió de la sudadera del menor.

—¿Cómo lo quieres? —preguntó mientras dejaba besos húmedos contra el hombro desnudo de su amor.

—A-Así... —respondió el susodicho.

De inmediato, le vio alzarse de nuevo, aunque esta vez procuró asistirlo al momento en que decidió descender lentamente, abriendo sus entrañas con la totalidad de su virilidad. Entre lloriqueos, Mingi se dejaba empalar dócil a las palabras que susurraba en sus oídos y las caricias que dejaba en su espalda baja.

Estaría mintiendo si dijera que la posterior espera no resultó una tortura para él; después de todo, habían sido meses sin intimar con el menor. Aun así, no era tan grosero como para usar al otro de guante.

Derrochando paciencia, continuó suministrando cariño a su amante. En cada besito, cada afectuoso gesto que tenía para con él se acoplaba a las órdenes que este le daba en susurros mientras iba adaptándose a él. La espera no se prolongó demasiado cuando el menor, agitado, empezó a balancear su peso sobre su regazo, meciendo sus caderas de atrás hacia adelante en busca de placer.

El movimiento en sí era hipnotizante, más aún la sensación, el intenso calor que irradiaba la carne de este, envolviendo su falo con tal arrebato, como si este fuese suyo y no de él.

—Hm... Yuyu, se siente tan rico... —confesó el menor sin pena alguna, arrancándole una sonrisa.

El susodicho continuaba guindando de su cuello, jadeado contra su piel cada que arqueaba la espalda y se inclinaba para probar sus límites.

Lo dejó ser por un rato antes de cansarse y pensar un poco en sí mismo. Cuando creyó prudente su participación, alzó las caderas y dio la primera embestida, robándose un gemido ahogado del menor. Repitió la acción un par de veces, encontrando incómoda la posición, todavía, no quiso parar por cuán adictivo era el coro dedicado por su amado.

—Mi vida... por qué mejor no te recuestas —propuso en un grave y sensual ronroneo.

A los efectos, su amante respondió de inmediato obsequiándole un dulce beso en los labios antes de acatar las órdenes.

Justo como si compartieran algún grado de telepatía, el menor se acomodó de costado, dándole el espacio necesario en el futón para acurrucarse en su espalda y enterrarse otra vez en su calidez.

El gemido que salió de la boca ajena fue música para sus oídos, ese y todos los demás que le siguieron cuando empezó a embestir rápidamente. Sus caderas se movían persiguiendo el goce delirante, la intrínseca sensación de llenura que sólo Mingi podía ofrecerle durante el sexo.

Teniendo una de las piernas del menor alzadas, le instó a que la remplazara con la suya justo al tiempo que sólida estocada arrancaba un alarido y hacía la espalda del otro tronar de placer. Satisfecho y con la cara enterrada en el cuello ajeno, tanteó con los dedos de su diestra los labios ajenos.

El menor de inmediato entendió la petición y aceptó gustoso las dos falanges que presionaron contra su lengua; sólo cuando sus dedos estuvieron lubricados los sacó de esa dulce boca, guiándolos bajo la sudadera del menor hasta alcanzar uno de sus pezones, el cual estimuló en sentido horario hasta dejarlo erecto y azorado.

Ensimismado en proveer placer al de ojos almendrados, le costó trabajo atender a su llamado, mas al oír su nombre, alzó su cabeza del lugar donde venía enterrándose para respirar de su aroma y amortiguar sus roncos gemidos.

—Y-Yuyu, quiero verte... —pidió el menor en un jadeo.

Ya sin aliento, se detuvo por un momento y salió con cuidado del otro para posicionarse delante suyo. Sin miramientos tiró de sus piernas, abriendo estas para después elevarlas y colocar una almohada bajo su espalda baja.

Acatando las silenciosas órdenes de Mingi, encontró su hogar entre las piernas de este, sin embargo, no se precipitó a darle lo que ansiaba. En cambio, ignorando su propia necesidad, se tomó la libertad de repasar con besos los muslos ajenos, pasando por los huesos de su pelvis hasta llegar a su plano y descubierto abdomen.

—Sabes... —empezó tras sutilmente halar con sus dientes una porción de piel—. El mes pasado tuve que despedir a mi secretaria porque no dejaba de seducirme —continuó en voz baja para provocar al menor.

El aludido guardó silencio, mas de soslayo pudo apreciar el descontento que fruncía su ceño y labios; sonrió al saberlo en su trampa.

Todos los días me tocaba y hablaba de forma sugerente, pero cada vez que lo hacía me enfermaba —relató sin prisa, bebiendo de las reacciones que obtenía de su amante en cada palabra, cada beso que profesaba.

