Capítulo V - Death knell
CENIZAS DE OBLIVION
— CAPÍTULO V —
❝ D e a t h k n e l l ❞
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La multitud empezó a dispersarse abatidamente. Algunos trasladarían a los afectados hasta el campamento; otros rastrearían el terreno en busca de supervivientes, y la gran mayoría se encargaría de identificar y transportar a las víctimas para darles sagrada sepultura. Jauffre, cruzándose en el camino de muchos, alcanzó rápidamente a Martin y Alaia, y tuvo que reprimir sus ganas de sonreír al ver a la muchacha completamente prendada por el monje y su reciente descubrimiento.
—Veo que ya os habéis conocido —espetó él, en un intento victorioso por sacarla de su ensoñación—. Hermano Martin, es un placer. Soy Jauffre, el prior de la capilla del Priorato de Weynon.
Instintivamente, sacó su mano derecha de la larga manga de su túnica, ofreciéndosela al hombre.
—Conozco vuestro asentamiento —declaró Martin, encajándole la mano—. El placer es todo mío.
—Te lo agradezco —asintió Jauffre, cesando el agarre—. Aún así, no estamos aquí para adularnos.
—Habéis venido a brindarnos vuestra ayuda, ¿no es así?
—Por supuesto, pero no era nuestro único objetivo —admitió el anciano—. Hemos venido precisamente por ti.
Martin les miró a ambos con una extrañeza que atestaba sus ojos claros.
—¿Por mí?
—Estás en peligro —se añadió Alaia, mostrando un gesto de preocupación que podía leerse en su cara sucia—. Tienes que venir con nosotros.
—¿Cómo? —preguntó él, atónito—. Mirad, si esto forma parte de un plan divino, creo que prefiero no tomar partido.
Jauffre le dedicó una media sonrisa torcida en la que se denotaba su resignación.
—Lo hay —confirmó—, y me temo que estamos irremediablemente inmiscuidos en él.
—No creo que pueda seros de mucha ayuda. Ahora mismo me cuesta entender a los Dioses.
—Dioses o no de por medio, te necesitamos —dijo la muchacha.
Martin la miró fugazmente, y Alaia fue capaz de comprender el desconcierto que inundaba sus ojos. Acababan de sobrevivir a una batalla sin precedentes y habían vivido el infierno de primera mano. ¿Qué podía haber para él más importante a esas alturas?
—Pero, ¿de qué estáis hablando? —espetó él, sintiéndose aún más ofuscado—. He rezado a Akatosh desde que empezó el ataque pero no recibimos ayuda alguna. Sólo más daedras, más miedo, más muertes, más dolor. ¿Qué hay que pueda dar sentido a todo este caos?
Jauffre intentó elegir cuidadosamente las palabras que diría a continuación, pero apenas tuvo tiempo a abrir la boca cuando Alaia se le adelantó.
—Lo tiene, Martin. Eres el hijo de Uriel Septim.
Su afirmación trajo consigo un silencio sepulcral que apenas duró unos instantes, pero que para los tres pesó como una eternidad.
—¿El emperador... el emperador Uriel Septim? ¿Creéis que el emperador es mi padre? —balbuceó él a duras penas—. Creo que os equivocáis de hombre... yo soy un sacerdote de Akatosh. Mi padre era un granjero.
—Ranmir no era tu padre —interfirió Jauffre.
—¿Cómo sabes su nombre?
—Yo mismo te entregué a él hace treinta y cuatro años, cuando apenas contabas con unas pocas horas de vida —confesó el anciano con seguridad—. Era un buen hombre. Supe que te aceptaría a pesar de no ser suyo.
Martin pareció considerar su lógica, meditando aquellas palabras en silencio. Frunció el ceño levemente y sus ojos cegados se fijaron en algún punto del suelo.
—No puede ser. Él... él jamás me contó la verdad... —murmuró, completamente abatido—. Entonces... mi padre...
—Tu padre sabía que estabas en peligro —le explicó Alaia—. Me mandó buscarte antes de morir.
Martin encorvó los hombros, como si su afirmación le hubiera alertado.
—¿El emperador? ¿Él sabía sobre mí?
—¡Claro que lo sabía! —exclamó ella—. ¿Por qué crees que íbamos a mentirte?
Él exhaló el aire pausadamente y sus hombros volvieron a hundirse.
—No lo sé... me siento muy perdido —admitió, evidenciando que su voz ya no era tan firme como antes—. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué sentido tiene?
