6. MADISON. Complicidad.

«Existe entre nosotros algo mejor que un amor: una complicidad».

Marguerite Yourcenar

(1903-1987).

—¿Qué te parece si recorremos ahora la plaza? —le preguntó Ethan, señalándola.

     Además le dio un beso en los labios y le pasó el brazo sobre los hombros. Le gustó, pues se sintió protegida y la fragancia de Ethan la rodeaba haciéndole pensar que se hallaba dentro de una burbuja de felicidad.

—¡Me parece perfecto! —Intentó deslumbrarlo con la sonrisa: flotaba en una nube de complacencia porque el acto salió genial y su acompañante se mostró en todo momento competente, encantador y solícito.

     Porque durante la mañana presentaron la novela en el Spui 25, un local donde se organizaban eventos literarios. Ahí, gracias a algunos asistentes que deseaban amenizarles la estadía en Ámsterdam, se enteraron de que precisamente los viernes la plaza Spui se convertía en un mercadillo de libros, que servía para convocar a los amantes de los ejemplares en papel. Les resultó pintoresco que también fuese considerada como «Arplein», Plaza del arte, porque los domingos se vendían esculturas, cuadros, cerámicas, acuarelas, estampados, joyas, sirviendo de punto de reunión de los artistas holandeses y de otras partes del mundo.

—Si estás de acuerdo, Madison, después podríamos visitar la librería American Book Center y Waterstone. —Ethan aprovechó para besarle la nariz—. Necesito disfrutar viendo a Pasión desatada  en primera línea de venta.

—¡Qué lindo que eres! Estás mucho más entusiasmado que yo, lo que no es decir poco. —Se rio, acariciándole la mejilla al mismo tiempo: como era bastante más alto que ella el escort  se agachó para facilitarle la labor y robarle otro beso.

     Avanzaron deteniéndose en cada tenderete y hurgaron entre los libros como colegiales, lanzando gritos de asombro cuando hallaban alguno con más de cien años.

—¡Qué antiguos son! —Se asombró Maddie, sintiéndose igual que los pequeños en una piscina de bolas, pues se hallaba rodeada de tantos que perdía la noción del tiempo real y del espacio y solo se concentraba en ellos.

—¡No me lo puedo creer! —chilló Ethan, mostrándole uno que se titulaba La ballena—. ¿Sabes qué es esto? Se trata de la primera edición de Moby Dick, de Herman Melville... ¿Cuánto pide por él? —le preguntó al vendedor en neerlandés para evitar que le diese el precio de turistas.

—Cuesta mil quinientos euros —respondió este, y, como pidiendo disculpas, agregó—: Pero está firmado por el autor, es una joya. —Lo cogió, pasó un par de páginas y le mostró la dedicatoria—. Este es el primer volumen. Son tres en total y están todos incluidos en el precio.

     Cuando le tradujo el comentario, ella cogió el móvil del bolso y buscó al escritor en la Wikipedia.

—Mira, Ethan, la firma es igual, parece auténtica. —Le pasó el teléfono para que lo pudiese corroborar—. Y no hay duda de que es antigua, se nota por la tinta.

—Tienes razón... Aunque reconozco que si la novela no estuviera firmada por Melville de puño y letra me interesaría igual. Es una primera edición del año mil ochocientos cincuenta y uno de Harper & Brothers de Londres, solo por eso vale la pena. —Sacó del bolsillo la billetera, y, sin regatear, le dio la tarjeta de crédito al comerciante.

     Este le cobró. Después puso con mucho cuidado los libros dentro de una bonita bolsa de papel y se la entregó. Ethan sujetó a Madison con la mano libre, y, de común acuerdo, se sentaron en uno de los bancos de la plaza porque se sentían igual que los arqueólogos cuando hallaban un sarcófago repleto de tesoros sin profanar .

—Toma, cariño, es un regalo para ti. —Él le entregó la compra.

—¡¿Para mí?! —Abrió los ojos desmesuradamente por la sorpresa—. ¡Nunca nadie me ha hecho un regalo como este! Es demasiado, Ethan, sé que amas estos libros. —Efectuó el intento de devolvérselos, pero el escort  negó con la cabeza.

—No, Madison, de ninguna manera. Eres especial para mí y una magnífica escritora, quiero que los conserves —insistió, volviendo a recorrerle los labios para probar las distintas texturas.

—Me siento culpable. Tú sabes mucho más que yo sobre Melville, deberías conservarlos.

—Me los prestas y los leo, vamos a estar juntos durante un año. —Le guiñó el ojo, sonriendo, con lo que la belleza masculina aumentó, desbordándola en una gama infinita de sensaciones.

     «¿Cómo un hombre puede ser tan guapo? ¡Debería prohibirse!», pensó, aturdida y comiéndolo con la vista. «Encima, me entiende y se preocupa por mí». Ni se le pasó por la cabeza que ella le había pagado una suma considerable para que la acompañara, el contrato casi había quedado en el olvido.

—Está bien, acepto. —Se le acercó y con la mano que tenía libre le acarició la barbilla.

     Maddie no se resistió y le recorrió la boca con la punta de la lengua. Ethan respondió enseguida al avance introduciéndole la de él y besándola como si pretendiera apropiarse de su alma. El erotismo de esta caricia les produjo pequeños escalofríos. Solo se detuvieron para no llamar la atención de las personas que recorrían la plaza en busca de ofertas, muchas de las cuales iban acompañadas de niños.

