Capítulo 10
X
Joder, aquí estoy,
ardiendo por amor una vez más.
De alguna forma me extravié;
no puedo volver a casa a ti.
Medico mi mente.
Ven a iluminar mi noche.
Estoy solo... no puedo enfrentar
mi corazón roto.
Aquella tarde, la del quebranto, yacía metido en la cama con Baekhyun bajo dos mantas con estampado a cuadros. La luz encendida, las ventanas cerradas y cubiertas con pesadas cortinas, cada quién bebiendo su respectiva taza de chocolate, mientras Baekkie yacía al borde del llanto con el capítulo final de un dorama que le estaba acompañando a ver. Yo sobaba su espalda pacientemente, al tiempo que envidiaba muy en mi interior la escena de amor que acontecía en la pantalla. En fin, lo que deseo hacer evidente, es que entonces recién estábamos a punto de concluir todas las evaluaciones de la universidad antes de salir de vacaciones invernales. Por supuesto que nos encontrábamos estresados, deprimidos, histéricos y abatidos; por lo que decidimos descansar aunque fuese una tarde antes de enfrentarnos a nuestras últimas pruebas académicas y sobrevivir o terminar de morir en el intento.
Sin embargo, en medio de un ocaso tan amable y apacible, tan ajeno al caos exterior, nuestra casera tocó a la puerta de la alcoba con aquel golpeteo insistente tan propio de ella. Baek y yo nos miramos con extrañeza, preguntándonos al mismo tiempo: «Pagaste la renta, ¿verdad?». Como mi amigo yacía con los ojos hinchados y sufría la reciente conmoción del beso tan intensamente anhelado entre los protagonistas de la serie, salí a recibirla yo. Para ello tuve que hacer a un lado la calidez del lecho, junto con la vergüenza de portar un pantalón deportivo gastado y un enorme suéter de estambre, tejido a mano por mi madre, cuyo estampado consistía en muchos y pequeños pinos rojos a lo largo de la superficie color crema. El pobre suéter permanecería marcado por los eventos de aquella noche.
—¡Kyunggie! —Me llamó con afecto la mujer de piel restirada, quien se protegía con una chalina carmesí—. Disculpa la molestia, pero abajo te está esperando un muchachito que dice ser tu amigo —y acercándose para murmurar con fingida discreción, sin quitarme su mirada pícara de encima, me dijo—. Es de muy buen ver.
Por supuesto, la casera era consciente de mis preferencias, por lo que tras guiñar el ojo bajó corriendo en busca de aquel joven que yo ya reconocía como Jongin. Con creciente ansiedad, como el preso que se regocija segundos antes de ver el sol una vez más, me adentré a la alcoba para colocarme unas zapatillas deportivas con tal de no resbalarme en las escaleras humedecidas por la lluvia.
—¿Lo invitarás a pasar? —inquirió Baek bebiendo de mi taza tras haberse acabado la suya.
—Sí. —Y como hizo una mueca, complementé—. Venga, ustedes dos ya son buenos amigos, y tú eres mejor consejero que yo. Podemos incluso ver algo los tres, no sé, no es necesario deprimirnos o algo por el estilo...
—Como digas —suspiró resignado mi compañero de habitación, enterrándose bajo las cobijas de nueva cuenta.
Con una sonrisa genuina en los labios magullados por el frío, y el repiquetear de las llaves en mi bolsillo, bajé las escaleras dando brincos con la intención de recibir a Jongin radiantemente después de diez días sin vernos. Nuestro encuentro marcaría el inicio de una nueva era compartida, lo presentía con el corazón bombeando de anhelo mientras admiraba las gotitas de agua descender ante el roce de mi mano sobre el barandal. Y sí, lo encontré ahí, solitario, quebradizo, bajo el techo de la entrada. Se protegía de la niebla y la lluvia, iluminado por un farol que parpadeaba debido a una polilla suicida que insistía en acercarse enamorada de la llama. En efecto, su cabello húmedo de brisa brillaba entonces lacio y despeinado color azabache, como debería lucir de manera natural.
Pronto me vi ruborizado al comparar mi aspecto con el suyo. El cuerpo suelto de Jongin, los hombros desenfadados, las manos resguardadas en los bolsillos, lo inyectaban de una belleza desaliñada, indómita. Portaba un pantalón de mezclilla bien entallado, como de costumbre; y una blusa negra, holgada, de manga larga y corte tan reducido que dejaba al descubierto su abdomen naturalmente delgado. Así me aguardaba, inocente y perverso, con solo los labios teñidos de carmín.
En cuanto me vio, esbozó una sonrisa torcida. Si miraba el brillo de sus ojos, podía distinguir un halo sombrío en ellos; como un fantasma azul, como el roce helado de un sonámbulo.
