9. ETHAN. Fantasías.
«La libertad de la fantasía no es ninguna huida a la irrealidad; es creación y osadía».
Eugène Ionesco
(1909-1994).
Cuando abandonaron la casita, Madison se hallaba igual de desconsolada que si hubiese perdido a un ser querido. Las lágrimas le regaban las mejillas y lo miraba de tanto en tanto como pidiéndole disculpas, aunque él consideraba que la actitud de la joven era enternecedora.
—Lo siento, Ethan. —La inseguridad con la que se dirigía a él le recordaba que los hombres con los que había salido se preocupaban muy poco por sus necesidades—. ¡Es que me hice tantas ilusiones!
La abrazó con fuerza antes de subirse al coche y le propinó palmaditas comprensivas en la espalda.
—No precisas pedirme perdón, cariño, me siento igual que tú. —Acercó los labios hasta los de ella y se los frotó, apenas, conmovido por la actitud de la muchacha, quien pese a las numerosas decepciones familiares y de índole amorosa siempre iba con el corazón por delante—. Tengo una sorpresa para ti que quizá te haga sentir mejor. La planee pensando en esta eventualidad.
—¡Qué lindo! —Lo besó entusiasmada, recorriéndole el interior de la boca, e Ethan comprendió que se volvía adicto a Madison y que anhelaba ver esa misma mirada cuando se corriese con sus caricias o con su juguetona lengua—. ¿Qué es?
—Si te lo digo no será una sorpresa, Madison —la reprendió, frotándole la nariz con el índice—. Pronto lo sabrás.
—Tendré paciencia, entonces. —Frunció la cara como una niña malcriada.
—No te arrepentirás, cielo, te lo prometo.
—Pero que quede muy clara una cosa, Ethan: te juro que pronto seguiremos investigando. —Se veía tan convencida que él no dudó del juramento ni por un segundo—. Voy a pedirle a Trixie que organice las presentaciones y los eventos de modo que tengamos dos semanas libres para ir hasta Filadelfia.
—Me parece genial, cielo, con todos estos obstáculos me está obsesionando saber qué ha sucedido con Ferri y con Harry. —No mentía, pues dilatar el conocimiento de los sucesos solo había conseguido aumentar el interés—. Estoy convencido de que hay una novela detrás de la carta y que tú lograrás convertirla en otro best sellers. ¡Ahora vamos a por la sorpresa!
Arrancó el vehículo y recorrió Chepstow hasta salir por la A 40 en dirección al noroeste.
—¿Falta mucho? —inquirió Madison, impaciente, cuando llevaban poco más de una hora de recorrido, aunque lo cierto era que disfrutaba con el acogedor paisaje que tanto se parecía a la campiña inglesa.
—No, cariño, falta muy poquito.
—Por si no lo notas, Ethan, estoy intrigadísima con tanto misterio. —Le colocó la mano sobre el muslo, haciendo que le costara concentrarse, ya que se hallaba demasiado cerca del miembro.
—No te preocupes, sí que se nota. —Lanzó una carcajada para disimular el calor que lo recorría por dentro ante este contacto.
—¿Falta mucho? —le preguntó un cuarto de hora después, igual que los niños pequeños.
—¡No, Madison, ya estamos! —La joven retiró la mano y se puso a aplaudir, frenética, y él sintió el vacío ante la ausencia del contacto—. ¡Bienvenida a la «la ciudad de los libros»!
—¡Ay, Ethan, qué alegría! —Cuando él terminó de aparcar le dio un abrazo enorme y otro pico sobre los labios—. ¡He escuchado hablar mucho de ella y siempre he querido visitarla, pero por falta de tiempo nunca he estado aquí!
Lo enloquecía que Madison se tomase estas iniciativas cariñosas, pues comprendía que cuando se emocionaba se acercaba a él sin ningún tipo de reparo. Quizá en esos momentos el cerebro dejaba de poner barreras entre ellos y la chica expresaba lo que verdaderamente sentía. Profundizó el beso, demostrándole con ello cuánto la deseaba, pero sin llevar las caricias demasiado lejos para no volver a asustarla. Al final, la soltó con reticencia. Así, descendieron del coche y se dispusieron a explorar el lugar.
Se hallaban en Hay-on-Wye. Era un pueblo de poco más de mil quinientos habitantes y al que alrededor de medio millón de turistas visitaba cada año. ¿Por qué motivo? Porque en el pequeño espacio se concentraban más de cuarenta tiendas de libros, entre ellas las «librerías de la honestidad». Se trataba de estanterías situadas en la calle y en las que no existía personal que las controlase, los compradores simplemente dejaban el dinero en un buzón habilitado para tales efectos. Era famoso, también, por el «Hay Festival of Literature & Arts» patrocinado por el periódico The Guardian y que se celebraba allí desde mil novecientos ochenta y ocho.
—¡Mira, Ethan! —exclamó muy contenta—. ¡He encontrado muchas de mis novelas anteriores!
Y lo abrazó sin importarle la presencia de otras personas, besándolo con ardor. Él, una vez más, se contuvo al demostrarle el deseo que lo estremecía ante cada una de sus audacias. Pensaba, esperanzado, que tal vez pronto podría demostrárselo besándole de punta a punta el cuerpo y sobre una mullida cama. Imaginó los espasmos de gozo de la escritora al llegar al clímax y tuvo una erección monumental.
