* 18 *

Eduardo y yo ingresamos a una cafetería y ordenamos algo. Debo admitir que se ve bastante guapo, tiene una sonrisa dulce y es muy detallista. Me pregunta qué deseo y me recuerda que él invita. Le digo que puedo pagar mi parte, a lo que él responde que sabe que puedo, pero que desea hacerlo.

Comenzamos comentando nuestros días, cómo ha estado el trabajo y cosas como esa. Me pide que le hable de Benja y me pregunta cosas sobre él. Le comento un poco de todo y de pronto estamos inmersos en una conversación que empezó por algo y continuó por otros caminos.

Eduardo es de esas personas con las que se puede hablar por horas, parece que los temas no se agotan y me siento a gusto mientras descubro que coincidimos en varias cosas y situaciones.

—Hace mucho que no salgo con nadie —comenta—. La verdad es que soy un poco solitario, pero me agrada conversar contigo.

—A mí también —respondo con una sonrisa—. Y también me considero solitaria. Mi mundo gira entorno a Benja, Irina y Santiago. Mi trabajo no es un lugar donde tenga oportunidad de hacer amistades, así que supongo que mi círculo es reducido.

Él me pregunta sobre Irina, cómo la conocí y cómo nos hicimos amigas, le cuento más o menos sin ahondar demasiado en los temas del cementerio y demás, puede que eso le haga pensar que soy rara y no deseo eso. También le hablo de Santiago, y le comento que me siento contenta porque él e Irina al fin parecen llevarse mejor.

Él sonríe y me dice que se alegra por ello. Me habla de su padre, de sus últimos días y de su fallecimiento, me cuenta que siempre fueron solo ellos dos, ya que su madre lo abandonó cuando era muy pequeño. En ese mismo momento sucede algo extraño, una corriente de aire hace volar algunas servilletas que estaban sobre la mesa.

—Qué extraño está el tiempo —dice él interrumpiendo su relato—, cambia a cada segundo.

Yo no respondo y dejo que continúe, la verdad es que no sé por qué, pero en ese instante recuerdo que Irina dijo que siempre había una mujer siguiéndolo.

—¿Y no has visto nunca más a tu madre? —pregunto y él niega.

—La última vez que la vi, yo observaba por la ventana y ella me tiraba un beso antes de subirse a un taxi, iba a ir a una entrevista de trabajo en una ciudad vecina. En ese entonces, las cosas no estaban bien en casa, mi padre se había quedado sin trabajo y había conseguido uno en el que ganaba la mitad de lo que solía ser su sueldo en el empleo anterior, así que la economía estaba mal para ellos. Mamá decidió volver a trabajar, pues lo había abandonado por quedarse en casa conmigo, pero yo ya estaba grande y ellos me hablaron. Estuve de acuerdo, porque ya entendía. Quería apoyarles porque veía a papá muy cansado.

—Entiendo... —murmuro.

—Lo cierto es que ella se veía contenta, había encontrado un empleo en el diario, pero la entrevista era en la ciudad vecina. No quedaba demasiado lejos, así que decidió ir e iba aprovechar el viaje para quedarse un par de días en la casa de su prima que vivía allí.

—¿Entonces? —pregunto ante el silencio de Eduardo.

—No regresó jamás —responde encogiéndose de hombros—. Fue como si la tierra se la tragara, la buscamos por todos lados, papá dio su vida por buscarla, pero nada. No apareció entre los vivos ni entre los muertos, fue como si nunca hubiera existido.

—Eso es muy triste —respondo—. ¿Su prima no la vio?

—Jamás llegó a su casa —añade y suspira—. Papá nunca aceptó que nos abandonó, él estaba seguro de que algo tuvo que haberle sucedido, y yo al principio le creí, pero con el pasar de los meses y de los años y al tiempo que la esperanza de que regresara moría, fui entendiendo que esa no era la verdad. Papá se estaba engañando y a causa de eso enfermó, depresión, problemas del corazón, y miles de cosas más. Yo lo cuidé hasta el final, pero nunca la pude perdonar por habernos hecho eso. No puedo entender por qué lo hizo, no puedo entender qué es lo que falló. Muchas veces me sentí culpable, quizá se fue por mi culpa, porque era un niño un poco travieso y se cansó, a veces pensaba que era por culpa de papá y lo odiaba en silencio y otras, aseguraba que era por la situación económica, quizás ella no aguantó.