—¡Jongin! —Procuré saludarlo alegre, como de costumbre; mas me vi imposibilitado a tocarlo por alguna extraña razón—. ¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Qué bien te sienta el nuevo tinte!
—Ah... —sonrió con tristeza, quizás angustia, enderezándose—. ¿En verdad? Gracias.
—¡Sí! —dije escuchando el sonido de la lluvia, horrorizado una vez más por la ligereza de sus prendas en un ocaso tan gélido—. Ven, ¿no tienes frío? Vamos a arriba para que nos cuentes...
Y entonces mi invitación se vio interrumpida.
—KyungSoo... —llamó en un susurro de vainilla, sin dejar de recorrer mi cuerpo entero con su mirada escrutadora. Me sentí pequeño, vulnerable ante ella—. Discúlpame porque siempre te estoy molestando. Yo... he venido a... ¿Te importaría salir conmigo un momento? Tengo un favor muy íntimo que pedirte.
El nerviosismo en sus manos mojadas era evidente, como el de la última ocasión; yacía en sus ojos afligidos, en los labios entreabiertos también. Era hermoso, distante; poseedor de una belleza tan lejana como omnipresente. Al roce del viento se estremecía y me miraba con insistencia. Tuve la sensación de que una parte suya deseaba escuchar una respuesta positiva, definitiva, aquella que lo resguardara como si de una manta se tratase; pero al mismo tiempo repudiaba la situación hasta rozar una vergonzosa incomodidad.
—Está bien, Jongin, iré contigo. Solo permíteme alistarme...
—No —mandó—. Así está bien. No tardaremos. No hace falta.
Ante una actitud tan sospechosa e imperante me vi dubitativo. ¿Qué tramaba la figura del sol en un crepúsculo tan sombrío? Como es de imaginarse, terminé cediendo a pesar de su misterio y ambos partimos sin paraguas hacia las calles que se encontraban al borde de la inundación. En la reja, ya en la acera, se atrevió a entrelazar nuestros dedos como acostumbraba a hacerlo en sus noches melancólicas. Claro, debía estar ebrio de tristeza y aquel comportamiento extraño culminaría en una de sus tantas extravagancias.
—Jongin...
—No preguntes, solo sígueme. Confía en mí.
—Pero...
—¡Shhhhh!
Por supuesto que confiaba en él, a pesar de que en mil ocasiones me había demostrado que no debía hacerlo. Con nerviosismo trataba de imaginar hacia dónde nos dirigíamos. Sus dedos ardían helados, como el granizo; sin proponérselo me estrujaba la mano hasta lastimarme, con el pulso trémulo, cerrado, hermético, sin pronunciar palabra alguna. Su paso era directo y firme; veía sus caderas contonearse con seductora presteza. Yo procuraba seguirlo dando pasos torpes que apenas imitaban los suyos, esquivando la gente que nos topábamos en el camino y que Jongin no estaba dispuesto a considerar siquiera. Le miré. Su silueta bajo las luces citadinas comenzaba a arrastrarme, amenazando con hacerme tropezar o acaso resbalar. Miraba el asfalto mojado, después el cielo. La tarde se teñía de azul, quizás gris; pronto caería la noche, mientras nosotros nos aproximábamos como un par de enloquecidos hacia la parada de autobús.
Solo entonces, cuando llegamos, nos detuvimos. Él no decía nada; se mantenía nervioso, esquivo, lo percibía en el pulso de su mano izquierda que en algún momento comenzó a confundirse con el mío. Tan vago, incluso me pregunté si compartíamos ya un nexo intravenoso. Suspiro. A pesar de la intimidad, del fervor doloroso con el que se aferraba a mí, y que yo agradecía con mi corazón masoquista, en verdad estaba asustado. No comprendía su actitud. ¿De qué se trataba aquel favor tan importante? ¿Acaso algo terrible estaba ocurriendo y por ello se mantenía en silencio, incapaz de pronunciarlo? Tímidamente miré a mi musa alzarse una vez más; yo inferior, desde abajo, como buen adorador. Si se columpiaba ansioso, si tras soltarme juntaba sus dos manos atrás, era capaz de admirar los pezones erectos bajo su blusa.
Antes de permitirme retorcer las vísceras ante el más crudo deseo por la piel tersa que cubría sus costillas, por el ombligo desnudo y bien dibujado, llegó el autobús. Estaba empapado, y apenas era capaz de preocuparme por ello. Jongin tiró de mi mano. Nos subimos. Al andar por los escalones viniendo tras él, noté junto con sus hoyuelos de Venus, que no portaba otra prenda inferior más que el pantalón. Aquel indicio de sexualidad desbocada erizó mi espalda más que cualquier otra actitud dislocada. Apenas imaginaba las intenciones que se hallaban tras aquel secreto que anhelaba exhibir con fingida e inocente indiferencia.
