Capítulo 1: Juventud.

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Una tormenta se desataba en la granja de los Lothbrok.

Los relámpagos iluminaba el oscuro cielo y el agua caía a cántaros, pero la familia de granjeros no parecían estar asustados; ellos sabían que Thor no les haría daño.

—Thor está furioso —dijo un hermoso niño de asombrosos ojos azules. Su cabello era rubio, como el de su madre.

Su padre, de unos ojos azules aún más llamativos como los del niño, volteó a verlo y lo tomó de la cabeza de manera cariñosa.

—No está furioso —le dijo, revelando una sonrisa graciosa—. Está gustoso. ¿No notas su alegría, Björn?

Björn lo miró confundido.

—No parece gustoso.

—Lo está —dijo una tercera voz. Una hermosa mujer de melena rubia y de ojos azules como el hielo; se posó al lado de su esposo—. Su alegría retumba en el cielo, trayendo agua al mar y reclamando su poder como el dios del trueno.

—¿No está enojado?

La pequeña Gyda jaló de las faldas de su madre tratando de llamar su atención, y Lagertha no pudo contener una sonrisa llena de ternura. Amaba a sus hijos como solo una madre podía hacerlo.

Hubiera contestado a la pregunta, pero un llanto interrumpió la tormenta que se estaba desatando fuera de las cuatro paredes. Éste pareció resonar por unos cuantos segundos que llenaron la vivienda con un espeso aire cargado de tensión.

Todos guardaron silencio tratando de saber de dónde provenía el llanto, y mientras un nuevo rayo iluminaba el cielo, un nuevo y fuerte llanto estremeció hasta al más duro de los corazones.

Lagertha y Ragnar compartieron una mirada, una que estaba cargada de una simple cosa. Alerta.

—Yo iré a ver.

Ragnar tomó el hacha que descansaba en la mesa. Horas atrás la había usado para cortar leña, pero no sé sabía para que más se debía usar.

—Cuidado —dijo Lagertha, sin mostrar más que una mirada que le aseguraba que cuidaría de los niños.

Para cuando Ragnar salió de la pequeña casa, el llanto se volvió más fuerte y el agua le calló como mil piedras. El frío lo caló hasta los huesos, pero siguió con su búsqueda. Mientras más se acercaba al llanto, se daba cuenta que provenía cerca del río.

Temió lo peor.

Pero al llegar, lo único que pudo sentir fue una extraña sensación de alegría. Una alegría que no sabía como había llegado, ni porque la sentía. Pero esa alegría pareció aumentar cuando sostuvo la canasta en sus manos y levantó la empapada manta que revelaba un pequeño bulto.

Ese día, la vida de los Lothbrok cambió de manera asombrosa.

Habían sido bendecidos.

(…)

Los ojos de Lagertha estaban abiertos de par en par.

Tal vez por la canasta que cargaba el patriarca de la familia en manos, o por la emoción que parecía llenar todo el cuerpo del vikingo. Pero para cuando Ragnar reveló el contenido de la canasta, Lagertha contuvo el aliento.

Nunca, en toda su vida, había visto a un bebé que se viera bonito. Normalmente cuando una madre daba a luz, se suponía que debía decirle cosas como «su hijo es precioso» o mentiras como «a sido bendecida con una criatura preciosa», pero en realidad, ella jamás lo había podido decir de todo corazón.

Solo sus hijos habían sido bellos y hermosos ante sus fríos ojos. Pero en ese momento, con su mirada clavada en un par de ojos dorados como los de un león, Lagertha creyó que estaba equivocada. La perfección era posible y ella acababa de comprobarlo.

Casi con orgullo, sostuvo al bebé que reposaba en las mantas, y mágicamente, la criatura dejó de llorar a todo pulmón.


Lo segundo que Lagertha notó además de sus grandes y expresivos ojos dorados, fue que era cálido. No estaba ni mínimamente frío a pesar de haber pasado probablemente horas en medio de la tormenta.

—Lo encontré en el río —dijo Ragnar—. Estaba solo. No había nadie cerca, me aseguré de comprobarlo.

—Debiste traerlo en cuanto lo encontraste.

—Es una señal —le explicó su esposo—. Lo he sentido, su llegada traerá riqueza y prosperidad.

Lagertha no podía dejar de ver al bebé, no sabía si era niño o niña, pero tenía la sensación de que era una pequeña mujercita a juzgar por la mirada cargada de curiosidad que le echó. Su pequeña mano tocó su mejilla y sintió la paz invadir su pecho, pero aún cuando la bebé alejó su pequeña mano de su mejilla, el rastro perduró en su cuerpo.

—¿También lo has sentido?

Ragnar parecía ansioso por una respuesta, así que se la dió.