—¿Sabes por qué los daedra han destruido Kvatch? —insistió Alaia—. Por ti. Venían a buscarte.
Los ojos claros de Martin se cubrieron con un fino velo de desamparo.
—¿Han arrasado una ciudad entera para atraparme? ¿Por qué?
—No se trata sólo de que seas hijo del emperador. También eres el único que sigue con vida, y no es casualidad —aseguró Jauffre—. Sé que resulta confuso, pero te prometo que tomará sentido. Para ello, es primordial que vengas con nosotros.
Martin suspiró, se pasó una mano por su pelo ligeramente enmarañado e intentó tomar el coraje suficiente para alzar la vista, contemplando con pudor las ruinas de la que había sido su ciudad. Se preguntó si los Dioses le habían preparado para esto, si realmente formaba parte de un propósito que iba mucho más allá de lo que ahora veía, y creyó que las palabras de Jauffre rozaban una verdad inexpugnable: que él siguiera vivo para contarlo no era obra del azar.
—Vosotros habéis acabado con el portón de Oblivion, nos habéis ayudado a ahuyentar a los daedra y habéis traído esperanza a nuestra ciudad —sentenció con los ojos acristalados, tomando de nuevo una firmeza en su habla—. Sí, os creo. Vendré con vosotros.
Alaia y Jauffre se sonrieron entre sí, aliviados en su misma medida.
—Me enorgullece escuchar eso, hijo —exclamó el mayor—. A pesar de que vayamos a contrarreloj, creo que tenemos tiempo para que te prepares un equipaje si así lo deseas.
—Si no es molestia, hay algunas cosas que desearía tomar de la capilla.
—Adelante, Martin.
El monje, algo más animado, emprendió su paso hacia lo que quedaba en pie de la iglesia a aquellas alturas, sabiendo que cargaba a sus espaldas con las miradas fisgonas de sus dos nuevos acompañantes.
—Creo que no nos vendrá mal un descanso —murmuró el anciano, viéndole marchar—. Ha sido un largo viaje hasta aquí.
A pesar de la sugerencia de Jauffre, Alaia no quiso perder el tiempo esperando. Tan pronto como el monje se hubo querido dar cuenta, la muchacha ya había partido a las afueras en busca de Maya, con la que ayudó a transportar los cadáveres de un lado al otro de la muralla, formando un asentamiento que no paraba de llenarse. Algunos de los supervivientes del campamento acudieron al lugar, aguardando las llegadas de Alaia para comprobar si traía consigo a familiares o conocidos, y fue en uno de los transportes cuando la muchacha recibió un curioso apodo, dado por un niño que permanecía a su espera por si su padre aparecía.
—¡Es la Heroína de Kvatch!
La presencia de aquella extraña que les brindaba su ayuda empezó a suscitar preguntas en el campamento. Pronto se supo por el capitán Savlian que la muchacha había sido la encargada de cerrar el portón de Oblivion, y el apodo corrió como la pólvora entre los supervivientes, que miraban a Alaia con una gratitud que ella jamás había experimentado.
El camposanto acogió a tantos difuntos como ella y la guardia fueron capaces de encontrar, y una vez Alaia divisó a Jauffre y Martin cruzando las puertas de la ciudad, cargados de provisiones, supo que su misión allí había terminado. Intentando no hacerles esperar, fue en busca del caballo del anciano y se aproximó a ellos con ambos corceles.
A sabiendas que Maya era una yegua resistente, la muchacha se ofreció a compartirla con el monje que se les unía, y aprovechó que Martin la cargaba con sus enseres para ajustar la montura antes de partir. Encontrándose el uno frente al otro al hallarse en ambos costados de la yegua, era fácil para Alaia percatarse de que él intentaba inútilmente disimular las miradas furtivas que le dedicaba.
—¿Ocurre algo? —acabó por preguntar, divertida con la situación.
Los ojos claros de Martin aterrizaron entonces sobre los suyos.
—Aún no me has dicho tu nombre —apuntó él—. Me has salvado la vida... nos has salvado la vida a todos, y todavía no sé cómo debo llamarte.
Alaia se vio acorralada por el impulso que sentía por hacerle reír.
—¿Heroína de Kvatch no te parece un buen nombre?
Martin le otorgó media victoria al sofocar una sonrisa.
—Preferiría algo más corto y fácil de recordar.
—Entonces, ¿y si sólo me llamas Heroína?
Jauffre, ya montado en su caballo, pasó junto a ellos con expresión divertida.
—Vamos, Alaia —la descubrió él—. No seas descortés con nuestro invitado.
