Ceniza XXXI. Cenizas

El ánimo de Claythos descendía a medida que terminaba de enterrar el cuerpo de Segte. Por suerte, la voz de Drec, que se estaba encargando del diario del difunto Shirfain, interrumpió sus pensamientos.

—Ha sido un bonito funeral el de vuestro jefe. Pero, ¿por qué no se llevaron los padres de Segte su cuerpo? Entiendo que el cabeza de melocotón es huérfano, pero el otro no —inquirió.

—Su familia vive a un mes del cuartel, y Ciel, que es un buen hombre, nos ha dejado que los llevemos en el carro —aclaró Claythos.

—A mi abuelo le hicimos un funeral con muchos honores también —les contó Flopek.

—¿De qué murió tu abuelo, enano? —preguntó el Degemonio— ¿Acaso lo pisó un oso?

—Pues no, humanoide. Falleció por exceso de sabiduría.

El guardián rio.

De pronto, algo inquietó su mente. Se le olvidaba algo. ¿El qué?

—Sena está tardando bastante —comentó Nilo.

Como si un recuerdo lejano sobrevolase su cabeza para posarse en su memoria, Claythos recordó lo que se le escapaba. Shirfain había dicho que para realizar el sacrificio la Bruja Nigromántica debía morir.

«No. Ella no».

Dejó a sus compañeros en aquel lugar y se alejó a toda prisa, sin siquiera mirar atrás.

«Por favor, que esté bien».

Como si quisieran impedirle que acudiera junto a la bruja, unas zarzas trataban de retener al muchacho abrazándolo con sus espinas.

Logró percibir la silueta de una mujer. Sus cabellos eran tan rojos como el fuego. Su vestido, tan marrón como la corteza de un árbol. Sus ojos morados eran los más bonitos que Claythos había visto jamás.

E kea serathia ciert yaldi rea hoa...

Pronunciaba unas palabras en una lengua extraña, quizás se tratase del arcaico idioma mágico.

—¡Sena! —exclamó, con voz cansada— ¡Sena!¡Detente!

—Claythos, ¡no te acerques!

—Escúchame, no sabes lo que haces. Si revives a Arquio, tú...

No se atrevía a decirlo en voz alta. De hecho, todavía no lo había asimilado del todo.

—Sé muy bien lo que hago. Cer gei deam loask ter bue...

—¿Qué hay de Nilo? ¿Has pensado en lo que quiere ella?

El guardián habría jurado que de aquellos preciosos ojos amatista caían lágrimas tan profundas como el propio bosque.

—Claythos, por favor, no lo hagas más difícil. Todo estará mejor. Las criaturas mágicas vivirán en paz, y eso te lo debemos a ti. Nilo ya es mayor. Se las arreglará sin mí. Y tú...te olvidarás de mí muy pronto —Intentó sonreír, sin éxito.

—Eso no es verdad, Sena. —Quería saborear su nombre un poco más. Solo un poquito— Yo nunca me podré olvidar de ti. ¿Me has oído? ¡Nunca! Y Nilo todavía te necesita. Arquio está muerto. Tú aún estás viva. Sena, escúchame, Sena. ¡Deja de hablar en ese lenguaje! Sena, no hables más. Sena, ¡para! Por favor, Sena.

El joven no se había dado cuenta de que había empezado a gritar. Se acercó a la Bruja Nigromántica y trató de quitarle la espada.

Meak hatov soliam reehe toav... ¡Suéltame, Claythos!¡Para!¡Suelta la espada! Si sigues así, te vas a hacer daño. Ya verás, te vas a cortar las manos.

La bruja, en pleno arrebato, le propinó a su sirviente una bofetada. En cuanto lo hizo, lo rodeó con sus brazos.

Claythos abrazó fuertemente a Sena, con un ardor en el pecho que casi parecía que la melena roja de la bruja le estaba prendiendo fuego. Sentía unas inmensas ganas de llorar, pero un nudo, quizá en el estómago, quizá en la garganta, se lo privó.

Cerró los ojos. No tardó en notar los labios de la bruja rozar los suyos. Aquello era una despedida. Claythos hubiese deseado llorar como había hecho cuando había recibido la noticia de la muerte de su padre. Necesitaba hacerlo, poco importaba lo poco masculino que aquello fuera.

Sena seguramente fuese más valerosa que todos ellos. Que todos los guardianes, cazadores y seres mágicos del bosque. El corazón de Sena no parecía producto de una pesadilla. Al fin y al cabo, se iba a sacrificar por alguien que había sido cazador de brujas.

—Claythos, me duele mucho el cuerpo. He roto nuestra promesa y no resucitaré a tu padre. Lo siento. Traeré de vuelta a Arquio, sin embargo, con mi muerte. No quiero que sufras. Solo te deseo la mayor felicidad que te depare el sino. —Se soltaron— Ahora, te pido que me dejes ir.

El muchacho llevó su mano a la tierna mejilla de la bruja.

—Sena, yo...

Ella llevó su dedo índice a los labios del guardián.

—Shhh. Lo sé.

Solo hicieron falta unas pocas palabras más y la bruja cuyos mechones centelleaban más que las infinitas estrellas del cielo, atravesó su vientre con el arma y se evaporó en el aire impalpable.

La aurora tiñó el cielo de un color rosado.

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