Ceniza II. Impacto
—Así que Shirfain ha vuelto a pasar por alto tu torpeza.
—Exacto, Arquio. Todos han sido castigados menos yo, y no me parece justo —se quejó el guardián.
—Bueno, míralo por el lado positivo. Puedes meter la pata las veces que se te antojen. Eso no lo puede decir cualquiera, y menos un cazador de brujas como yo. —El joven retiró su cabello rojo de los ojos.— ¿Quieres un poco? —le preguntó, señalando su tazón de sopa.
—No, gracias. Y precisamente por eso no me gustan ese tipo de injusticias. A ti el guardián jefe te tiene manía por el color de tu pelo.
—Ya, ¿y qué problema hay? Soy un buen cazador. He acabado con la vida de decenas de brujas, que tenga un tono de cabello similar al de ellas no significa nada —se defendió el muchacho.
Arquio había vivido toda su infancia en un orfanato hasta que Shirfain lo acogió para convertirlo en lo que era. Tanto guardianes como cazadores habían reparado en su pelo rojo como el fuego. Se le había acusado de ser un brujo y sus compañeros lo habían dejado de lado, pero Claythos no lo había hecho. A pesar de llevar poco tiempo juntos, habían forjado una amistad sólida.
—Oye, Arquio, ¿de dónde salen los seres del Mal?
—De las pesadillas de la gente, Claythos. Deberías saberlo como buen guardián.
—Ya pero, ¿cómo diablos se forman? El Estremonio de ayer no pudo haber salido de la negatividad humana.
—Los humanos guardan muchos sentimientos en su interior, desde el amor y la bondad más grandes hasta el más desalmado odio y maldad. Es entonces cuando se generan a partir de los pensamientos más retorcidos de las personas, los seres del Mal y las brujas. Pero hay algo que nunca muere en el ser humano, la Esperanza, y es a ella a quien servimos nosotros. Nuestra función es la de proteger a la gente de esas terroríficas criaturas creadas por ellos mismos —le explicó el muchacho.
—Somos la esperanza de la humanidad —resumió Claythos.
—Algo así. —Arquio se acabó el tazón— Bueno, mi descanso ha llegado a su fin. ¡Hasta otra, niño de Shirfain! —dijo con tono burlesco.
—Hasta luego, brujo.
A Claythos se le empezaban a cerrar los párpados. Había sido una noche muy dura. No pudo resistirse al sueño.
—Pues sí que era arduo el entrenamiento —exclamó una voz ronca.
El guardián despertó, desorientado. Ante él pudo percibir la silueta de Caeran, de brazos cruzados. Trató de incorporarse.
—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo? ¿Qué hora es?
—Espabila, novato mentiroso. El jefe dice que quiere hablar contigo.
Claythos se irguió. No podía hacer esperar a Shirfain. No si todavía deseaba seguir con vida.
Acudió al departamento a toda prisa, empujando a todo aquel que se metiera en su camino. Cuando hubo llegado a su destino, llamó a la puerta.
—Adelante —exclamó una cortada voz. Parecía la del guardián jefe.
El joven abrió la puerta. Lo primero que contemplaron sus ojos fue al jefe de los guardianes tratando de contener las lágrimas. Nunca había visto a Shirfain así.
—Pasa, pasa —le invitó—. Escúchame bien, mi querido Claythos. Siento tener que ser yo el que te transmita esta terrible noticia —hizo una pausa—. Verás, me acaban de informar de que tu padre, ese hombre a quien yo debo el hecho de estar vivo, ha estado enfermo desde hace un mes.
El guardián estaba dubitativo. Temía preguntar lo que su corazón se negaba a confirmar. Su imaginación le estaba jugando una mala pasada.
—¿Qué intenta decirme, señor? ¿Mi padre se encuentra bien?
—Claythos, tu padre... —titubeó—...murió la semana pasada.
El muchacho no daba crédito. Pensó que la respiración se le iba a parar por un momento, que su alma abandonaría su cuerpo.
—No... no, no, ¡no! Eso no es verdad, señor. No puede ser verdad. Dígame que no es verdad, por favor. Esto es un sueño. Sigo durmiendo. Todo esto no es real. —No pudo reprimir las ganas de llorar.
—De verdad que lo siento, mi querido guardián. Pero quiero que sepas que no estás solo. Yo estoy aquí para lo que necesites. Si es preciso, permitiré que te den unas vacaciones para que vayas a visitar a tu madre.
Su madre. La pobre seguramente estaba desolada. Y lo que es peor, completamente sola.
—Lo cierto, señor, es que, en efecto, debo ir a ver a mi madre. No puedo dejarla llorar sola.
—Te entiendo. Esta noche dormirás en el cuartel, pero te aseguro que mañana por la mañana un carruaje te llevará de vuelta a tu casa —le confirmó Shirfain.
—Gracias, señor.
Una vez salió del lugar, Claythos se sentó en el suelo, cubrió su semblante con las manos y se echó a llorar. Parecía un niño. Pensó en lo que diría su padre si lo viera así. Un guardián que pretendía convertirse en cazador, sollozando.
Todo aquel que pasaba por allí se lo quedaba mirando, pero poco le importaba eso. Una voz interrumpió sus lamentos.
—¿Estás bien? ¿Qué ocurre?
Levantó la cabeza. Era Segte.
Titubeó al tratar de responder. Le costaba admitirlo.
—Mi... mi padre ha muerto.
El guardián no dijo palabra alguna. Simplemente, sin poder disimular su expresión de sorpresa, se agachó y puso su brazo en el hombro de su compañero.
Aquel gesto fue suficiente para reconfortar un poco el corazón de Claythos. Se limpió las lágrimas con la manga del uniforme.
—¿Sabes? Soy pésimo consolando. —Segte hizo una mueca en un intento de sonrisa.
—Con que permanezcas así un rato más me basta —le pidió el novato.
—Como desee, señor.
Soltaron una tímida risilla. El guardián jefe tenía razón. En ese cuartel tenía muy buenos amigos. Nunca estaría solo.
—Mañana regresaré a mi casa —le confesó el joven.
—¿Te irás sin despedirte?
—Serán unos pocos días, los suficientes para acompañar a mi madre —le tranquilizó.
—Eso no contesta a mi pregunta, Claythos.
—Únicamente me despediré de Caeran, de Arquio, de Shirfain y de ti. Pero no quiero que lo descubran hasta mañana. ¿Podrías guardar el secreto? —le preguntó.
—Está bien. —Segte se incorporó y se alejó del triste guardián.
El día se le antojó eterno. Al anochecer se fue a su dormitorio sin cenar, no le apetecía probar bocado.
Una mano le tocó el hombro. Se giró bruscamente. Sus ojos se cruzaron con los de Arquio.
—¿Es cierto eso de que te vas?
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