Le vi pagar dos boletos; labios remojados, una pulsera de brillantes negros en la muñeca consumida, la cintura pequeña. Una musa perfecta. El conductor entregó los dos pasajes. Con sus dedos tibios por el constante roce, me hizo seguirlo. Él debía ser una sirena, y yo un náufrago nadando feliz hacia sus colmillos. Caminamos sobre la superficie metálica, con las suelas empapadas, bajo una luz anémica. Jongin se dirigió hasta la parte trasera, hacia los asientos más arrinconados, privados, y al mismo tiempo visibles del autobús. Solo entonces comencé a sentir la fiebre ardiendo en mi piel que se enfriaba y calentaba en un conflicto similar al purgatorio.
Habría apenas seis personas además de nosotros en el transporte; todas repartidas a lo largo del vehículo. Jongin les observaba con atención, receloso, excitado. Era como si desease acorralarme, acaso yacer a solas conmigo. Sin embargo, no pude evitar pensar que si en verdad hubiese deseado aislarse a mi lado, habríamos culminado en un sitio muy distinto al incómodo transporte público. Reflexionaba con una sonrisa cansada sobre el absurdo de la situación, una vez más al lado de Kai. La ciudad azul, los dedos enterrados en el agujero del asiento. Me volví a mirarlo. Como él había tomado el lugar junto a la ventana, permanecía hipnotizado ante las luces y aparadores del recorrido difuminados por las gotas de lluvia. O quizás mirase a las personas, a los autos, el cableado, e incluso las nubes. Se quedó recargado, en silencio, sin mirarme, mientras yo rozaba los límites de la desesperación.
Parecía calcular muy meticulosamente los eventos, la llovizna; contar las sílabas de las palabras, los ángulos de sus movimientos estelares. De pronto, mostró intenciones de hablar... pero luego las acalló disfrazándolas de un suspiro. En algún momento comenzó a recitar aquellas fórmulas fallidas que parecían no encajar con sus intenciones. Era como si las palabras se deslizaran por sus labios de ciruela solo para suicidarse al viento sin poseer una intención concreta.
¿Qué pasaría si...?
KyungSoo, yo...
¿Sabes? Últimamente...
Mira, eso que te quiero pedir...
Pero todas terminaban muertas en la humedad de aquel autobús. Mientras las veía descender del precipicio de sus labios, mi ansiedad se acrecentaba aún más. Estaba convencido de que aquellas palabras incapaces de flotar con sus alas desplegadas eran las mismas que había silenciado con cobarde valentía la tarde en que nos despedimos en su nueva alcoba. Aquel extraño secuestro teñido de añil, según mis deducciones, debía ser con intenciones de confesarse al fin.
—Jongin... —Lo llamé con el propósito de encararlo, con voz fantasmal.
Sin embargo, me fue imposible terminar, pues antes de que mi sermón motivacional fuese construido, aquella simple palabra tan extraviada brotó de su boquita en forma de colibrí. Nítida, solitaria, necesitada...
—Tócame.
Tócame.
En un principio aquello no tuvo sentido para mí, el adicto a su aliento. ¿Había escuchado bien? ¿O acaso mi deseo agridulce me estaba jugando sucio? Repetí la palabra en mi cabeza muchas veces, intentando hallar otro significado de acuerdo con el contexto inmediato, con las nubes grisáceas, los transeúntes y el rugido del autobús. Avergonzado, con el pelo húmedo cayendo por mi frente, me volví para mirarlo de reojo.
—¿Perdón? —inquirí. Necesitaba escucharlo una vez más, cerciorarme de que aquella petición febril y precipitada fuese real. Solo para rendirme a la maravilla o a una nueva forma de tortura.
—No lo voy a repetir. —Su pecho se inflaba y desinflaba con inevitable expectación. Lo reconocía en los suaves espasmos de su abdomen desnudo.
Entonces era así. Había escuchado bien. Jongin solicitaba con bochorno mi roce, ninfa tímida. Inquieto, con las ganas anidándose en mi vientre, me pregunté si aquello no tendría nada que ver con ser parte de su clientela. ¿Qué demonios estaba ocurriendo?
—¿A qué te refieres con...?