Ella frunció el ceño en un enfado más que fingido, y finalmente Martin acabó derrotado por sus intenciones riéndose a carcajada limpia. Alaia le contempló en aquella tesitura, y pensó en las penurias que aquel hombre habría pasado desde que se había atacado Kvatch hasta ahora. Quiso imaginarse la rabia, la desolación y la impotencia que le habrían consumido viendo su ciudad caer y a sus feligreses perecer en el intento por defenderse. Intentó discernir en él el rastro del dolor o de la confusión, pero aquella carcajada seguía inundando su rostro, y ella se sintió orgullosa de ser la causante de un gesto tan sorprendentemente hermoso.
Más que satisfecha por su logro, montó de un salto a Maya y ayudó a Martin a subirse sobre su lomo. Había asumido que sería ella quien tomaría las riendas de la yegua durante el trayecto, y fue una decisión que no obtuvo queja alguna por parte de su compañero.
Los tres jinetes emprendieron su paso hacia el sendero trazado por la colina, dispuestos a partir, pero les detuvo frente a la bajada una voz a sus espaldas.
—¡Alaia! —jadeó Ilend—. ¡Espera, Alaia!
La muchacha tensó las riendas, Maya se detuvo y Martin, al igual que ella, viró en dirección a la ciudad derruida de Kvatch. Ilend corría hacia ellos, acompañado por el crujido de su armadura acentuándose a cada paso, y al alcanzarlos se detuvo con el aliento agitado.
—¿No pensabas despedirte? —le recriminó con una mueca divertida.
Alaia entrecerró los ojos en un gesto desafiante.
—No me gustan las despedidas.
—A mí tampoco.
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Quería darte esto.
Ante la atenta mirada de los presentes, Ilend levantó su mano izquierda y dejó al descubierto el collar que portaba consigo, extendiendo una fina cadena de plata de la que colgaba un pequeño medallón con una brújula tallada cuidadosamente sobre su superficie. Con pasos tímidos, se acercó hasta Alaia y, poniéndose de puntillas, se lo entregó en mano.
—Una rosa de los vientos —contempló Martin, reconociendo su inscripción—. Representa todos los caminos, tomados y por tomar.
—Justamente —asintió el guardia con los ojos brillantes, y se volvió de nuevo hacia la chica—. Quería que lo tuvieras tú a partir de ahora.
Durante unos segundos, Alaia no supo qué decir. Le hubiera gustado responderle con algún comentario ingenioso o sarcástico para restarle importancia al asunto, pero sintió que sus palabras quedaban oprimidas por la emoción y el agradecimiento que sentía por él: ella nunca había actuado motivada por recibir la gratitud de los demás, por lo que se sintió tremendamente vulnerable y perdida, sin saber cómo reaccionar ante su gesto.
—Pero, Ilend... —balbuceó a duras penas, desconociendo lo que diría a continuación—. ¿Estás seguro de que quieres dármelo?
El hombre asintió, dedicándole una gran sonrisa, y la frente y la parte exterior de los ojos se le arrugaron por el gesto, dándole un aspecto aún más amigable.
—Nunca olvidaré que me has salvado del infierno, Alaia —sentenció él—. Ojalá el collar te traiga tan buena suerte como me ha traído a mí con tu llegada.
Queriendo honrar sus palabras con su gesto, Alaia tomó ambos lados de la cadena de plata y se rodeó el cuello con ella, pero no pudo de asegurar el cierre por culpa de los guanteletes que le cubrían las manos. Martin, viendo que no lo conseguía, le apartó el pelo enmarañado, colocándoselo sobre el hombro derecho, y tomó delicadamente las puntas de la cadena, uniéndolas y dejando el colgante asegurado en su cuello. Alaia, volviéndose levemente hacía él, le dedicó una sonrisa nerviosa y rápidamente se concentró de nuevo en el guardia, que permanecía atento a su reacción.
—Gracias, Ilend —exclamó ella, recuperando su firmeza—. Lo llevaré siempre conmigo.
Complacido con su respuesta, el hombre le dedicó una reverencia muy vaga y mal ejecutada y dio tres pasos hacia atrás, dejándoles el camino libre.
—Que vuestro viaje sea sosegado —les deseó, viendo que Jauffre se ponía en marcha y encabezaba la fila—. Confío en que volveremos a vernos.
Alaia agitó las riendas, Maya inició el trote y Martin se aferró a ella para no caerse.
—¡Confías bien! —aseguró la muchacha, dedicándole su sonrisa.
