* 23 *

Ya sabía yo que las cosas no podían salir bien por tanto tiempo. Anoche todo fue genial, Santiago me trajo a casa y se despidió con un beso en la mejilla. Ingresé a mi hogar y ahí estaba él, esperándome para gritarme todo lo horrible que era por llegar tarde a la casa. Además, había visto por la ventana que había llegado con un chico, eso fue suficiente para que me tratara de zorra y un montón de adjetivos más.

Quise escabullirme e ignorarle, pero no me lo permitió. Me alcanzó cuando intentaba pasar por un costado y me empujó con fuerza hacia una pared. Mamá sollozaba desde la puerta de su habitación sin hacer nada, como siempre.

—¡Estoy harta de esto, estoy harta de ustedes! —grité cuando ya no pude contener la rabia—. En unos días comenzaré a trabajar y pronto me iré de aquí —agregué.

—¿Trabajar? ¿Quién le daría trabajo a una buena para nada como tú? —exclamó mi padre.

—Déjame en paz —añadí intentando zafarme de su agarre—. Ya no soy una niña, soy mayor de edad y me iré de aquí en cuanto pueda. Me dijiste que mientras viviera bajo tu techo debía aguantar tu tiranía, pero eso no será por mucho tiempo —respondí con toda la valentía que logré juntar.

Sus ojos se salieron de sus órbitas y su puño se estrelló contra mi mejilla. Logré zafarme, pero no lo suficientemente rápido, así que el golpe igual impactó mi rostro.

—¡Déjala en paz! —gritó mi madre.

Lo miré con todo el odio que podía transmitirle en ese momento, quería que lo supiera, que no le quedaran dudas de lo mucho que lo odiaba. Él bajó el brazo con lentitud y liberó mi puño. Fui a mi habitación y me metí bajo las mantas para esconderme del mundo y llorar.

No pude escuchar a nadie durante un buen rato, pero entonces algo hizo un sonido seco en la habitación y levanté la cabeza para darme cuenta que el control de la tele se había caído. Era Lía, que estaba intentando comunicarse conmigo. Lo cierto es que no quería. No quería hablar con nadie en ese momento.

Ella se acercó a mí con la mirada preocupada, me dio pena, así que terminé por tomar la piedra entre mis manos.

—¿Estás bien? Estás sangrando... —dijo viéndome con desesperación.

—No es nada...

—He visto lo que ha sucedido, ¿por qué no lo denuncias? —inquirió y solo me encogí de hombros.

—Sé que solo quieres ayudar, pero no tengo ganas de hablar ahora...

—Te entiendo... disculpa... —añadió y entonces no la vi más.

Me metí a darme una ducha para quitarme el sabor a la sangre y luego me acosté para dormir y dejar de pensar. Los últimos momentos despierta, solo pensé en Santiago y en lo bello que había sido el día. No quería que los recuerdos horribles del final de la jornada ensuciaran mis sentimientos, mis pensamientos, mis ganas de salir adelante. Estaba decidida, iba a trabajar e iba a darle un norte a mi vida.

En algún momento quedé dormida, y hoy por la mañana, salí de casa camino al cementerio. Llevaba días que no iba, pero no quería quedarme en casa y no había nadie en lo de Lila. Me puse a escribir varios capítulos de la historia que hacía un buen tiempo tenía abandonada y luego solo me recosté a mirar el cielo y dejar pasar las horas hasta que llegara el momento de ir a ver a Lila y a la madre de Eduardo.

Sabía que ella iba a preguntarme qué me sucedía, pero no iba a decirle nada, además, por suerte no iba a estar Santiago, así que no tendría que darle explicaciones a él.

La madre de Eduardo tenía una historia desgarradora. Logró transmitirme no solo lo que había vivido, sino esa tristeza que estaba pegada a su alma. Después de escucharla y trasmitirle todo a Lila decidí que era hora de regresar a casa, no quería que papá se enfadara si llegaba tarde de nuevo y además, Lucas me había pedido que le ayudara a estudiar.

Ahora ya estoy yendo a casa, y mientras camino, no puedo dejar de pensar en todo lo sucedido. De pronto, veo a Santiago caminar hacia la casa de Lila, no viene solo, está con una chica que no logro reconocer, entonces cruzo la acera con velocidad para que no me reconozca. Bajo la vista y finjo no verlo. Un par de cuadras después de haberme cruzado con él y cuando pienso que me he librado de su presencia, escucho que me llama.

