Prefacio

Prefacio


Las numerosas luces de aquella ciudad comienzan a encenderse y el tráfico asciende. Tacones andantes, tonadas de celulares que anuncian llamadas entrantes, atrayentes escaparates con ropa a la moda, perfumes y cigarros. La gente transita alegre porque es viernes en la tarde, y la jornada laboral ha terminado. Puedes toparte con adolescentes acudiendo al cine, parejas de enamorados caminando lentamente de la mano, y uno que otro melancólico sin rumbo fijo.

Y también los autos. Uno tras otro. Y los autobuses. Atiborrados de estudiantes somnolientos.

El cielo se ha tintado de tonos cálidos que marcan el descenso del día. KyungSoo los observa para mantener la compostura, porque ha quedado de verse con su familia por el cumpleaños de un primo, y si no acelera el paso, hallar en casa al anfitrión resultará imposible. No asistió al almuerzo porque chocaba con sus horarios, pero al menos carga consigo un pequeño regalo improvisado que recién adquirió en alguna tienda cara aleatoria en cuyo nombre ni siquiera se fijó, mientras ensaya las palabras de disculpa que pronunciará en cuanto llegue.

Podría tomar un taxi, pero el número de cuadras restantes resultan ridículas, por lo que sería un gasto innecesario. Él es así, avaro, aunque le gusta reemplazar aquella fea palabra por «ahorrativo». Incluso la naturaleza ha sido así consigo. De complexión menuda, pobre, es incapaz de dar largas zancadas como lo haría cualquier hombre de su edad sin cansarse. Su metro setenta de estatura no es el problema, sino el cuerpo débil que posee. Con el tiempo ha dejado de acomplejarle, pero en ocasiones, no deja de ser inconveniente.

El sudor comienza a escurrir por su blanquecina frente, y decide quitarse el sombrero fedora que adorna su cabeza. El traje de casimir que porta es perfecto para otoño, pero en esta ocasión ha sido más cálido que de costumbre, entonces lamenta habérselo puesto. Ha comenzado a enterrar sus uñas en el asa del portafolios. Sus zapatos se ensucian con la tierra.

Cuenta por fin tres cuadras restantes, se escabulle entre las personas, y cuando llega a la esquina... observa un brillo cegador que le obliga a parar en seco.

Las pupilas de sus bonitos ojos color miel se dilatan. Siente algunos empujones, porque yace estorbando a media calle; pero sus manos se han tornado tan temblorosas, que continuar la marcha le es imposible.

Avanza algunos pequeños pasos hacia el gran cartel colocado afuera de un establecimiento. Luces neón lo adornan alrededor. Le observa con detenimiento, como si se tratara de un fenómeno maravilloso nunca antes visto. El nacimiento de un ángel, por ejemplo. Y es entonces cuando una amplia sonrisa se asoma en sus labios. Tapa su boca con disimulo, para reprimir los chillidos de emoción que amenazan con salir.

El sombrero cae, y cuando se percata, lo levanta en un movimiento ágil, notando que la gente lo mira con extrañeza. Retrocede para dejar de estorbar y llamar la atención. Se sienta en el primer borde de algún restaurante que encuentra tras de sí, porque después de aquel suceso, el cumpleaños de su primo pasa a segundo término.

No puede evitar pensar con melancolía: «vaya». Aún incrédulo, siente en su corazón la eterna astilla que ahora palpita más que nunca.

Y es que la figura impresa es ciertamente muy bonita. Allí yace un joven andrógino, que porta un abrigo blanco con elegancia. Los cabellos teñidos de rubio vuelan dándole un toque glamuroso. La cara siempre ha sido hermosa, KyungSoo la recuerda con vehemencia. Aquellos labios carmesíes, los ojos elegantes, felinos. La piel morena, casi dorada. En su mano porta un frasco de perfume olor a cereza, lo que le parece muy gracioso viniendo de él.

«Tú nunca cambias, ¿verdad?». El orgullo acumulándose en su pecho está a punto de estallar, porque fue precisamente en otoño la primera vez que le vio, y reencontrarse con él en la misma estación desencadena una avalancha de recuerdos.

«Finalmente lo has logrado... No esperaba menos de ti, mi dulce amor».

En ese momento las lágrimas se derraman. Han pasado solo cuatro años, pero se sienten como una eternidad. Ahora aquel a quien más ha amado en su vida es un modelo famoso y él... él solo da clases particulares de piano y canto. La mariposa contra la oruga. Suspira, observando el anuncio.

Al parecer será una tarde larga, lo presiente jugando con sus dedos. Nada importa en ese momento, solo la certeza de un sueño cumplido, y la felicidad de que aquel doloroso sacrificio haya dado frutos tan dulces como las cerezas. 



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