Las tres figuras avanzaron a paso raudo por la bajada de la colina, dejando atrás las ruinas de Kvatch y el persistente aroma a ceniza, y alcanzando los pies de ésta fueron recibidos por la nítida imagen del cielo tras la densa capa de humo. Al sentir el cálido abrazo del sol sobre la piel, Alaia soltó un sonoro suspiro de alivio, y Jauffre, entendiendo todos sus matices, sonrió abiertamente y se dejó inundar por la misma paz que ella sentía: después de todo lo que habían luchado, estar y sentirse vivos era una bendición por la que sentirse agradecidos. Martin les observó sin mediar palabra, limitándose a resguardarse para sus adentros lo afortunado que se sentía de haber acabado en manos de tan buena compañía.
A la luz del atardecer abandonaron el camino trazado y se adentraron en los bosques, resiguiendo el sendero que Jauffre tan bien conocía. Avanzaron hasta que la oscuridad les atrapó, obligándoles a hacer un alto en el camino hasta que el amanecer les permitiera continuar con su recorrido. Entre los tres improvisaron un humilde campamento, situados a unos pocos metros de una pequeña laguna: ataron los caballos al árbol más robusto y junto a ellos prendieron un fuego consistente, acomodándose a su alrededor. Juntando las provisiones que ambos monjes habían traído consigo, se dispusieron a saciar su apetito antes de echarse sobre la tierra apisonada para descansar y recobrar fuerzas.
Durante la comida, Alaia se interesó en averiguar más acerca de la orden a la que Jauffre pertenecía.
—El origen de los Cuchillas se remonta a la Primera Era, donde se nos conocía como la Guardia del Dragón. Mis predecesores no sólo estuvieron a cargo de proteger a los gobernantes del reino: también fueron los responsables de cazar y matar a los dragones nativos que plagaron Akavir, otro continente de Nirn, en la antigüedad. En aquel entonces juramos lealtad a la dinastía Reman, fundada por Reman Cyrodiil tras derrotar la primera invasión akaviri —les explicó el monje a ambos, que lo escuchaban con absoluta atención—. Tras su caída, el interregno y la llegada de las Guerras Tiber, Tamriel se unificó por primera vez y Tiber Septim se proclamó emperador. Juramos protegerle, a él y a sus sucesores, para así proteger también al Imperio.
Martin abrió la boca con sorpresa.
—Entonces, ¿tú serviste al último emperador?
—Me uní a los Cuchillas siendo muy joven. Uriel, por aquel entonces, ya gobernaba. Nos conocimos durante una de mis instrucciones, en la que me vio caer derrotado frente a mi maestro. Aún así, supo ver en mí un potencial que ni yo mismo conocía y me animó a seguir potenciándolo —expuso Jauffre con complacencia—. Sus palabras fueron como una señal divina para mí, y me esforcé en mejorar día tras día hasta que logré convertirme en capitán de la guardia del emperador. Fuimos grandes amigos, y le serví fielmente hasta mi retiro.
—¿Cómo era él?
—Era un gran hombre, por supuesto. Fue un estratega ambicioso, orgulloso y valiente, aunque supo mantener la prudencia y la astucia. Durante su reinado, Tamriel entró en su mayor periodo de paz y prosperidad. Lamentablemente, su muerte es el comienzo de un tiempo oscuro e incierto.
—¿Y sus hijos? —titubeó Martin, temiendo su respuesta—. Mis... mis hermanos. ¿Todos han muerto?
Con un pesar más que evidente, Jauffre asintió con la cabeza.
—Me temo que sí. El Amanecer Mítico acabó con todos y cada uno —aseguró con voz ronca—. Geldall, el mayor, era el legítimo heredero al trono y ya había asumido gran parte de los deberes administrativos del emperador. Tenía una gran perspicacia, y era visto como el corazón sólido del Imperio. Enman, el mediano, era más indómito y rebelde. Su ambición desmedida y sus ganas de comerse el mundo me recordaban mucho al propio Uriel en sus años mozos. Y Ebel, el pequeño, era el más diplomático de los tres y poseía una gran capacidad analítica. Hubiera sido un gran gobernante.
Como si sus palabras hubieran supuesto un mundo, el joven monje suspiró con derrota.
—No sé si yo seré digno de su legado...
—Bobadas, Martin. Eres un hombre bondadoso y fiel a sus principios, y estás dispuesto a luchar por aquello que crees que es correcto. Tu corazón es humano y certero. Uriel estaba convencido de ello.