—¡Iri! ¡Espera! —No tengo ganas de verlo, no quiero que vea mi herida y, a decir verdad, verlo con esa chica me ha desconcertado. No estaban haciendo nada, pero no sé quién era y de alguna manera me siento inquieta.

Apresuro la marcha.

—¡Iri! —Su voz agitada ya está a mi lado. Demonios. Sigo con la mirada al suelo—. ¿Por qué me estás ignorando? —inquiere y yo niego.

—No lo hago... —respondo con sequedad.

—¿No? —inquiere.

—No...

—Detente un rato —pide y yo sigo caminando. Vuelve a seguirme—. Irina... ¿qué sucede?

—¿Quién era esa muchacha? —pregunto y ni siquiera sé por qué lo hago. ¿Qué demonios me está sucediendo? —Deja... no tienes que darme ninguna explicación.

Santiago sonríe y se detiene.

—¿Estás celosa? —inquiere y yo no respondo, tampoco levanto la vista, pero me detengo. ¿Por qué no me miras?

—No estoy celosa. Debo irme, estoy apurada —añado con prisa y pretendo escapar.

—¡Espera! —dice y me toma de la mano. Dejo que se acerque. Mis lágrimas queman en mis ojos porque sé que me verá, sé que verá el moretón en mi mejilla y no podré mentirle más, no quiero hacerlo—. ¿Iri? —pregunta de nuevo y levanta mi mentón con su dedo. Lo dejo hacer y me dejo ver.

Siento como si estuviera desnuda ante él, siento temor y vulnerabilidad, me siento humillada y a la vez quisiera que me abrazara y me prometiera que todo estará bien, aunque sé que él no tiene ese poder.

—¿Qué te ha sucedido? —inquiere y yo niego.

—Me he golpeado con un mueble. —Cuando digo eso cierro los ojos con fuerza, me doy vergüenza, una vez más me he convertido en mi madre, estoy callando, estoy escondiendo la brutalidad de mi padre, estoy siendo cómplice. Me avergüenzo de mí misma.

—No te creo...

—Ese no es mi problema —digo e intento zafarme de él. Camino a toda velocidad y él me sigue.

—¡Espera! —grita y yo comienzo a correr.

—Estoy apurada, hablaremos luego —añado y él también corre.

Solo quedan cuatro cuadras para llegar a casa, pero al pasar por una plaza desvío hacia la derecha con la intención de perderlo. Es una tontería lo que acabo de hacer, porque solo logro meterme a un callejón sin salida casi desierto.

—¡Déjame, Santiago! —grito cuando él se acerca a mí—. ¡Esto no te incumbe!

—¿Por qué huyes de mí? —pregunta con consternación. En su rostro solo hay curiosidad y dudas.

—Necesito estar sola, solo déjame. Además, ya tienes compañía, ¿no? —digo cuando lo tengo ya casi en frente. No sé por qué lo hice, pero quizá si me hago la ofendida él decida marcharse.

—Ella solo era una ex compañera de la escuela, ¿por qué actúas así? ¿Estás celosa? ¿Es eso? —pregunta y yo niego.

—Tú puedes hacer lo que desees, déjame en paz —zanjo con la voz ronca por los nervios y las ganas de llorar, me estoy comportando como una loca. Él se acerca aún más a mí y me toma de la muñeca derecha, la misma que ayer mi padre ha lastimado, gimo por el dolor.

—¿Qué sucede? —dice y levanta mi brazo para ver mi muñeca al notar que me ha lastimado, allí están también algunas marcas—. ¡Dios! ¡Irina! ¿Quién te ha hecho esto? —pregunta y parece enfadado.

—Nadie... no me ha pasado nada —insisto—. Y no te incumbe, ¡solo déjame! —grito.

—¿Por qué no me lo cuentas? —pregunta y yo me pongo a gritar como desquiciada.

—¡A ti qué demonios te importa! Mira, Santiago, tú y yo no somos nada más que conocidos, no tengo por qué darte explicaciones de lo que hago o dejo de hacer. ¿Qué es lo que quieres saber? ¡Piensa lo que desees pensar! —No es que quiera lastimarlo ni decirle todo lo que le digo, pero necesito que me deje en paz y deje de hacer preguntas o caeré en sus brazos y le rogaré que me ayude. No quiero eso, no quiero.