—Mmm, ¡qué rico! —suspiró el hombre mirándola con ojos alegres, y, con la intención de evitar presionarla, cambió de tema—: ¿Sabías que Melville se basó en hechos reales al escribir la novela?

—No, no tenía idea.

—Sí, leyó las historias de los supervivientes del Essex, un ballenero de Nantucket al que hundió un cachalote. Y también se basó en Mocha Dick, un cachalote albino de Chile que se convirtió en leyenda debido a todos los barcos a los que atacó.

—Pues parece cosa del destino, entonces, que siendo un admirador de la obra de Melville justo los hayas encontrado hoy. —Levantó la bolsa y el papel crujió—. Solo por eso deberías quedártelos.

—Este tema lo hemos superado hace algunos minutos. —Ethan le dio un rápido pico sobre los labios y volvió a encaminar la conversación hacia Herman Melville—. Pensaban que había algo mágico en los ataques porque según una leyenda mapuche cuatro ballenas llevaban a los muertos hasta la isla de Mocha para dirigirse, luego, a su lugar de reposo. ¿No te parece curioso?

—Un poco curioso sí que es, aunque las ballenas y los cachalotes pertenezcan a especies distintas. —Madison le dio un golpecito coqueto en el hombro, no podía dejar de tocarlo—. Estoy deseando volver a leer el libro porque lo tengo bastante olvidado, solo recuerdo la moraleja: que la obsesión por la venganza lleva a la destrucción de uno mismo y de los que nos rodean. Porque para mí Moby Dick era el héroe de la novela y el capitán Ahab el personaje malvado. —Sin poderse contener volvió a la carga—: ¿Estás completamente seguro, Ethan, de que no deseas conservarlos? ¡Última oportunidad!

—Segurísimo, Madison, quiero que tengas algo de mí. Algo que cada vez que mires te recuerde el período que pasamos juntos como un momento muy especial en tu vida.

     Existía una diferencia abismal entre Ethan y Joel, pues su ex prometido solo le había regalado cosas para utilizarla de alguna manera o para esconder que su objeto de deseo era otro.

     Recorrieron a continuación la zona comercial de Kalverstraat y comieron allí, disfrutando del mismo ambiente de camaradería y sin que ella se pudiese quitar de la cabeza el gesto desinteresado de Ethan. No lo admitía ante sí misma, pero le había removido las fibras por dentro, pues la hacía plantearse que quizá sí existían hombres que valían la pena. Tal vez aún no había dado con el correcto, pero todavía había esperanzas.

     Cuando regresaron al hotel Maddie se encerró en el dormitorio. Necesitaba procesar los acontecimientos de la jornada, reflexionar con detención, ya que notaba que el corazón se le comenzaba a descongelar. ¿Sería posible que en su actitud de rechazo total se estuviera equivocando?

     Sentada sobre la cama, retiró de la bolsa los tres ejemplares de Moby Dick  y los contempló con gesto de ternura. Era evidente que los anteriores dueños habían sido cuidadosos en extremo porque se encontraban impecables, el único detalle era la inevitable acción del tiempo que amarilleaba las hojas.

     Las pasó una a una, fascinada, sintiendo que asía un trozo de la Historia con mayúsculas entre las manos. Le dedicó media hora a esta tarea, pasando de un libro al siguiente... Hasta que al llegar al tercero encontró una especie de carpeta de cartón fino pegada a la contraportada. Dentro había un sobre decorado con un par de sellos del ejército estadounidense.

     Encendió la portátil para analizarlo mejor. La destinataria se llamaba Ferrishyn Yarwood y vivía en Gales, en el número treinta y siete de la calle Lincoln Green Lane. El remitente, Harrison Daniels, tenía una dirección de la República de Vietnam, concretamente de la ciudad de Saigón. Embelesada, la leyó en voz alta.

17 de abril de 1967.

Mi amada Ferri:

Como siempre recibir varias de tus cartas juntas, dulzura, me alegra el corazón. Lamento, eso sí, no poder decirte exactamente en qué lugar estoy, porque es secreto de estado.

     Recuerdo la belleza de tu rostro cuando avanzamos con el agua hasta la cintura por los hediondos arrozales, que se encuentran infestados de serpientes. Solo la tranquilidad de tu mirada, que guardo en la mente, me permite ser inmune a los cuchillos y a los rifles AK-47 del Viet Cong. Sé que me dices que por la televisión dan la noticia de que el conflicto está próximo a acabar, pero a nosotros no nos lo parece. También ignoramos las protestas de los movimientos pacifistas porque debemos concentrarnos en la guerra, nuestro enemigo es escurridizo y una leve distracción significa la muerte.

     Por eso le he pedido a mi madre que te haga llegar los volúmenes de Moby Dick (La ballena): deseo que los tengas tú por si me llega a suceder algo. Eres la única mujer a la que he amado y a la que amaré. Te prometo que haré todo lo posible y lo imposible por volver y que nos casemos pronto. Viviremos en Gales, en Boston o donde tú quieras. Te lo juro, mi vida,

                                      Siempre tuyo,

Harry.

     ¡Qué corta era la misiva! La curiosidad de escritora la llevó a preguntarse qué había sucedido con los enamorados, si Harrison había regresado con vida del conflicto, si había seguido amándola a pesar del síndrome de Vietnam y si había convertido en realidad las promesas.

     Entusiasmada, corrió hasta la habitación de Ethan y abrió la puerta olvidando llamar. Desconcertada, se quedó mirando el trasero desnudo sin parpadear, pues nunca había visto un cuerpo masculino tan bien formado...






https://youtu.be/PYuPynmfMHU



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