—¿Cómo sabía de mí? Nunca le vi. Nunca supe nada de él.
—Siempre se preocupó por ti. Solía pedirme que os visitara, a Ranmir y a ti, para asegurarse de que estuvieras bien.
Martin entrecerró los ojos y se mantuvo callado durante unos instantes en los que se encontró navegando a la deriva de sus recuerdos.
—Te recuerdo, Jauffre. Recuerdo tus venidas a nuestra granja. Ranmir siempre hablaba bien de ti, y me apoyó ciegamente en mi decisión de convertirme en monje, supongo que gracias a ti —exclamó finalmente, reviviendo de nuevo esas imágenes que le habían acompañado a lo largo de los años—. Él siempre fue un apoyo para mí, el más grande que he tenido. Es extraño... jamás, en todos estos años, pude llegar a imaginarme que el emperador fuera mi verdadero padre...
—Muchas veces Uriel se sentía culpable y deseaba ser él quien acudiera a tu encuentro, pero nunca pudo hacerlo. Su posición era demasiado comprometida como para arriesgarse, especialmente tratando de protegerte —aseguró Jauffre—. Pero sé que te quería, y que lo hacía con todo su ser... y estoy convencido de que serás el mejor legado que nos pudo dejar, seguramente tanto como él lo estaba.
Rendidos de cansancio tras la cena, los tres se tumbaron alrededor del fuego en sus catres improvisados sobre el suelo apisonado, cubriendo la superficie con unos manteles de lino que les habían obsequiado a su salida de Kvatch y dejándose arropar por el calor que desprendía la tierra. Las hojas de los árboles susurraban movidas por la brisa, y la luna aparecía y desaparecía tras las nubes.
Martin se encontraba tumbado boca arriba observando el cielo, viendo resplandecer algunas estrellas. Se agitó al recordar los horrores que había vivido aquel mismo día, el dolor punzante que había sentido y el sentimiento de derrota que había conseguido golpearle hasta apoderarse de él. Sin embargo, la visión del firmamento colorido pudo tranquilizarle: era capaz de ver en los astros los rostros fantasmales de los feligreses que habían perecido junto a él en la batalla, y su imagen lo transportó a un oasis de paz en el que se sintió acogido por todos ellos, como si no los hubiera perdido.
No supo a ciencia cierta si se había llegado a dormir cuando, a lo lejos, lo sobresaltó el sonido del agua. Con los ojos entrecerrados, se incorporó sobre el suelo y contempló su alrededor: las llamas de la hoguera junto a la que descansaban se habían transformado en brasas que permanecían aún calientes, y Jauffre dormitaba sobre su mantel con respiración pausada, emitiendo un leve silbido con cada exhalación. Todo parecía sereno y tranquilo, hasta que Martin se sobresaltó al darse cuenta de que el sitio que Alaia debía ocupar estaba vacío.
Aterrado, se levantó de su catre improvisado y observó en todas direcciones, intentando ver alguna cosa entre las sombras de los árboles. A pocos metros de él distinguió la armadura que la muchacha había vestido durante todo el trayecto, arrojada en el suelo e iluminada por la poca luz de la luna que se colaba entre las ramas, y vio que a partir de ahí se formaba un rastro de prendas de ropa que seguía hasta orillas de la laguna junto a la que habían acampado.
Sosteniéndose en la corteza de un árbol, Martin se dio cuenta de que no se encontraba solo y se quedó tan quieto como pudo, aguantando la respiración. Tan solo tuvo valor para mover los ojos, observando la figura desnuda de Alaia con una mezcla de intriga, vergüenza y fascinación, sintiéndose profundamente seducido. Resiguió con pudor sus curvas, desde su cuello de cisne, sus clavículas pronunciadas y sus pechos turgentes, pasando por su vientre plano y sus caderas contorneadas hasta llegar a sus largas y fornidas piernas, que se fundían con el agua cristalina de la laguna. Su pelo mojado parecía todavía más extenso que cuando estaba seco, llegándole a mitad de la espalda, y su piel húmeda reflejaba la tenue luz de las luciérnagas que revoloteaban a su alrededor, haciéndola parecer una ninfa.
No hubiera sabido decirse cuánto tiempo restó observándola en su pureza, completamente absorto por su imagen. Se repetía incansablemente que aquello no estaba bien para un sacerdote, alguien que se había entregado en cuerpo y alma a los Dioses y que no debería sentir la clase de deseo que ahora lo consumía por dentro, pero una vocecilla en su interior le instaba a preguntarse qué de todo aquello conservaba su sentido si él mismo no era quién había creído ser hasta ahora.