—Una vez intentó besarme en el descanso y ese mismo día le dije que se marchara o tomaría represalias por acoso —musitó tras lamer el charquito de líquido preseminal en el abdomen del menor, sintiendo los músculos tensos al paso de su lengua.

Para entonces los puños de Mingi habían palidecido, pero su rostro y cuello seguían rojos. Estaba disfrutando en demasía de contar esa anécdota a su amor, pero era momento de que Mingi se enterase de las razones tras esta.

—Pensar en que alguien más pudiera tocarme me tenía angustiado. Sólo podía pensar en ti por las noches... En que nadie más podía ser tan perfecto como tú —confesó tras recorrer el camino que dibujaba la ingle del menor—. Jamás podría querer otras manos que no fueran las tuyas sobre mi cuerpo, lo digo en serio —murmuró esta vez incorporándose para ver la expresión perpleja de su opuesto—. Te amo, Mingi... sólo tú me haces feliz —concluyó con una sonrisa que fue besada con el mismo ardor de antes.

Complacido con la respuesta espontánea del menor, dejó que este lo abrazara al tiempo que tanteaba su entrada, empujando de a poco hasta calzar perfectamente en este.

Mingi en ese momento era un mar de suspiros, ni siquiera podía mantener la continuidad de los besos que iniciaba, pero procuraba siempre sostenerle la mirada.

—Y-Yunho... más, por favor, a-ah... no pares —lloriqueó el menor mientras rasguñaba su espalda.

Suspiró ante la orden y acató a esta con determinación, moviendo sus caderas de forma errática, consumiendo la fuerza de su reserva. Queriendo complacer a su amado, también empuñó su carne, moviéndola a la par de sus agitados cuerpos, tal como le gustaba al otro.

Entonces lo sintió, el inminente final que apresuró al moverse más rápido, al besar y alentar con roncas ternuras la culminación de su amado.

En dos sacudidas más, tuvo a Mingi doblando su espalda sobre el futon y viniéndose más fuerte que nunca, manchando su sudadera, su pecho; incluso una espesa gota de viscosa esencia alcanzó su barbilla mientras el menor lloraba su nombre y ascendía.

Satisfecho con su trabajo, se detuvo a pesar de no haber acabado y dejó a su ángel distanciarse del plano astral para volver a sus brazos tan sudoroso, agitado y complacido que le fue inevitable robar un par de besos del susodicho.

—Hm... no, s-sigue... vente adentro, dale, Yunho... —incitó el de ojos almendrados, pese al estado deplorable de su voz.

Teniendo el permiso de su amado, se acomodó para embestir a gusto el estrecho cuerpo de su pareja, sintiéndolo estremecerse aún bajo los efectos de su orgasmo y el estimulo incesante en sus partes más sensibles. No tardó demasiado en ver más lágrimas asomarse en los ojos de Mingi y la sola imagen le bastó para reventar dentro del menor en un gemido ronco que llevaba su nombre.

De a poco su cuerpo fue disminuyendo la velocidad, su respiración agitada encontró calma, así como sus labios recordaron el camino a casa, besando los ajenos en pequeñas caricias que les confirieron a ambos, tímidas sonrisas.

—Te amo, mi Yuyu... —murmuró el más bajo, sonriendo al tomarlo desprevenido.

Sin decir nada, resolvió salir del menor y hacer morada en el pecho ajeno mientras este acariciaba sus cabellos. El cansancio entonces azotó con fuerza su cuerpo, haciendo que sus ojos lentamente se cerraran, pero estaba negado a la idea de dormir. Tenía miedo de que esa mágica noche llegase a su fin.

Afuera la nieve seguía cayendo, todavía, el frío no fue más un problema, menos cuando el menor los arropó a ambos en una manta con la intención de dormir amuñuñados en un solo lado de la cama. La propuesta fue más que perfecta para él, quien a los pocos minutos sucumbió a sus sueños teniendo los brazos llenos.

˚

Al primer tacto del sol en su rostro se removió inquieto, sintiendo entonces el peso de alguien entre sus brazos. Alarmado abrió los ojos, mas, al encontrar el angelical rostro de Mingi quedó estático. De pronto las memorias de la noche saltaron en secuencia, robando un profundo sonrojo que pintó desde sus pómulos a sus orejas.

«Sí pasó... no es un sueño.»

Dijo para sus adentros, sin llegar a moverse demasiado por el temor de perturbar el descanso de su amor.