Y una vez más, como si durante aquel ocaso se hubiese propuesto impedirme el habla, tomó con su trémula mano la mía que se resistía pálida y temerosa. Tras colocársela en el corazón palpitante con un gesto de anhelo en el rostro, mientras inhalaba, me hizo recorrer con ella su pecho, el abdomen tibio que ante mi roce de nieve se contrajo, para culminar en su entrepierna sobre el pantalón. Yo me ericé, víctima de un conflicto entre la dicha y el horror. Siempre había deseado tocarlo, poseerlo, pero, ¿por qué? ¿Por qué de aquella forma? ¿Por qué tan violenta, inesperadamente?
—Me refiero a que me acaricies, que me manosees. —Sin mirarme de frente, como perturbado, lo pronunciaba—. Quiero que utilices manos y boca. Anda. Fajemos. Lo anhelo.
Miré a mi alrededor, preso en un onirismo repentino. La gente, un sitio público y su petición; voces amontonadas, el frío, el metal. Permanecí hundido en el azul, sintiéndome ridículo con aquel suéter navideño al lado de Kai, el exhibicionista enamorado que encontré semidesnudo una madrugada en el baño de un bar. Mi incapacidad para reaccionar ante los eventos relativizó el tiempo de forma consciente; el autobús avanzaba rápido, ¿por qué todo parecía estancado?
—Vale que si no quieres no tienes por qué hacerlo —dijo con una sonrisa herida—. Pero si es eso lo que decides... te pediré que te bajes del autobús en este momento. Sin rencor, lo prometo. Anda, y te pago un taxi.
Y reí como ríen los moribundos. Tanto tiempo bajo el panal, tantas noches acariciando los aguijones de las abejas con la lengua seca de fuera, aguardando a que acaso una sola gota de miel descendiera de él. Tanto tiempo la hinchazón de su ponzoña... para que en aquel momento, cuando el panal decidía abrirse en flor y su almíbar escurría dispuesto a caer solo en mi boca, yo me quedase en silencio, congelado, sin saber qué hacer. La simple idea de tocar a Jongin me horrorizaba. ¿Y si solo deseaba saciar sus necesidades de enfermo hipersexual después de casi dos semanas sin fornicar? Sabía que si le tomaba no habría vuelta atrás, porque yo sí le adoraba; terminaría de enloquecer por amor hasta el sangrado y el suicidio. La lanceta en el corazón ardía, ya me sentía supurar líquido carmesí.
¿O sería, acaso, que me estaba probando? ¿Jugaba con mi ingenuidad para divertirse en una tarde aburrida? Por cada segundo transcurrido la oportunidad dorada parecía esfumarse en hilos que se incorporaban en el viento. No lo entendía, no sabía si alegrarme y tragar la miel entera; o acaso dejarlo pasar solo por cautela, por la prudencia que exigía el peligroso trato con Jongin. Tenía miedo, sí. Y suspiré, finalmente dispuesto a cualquier especie de mutilación. Le miré a los ojos, retiré mi mano de su miembro, y en su expresión descifré la sorpresa que le provocaba el hecho de descubrirme renunciando a su invitación. Sin embargo, en lugar de levantarme como él lo esperaba, acaricié su mejilla con dulzura. Jongin sonrió reconfortado, apenado quizá.
—¿Lo harás? —inquirió en un susurro, con el deseo desnudo brillando en sus pupilas.
—Sí —dije enterrándome el cuchillo del sacrificio.
—Bien.
Y así, confiando en mí, cerró los ojos y dejó su cuerpo a mi disposición.
Yo lo contemplé. Su pecho se inflaba y desinflaba con parsimonia; estaba húmedo de lluvia, por lo que el pantalón se ceñía a sus piernas contorneadas con insistencia. Retiré el mechón negro que caía sobre su frente. Admiré la delicadeza de sus rasgos faciales; los ojos rasgados, aquella boquita pintada con negligencia que emanaba un cálido aliento a fresa... no, no, cereza. Supe que debía ser cuidadoso, pues aún conservaba tenues marcas de violencia en su rostro, en aquel estremecer expectante con el que se esforzaba por entregarse ciegamente a mí. Posé ambas manos en sus mejillas, palpando al fin aquella hermosa faz, como un invidente que reconoce la corporeidad de la voz que ha adorado por noches enteras. Descendí por el cuello, la yugular que resguardaba torrentes de sangre caliente; palpé los hombros, el pecho, escurriendo las yemas de mis dedos por la tela humedecida de su blusa.