No fue hasta que Alaia hizo ademán de salir del agua que Martin volvió a caer en brazos de la realidad. Intentando ser lo más sigiloso posible, corrió de puntillas hacia su mantel, se tumbó sobre la tierra apisonada y se cubrió con su capa en un intento por ocultarse y disimular la vergüenza que sentía. Con los ojos cerrados, puso toda su atención en el sonido del movimiento del agua, y pronto oyó unos primeros pasos sobre suelo seco que se detuvieron un breve lapso de tiempo, en el que intuyó que la muchacha estaría vistiéndose, y luego acabaron acercándose hasta su posición. Oyó como Alaia suspiraba brevemente antes de acomodarse sobre su catre, justo a su lado, y se mantuvo rígido como una estátua sin atreverse a descubrirse la cabeza hasta pasado un largo rato, cuando los leves ronquidos de la chica le aseguraron que se había quedado dormida.
Con cierto retraimiento y vigilando no hacer demasiado ruido, volvió a incorporarse sobre el suelo con la espalda recta y se abrazó las rodillas, concentrando de nuevo sus ojos en ella: Alaia dormitaba con la boca entreabierta y la respiración pausada. En su rostro ovalado podían distinguirse unas disimuladas pecas que iban de pómulo a pómulo y atravesaban el delgado puente de su nariz, y el delicado arco de cupido de su labio superior se ensanchaba y se encogía al son de cada leve respiración, tímida y vulnerable. Era difícil concebir que aquella serena criatura fuese la misma a la que había visto combatir con fiereza horas atrás, rescatando una ciudad entera y enfrentándose al mismísimo infierno sin vacilar, pero sabía que no podía ser más cierto.
Martin descubrió que tras aquella fachada de suciedad, sorna y violencia se escondía una mujer. Una mujer hermosa.
Resultó imposible volver a pegar ojo. En la boca de su estómago se arremolinaba un cúmulo de emociones tan latentes que le impidieron siquiera volver a tumbarse: tenía demasiadas preguntas y se sentía demasiado confuso como para poder responderlas, viéndose arrastrado por su propio mar de duda.
Intentó distraer su atención levantándose de su catre en cuanto se dio cuenta de que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y podía ver a través de ella, y se paseó a orillas de la pequeña laguna antes de atreverse a ahondar un poco más en la espesura del bosque. Todo cuanto le rodeaba permanecía silencioso y tranquilo, y trató que aquella misma paz lo invadiera. Sin perder de vista el campamento, anduvo entre la penumbra sin un rumbo definido, y sólo fue consciente del largo rato que había estado cegado por sus pensamientos cuando avistó los primeros rayos del alba que anunciaban el nacimiento de un nuevo día frente a sus ojos.
De vuelta al campamento se encontró con que Jauffre ya había despertado. El fuego volvía a estar prendido, y sobre él asaba algunas verduras que había traído consigo para tomarlas como desayuno. A muy poca distancia vio a Alaia, que seguía dormida y echada boca abajo como un trapo.
—Es fascinante, ¿verdad? Que un alma tan joven e inocente posea tantísimas aptitudes —le susurró el anciano, mirando en su misma dirección con semblante orgulloso—. Alaia es única en su especie.
Frente a semejante pensamiento, Martin no pudo evitar sonreír con ternura.
—Ciertamente lo es.
Entre ambos monjes repartieron el desayuno en tres platos de madera que Jauffre había provisto en su saco de equipaje. Martin, con una emoción que le entrecortaba la respiración y que no sabía explicarse a sí mismo, se acercó hasta Alaia sosteniendo dos de los platos, se puso en cuclillas junto a ella y restó callado observándola durante unos instantes antes de atreverse a zarandearla suavemente para despertarla.
La muchacha se revolvió sobre el catre, murmuró sonidos suaves e ininteligibles y finalmente abrió los ojos, pareciendo que los párpados le pesaban una tonelada. Al darse cuenta de que era Martin quien la había despertado, abrió los ojos con una rapidez asombrosa y se incorporó sobre la tierra, aplastando inútilmente las ondulaciones que se habían formado en su pelo brillante y ligeramente enredado.
—¿Qué... qué haces ahí? —balbuceó sin remedio.
Martin le sonrió, mostrándole el plato que portaba consigo.
—Tan solo te traía el desayuno —admitió, depositándolo frente a ella—. He pensado que estarías hambrienta después de tanta batalla.