Sin darse cuenta una fina sonrisa estrechó sus labios y volvió a acomodarse, acariciando los cabellos ajenos con ternura. Rodeado de calma, bebió tranquilamente de la placidez de su amado de ojos almendrados, disfrutando hasta del último gesto que este hacía al dormir; era inexplicable cómo el menor podía hacer que su corazón latiera tan rápido con sólo quejarse o removerse dormido.

Esa mañana la sintió más fría de lo usual, por lo que procuró resguardar la tibieza bajo las sábanas que arropaban al menor. Este pareció complacido por su tacto, pues le obsequió una sonrisa y un firme abrazo incluso estando rendido.

Sintiéndose el hombre más afortunado del mundo, agradeció a los cielos por el ataque de valentía de la noche anterior, ese que le llevó a los brazos de su amor, pero entre una cosa y otra, su pensamiento derivó a los compromisos que olvidó.

Seguramente tendría más de un mensaje de San esperando en su teléfono, así como la pila de documentos y facturas que debía organizar en el escritorio de su oficina. Eso sin mencionar la cantidad de responsabilidades que se escapaban de sus manos y estaba obligado a atender en la ciudad.

Con el cuerpo tenso, por primera vez en mucho tiempo sintió rabia de sí mismo por tomar ese camino, por creer que las luces de una urbe plástica de verdad reemplazarían lo que tenía en esas cuatro paredes. Observó a Mingi una vez más, sintiendo al menor removerse un poco antes de apresar su cuerpo con una de sus piernas, presionando contra su desnudez.

Soltó una pesada exhalación al tiempo que desviaba su mirada al techo, sorteando entre sus opciones, pensando... en lo más idóneo para hacer en esa ocasión. Tenía que atender a sus labores, eso era cierto, pero era aquello realmente indispensable, qué pasaba con Mingi... al menor lo había tenido esperando desde hacía meses por su regreso; ahora que lo tenía en brazos no pretendía dejarlo ir.

Suspiró de nueva cuenta, cerrando sus ojos a la espera de una respuesta, alguna intervención divina que le dijera lo que debía hacer. Todavía, lo único que escuchó fue el "buenos días, Yuyu" que un par de dulces labios ofrecieron cerquita de su cuello.

Con el corazón acelerado atendió al llamado de su amor, incorporándose en la cama sin desprenderse de su agarre, sólo para poder apreciar los gestos que este hizo al terminar de despertar. Pudo jurar que le dolieron las mejillas de tanto sonreír al ver el adorable bostezo que dio su amor antes de refregarse los ojos con una mano, limpiándose las lagañas apresadas entre sus pestañas.

—Buenos días, mi vida... —contestó en un susurro, esperando no quebrar la paz que les rodeaba.

Mingi entonces se inclinó para alcanzar sus labios en un beso fugaz antes de volver a su lugar en su pecho, largando un suspiro cual amante complacido. Pese a la ternura que aquel acto le confirió, sus problemas seguían haciendo ruido en su cabeza, imposibilitándole el disfrutar de lo que hasta hace nada surtía un plácido efecto.

¿Qué quieres desayunar?... —cuestionó el de ojos almendrados tras unos minutos de silencio—. Hm, pensándolo mejor iremos a casa de mi tía, no tengo ganas de cocinar. Además, así saludas a mis padres —propuso su amor estirándose cual gato bajo las mantas que seguían cubriendo su desnudez.

Asintió, aunque la idea no terminara de convencerle y se dejó hacer por el más bajo cuando este se encaramó en su cuerpo, empezando a repartir besos por su cuello. Sin embargo, antes de siquiera corresponder a las caricias de su amor, lo detuvo, colocando ambas manos sobre los hombros ajenos.

Desconcertado por la interrupción, vio a Mingi hacerse a un lado esperando por una explicación que jamás llegó. Sin decir nada empezó a recolectar sus prendas esparcidas por el suelo de la habitación bajo la acusatoria mirada del menor.

¿Piensas irte?... —preguntó el susodicho justo cuando terminó de ponerse los pantalones.

Se mordió la lengua para decir cualquier idiotez y continuó en lo suyo, no obstante, el menor siguió insistiendo.

¿Por qué no me dices nada, Yunho? —exigió su amor al ponerse de pie, cubriéndose con las sábanas.

Se pasó una mano por los cabellos, dejando a mitad de camino los botones de su camisa, entonces, soltando un largo suspiro, dejó caer los hombros y se giró para encarar a su adoración.

—Debo irme, Mingi... tengo demasiadas cosas que hacer que la oficina, no-... —Cerró los ojos por una milésima de segundo, tomando valor para continuar—. No puedo quedarme aquí —sentenció dando por culminada la conversación.