Y paré de contenerme. Introduje las manos debajo de su ropa, palpando la piel desnuda que se erizaba ante mi contacto. Era suave, escurridiza como la había sentido en sueños. Me acerqué despacio, sediento, apenas cuidando de no ser visto, y atiné a besar su lóbulo derecho mientras jugaba con sus pezones endurecidos por el frío; o quizás, solo quizás, por mi roce. Un suave gemido brotó de entre sus labios, apretando sus párpados. Podía ver los dientes blancos y rectos asomarse, mientras yo chupaba su lóbulo, procurando descender suavemente por el cuello. Aspiré el aroma anidado allí, almizcle dulce y cálido. Pensé en que quizás se había perfumado frente a su tocador antes de salir, pensando tan solo en mí.
Cuando llegué a las costillas, Jongin rio como una diosa. Comenzó a removerse en el asiento a causa de las cosquillas, y así lo sorprendí con mi lengua ardiente directo en el cuello. Él se volvió, y aunque esquivó la prueba de mi boca en sus labios, bien pude cubrir de besos su rostro que llenaba el mío de suspiros. Aquella sensación anidada en mi sexo era dulce, deliciosa y amarga al mismo tiempo. Como la temperatura incrementaba, Jongin abrió apenas los ojos con una sonrisa rendida a la sensualidad y tiró de mí para enredarnos en un abrazo demasiado íntimo, en el que refregaba su cuerpo con el mío en busca de un roce completo. Yo acaricié su cabello, los muslos carnosos; me aferré a su espalda, mientras los dos nos llenábamos de besos, lamidas y mordidas en cualquier sitio menos nuestras bocas. Mejilla con mejilla, tiró de mi pelo, gemimos. Estaba tan excitado que, sin pensarlo, desabroché su pantalón para comenzar a masturbarlo. Él no pudo sentirse más complacido.
Yo disfrutaba el frotar constante, secreto; la humedad entre mis manos y las respiraciones acompasadas al ritmo que yo marcaba. Le vi abrir los ojos, mirando a nuestro alrededor con una sonrisa perversa. Y lo recordé, por supuesto. A él le gustaba que lo miraran, por ello nuestro acto de sexualidad repentina en un espacio público. En efecto, a causa de su risa un par de personas voltearon a mirarnos. Los murmullos escandalizados de una colegiala le causaron cierto placer retorcido que yo estaba dispuesto a brindarle, solo porque le sentía tan duro, caliente y mojado entre mis manos, que aquello representaba para mí el paraíso. Bajo mi pantalón ocultaba una erección lista y palpitante. Me sentía tan utilizado, sucio e inmoral siguiéndole la corriente... pero un aún con eso decidí no parar.
Froté y froté, lamí y lamí la piel a mi alcance, hasta que le sentí correrse en mis dedos. El aroma inundó la parte trasera del autobús. Creo que tuvimos suerte ante el hecho de que nadie nos delató ni nos echó del transporte.
—Basta. Gracias —dijo Jongin separándose de mí fríamente, incluso si yo tiré de su mano deseando que me atendiese de la misma forma—. Detente, KyungSoo, es suficiente.
Se abrochó el pantalón, suspiró con la seriedad inicial y volvió a asomarse por la ventanilla. Yo creí enloquecer. Una vez consciente de mis actos, me sentí verdaderamente avergonzado como para volver la mirada hacia el autobús una vez más. Permanecí con la vista baja y una sonrisa torcida en mis labios. Jongin parecía agitado, satisfecho, pero no feliz. Permanecí hundido en un azul cada vez más oscuro, intentando hallar un motivo, una lógica en el vórtice de emociones al que había sido arrastrado por aquel a quien adoraba, una vez más.
❀
Después de una vuelta añil, retorné a la decadente realidad en movimiento. Me llevé los dedos a la nariz, a pesar de todo, en un ademán lento y pudoroso. Su aroma concentrado se hallaba impregnado en mis yemas pálidas; sucio, infinitamente preciado. Como en un trance de drogadicto, reflexionaba la situación en que me hallaba. Sí. Continuaba sentado en aquel autobús como un depravado ante la sociedad con la semilla de mi amigo en la mano. La embarré en el pantalón, ¿qué más daba incrementar mi febril miseria?
Jongin no se movía de su lugar. Me ignoraba. Los últimos rayos de luz azulada se reflejaban en el cielo y en su rostro de ángel triste también. Comenzaba a helarme una vez más. Ninguno de los dos se atrevía a hablar, separados por una barrera invisible de ajenidad, orgullo, o tal vez confusión ante el quebranto de nuestro nexo amistoso. Suspiré. Aquel gesto le hizo reaccionar. Sin dirigirme la mirada, susurró que nos bajáramos y se levantó. Me tomó de la mano, presionó el botón. ¿En donde nos habríamos de apear? Lo desconocía. Yo solo le seguí cual sonámbulo por calles extrañas para mí, nunca recorridas, bajo un cielo oscuro, vacío de luna y de estrellas. Había cesado de llover.