Él no se habría llegado a imaginar que sus propias palabras pudieran llegar a ser tan ciertas. Había traído unos cubiertos que pretendía entregarle, pero no llegó a tiempo: Alaia se había abalanzado sobre la comida como si llevara una semana sin probar bocado, tomándola con las manos y prácticamente estampándola contra su boca. Martin se quedó estático, mirándola fijamente, entre sorprendido y divertido por su espontánea reacción.
—Lo que no imaginaba es que lo estuvieras tanto —espetó él, conteniéndose todo lo posible para no reírse con ternura frente a ella—. ¿No quieres usar los cubiertos? Te quemarás.
Alaia negó con la cabeza, sonriéndole con la boca llena de comida a medio masticar.
—Owyn siempre dice que en el fondo todos somos animales —murmuró, habiendo engullido—. Entonces, ¿por qué no deberíamos comportarnos como ellos?
Rápidamente volvió a concentrarse en su comida, pareciendo un lobo hambriento, y Martin, sin dejar de mirarla, se dejó llevar por el impulso que sus palabras y su imagen habían provocado en él, arrojando sus propios cubiertos al suelo y acomodándose junto a ella para echarse a comer con las manos.
Poco después, Jauffre los instó a prepararse para reemprender el camino. Entre los tres recogieron el campamento y disimularon cualquier huella o rastro que hubieran podido dejar tras su marcha. A la hora de volver a subirse al lomo de los caballos, Alaia le ofreció a Martin que fuera él quien tomara las riendas.
—¿Estás segura? No soy ningún jinete experimentado.
—¡Eso no importa! Te acostumbrarás enseguida —exclamó ella, dando un ágil salto para subirse sobre la yegua y agarrándose a la cintura de él para mantener el equilibrio—. Además, Maya es muy inteligente. Lo más probable es que sea ella la que te dirija a ti, y no al revés.
—Quizá no se me de tan mal.
La chica dejó al descubierto el asomo de una sonrisa maliciosa.
—Eso está por ver.
El trayecto de vuelta resultó mucho más ameno de lo que lo había sido la ida. Alaia pensó que se debía a que se habían desprendido de la angustia, y su lugar lo había ocupado el alivio de haber encontrado sano y salvo al heredero de Uriel Septim. Sin embargo, debía admitir que Martin había resultado ser muy diferente a como se lo había llegado a imaginar, y eso lo hacía todo mucho más ameno: era un hombre alegre, sensible e inteligente, y tenía una faceta divertida que, según ella pensó, no habría podido explotar con anterioridad debido a su cargo y responsabilidades. De buenas a primeras parecía costarle dar el paso a bromear, pero Alaia sabía tirarle de la lengua para que acabara entrando en su juego.
Una vez habían dejado atrás el bosque y se encontraron en el camino trazado, la muchacha se animó y lo incitó a aprender algunas piruetas a caballo que ella misma conocía. Martin se mostró algo torpe e inseguro, pero gracias al entusiasmo de la chica fue dejándose llevar a medida que avanzaban, contagiándose de su mismo espíritu de superación. Había sido sincero, puesto que sus habilidades como jinete no eran prometedoras, pero se sabía defender, cosa que a Alaia le gustó descubrir.
El camino hasta el Priorato de Weynon se hizo entretenido y apacible entre demostraciones, y los tres jinetes se sintieron alegres y aliviados una vez se encontraron frente al tablón de madera, con el nombre de su destino tallado sobre su superficie, que estaba clavado junto a la cuesta de tierra. La ascendieron en un último esfuerzo, vislumbrando en la lejanía las siluetas de la capilla y la granja, y no fue hasta que se encontraron a sus pies que se dieron cuenta que la calma que habitaba el paraje era desgarradora.
—¿Dónde está Eronor? A esta hora suele estar cuidando el huerto —preguntó Jauffre con extrañeza, dejándose caer del caballo con suavidad—. ¿Y Piner? ¿Y Maborel?
Aún subido sobre la yegua, Martin apuntó con el dedo índice en dirección al suelo.
—Allí hay una cesta caída, y las hortalizas están esparcidas por el suelo —señaló—. Da la impresión que quien fuera que las recogiera saliera huyendo a toda prisa.
—Aquí está pasando algo —exclamó Alaia, tocando de pies al suelo—. ¿Dónde deberían estar los monjes?
Jauffre giró la cabeza hacia la granja y entrecerró los ojos, tratando de aguzar la vista: sobre la puerta de madera de la entrada, en la pared de piedra, había tallado un reloj solar que marcaba las seis pasadas.