Incapaz de afrontar la decepción en los ojos de su amor, tomó su corbata y palmeó sus bolsillos para revisar que todo estuviese en su lugar antes de salir de la habitación e ir hasta la puerta. La casa no estaba tan cálida como en la noche, la torta que había comprado seguía en la mesa y la tensión que creyó disuelta seguía colgando como las lucecitas navideñas.

Apretó los labios y negó ante la idea de volver al cuarto, colocándose los zapatos para luego enfrentarse al frío castigador que abofeteó su cara; la mañana afuera no se sentía grata. Pese a las circunstancias, decidió obviar los inconvenientes y dirigirse a su auto, sin embargo, un golpe en su espalda le hizo frenar en seco.

Cuando giró lo primero que vio fue su saco estropeado y a un furioso Mingi de pie, con la misma ropa de ayer. Quiso decir algo, excusarse con verdaderas para zafarse del menor, mas este supo callarle.

—Si te montas en ese carro no volverás a verme más nunca, Jeong Yunho —mascullo el menor.

Ante la amenaza, bufó incrédulo, acercándose unos pasos hasta el otro.

—No soy una puta y mi casa no es un burdel para que vengas cuando te de la regalada gana —continuó el de ojos almendrados—. Si te vas, no quiero que regreses.

—Mingi estás siendo demasiado insensato, somos adultos... tengo cosas que hacer. Ya te dije que no puedo quedarme, no ahora —habló tratando de guardar la compostura y no dejarse llevar por le fogaje del momento.

—¿Insensato?... ¡Fuiste tú quien se apareció en mi casa a la una de la mañana! ¡Fuiste tú quien me prometió quedarse aquí antes de dormir! —reclamó el otro tras alzar la voz.

La verdad no podía recordar el haber dicho algo como eso, pero bien sabía que Mingi no era capaz de mentir, no estando así.

—Mingi-... —comenzó, más fue nuevamente silenciado.

—Vete... no digas nada más. Ya fue suficiente, Yunho... —murmuró su amor, la decepción y el arrepentimiento haciendo mella en su voz.

Sin cruzar siquiera una última mirada, el susodicho se dio la vuelta arrastrando sus pies en la nieve en dirección a la casa.

Fue entonces cuando pensó... al carajo su jefe, al carajo la oficina, su secretaria, las reuniones, sus proyectos pendientes... al carajo con todo. Así de impulsivo como venía siendo desde la noche anterior, se despojó de los grilletes, de las preocupaciones y de su presente para alcanzar al menor en la puerta, abrazándolo desde atrás.

—Por favor no... —murmuró agitado por la pequeña carrera—. No entres ahí sin mí, Mingi. Sólo-... —Suspiró largo y tendido, dejando que el susodicho se diera para vuelta para verlo a los ojos.

—Ya sé que tienes una vida, Yunho... no soy estúpido, pero ya me cansé de esperarte y no pienso seguir siendo el segundo plato de nadie. —Escuchó decir al más bajo.

Esa mañana seguía haciendo frío, el clima no era propicio, tampoco las palabras de Mingi. Nada estaba ayudando realmente contra el desasosiego que sentía en su corazón.

—Sólo quédate conmigo hoy..., después-... —dijo el menor tras una larga pausa, haciendo que elevase la mirada con interés—, después te acompañaré a hacer lo que tengas que hacer, pero mientras... quédate conmigo, Yunho —pidió el menor sin apartar la mirada.

Sabiendo que el corazón de su eterna adoración reposaba en sus entumecidas manos, falló a favor de este, dando prioridad por primera vez en mucho tiempo a su comodidad, a sus sentimientos y verdaderos sueños.

Absorto en sus pensamientos, cuando Mingi le ofreció su mano no vaciló siquiera un segundo en aceptar el compromiso implícito en ello, solo enlazó sus dedos a los opuestos y se dejó con el viento que apresuró su paso de regreso a casa; a su hogar.

Entre todas las comodidades que tenía en su apartamento de Seúl, ninguno de ellos podía equiparar la plenitud que proveía la modesta calefacción de su hogar, los electrodomésticos tampoco podían cocinar comida tan reconfortante como la que preparaban las manos de su amor.

Quizá el campo no fuera para todos, pero para él... volver allí, era un lujo navideño que se permitiría de ahora en más. 

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.

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¿Y qué les pareció? Yo digo que quedó chevére. 

Dato curioso: si bien el nombre por su traducción es "Lujo navideño", mi beta pensó que sería mejor llamarlo "Lujuria navideña", ¿ustedes qué piensan al respecto?

Nos leemos en la próxima ୧ʕ•̀ᴥ•́ʔ୨


♥Ingenierodepeluche

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