—Una bendición de los dioses —dijo ella, sin alejar la vista del bebé—. Es preciosa. Debemos vestirla con algo más, debe estar por enfermar.

Aunque tuvo la sensación de que no enfermaría aunque cayera al fondo del mar en pleno invierno.

—¿Cómo sabes que es niña? —le preguntó Ragnar con las cejas alzadas.

Lagertha agradeció haber enviado a los niños a dormir antes de que su esposo llegara. No se encontraba capaz de contestar preguntas después de haber sostenido al bebé entre sus brazos, fue como si su lengua se hubiera trabado y la capacidad de hablar se hubiera ido.

Junto todas las fuerzas que le quedaban para responder.

—Sus ojos —explicó—. Tiene los ojos de una guerrera.

(…)


Bjrön jamás había visto un bebé tan bonito, pero lo primero que había notado del nuevo bebé es que era una cosita muy chiquita y parecía estar hecha de tierra fértil, como el lodo en medio de la lluvia. Su piel era morena, de un marrón oscuro como la tierra mojada, sus pequeños labios eran de un intenso color terracota y sus ojos eran dorados, un dorado muy brillante que le hacía recordar el atardecer.

—Es linda —dijo Gyda.

—Huele mal —dijo Bjrön.


Lagertha lo volteó a ver con una sonrisa.

—Por eso debemos bañarla —le explicó—. Solo los dioses saben hace cuánto la bañaron. Solo un desalmado la dejaría varada en el río.

—¿Nos la quedaremos? —preguntó Gyda.

La niña tenía la esperanza de tener una hermanita. No tenía más de seis años, así que en verdad esperaba que sus padres la conservaran, no quería ser la única niña en toda la granja que no tenía una hermana con quien jugar.

—Lo haremos, pero primero hay que bañarla.

Entre los tres hicieron el trabajo, Lagertha hizo la fogata para calentar el agua y Bjrön acarreo las cubetas de agua desde el río. Mientras tanto, Gyda hacía caras extrañas para hacer reír al bebé.

—Eres muy bonita —dijo—. Y tú piel es muy rara. ¡Pero aún así serás hermosa!

—¿Qué estás haciendo?

Bjrön acababa de llevar la última cubeta de agua, así que había decidido ver cómo estaba la nueva bebé.

—Nada.

—¿Y cómo se llamará?

—No lo sé. ¡Mamá! ¿Cómo se llama?

Lagertha volteó a ver a a sus hijos, en realidad, no tenía idea de cómo llamarla. ¿Cómo se debe llamar a la bendición de los dioses? No tenía idea.

No merecía un nombre común, mucho menos de alguien que ya estaba muerto. Parecía ser demasiado especial como para permitir que un nombre tan mortal la acompañara en su estadía en Midgard.

Un nombre le saltó a la mente.

—Nilsa —dijo Lagertha mientras se arrodillaba frente a la canasta en dónde había colocado al infante, tocó su mejilla y aquella calidez volvió a ella—. La campiona de los dioses.

Bjrön supo que había algo especial en Nilsa, y sintió algo muy parecido a la admiración y respeto.

—Me gusta.

—A mí también.

Y desde Asgard, Frigg sonrió con emoción.

(…)

Lagertha pronto aprendió que cuidar a un niño enviado por los dioses, no era fácil. Era un trabajo de tiempo completo.

Tal vez porque la niña parecía ser atraída por cualquier tipo de objeto afilado que servía para cortar o mutilar, o porque su capacidad para entender las cosas sin siquiera saber hablar, era asombrosa. Con un año de edad —o desde que había llegado a sus vidas—, no había parado de sorprenderlos.

Aprendió a caminar a los seis meses, estranguló una serpiente que acechaba su canasto cuando solo tenía siete y empezó a buscar cosas brillantes a los nueve.

—¡Será una saqueadora! —exclamó un Ragnar muy emocionado.


—Aún es muy joven —lo regañó Lagertha.

Pero Ragnar no se dejó desanimar.

—Por supuesto —Pero cuando Lagertha se volteó para seguir picando zanahorias, les regaló una sonrisa graciosa a sus hijos mayores y éstos rieron tratando de no llamar la atención de su madre.

—Sé que acabas de sonreír.

Los niños rieron aún más.

—¡Mashá!

Todos se quedaron congelados por unos cuantos segundos. Lagertha compartió una mirada con su esposo y ambos parecieron igual de impactados.

«¿Tan pronto?», pensó Lagertha.

Apenas acababa de cumplir un año.

—¿Dijo mamá?

—¡Mashá!

Sus ojitos dorados parecían un poco adormilados, su cabello negro y lacio estaba un tanto encrespado por haber estado durmiendo en su canasto. Gyda gritó de emoción y Bjrön miró con incredulidad.