—Deberían haber rezado ya —esclareció él, frunciendo el ceño con extrañeza—. Quizá estén todavía en la capilla.
Adelantándose a sus acompañantes, Alaia desenfundó su cuchilla y se acercó a paso raudo hasta la modesta entrada de la iglesia, sujetando el arma con fuerza. Al darse cuenta de que la puerta de madera permanecía entreabierta, se detuvo un instante en el que se mantuvo callada como una tumba, atenta a lo que pudiera escucharse en el interior: podía distinguir un sonido parecido al sollozo de un frágil animal herido. Llenando sus pulmones de aire, pateó la puerta y se abrió camino.
Los tres recién llegados se quedaron estupefactos frente a la desoladora imagen que encontraron en la capilla. Las banquetas de madera que servían de asiento a los feligreses, los candelabros plateados con sus respectivas velas y las ofrendas que había junto al altar dedicado a Talos estaban arrojados al suelo, como si un huracán hubiese arrasado todo a su paso; había varios cadáveres encapuchados y ocultos bajo unas túnicas rojizas, entre los que se formaba un charco de sangre cada vez más prominente, y al fondo de la sala podía distinguirse la pequeña figura que sollozaba frente a un cuerpo inerte que, al igual que él, iba vestido con sotana. Junto a él había una espada bañada en sangre que, según Alaia pensó, le habría servido para defenderse del ataque.
Jauffre, sin apenas respiración, se acercó hasta el muchacho, se arrodilló junto a él y posó su mano en el cuello del monje que restaba tendido en el suelo, con la esperanza de encontrar cualquier signo vital. Sin embargo, su piel ya había palidecido y se había vuelto fría como el hielo.
—Tranquilo, muchacho, tranquilo... —le susurró a Piner, y viéndole tan abatido trató de reconfortarlo pasando un brazo por su espalda—. Has sido muy valiente... te has comportado como un verdadero guerrero.
El rostro del chico se llenó aún más de lágrimas.
—Maborel... él fue quien advirtió a los atacantes cuando rodearon el Priorato. Me escondió aquí, en la capilla, y les hizo frente... —explicó con voz titubeante—. Salí de mi escondite cuando vi que le habían herido, pero... no pude hacer nada por salvarle...
—Has defendido nuestro asentamiento con mucho coraje, hijo —insistió el anciano—. No te fustigues más. Esto no ha sido culpa tuya.
—Padre... me consumió una rabia tan poderosa que ni siquiera sé de dónde saqué mis fuerzas...
—Vengaste su muerte y protegiste nuestro santuario. No hay pecado en eso.
—Pero no pude acabar con todos... dos de ellos estaban fuera... —suspiró el muchacho, intentando levantarse con su ayuda—. Creí que iban tras Eronor, que huyó con los caballos, pero no le siguieron...
—¿Sabes a dónde fueron?
—No estoy seguro... me pareció que estaban junto a la granja la última vez que los vi...
El rostro de Jauffre se volvió blanco casi al instante, y tuvo que agarrarse al hombro de Piner para no caerse, sintiendo un horroroso pinzamiento en la boca de su estómago.
—Alaia —murmuró como pudo, fijando sus ojos castaños en ella—. El Amuleto.
La muchacha sintió cómo la realidad le caía encima como un cubo de agua helada. Casi sin pensarlo, se echó a correr hacia la salida, atravesó a toda prisa el terreno que la separaba de la granja y se adentró en el edificio veloz como un torbellino, ascendiendo las escaleras de madera de tres en tres hasta que se encontró frente a la extensa librería de Jauffre. Los libros habían sido arrancados de sus baldas y habían caído al suelo, a excepción de unos pocos y pesados tomos que se mantenían aún erguidos y cubrían partes de la pared de piedra.
Martin, que la había seguido tan rápido como había podido, se apoyó sobre sus propias rodillas una vez la alcanzó.
—¿Pero qué demonios...? —bufó, intentando recuperar el aliento—. ¿Qué demonios ocurre?
Alaia no le respondió. Se encontraba demasiado enfrascada dando golpes a la pared en busca del recobeco que les había servido de escondite. No se paró a contar las veces que hizo chocar sus nudillos contra las piedras, ni tan siquiera le importó estar haciéndose daño: sólo se detuvo en cuanto una de ellas cedió, y no se atrevió a decir palabra hasta que aceptó con resignación la amarga verdad.
—Lo tienen —exclamó en un hilo de voz—. Tienen el Amuleto de Reyes.
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