Pero no se comparaba con la pasión que surgió entre ellos, una semana después, en la gala de disfraces organizada en el Palacio Yusúpov de San Petersburgo para la presentación rusa de Pasión desatada.
Ethan alucinaba al apreciar la exquisitez con la que habían decorado las nueve salas para el evento. El sitio, también llamado Palacio Moika, era conocido principalmente porque en mil novecientos dieciséis varios miembros de la corte (entre ellos el propietario del lugar, el príncipe Félix Yusúpov) habían asesinado allí a Grigori Rasputín, el místico y sanador al que el régimen zarista de los Románov consultaba cada una de las decisiones.
Las riquezas de los decorados en oro, de los cuadros y de las escalinatas de mármol no significaron nada para Ethan al contemplar a Madison en medio del salón de la columna blanca rodeada de más de cien personas. Porque llevaba puesto un vestido dieciochesco color esmeralda, de mangas abullonadas y que a partir de la cintura se abría en una amplia falda sostenida por un armazón. Se había peinado el pelo castaño recogido en tiernos bucles y la luz de las arañas resaltaban los mechones rojizos. Y, lo más atractivo para él: el escote le bajaba dejando el comienzo de los senos al descubierto. ¡Se hallaba arrebatadora!
No obstante ello, cuando vio que unos admiradores con atuendos similares a los de los retratos del zar Pedro II observaban a la novelista con ojos achispados e intenciones poco recomendables, se abrió paso hasta ella a velocidad supersónica. La cogió de la mano, y, con la excusa de que bailasen la danza tradicional que tocaba la orquesta, la arrastró hasta una pequeña habitación que había visitado con anterioridad y que se hallaba en penumbra.
—Gracias por rescatarme, Ethan. —Madison lo observaba con gratitud, y, al apreciar el deseo en su mirada, abrió los ojos sorprendida.
—No me lo agradezcas, cielo, no soportaba que uno de esos tíos te tocara —le confesó, pasándole la lengua por el labio inferior y mordiéndoselo con delicadeza.
—¿Cómo sabes que pretendían tocarme? —replicó ella, riendo, en tanto lo besaba interrumpiéndose con cada sílaba.
Ethan señaló en dirección a los senos y le comentó:
—Iban directo hacia aquí, Madison, era evidente. No tengo la menor duda de que si no te hubiese raptado te los hubieran tocado.
—¿Y eso significa que a ti no te tientan? —inquirió, coqueta: él percibía que el cambio de escenario y la vestimenta le permitían a la escritora sentirse más libre, como si fuese otra mujer.
—¡Claro que sí, cariño! —pronunció, apasionado, recorriéndole la boca con pasión—. Pero sé controlarme, no quiero asustarte.
—No sé si yo ahora mismo deseo que te controles, milord. —Le pasó la mano por encima de la camisa blanca, desprendiéndole varios botones.
Ethan no se hizo esperar. Llevó las manos hasta los pechos de Madison y disfrutó sintiéndolos esponjosos y naturales. No conforme con ello, le retiró el vestido y se recreó con los sensuales estremecimientos de joven en tanto la contemplaba.
—¡Bésalos, Ethan, por favor! —le rogó, arqueando la espalda y apoyándose contra la pared, entregándoselos como si fuesen una ofrenda a los dioses.
Él, ni corto ni perezoso, los sostuvo sintiéndolos las joyas más bonitas del mundo, y, para que Madison lo anhelara más, acercó el rostro sin prisas. Se regodeó con los escalofríos eróticos que desencadenaba su cercanía y más cuando, finalmente, recorrió con la punta de lengua la pálida superficie, paladeando el sabor a melocotón y aspirando el perfume floral.
—¡Ay, Ethan, no lo soporto! —gimió, contoneándose, de modo que le acariciaba la cara con los senos.
En el instante en el que enredó la lengua en una de las aureolas y succionó, las piernas de Madison comenzaron a temblar y varios espasmos la recorrieron por completo.
Ethan decidió olvidarse de la prudencia, de la mesura, y, frenético, le rozó un pecho y luego el otro con la boca, sosteniéndolos al mismo tiempo con las palmas. No conforme con ello le levantó la falda, retiró las capas de enaguas y casi entra en shock al constatar que Madison no llevaba puesta ropa interior. Comprendió, anonadado, que la escritora había optado por ser fiel a la indumentaria de la época.
—¡Dios mío, qué hermosa! —exclamó sin poder contenerse al apreciar la piel nacarada de los muslos de la chica, el vello púbico delicadamente recortado, la hermosa figura.
Sin embargo, pese a que el deseo lo traspasó como una flecha directa a la entrepierna, el miriñaque metálico se interponía igual que una cárcel de rejas. Lo único que le permitía hacer era acercar la mano, lo que poco a poco efectuó. Antes de que pudiese tocarla donde más placer podía proporcionarle, golpearon a la puerta. Madison dio un salto, separándose de él. Se acomodó la ropa, y, presa del rubor, se acercó a abrir.
Ethan solo pudo reflexionar que la tenía tan lejos y tan cerca. ¡Nunca había sentido tanto deseo por una mujer!
https://youtu.be/_I9WZAYkTbM
https://youtu.be/AtqY8mT82WE
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top