Ceniza XXVII. Sangre
Claythos cargaba con el peso de su mejor amigo. Habían conseguido salir con éxito del calabozo.
—No recordaba que pesaras tanto, Arquio. Has engordado.
—Dice el que lleva dos años sin entrenar —añadió el pelirrojo.
El guardián observó que Drec caminaba con dificultad. Le preguntó si se encontraba bien.
—Sí. Solo estoy un poco mareado.
—¡Pero que no es una historia tan complicada! —exclamó Flopek— Simplemente es una crítica hacia lo que la sociedad considera «normal».
—No es eso, enano. Es que tanta tensión me ha hecho mal.
El Degemonio, todavía simulando ser Shirfain, dio órdenes a las personas a las que se iban encontrando para que se retiraran. Entonces, cuando estaban llegando a la salida, escucharon una voz.
—¡Quietos!
Era Shirfain, rodeado de una manada hambrienta de guardianes y cazadores de brujas listos para atacar. A su lado estaba Caeran. Claythos sentía la risa de este chirriar en sus oídos.
—Señor, esto no es lo que parece —se excusó.
En ese instante oyó un golpe a sus espaldas. Drec acababa de caer al suelo.
—No te preocupes, Claythos. Sabes perfectamente que siempre te he considerado un hijo. Sin embargo, no me gustan las malas influencias que te rodean últimamente. No creas que te impediré partir, mas has de dejar aquí a tus acompañantes —explicó el jefe de los guardianes.
—Déjamelo a mí, humano. Les haré probar de mis puños —dijo el Simemonio, haciendo aspavientos.
—Desperdicia su valioso tiempo, mi señor. En el bosque hay muchísimas más criaturas que confían en mí. Si me voy solo, sospecharán. Pero si deja que ellos me acompañen, le serviré las cabezas de cientos de seres del Mal en bandeja —afirmó Claythos.
Habría un silencio de no ser por la tos de Drec que resonaba en la sala.
—¿He de confiar en que no seas igual de mentiroso que tu padre? —inquirió Shirfain.
—¡Esperad un momento! —interrumpió Flopek— Yo tengo la solución. Érase una vez una niña pequeña con un poder oculto que desataría la discordia en el mundo. Sus seres queridos se aprovecharon de ella y se convirtió en la versión que ellos querían evitar...
—¡No lo escuchéis, imbéciles! —gritó el guardián jefe al ver que habían caído alrededor de unos veinte alumnos.
Arquio se desembarazó de los brazos de su viejo amigo y empezó a caminar, muy lentamente, en dirección al Degemonio, que se retorcía de dolor en el suelo.
—Oye, ¿estás bien?
—Pasa de mí, cheddar.
—¿Te importaría dejar de hacer bromas sobre mi pelo solo por esta vez, ojitos de fresa? —El cazador agarró al demonio en brazos y trató de incorporarlo.
—¿Cómo qué «ojos de fresa»? Son rojos como la sangre, clementina.
—Por si no te has enterado estamos contra la espada y la pared, ¿de verdad tienes tiempo para inventarte apodos ingeniosos?
—¿Es que el enano es el único que puede inventarse cosas? Es igual. Escucha, barbitas —exclamó, dirigiéndose a Shirfain—. Yo me quedaré aquí hasta que vuelva lancitas, ¿qué opinas?
—Drec, ¿qué estás diciendo? —preguntó el guardián.
—Eso sí, a mí no me vale cualquier celda. Yo necesito una habitación sofisticada. Soy un demonio con clase.
—Gran idea. Claythos, tu amigo se quedará aquí hasta que vuelvas con las cabezas que prometiste —sentenció el jefe.
De repente, la puerta se abrió de par en par. Dos siluetas bañadas por la luz del sol aparecieron tras ella.
—¿Te llega con dos? —inquirió una de ellas, cuyo cabello era de un castaño claro.
—Vaya, parece que tus vigías se han quemado un poquito con el sol —añadió la otra.
En efecto, a sus pies yacían los dos guardianes de la entrada, totalmente chamuscados.
—¡Nilo!¡Sena!
—¿Acaso los chicos no sabéis hacer nada solos o qué? —interrogó la bruja de cabellos de un profundo tono rojo.
La escena se vio interrumpida por una llamada desesperada. La voz de Segte resonaba en la estancia.
—¡Claythos! ¡Diska! —Se acercaba raudo como el rayo— Ten. —Le tendió al guardián lo que parecía ser una libreta antigua en su mano— Es su diario. Ahí está tod...
Las palabras del joven guardián se ahogaron en su propia garganta como un barco hecho mil pedazos en medio de una tormenta.
Claythos contempló con horror como el cuerpo de Segte se desplomaba en el suelo no sin antes lanzar una exclamación afónica, como si su alma se hubiese quebrado en aquel instante fugaz.
De un momento a otro el guardián había dejado de existir. No se movía. No percibía respiración alguna. Completamente inerte su compañero de rondas descansaba en el frío suelo de aquel cuartel. Lejos de su familia, de su vida pasada, de la realidad. Y muy probablemente equivocado. Quizá ni siquiera se había dado cuenta de la espada vestida de su propia sangre que empuñaba aquel al que había considerado su amigo y que apenas había dudado en arrebatarle el aliento por la espalda.
—¡Cierra el pico, traidor! —escupió Caeran, y a continuación guardó el arma.
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