Ceniza XXXIII. Llama
Habían pasado nueve meses desde que Claythos había dejado de vivir en la cueva.
Había decidido volver junto a su madre en vista de que el cuartel había cerrado sus puertas.
Ese día degustaba las deliciosas gachas que preparaba su madre.
—¿Hoy también sales, cielo? —le había preguntado Kórea.
—Sí, madre. Hay bandidos allí fuera que deben probar el sabor de la justicia.
—Así me gusta. Ese es el guerrero escarlata. Tu padre te envidiaría si siguiese con vida.
A Claythos no le gustaba recordar a su difunto padre. Pero había algo o a alguien que siempre trataba de recordar, aunque al final nunca lo consiguiera.
Lo único que llegaba a su mente era un brillante pelo de un rojo intenso y el vuelo grácil de un vestido marrón.
«Sena.... Si no recuerdo mal, ese era su nombre».
El hombre dirigió una mirada hacia la llama de la vela que tenía más próxima. Parecía que danzara con una fuerte energía.
Al acabar su comida recogió el tazón y salió de la casa.
Lo que Claythos no sabía era que, a pocos metros de su hogar, una muchacha de cabellos de un castaño encendido lo estaba observando.
—¿Otra vez por aquí? ¡Qué raro! —soltó una voz que descendía de lo alto de un árbol.
—¡Drec! Me has asustado. Iba camino de comprar algo de pan.
—Ya, claro. Siempre vigilas que encienda la vela.
—Sabes que las brujas se unen con su elemento al...desaparecer. Estoy segura de que mi hermana procura hacerle compañía a Claythos todos los días. En forma de fuego.
—¿Cómo está Diska?
—Está con su padre. Arquio sabe tanto como yo de cuidar un hijo.
—Es decir, nada.
—Exacto. Al menos te tenemos a ti, Drec.
—Diska no necesitará a nadie cuando crezca, Nilo. Su propio nombre lo dice: «Libre».
La joven sonrió.
—¿Volvemos a la cueva? —sugirió ella.
—¡Hoy me toca a mí jugar con ella!
Y se alejaron de la aldea de Claythos, mas aquella muchacha sabía perfectamente que volvería al día siguiente.
Hizo ademán de saludo con la mano.
—Hasta mañana, hermana.
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