—Lo siento, Edu —digo y él no sabe hasta qué punto soy capaz de entenderlo. Sus ojos se ven tristes y su mirada está perdida en un punto fijo. Puedo darme cuenta de que no ha hablado esto con alguien en mucho tiempo.

—Quizás es por eso que soy así, cerrado, distante y solitario. Quizás es por eso que no me he abierto a las relaciones, porque tengo miedo a que me vuelvan a abandonar. Sé que suena tonto, pero es algo que está dentro de mí desde el día que ella no regresó...

—Puedo entenderlo y no te juzgo, sé perfectamente lo que se siente el abandono...

Él me mira como si esperara que yo le hable de mi vida, pero no sé si hacerlo, es nuestra primera salida y aunque siento que tengo una conexión inmensa con él, todavía no deseo hacerlo. Ni siquiera Irina sabe mi realidad y no me siento lista para comentarla aún.

Cuando la merienda termina y la noche comienza a caer, considero que es hora de regresar a casa. Sé que Santi e Irina llevaron a Benja de paseo, pero quiero estar en casa cuando regresen. Eduardo me acompaña y caminamos en silencio. De pronto vuelvo a sentir como si alguien me soplara información al oído, el nombre de una mujer aparece en mi mente y no entiendo cómo ni por qué. Es como si el viento me lo susurrara, entonces solo sé quién es.

—¿Cuál es el nombre de tu madre? —pregunto y él me observa con curiosidad. Yo puedo anticipar la respuesta, pero solo necesito confirmarlo.

—Paola —responde y yo ya lo sabía. Ella es la mujer que lo sigue a todas partes, ella es la que hizo que el viento levantara las cosas unos minutos atrás, ella le quiere decir algo porque también está muerta.

Me detengo unos minutos pensando en todo eso, en cómo podría decirle que tengo esa información sin parecer una loca recién salida de un manicomio.

—¿Estás bien? —pregunta él y yo asiento. Sigo nuestro camino, no hay manera de decírselo, al menos no ahora. Esperaré a hablar con Irina.

Cuando llegamos a la casa, él se despide en la puerta. Le agradezco por la velada y él me agradece a mí.

—Hace mucho no la paso tan bien con alguien, Lila. Gracias por todo —dice y yo me encojo de hombros. Es un halago y no sé manejarlos muy bien.

Eduardo se acerca y me da un beso en la mejilla derecha. Siento como si mi corazón se saltara un latido y sonrío como si tuviera quince años. Él se aleja y me saluda con la mano, parece que también se siente así.

—¿Puedo volver a llamarte? —dice cuando ya está en la vereda.

—Claro... —respondo y me meto a la casa sin más.

Una vez dentro, trato de controlar mi actitud. Soy una mujer adulta, se supone que la adolescencia ya me abandonó hace tiempo. Niego y voy a mi habitación a darme una ducha caliente aprovechando que aún no llegan los chicos, cuando estoy con Benja los baños no pueden durar más de un minuto y medio, así que poder quedarme bajo el agua por unos cinco o siete es todo un lujo para mí.

Mientras estoy allí vuelvo a rememorar nuestra velada, nuestras conversaciones, su sonrisa y el brillo de sus ojos. Creo que Eduardo me cae bien, creo que quiero seguir con esto.

Pienso en lo mucho que nos une y en lo común de nuestras historias, ambos hemos sido abandonados, ambos hemos lidiado con ese sentimiento de culpa de no entender por qué se van los que deben amarte primero, ambos nos hemos enfrentado a dolores similares y eso nos ha llevado a ser como somos ahora, solitarios o alejados de la realidad de nuestro entorno. De alguna manera eso me hace sentir menos sola, eso me hace sentir menos extraña, menos diferente. Sonrío, me alegra haberme animado a salir con él.

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