Ceniza IV. Viaje

El viaje estaba siendo bastante tranquilo. Claythos se había prohibido llorar para sosegar a su madre en cuanto llegara. Avistó el paisaje por uno de los ventanucos. Se le hacía raro volver a su aldea natal, a pesar de que llevaba poco más de un mes ejerciendo de guardián en la ciudadela.

Evocó las palabras de despedida de su padre «vuelve cuando vistas el uniforme de cazador, hijo mío».

—Lo siento, padre —musitó—, me temo que no regreso como deseabas.

De cuando en vez el cochero hacía pausas para descansar. Tras cuatro noches de travesía, el guardián decidió parar en una posada.

—Oiga, si quiere recuperar energías yo puedo pagar su estadía —invitó Claythos al cochero.

Este se limitó a quitarse su sombrero en agradecimiento. La posada era bastante costosa para ser tan simple. Por fortuna, Shirfain le había dejado una cuantiosa suma de dinero. «Ay, viejo, ¿qué haría yo sin ti?», se preguntó.

Al entrar vieron a un hombre, que debía rondar sobre los cincuenta años, de gran tamaño y algo obeso. Una mata de pelo grisácea adornaba su cabeza.

Claythos hizo ademán de saludo y comenzó a hablar.

—Buenas noches, caballero. Preciso dos habitaciones para guardar reposo y poder continuar el viaje por la mañana.

—Solo me queda una habitación. O la compartís o tu compañero duerme en el establo —respondió el posadero.

El guardián dirigió una mirada al cochero, quien asintió con la cabeza. Aceptaron compartir habitación.

Por suerte, allí había dos catres. Claythos, todavía intimidado por el grosero actuar del posadero, le preguntó a su acompañante en cuál de los dos catres prefería dormir.

—No tengo preferencia, la verdad. Con tal de descansar un poco me sirve hasta el suelo. —Frunció el ceño—. Pero sí siento curiosidad por una cosa, si me permite preguntar.

—Adelante, caballero, pregunte lo que necesite.

—Su padre, que en paz descanse, era Kalam, el guerrero del lobo, ¿me equivoco?

El joven se sorprendió por la pregunta, pero entonces se dio cuenta de que no era en absoluto extraño que el cochero conociera a su padre, a fin de cuentas, se trataba de uno de los hombres más afamados por sus valientes hazañas.

—En efecto. ¿Acaso lo conocía?

—Por supuesto que sí. Él era un bravo guerrero, es una lástima que ya no esté entre nosotros.

Claythos procuró evitar que una lágrima descendiese por su mejilla. Si algo había aprendido del poco tiempo que llevaba en el cuartel, era que los hombres jamás lloraban. Y él era un hombre.

—Lamento su pérdida, joven guardián. Estoy seguro de que el gran Kalam estaría orgulloso de usted —continuó el cochero.

«Mentira».

—Gracias por sus palabras, caballero.

No volvieron a sacar el tema. A la mañana siguiente, retomaron el camino. El conductor del carruaje optó por iniciar la conversación.

—Y, dígame, noble joven, ¿qué tiene pensado hacer una vez llegue a su casa?

—Pues, me quedaré una temporada junto a mi madre y luego partiré en una misión —contestó el guardián.

—Ay, jovenzuelos. ¡Qué aventureros sois los jóvenes de hoy en día! Yo no sé qué será de mí el día que me aleje de mi hija.

—¿Tiene una hija?

—Sí, noble joven, se llama Xane. Apenas tiene cinco años, pero es tan hermosa... —suspiró.

—Y teme que llegue el día en que se vaya a desposar con un hombre y lo abandone.

—Para nada, jovencito. Mi hija se distanciará cuando se convierta en una guerrera. Ella luchará por su propia mano —decretó el cochero, llevándose la mano al pecho.

—Pues sí que tiene altas expectativas en ella, buen señor.

