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El estruendo de una muy sonora carcajada hizo eco en la opulenta habitación. Las risas brotaron sin cesar desde la garganta del apuesto y elegante joven de cabellos oscuros que reposaba entrelazando los brazos bajo su cabeza, recostado sobre un finísimo diván mientras escuchaba, atento, las líneas finales del cuento narrado por su mejor amigo y cortesano, Gus.

—Cenizo, ¿qué te resulta así de hilarante?

—Gus, eso es absurdo.

Su amigo lo contempló hastiado, pero el príncipe Cenizo no varió la burlesca expresión en su rostro ni siquiera al levantarse y estampar un beso en la frente de Gus antes de tomar asiento delate del espejo.

Aquella noche se celebraba su decimoctavo cumpleaños, el rey había organizado una exuberante fiesta en el palacio que serviría también para presentarle a quién sería la futura princesa. El matrimonio con la duquesa de Carabás permitiría consolidar los lazos entre ambas familias y formar alianzas estratégicas; por tal motivo, Cenizo consideraba absurdo aquel cuento de Charles Perrault en el cual un príncipe "se enamoraba" de una pobre sirvienta.

Gus no emitía una sola palabra, simplemente contemplaba a su amigo a través del espejo mientras cuidaba su perfecta y fina apariencia, pese a notarse algo incómodo ante cada palabra que este emitía.

—Gus, por ejemplo, mírame a mí. Desde mi nacimiento sé que me casaré con alguien que posea el prestigio y abolengo de mi progenie, que esté a mi nivel. ¿Crees que mejoraría el reino desposando a una andrajosa y pobre sirvienta?

—Cenizo —contestó al fin, Gus—, no deberías expresarte así. —Cenizo bufó y una nueva carcajada abandonó sus fauces.

—De verdad piensas que una sucia y repugnante criatura como esa, sin mencionar hereje, ruin y embustera porque se valió de hechicería para acercarse y engañar al estúpido príncipe, ¿merece algo diferente a la horca? —Gus no veía con buenos ojos a su amigo, pero este siguió sin notarlo, continuó adelante con su parlamento—: ¡No! Los de su clase deben quedarse en la calle o ratonera de la que salieron, en lugar de jugar a ser diferentes.

Gus no lo soportó más. De golpe soltó el cepillo e hizo a un lado el maquillaje, no quería escuchar lo que el gran príncipe Cenizo tenía para decir e indignado salió al balcón. Necesitaba aire porque de repente, la suntuosidad de aquella recámara, más bien de todo el palacio, le golpeaba con fuerza, caía sobre él y le hacía sentir miserable.

Aunque fue criado como otro hijo del benevolente rey, quien durante uno de sus viajes lo salvó del castigo por robar comida, Gus sabía que nada de aquello le correspondía por derecho. Pese a eso, nunca antes se había sentido como un intruso hasta esa noche, cuando quien creció junto a él se expresó en despectiva forma.

Inhaló suficiente aire y exhaló con brusquedad, recorrió con sus ojos aquel vasto jardín que se mimetizaba en las sombras con el frondoso bosque; solo el brillo de las luciérnagas qué revoloteaban en la oscuridad arrancó en él una breve sonrisa. Sin embargo, fantaseó con la idea de perderse en ese lugar, quizás lograría dejar de sentirse así de quebrado como lo hacía en ese momento.

—Gus…

La lastimera voz de Cenizo le hizo cerrar los ojos, una lágrima contenida rodó por su mejilla y, con todo el corazón, deseó darle una lección al príncipe. El joven rápidamente usó su mano para limpiarse.

Aquel gesto no pasó desapercibido para Cenizo. Habían crecido juntos, además compartido un sin fin de vivencias y sentimientos, sabía lo que significaba y una presión en el pecho le obligó a apresurarse para darle alcance junto a la barandilla, tomó su brazo y las miradas de ambos se cruzaron al girarlo.