—Regresaremos a pie —dijo Jongin entrelazando sus dedos con los míos—. Necesito caminar, pensar.
—Si continúas pensando vas a enloquecer...
—Creo que he enloquecido ya.
Y solo entonces le vi esbozar la sonrisa más nostálgica que jamás se dibujó en su rostro; peor incluso que las esbozadas cuando hablaba sobre su infancia. Anduvimos despacio, con nuestros pasos sincronizados, mientras yo suplicaba a las nubes paciencia y comprensión. A pesar de todo, nos sentamos en la primera parada de autobús que hallamos. Allí su nuevo silencio comenzó a exasperarme de verdad... incluso si no debía molestarme con él, porque su comportamiento errático era causado por el demonio del ocaso, alias la bilis negra o melancolía. Jongin estaba enfermo... sí. Y lo constaté cuando apoyó su cabeza sobre mi hombro y dejó escurrir cual suave brisa una, dos, seis, diez lágrimas que se disolvieron en mi suéter y en mi pantalón.
—¿Qué es, Jongin? ¿Qué sucede? ¿Te he ofendido?
Él negó suavemente con la cabeza, sin parar de llorar. Y lo recordé roto, aquella noche frente al espejo del bar. Ambos cerramos los ojos, apoyados uno sobre el otro. Yo confuso, él infinitamente triste; yo enfrentando el viento gélido, él aferrándose al estambre de mis ropas; yo soñando despierto, y él... en verdad sumido en un trance somnoliento. Transcurrieron los segundos, los minutos. Cuando abrí los párpados la noche había terminado de caer. Ante nuestra peligrosa soledad le agité; él hizo pucheros. Intenté arrastrarlo conmigo hacia nuestras pensiones; mas su rebeldía y berridos fueron más fuertes que mi disciplina... y terminamos sentados en el mismo bar de siempre, el de nuestro primer encuentro.
Allí, en una esquina, él se dedicó a beber un coctel frutal tras otro. Yo apenas probé una copa o dos, dedicado a hundirme en las luces de mil colores que entonces me parecían tan filosas como lancetas sobre mi piel. Veía mis manos sucias, inútiles porque no podía ayudar a mi amigo que lloraba como poseso recostado sobre la mesa del bar. Incluso si deseaba consolarlo, aconsejarlo, él no me lo permitía; ni siquiera confesaba el motivo de sus lágrimas. Y entonces me sentí tan ridículo como aquella noche en que lo arrastré borracho hasta su casa. Reí. No podía arrancar tales memorias de mi mente.
Seguramente había estado bebiendo de la misma forma en aquella ocasión. Entonces era la desnudez oscilante bajo el abrigo; después fue el crop top con los pantalones ceñidos y la escena en el autobús. Por supuesto. Lo comprendía todo. Cuando Jongin tocaba fondo recurría al exhibicionismo y al alcohol, lo contemplaba hundido en la penuria más degradante. Lo único que no entendía era el motivo secreto de su amargura. ¿Sehun? ¿Los lujos? ¿Algún detalle que ignoraba?
Admito que una vez más mi amor se tambaleó. ¿En verdad debía continuar? Ardía, perforaba, y mis esperanzas comenzaban a descender de mal en peor. Yo no deseaba, por ninguna circunstancia, convertirme en su juguete sexual; me rehusaba a caer en un nivel más profundo de humillación... incluso si ya comenzaba a hacerlo. En un año me veía tirado en la calle a su lado, pidiendo limosna o acaso prostituyéndome con él en otro bar de mala muerte solo por el anhelo de no soltarle. La historia se repetiría, igual y monótona; habría de soportar sus locuras, sus llantos histéricos e irracionales, sus fracasos de mierda, sus mil amores y esos malditos cambios de humor repentinos.
¿Podría soportarlo más? ¿O acaso debía pedir prestado para pagar una noche con él? En el envilecimiento del bar, pensé que no restaba otro remedio. En mi sexo dolían las ganas; su tacto, su boca... ¿cómo reprimir el deseo que él mismo se había encargado de despertar? Le admiraba, y a pesar de su estado corrompido, yo más le anhelaba con lascivia. Quizás la bebida, las luces o mi propio estado mental me orillaron al delirio. Quiero decir, mi depresión y ansiedad probablemente eran tan graves como las suyas, pero él era incapaz de mirarlo; bien podría estar fingiendo ceguera. Aquel era nuestro problema, la unidireccionalidad de mis atenciones.