—¿Un chico te ha hecho esto? —pregunta con temor en la voz. Aprovecho su duda para gritarle aún más.

—¡Sí! ¡Soy una zorra y me gusta! ¿Ves? —Sus ojos se abren en sorpresa—. ¡Y si fuera así, ¿qué?! —Me siento desbordada, es como si una parte de mí me mirara de afuera y yo misma pensara que me he vuelto loca.

—¡Demonios! ¿Te has vuelto loca? ¡Solo quiero ayudarte! —grita y al sonido de su voz me siento desfallecer, de pronto le tengo miedo. Su mirada es fuerte y su cuerpo es grande, me siento pequeña a su lado, como si con un solo golpe pudiera convertirme en polvo. Por un instante siento que quizá me merezca ese golpe, después de todo él no ha hecho nada y he sido yo la que ha comenzado a gritarle.

Ese pensamiento me hace llorar, mis lágrimas caen en gotas regordetas desde mis ojos. ¿Cómo demonios me convertí en esto que siempre he odiado? Me alejo atemorizada, no solo de él —por si llegara a golpearme—, sino de mí misma por siquiera pensar que me merezco un golpe.

—Iri... Espera —dice y su voz es mucho más suave. Yo estoy hecha un ovillo recostada por una pared y me voy dejando caer al suelo entre lágrimas, odio que me vea de esta manera—. ¿Pensaste que iba a pegarte? —pregunta agachándose para quedarse a mi altura, no le respondo.

Él espera unos segundos y ante mis sollozos se acerca más y me abraza.

—Jamás te levantaría una mano, Irina. Perdón por haberte levantado la voz, me puse nervioso porque no entendí tu reacción. Aún no la entiendo, pero no me gusta verte así —explica—. No debes tener miedo de mí, yo nunca te haría daño, Iri, por favor —insiste.

—Lo siento... —murmuro y lo dejo abrazarme. Por primera vez en la vida no me siento incómoda, me siento protegida, como si nada malo pudiera sucederme en sus brazos. Sigo llorando.

—¿Quién te hace este daño, Iri? ¿Es tu padre? —pregunta y yo no respondo. La sola idea de que él lo descubra me aterra, ¿y si intenta hacer algo y papá lo lastima?—. ¿Es él quien te quemó la vez anterior? ¿Él te ha golpeado en el rostro? —inquiere.

—N-no... solo soy muy tor...pe. —Me voy silenciando a mí misma a medida me doy cuenta de que soy lo mismo que odio de mi madre—. Sí... pero nadie debe saberlo —asiento y me largo a llorar como si fuera una niña de cinco años.

Lo he admitido, lo he admitido y la presa en mi interior se ha roto.

—Tranquila, tranquila —dice él y me abraza más fuerte, me besa en la frente y siento como sus labios expanden tibieza en mi rostro, en mi corazón y en mi alma—. No le diré a nadie... —promete y suspira. Yo me dejo ir en sus brazos, lloro hasta que las lágrimas se agotan y un adormecimiento se apodera de mi ser.

—Perdóname... No quise reaccionar así —digo al fin y él sonríe.

—Me agrada que te hayas puesto algo celosa —sonríe—. ¿Te sientes mejor ya? —inquiere y yo asiento—. ¿Me dejarás ayudarte, Irina? —pregunta y yo niego.

—Nadie debe saberlo, podría lastimar a mi madre. Ayer... te vio dejarme en casa y se enfadó porque llegué tarde y con un chico... Me trató de... lo peor. Como siempre estaba ebrio —explico y él niega, puedo ver que sus puños se cierran.

—¿Lila lo sabe? —pregunta y yo niego.

—Nadie lo sabe. No quiero que nadie lo sepa... Ni siquiera sé por qué te lo acabo de contar —respondo con sinceridad—. Es humillante para mí admitirlo, y más humillante es darme cuenta que me he convertido en lo mismo que he odiado, una mujer sin agallas, con miedo. Hace rato pensé que me lastimarías y que yo tenía la culpa, ¿te das cuenta? Me he convertido en mi madre —digo y vuelvo a sollozar.

—Escucha —dice y hace que lo mire—. Yo voy a ayudarte, déjame pensar, buscaremos una salida —promete y yo quiero creerle. Me vuelvo a hacer un ovillo y me enredo entre sus brazos, me gusta su abrazo, su aroma, la seguridad que siento cuando estoy con él.

Me gusta Santiago. 

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