Gus era la persona más cercana al príncipe, su mejor y único amigo. Solo él había visto al joven más allá de su arrogancia y vanidad, conocía sus miedos, también los más profundos secretos de este, le quería; quizás fue ese el motivo para que aquellas palabras resultaran así de hirientes.

—Ceni, durante años —habló Gus en tono bajo, volvió a desviar su avellana mirada de aquellos orbes azules que le contemplaban con dolor y arrepentimiento. Apretó la barda y se fijó en esas diminutas luces flotantes que inundaban el jardín antes de seguir—: he soportado cada gesto despectivo proveniente de la Reina madre, pero jamás creí llegar a escuchar algo así de ti.

Cenizo sintió un golpe en su interior y se apresuró a contestar:

—Gus, no hablo de ti, es un estúpido cuento.

—Sí, lo es, pero ¿qué no ves que soy como ella? —Encaró al príncipe antes de continuar, los ojos de ambos temblaron—: Soy un simple ladronzuelo que fue perdonado y recogido por el rey para servir a su primogénito.

—Eres mi mejor amigo, no un sirviente y lo sabes —replicó molesto Cenizo, pero ni así Gus se contuvo.

—Sí, también ha sido ese mi trabajo, acompañar tu soledad.

—Gus… —sentenció Cenizo con firmeza, aunque sentía un nudo en su interior. Temía oír otra palabra.

El cortesano pasó junto al príncipe, ignoró cada llamado que este le hizo, el dolor dentro de sí golpeaba a la par de la decepción y pese a que las lágrimas amenazaron con escapar, siguió adelante decidido a no mirar atrás porque si lo hacía, quizás la lastimera imagen de Cenizo le haría quedarse. Llegó a la pesada puerta de la habitación y estuvo tentado a regresar, pero los gritos iracundos del príncipe se lo impidieron:

—¡¿Quieres irte?! ¡Lárgate, no te necesito!

Cenizo aplaudió con descaro, ironía y soberbia sin notar que cada gesto resultaba un nuevo puñal en Gus.

—¡Hiciste un extraordinario trabajo, incluso serías un gran actor! —Y luego añadió con reproche—: Hasta me creí tu personaje del mejor amigo.

Gus abrió la puerta y antes de salir se giró, pero al igual que cualquier sirviente, no levantó la vista para encararlo e hizo una reverencia completa hacia el príncipe quien enmudeció ante el gesto.

—Dios salve a su majestad, príncipe Cenizo.

Fueron las últimas palabras del cortesano al erguirse y fijar sus ojos en el príncipe. Depositó un beso en la punta de sus dedos y con un movimiento de mano le hizo saber al viento a quien debería entregarlo. La pesada puerta se cerró de golpe tras de sí, la fuerte vibración hizo temblar el dosel y las cortinas; el eco recorrió cada rincón de la imponente habitación, reafirmando así la soledad de Cenizo.

El temor se hizo realidad y aquel nudo dentro de sí fue liberado mediante sus ojos. Lánguidos caminos traslúcidos surcaron las mejillas del príncipe; sentía el corazón quebrarse y dejar su pecho en cada lágrima. Odió a Gus por abandonarlo, por fingir que le quería.

Ovillado en el suelo del balcón lloró y maldijo cada momento vivido junto a ese falso amigo que no le importó dejarlo el justo día de su cumpleaños. Perdido en sus pensamientos manoteó a una luciérnaga que pasó frente a él, el insecto volvió a volar delante de sus ojos y con rabia intentó golpearlo de nuevo.

«No las mates, ¡son como estrellas, Ceni!», se odió a sí mismo por ese pensamiento, no quería recordar ningún grato momento pues todo fue una falacia, aquel fariseo fingió cada sonrisa, quizás estaría burlándose de él.

—¡Lárgate, bicho! —La rabia le ganó, volvió a espantar a la luciérnaga—. ¡Fuera, bicho molesto!