Con todo, salimos a bailar. No recuerdo con exactitud los colores ni los aromas, los pensamientos o el mínimo evento, solo sé que en aquella ocasión abandoné en la pista a Jongin y fui a enredarme entre sombras ajenas, a pesar de que éstas se burlaban de mí o me evadían. Yo reía solitario a carcajadas... es que había dejado mi guapura en casa, ¿cierto? Nada tenían que ver mis movimientos convulsivos o la nueva violencia de la que estaba siendo víctima al ritmo de la música histérica. Llegó la madrugada, y los dos extraviados salimos ebrios de euforia, miseria y alcohol. Estábamos en aquel callejón de las bromas pesadas, abrazados y estúpidos; soltando carcajadas dolorosas de no sé qué estupideces que yo decía. Me sentía mal, la cabeza me daba de vueltas, incluso mi percepción de la realidad se vio afectada. Quería vomitar, por lo que me hinqué contra una esquina mientras Jongin me ayudaba presionándome el estómago.
Y fue ahí, en medio de la denigrante náusea en penumbras, que las heridas más fuertes de la noche fueron lanzadas hacia nosotros... literalmente. Cinco hombres en gabardina bajaron de un auto negro estacionado afuera del club. Con la visión nublada identifiqué sus rostros cubiertos con pañuelos oscuros, solo los ojos de pantera visibles. Intenté esquivarlos contrayendo mi cuerpo de por sí pequeño hacia la pared, asustado al notar los bates metálicos que todos portaban en sus diestras. Sin embargo, para nuestra desgracia, en algún momento resultó inconfundible que se dirigían hacia nosotros, un par de mariquitas ebrias fáciles de destazar.
—¡Kai! ¡Querido! —El más intimidante de todos, el que encabezaba la procesión de bates, llamó de frente a mi amigo. Aquel habría de ser mi segundo encuentro con Sehun—. ¿Creíste que te saldrías con la tuya, putita hermosa? ¿Creíste que te burlarías de mí?
—Sehun... amor... —Jongin lloró reducido a mi lado, apenas percatándose con horror de la situación.
Aquella expresión desahuciada en su fino rostro de Dolorosa me hizo despertar completamente ante el peligro. Claro, el robo, el mismo local de siempre, la venganza estallaban en un encuentro desbordante en su tragedia. Aborrecía las leyes de Murphy.
—Las súplicas se terminaron, Jongin —pronunció el hombre enlutado mientras alzaba el bate, con una sonrisa bajo el pañuelo—. Hoy pagarás tus cuentas.
Y sin mayor aviso, el golpe voló directo hacia mi musa, la quebrantada, la triste, la víctima que cerrando los ojos, aceptó su destino con lágrimas de terror escurriendo por el rostro de por sí hinchado tras el llanto. Pero, por supuesto, ahí se encontraba el siempre sacrificado Kyungsoo que se interpuso entre los bates desenfundados y su bien amado Kai.
—¡Primero quítate la máscara, cobarde!
—¡Kyungsoooooooooo!
Un batazo justo en el ojo izquierdo me azotó contra la pared húmeda, evento que resintió también mi espalda. Todo aconteció tan rápido, como un parpadeo de luz negra. A pesar del zumbido en mi oído, del dolor concentrado, cobré valor y corrí hacia un asustado Jongin que había sido acorralado contra el fondo del callejón. Vi su figura frágil siendo maltratada por los bates de los cinco sujetos sádicos que se divertían con su estremecer. Incapaz de soportarlo, aparté con fuerza a uno de ellos; delgado, en verdad muy delgado y alto, de largos cabellos castaños y mirada diabólica de ciervo. Sí. Dicha gacela de porcelana negra debía ser el nuevo amante de Sehun, lo reconocí durante aquellas milésimas de segundo que bastaron para toparme con el lacrimoso Jongin que resbalaba por la pared hasta sentarse en el suelo incapaz de defenderse.
Aprovechando su postura, viéndome totalmente rodeado, atiné únicamente a cubrirlo con mi cuerpo que maldije mil y un veces por ser tan alfeñique, solo útil para recibir los golpes y no para devolverlos. En medio de las protestas y los insultos, me preguntaba ¿por qué no era más grande? ¿Por qué no podía ser más fuerte? Solo de esa forma hubiese podido defender a Jongin como un héroe; como aquel hombre fuerte con el que la musa deseaba compartir sus besos de cereza negados para mí.
—¡KyungSoo, estás loco! —Jongin gritaba mientras intentaba zafarse de mi agarre.
—¡Sí! ¡Estoy loco! ¡Loco por ti!