—Lo hizo —dijo Lagertha con una sonrisa orgullosa.

—No ha dicho papá —refunfuñó un Ragnar ofendido.

—¡Dí Gyda!

—¡No! ¡Que diga Bjrön!

—Basta de peleas —los regañó su madre mientras los golpeaba con un palo de cocina—. Éste es el momento de celebrar la primer palabra de Nilsa.

—Nuestra Nilsa —Ragnar abrazó a su esposa por su cintura. Su rostro estaba decorado por una sonrisa orgullosa, aunque detrás de todo eso, secretamente, debía admitir que sentía cierta envidia. Había tenido la esperanza de que su primer palabra fuera papá, después de todo, él fue quien la encontró— ¿Quién quiere queso?

Ambos niños gritaron y Lagertha sintió que nunca había sido más feliz en su vida.

Ojalá se hubieran quedado en la granja.

(…)

Para cuando la primavera llegó, Nilsa ya sabía hablar perfectamente. Todo el que se acercaba, se alejaba con la mirada asombrada y los ojos llenos de envidia.

Ellos querían una hija así.

Su piel morena sobresalía entre los demás niños y tenía una sonrisa blanca de perlados dientes blancos. Era risueña, pero también era hiperactiva, así que no podía quedarse quieta en ningún lugar por mucho tiempo. Cantaba a todo pulmón y las aves se acercaban a escucharla cantar.

Todo era perfecto. O eso era lo que sentía Ragnar.

Nilsa había llegado a ellos en un invierno frío y crudo. El más frío que había azotado Noruega. La comida había escaseado, no había dinero y lo poco que quedaba del último saqueo en tierras extranjeras era guardado recelosamente en un lugar seguro. Pero aún así, no pensaron mucho en cuanto cuidar una boca más, y desde entonces, el mundo pareció sonreírles.

Las cosechas se volvieron abundantes a pesar de ser una tierra difícil y estéril, la cacería en el bosque se volvió aún más prometedera y poco a poco fueron ganando fama como la familia que acogió un milagro.

«¡Es un niña adorable!»

«Sus ojos son los de Balder».


«Una bendición».

Era todo lo que podían oír cuando los Lothbrok salían a pasear con la infante.

Todos habían comenzado a sospechar de la extraña suerte que de pronto llegaba a la pobre familia de granjeros, pero nadie se atrevía a decir nada al respecto.

Esa mañana, cuando los rayos del sol salieron, Ragnar salió de la granja dispuesto a tener otro día de trabajo. Llevaba su hacha para cortar leña en el bosque, pero no recibió el panorama que hubiera esperado.

Un hombre que había visto antes en la pequeña aldea en la que habitaba la familia Lothbrok, estaba tomando verduras de su huerto como un vil ladronzuelo.

—¡Ey! ¿Qué está haciendo?

El hombre volteó a verlo. Era de barba larga y enredada, su cabello era castaño al igual que sus ojos, unas enormes ojeras llenaban su pálido rostro. Ragnar notó que tenía las manos manchadas de tierra.

El hombre lo miró con gesto desdeñoso. Ragnar quería echarlo a patadas, pero debía guardar la compostura.

—Tomo unas cuantas —explicó cuando vió que no tenía otra opción.

—¿Por qué?

—Mi huerto no dió lo esperado —dijo—. Pensé que no las necesitaban, ustedes tienen mucha comida.

—¿Y quién te hizo pensar que podías robar de mi huerto? —preguntó mientras se acercaba al hombre, dió unos cuantos pasos y estuvo enfrente de él. Ragnar era mucho más alto que el ladrón— Yo sembré todo ésto con mis propias manos. Yo lo cuidé. ¿Qué te da el derecho de robar?

—No es un robo —le gruñó—. Mis hijos tienen hambre. Mi esposa está harta de comer sopa de nabos. Necesito las zanahorias.

—Y yo —Chocó su pecho con su pulgar— necesito que te largues de aquí. Ahora.


—No me iré sin las zanahorias —le gruñó.

—Entonces haré que te marches.

El tipo lo empujó, pero no lo movió ni un centímetro. Ragnar rió un poco, ya lo tenía harto.

Lo empujó con mucha más fuerza y el tipo calló sin esfuerzo. Era grande, pero estaba lo suficientemente delgado como para poder combatir contra él, además, estaba el hecho de que llevaba un hacha y le servía de ventaja.

Ese día Ragnar entendió que la abundancia generaba envidia, y la envidia generaba una sensación de rencor sin justificación.

Temió que Nilsa viviera en un mundo así.

«Deberá estar preparada», pensó Ragnar.

Debía prepararla para lo peor.

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Atte.

Nix Snow.

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