Volvió a manotear al insecto hasta que consiguió asestarle y estrellarlo contra el muro, sonrió complacido al ver aquel brillo apagarse, pero su victorioso gesto se esfumó cuando la luciérnaga no solo volvió a volar sino que empezó a emitir destellos multicolor, intensos como rayos de sol, que por instantes cegaron al príncipe quien gritó aterrado cuando el resplandor mermó y escuchó a una chillona voz decir:

—¡¿A quién llamas bicho?!

El príncipe contempló atónito al extraño ser que volaba ante él, sus ropajes cambiaban de color entre todos los tonos del arcoíris, sus ojos eran enormes y de un tono dorado, muy brillante como su vestimenta.

—Mi nombre es Milagros y soy tu madrina —expresó amable. Cenizo siguió pasmado—. Me invocaste, algo debes necesitar.

—¡Bruuuuujaaaaaaa! —gritó aterrado e intentó correr, pero Milagros le golpeó la cabeza con su varita—. ¡Auch!

—¡Te lo mereces por llamarme bicho y encima, bruja! —Cenizo tembló, entonces Milagros endulzó el tono de su voz al continuar—: Perdón, hijo, pero tú empezaste, ahora dime, ¿qué necesitas?

—Yo-yo no-no entiendo.

—Eres muy apuesto, pero tu traje parece que se ha arruinado. —El hada multicolor se aclaró la garganta y con gran entusiasmo pronunció el encantamiento—: ¡Bibidi babidi bum!

Movió su varita y pequeños arcoíris salieron de esta, envolviendo al príncipe; segundos después, su cuerpo estaba cubierto por un frac a la francesa confeccionado con las más finas telas doradas, como nunca se había visto antes por aquellos lares; el calzón corto en tono liso iba a juego con las mangas de la levita mientras que el bordado en hilos de oro asemejaba un patrón herbal decoraba los puños de esta y se repetía en la parte frontal de la prenda, así como en el veste.

—Increíble —expresó Cenizo, tembló al verse—. Milagros, ¿cierto? —El hada asintió sonriente, con desespero y sin pestañear, gesto qué le provocó una nerviosa sonrisa al príncipe antes de decir algo más—: Bueno, Milagros, yo-yo no te he llamado y de hecho ya te-tengo que irme al ba-baile…

—¡¿Baile?! ¡Oh, hermoso, por eso estoy aquí! Es mi deber llevarte al baile…

—No, Milagros…

El hada volvió a batir su varita con desespero e hizo aparecer y desaparecer cosas dentro de la habitación: una manzana a medio comer se tornó carruaje por un segundo antes de volver a ser fruta; convirtió un taburete en perro y cuando este se fue sobre el príncipe maldijo por lo bajo por arruinarle sus ropas; el cachorro a quien Cenizo miraba con asombro mientras cargaba en sus manos, al instante volvió a ser un asiento; lo mismo ocurrió con las ropas del príncipe qué se tornaron pulcras y finas una vez más, pero ahora cada botón y decoración estaba hecho de diamante.

—Esto has de recordar: aquello que perdiste, tendrás que...

Asustado ante las locuras ocurridas en su recámara y sin comprender una sola palabra, el príncipe huyó despavorido e ignoró cada plabra expresada por Milagros.

Sintió el corazón en la garganta durante su escape, tropezó en el corredor con su propio padre, quien al verlo quedó impresionado por el trabajo del sastre y prometió un buen obsequio. El rey brindó un efusivo abrazo a su hijo y juntos se dirigieron al gran salón real.

Posterior a las palabras de bienvenida impartidas por su majestad, la música y el baile dio inicio. En el palco real, el príncipe compartía con su familia a la espera de quien sería su esposa, sin embargo, aunque se esforzaba por centrarse en algo más, sus ojos no paraban de contemplar alrededor del salón en busca de encontrarse con Gus, quería creer que seguía allí.

La hermosa duquesa apareció con su cortejo y todas las miradas se centraron en ella, el príncipe quedó impactado ante celestial belleza. Las horas transcurrieron, el par de jóvenes prometidos bailó y rio en medio de aquel salón engalanado con la gran araña de cristal reluciente que iluminaba con calidez y elegancia sobre ellos.




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