—Todo padre está orgulloso de su preciado retoño, como le decía ayer. Tanto mi esposa como yo hemos educado a nuestra hija con los valores necesarios para que crezca y se convierta en una mujer fuerte.

—Pero, ¿no cree que es inútil? Las únicas mujeres que saben luchar son las brujas. Ninguna fémina ha destacado nunca por su fuerza o estrategia en la batalla.

—Eso es culpa de los padres que no saben cuánto valor tiene una mujer dentro de ella. Te puedo asegurar que, si en lugar de caballos nos llevasen yeguas, llegaríamos mucho antes a nuestro destino. ¿Por qué cree si no que, como previamente ha dicho usted, son capaces de luchar las brujas? Conocen las artes oscuras, mas también son capaces de ganar en una pelea prescindiendo de sus hechizos —afirmó el hombre.

—Créame que se equivoca, caballero. Mi mejor amigo es cazador de brujas, y él mismo me ha informado acerca de lo peligrosas y horribles que son. No les importa lo más mínimo la vida humana. Nacen de las peores pesadillas de las mentes más perversas. Son seres del Mal. Además, si tan fuertes y tan extraordinarias son como usted mismo dice, no tiene sentido que les perjudique el hierro —se defendió Claythos.

—Crea lo que quiera, jovenzuelo. Aun así, una cosa es segura, mi hija no ha nacido para ser casada.

Claythos optó por callar. Era inútil discutir con aquel hombre sobre la libertad y fortaleza de las mujeres. Él estaba convencido de que el cochero estaba equivocado. Su madre era feliz por haber llegado al matrimonio. En el cuartel le habían enseñado que los hombres luchaban, que las mujeres criaban a los futuros guardianes y cazadores y, ante todo, que una bruja no podía ser considerada una persona. Bajo ningún concepto.

Transcurrieron tres días y dos noches inundados de silencio. El guardián prefirió contemplar el ya conocido paisaje a dar inicio a otra discusión con el conductor. Al fin se respiraba algo de paz.

—Hemos llegado —exclamó el cochero antes de que el carruaje se detuviera.

—¿Cuánto le debo? —inquirió Claythos, sacando un saco de monedas.

—No se preocupe, joven. Su jefe ya se ha encargado de todo.

El guardián bajó del carro. A continuación, dio media vuelta y se dirigió al que había sido su único compañero de viaje.

—Por cierto, ¿cómo se llama?

—Mi nombre es Ciel, noble guardián. Espero poder verle cuando decida regresar.

—Llámeme Claythos, buen señor. Aguardo lo mismo.

Entonces, el carruaje avanzó y el muchacho se encaminó hacia el hogar en el que, hasta hacía poco tiempo, habitaba una familia feliz y unida.

La casa apenas había cambiado en su ausencia. Estaba nervioso y no se atrevía a llamar a la puerta. Respiró hondo. Tocó.

Tras el trozo de madera encontró la silueta de una mujer. Su cabello negro azabache, mezclado con ciertos mechones blancos, estaba recogido en un moño totalmente despeinado. Llevaba el mismo mandil azul, sucio y algo roto. Lo único que había cambiado de lo que quedaba de su madre eran unas enormes ojeras que rodeaban sus ojos llenos de lágrimas.

—Claythos, ¡hijo mío! ¡Pero qué grande estás!

Al guardián le apenó la forzada sonrisa de su madre, tan rota como los jirones de su mandil añil.

—Sí, ha pasado bastante tiempo, madre —admitió—. ¿Cómo has estado?

La mujer no dijo nada. Simplemente se limitó a hacerle un gesto para que el joven entrara.

El interior no se diferenciaba de aquel que había visto por última vez antes de partir al cuartel. Solo había algo distinto. La ausencia de su padre.

—Siéntate, cielo —le invitó ella—. Te prepararé unas gachas. Debes de estar hambriento.

Claythos agradeció la atenta oferta de su madre. La verdad era que, aunque no quería hacerla trabajar en aquellas condiciones, necesitaba comer algo.

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