Por vez primera me atreví a confesarlo, mientras Kai me observaba con una dolorosa incredulidad. Los bates magullaron mi espalda, molieron mis hombros y cintura; me patearon en todas partes mientras se burlaban del estúpido insecto que se empeñaba en defender a la puta malagradecida. Cayó sobre mi cabeza una lluvia de escupitajos, pisaron mis manos de pianista, me golpearon en la cabeza, en la nuca; y mientras más intentaban separarme de Jongin, más me aferraba a su protección con una resistencia corporal que ni siquiera sospeché alguna vez poseer.
Cada golpe trituraba mis entrañas. Escuché el crujir de una costilla, de un brazo; sabía que mi sangre escurría a borbotones, el sabor del hierro en mi boca me lo anunciaba. Me había convertido en un saco de huesos que estallaban en el interior de la pulpa. En algún momento creí que verdaderamente sería asesinado, que la hemorragia interna me iba a matar. Lo sabía, dolía como el infierno... pero aún con todo, viendo a Jongin protegido entre mis brazos, creí que aquello valdría la pena. Porque más que nunca le adoraba. Amaba esos ojos asustados y suplicantes que lloraban con un fervor irreconocible en él. Mi amado gritaba en negación galimatías que debido al dolor y la conmoción fui incapaz de comprender. Sin embargo, sus manos amables acariciando mi rostro, secando mis lágrimas y las gotas de sangre que escupía, eran todo el consuelo que necesitaba para soportar.
Llegué al extremo de no sentir mis dedos, no sentir absolutamente nada. Era obvio que todo su merecido me lo estaba tragando yo, hasta un límite mortal en el que mis párpados se cerraban y era arrastrado a un panorama negro. Escuchaba sus insultos exhaustos transformados en amenazas como si yaciera encerrado en una vasija. Solo fui apenas capaz de reaccionar cuando aquellos labios metálicos besaron mi nuca con su aliento de muerte. Era la boca de una pistola posada sobre mi piel. El hombre me ordenaba apartarme, o caso contrario habría de disparar. Vi mi vida entera pasar frente a mis ojos. Nunca experimenté un miedo tan profundo, tan terrenal como el de aquella ocasión. Era la deidad de hábitos negros que acariciaba mi barbilla con cruel dulzura.
Moriría. Sí. Moriría. Porque sabía que si soltaba a Jongin, en aquel momento las detonaciones no se harían esperar, y yo no podría soportarlo. Pedí perdón, pensé en mi familia, en mi padre, en mi madre, en Baekhyun, en lo mucho que anhelaba yacer metido en la calidez de las sábanas con él. Miré al cielo que comenzaba a clarear, el amanecer imperturbable; la escuela, mis maestros y amigos que nunca más volvería ver. Pensé en la fealdad de mi cadáver, en la mala fortuna de llevar aquel suéter tejido por mi muy amada madre quien habría de opacarse de por vida cuando le entregaran el cuerpo muerto de su hijo, el inútil que...
Y entonces retiraron la pistola. Escuché sus murmullos, sus pies huyendo porque una patrulla merodeaba la zona. Solo entonces, a solas, en aquel momento, me dejé caer contra el frío y húmedo asfalto. Caí seminconsciente y me retorcí cual gusano ante el dolor omnipresente de mi cuerpo. Agradecí mil veces al cielo la segunda oportunidad brindada, en llanto. Jongin se aproximó a mí con sus berridos de histeria, e intentó hacerme reaccionar.
—KyungSoo... KyunSoo... anda, dime algo, por favor, ¡Kyungsoo! —gritaba dándome palmaditas en mis mejillas, tirando de mi suéter con desesperación también.
—Jongin... ¿estás bien? —suspiré apenas en un hilo de voz.
—¡Eres un estúpido! —lloró con fuerza, tembloroso—. Espérame, ¿vale? Iré por ayuda, ¡no te muevas!
Pensé, mirando hacia las nubes que comenzaban a descender en forma de brisa una vez más, a dónde habría de moverme en semejante estado. Escuché sus pasos veloces salir del callejón, pero no transcurrió ni un minuto cuando, confundido, los oí volver.
—¡Se me olvidaba! —exclamó Jongin mientras se hincaba a mi lado una vez más.
Y entonces me besó.
Sus suaves y cálidos labios rozaron los míos con delicadeza. Cuidaba de no lastimarme. ¡Ah! ¡La gloria, el cielo me supieron a miel amarga! A filosas caricias, a rosas con espinas... a cereza negra. Su aroma de fragancia fina revuelta con sangre llenó mis pulmones adoloridos. Su lengua, las caricias fervientes en la comisura de mis labios... en aquel instante pensé que todo el dolor se había visto recompensado.
Con pesadez, Jongin se puso de pie una vez más, y entonces salió corriendo de manera definitiva, decidida. Yo curvé una media sonrisa. A pesar de todo... era profundamente feliz.
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