Ceniza XXIX. Caos

Sena contempló al que hasta aquel momento había considerado su peor enemigo a las puertas de la muerte.

Shirfain había estado a punto de caer, pero se veía que había decidido mantenerse en pie. Era firme hasta para morir.

La Bruja Nigromántica sabía que no le quedaba mucho tiempo. También sabía que podía acercarse y curarlo. Sin embargo, su mayor tentación era la de aprovechar el momento para incinerarlo.

Nilo había sido verdaderamente valiente. Ella no había sido capaz de actuar. Era una completa inútil. Quizás lo mejor para todos sería cumplir el deseo de Claythos. Todo se arreglaría cuando ella dejase de respirar.

«No queda otra. Kalam es nuestra última...esperanza».

La voz seca de Caeran, que casi se asemejaba al cemento, habló a los guardianes y cazadores.

—¡Hombres del deber! Durante toda vuestra vida no habéis sido nada más que los desechos de Shirfain, este viejo de cuya sangre tengo manchadas las manos —al decir esto clavó sus ojos en los del moribundo jefe de los guardianes—. No creas que seré lo bastante piadoso como para darte el golpe de gracia. Vas a sufrir como han sufrido todos estos pobres chicos por tu culpa.

A Sena le parecía que el guardián jefe estaba aguantando demasiado. Debía hacer algo. Sentía la necesidad de ayudar. Pero Shirfain les había hecho mucho daño, tanto a ella como a Nilo y a todos los seres del bosque.

Caerán profirió una orden en forma de grito.

—En nombre de la Sagrada Esperanza que os ha acogido todo este tiempo, ¡atacad!

Fue en vano. Para sorpresa de la bruja, los servidores de la Esperanza tiraron sus armas al suelo.

—¡No somos nada sin nuestro jefe! —exclamó uno de ellos.

Una serie de voces exaltantes secundaban aquella afirmación.

Shirfain cayó al suelo, mas intentó ponerse de pie de nuevo apoyándose con ayuda de sus manos.

La Bruja Nigromántica pudo distinguir a Claythos. No lo veía muy bien, pero parecía que había estado llorando.

Se acercó cabizbajo al jefe de los guardianes y, al llegar a su altura, se agachó. El que había sido siervo de la bruja durante dos largos años abrazaba en aquel instante a su mayor enemigo.

Su oído captó algunas palabras, no todas, pero las suficientes para comprender cuál iba a ser el siguiente movimiento del guardián.

—...padre.... Perdón...Esperanza te guarde.

—Voy a...Volga.

La mano arrugada de Shirfain acariciaba la cabeza de Claythos, quien tomaba su lanza y, temblando (Sena hubiese jurado que habría temblado menos de haber visto un fantasma), atravesó el cuerpo de este.

Después, colocó sus dedos índice y corazón en el cuello del frío Shirfain y cerró sus ojos.

«Descansa en paz», deseó una indulgente Sena.

A continuación, vio a Claythos darse la vuelta en dirección a Caeran y darle un golpe en una mejilla. Luego en la otra. En la nariz. Boca. Estómago.

El hombre cayó al suelo y arengó a los demás para que acabaran con los intrusos. El problema era que ellos no eran sus hombres. Y que él era el único intruso.

El que había sido su vasallo escupió a Caeran. Entonces, lo agarró del cuello del uniforme y lo levantó sobre sus pies.

—No vale la pena ni que te matemos. ¡Lárgate de aquí ahora mismo!

El traidor, que se había visto a sí mismo completamente desarmado, solo y asustado, huyó. Sena lo vio pasar a su lado en su camino hacia la salida.

Había acabado todo en desastre. Un profundo desastre. Tres muertos, una hermana cansada, un sirviente llorando, dos demonios perplejos y una bruja que pronto resucitaría a su antiguo héroe.

«Debo hacerlo. Lo prometí».

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