* 11 *

Aunque mi alarma suena temprano, decido quedarme en la cama más tiempo, si finjo estar dormida paso de largo el desayuno y cuando bajo, papá ya se ha ido. Me meto bajo las frazadas y disfruto unos segundos más del silencio y de la calma, odio las mañanas porque es aquí donde se desarrolla toda la acción.

No pasan ni diez minutos cuando empiezan los gritos y los sonidos de cosas golpeándose. Algo me dice que debo bajar, papá llegó muy tarde anoche y es probable que por eso su malhumor esté elevado a la enésima potencia. Me visto lo más rápido que puedo con lo primero que encuentro y me arrastro hasta el comedor. Lo que veo allí termina de despertarme por completo.

Mi padre ha arrojado una taza de café cuyos fragmentos están esparcidos por todo el suelo y está parado al lado de la cafetera. Tiene el recipiente de vidrio del aparato en la mano.

—¿Lo hiciste a propósito no es así? —grita. Mi madre parece un animal asustado y agazapado contra una esquina de la pared—. ¡Te pregunté bien si estaba caliente y dijiste que no!

—Lo hice hace r-rato y p-pensé que ya se había enf-friado —murmura aterrada.

—¿Pensaste? ¡Tú no piensas! —exclama y levanta la cafetera, por un minuto me parece que la va a tirar al suelo, pero entonces se acerca a ella con los ojos brillando de furia—. Entonces, esto no está caliente, ¿eh? —añade y veo a mamá encogerse en su sitio.

Sé lo que va a hacer, puedo leer sus pensamientos y esa mirada maligna llena de venas rojas que indica que anoche ha bebido y no ha dormido bien. Trato de calcular la distancia entre él y yo, pienso que si logro moverme de manera rápida podré llegar e interceptarlo, intentando que la cafetera salga volando para el otro lado y el líquido caliente no alcance a mi mamá. Cuento mentalmente y doy los pasos que necesito.

—¡Déjala! —grito para sorprenderlo y evitar que se apresure y me dañe el plan. Papá se gira a mirarme y por un minuto parece algo perdido. Llego justo, pero cuando intento golpear la cafetera él levanta el brazo.

—¡Qué valiente eres! —dice socarronamente y yo doy un salto para tratar de colgarme de su brazo.

—¡No le hagas daño! —pide mi mamá entre lágrimas, entonces mi papá sonríe y vuelca el recipiente derramando todo el líquido sobre mi brazo derecho y parte de mi mano.

—¡Ahhhggg! —grito cuando siento que el calor me quema la piel. Qué digo me quema, parece que me está desgarrando. Papá se ríe y luego arroja la cafetera con fuerza al suelo, el vidrio del recipiente estalla en mil pedazos, uno de los cuales se incrusta en mi pierna. Ahora no sé qué duele más.

Con mi mano derecha temblando de dolor intento sacar el fragmento de vidrio y lo logro, pero un poco de sangre comienza a brotar. Mamá corre hasta el mueble y saca una servilleta limpia para envolverme la pierna, la herida no es grande, pero el dolor punza, eso sin contar que el brazo me arde con locura.

Intento atajar las lágrimas que luchan por salir, quizá por el dolor, quizá por la rabia o la humillación, quizá porque a mi padre le parece divertido lastimarme, quizá por estar viva y pertenecer a esta familia de locos.

—¡Irina! Ven aquí, voy a curarte —dice mamá. Yo no me doy cuenta que ya estoy saliendo de la cocina. Veo a mi padre cerca de la puerta de salida y lo miro con odio.

—Debes aprender respeto, niña —exclama señalándome con su dedo índice—. En esta casa mando yo, y mientras tú estés bajo mi techo y yo te mantenga, aprenderás a cumplir mis órdenes. No debes meterte en mis discusiones con tu madre —añade antes de salir.

Gruño como si tuviera dentro de mí a un león enjaulado y corro hasta mi habitación. El brazo me duele, pero más me duele el alma. Tomo mi mochila y guardo algunas cosas, debo salir de aquí, debo escapar de esto, debo...

No puedo pensar porque el dolor parece intensificarse a medida que el líquido se seca. Me pongo como puedo la mochila en la espalda y escucho que mamá se aproxima.

—Déjame curarte, Iri —insiste.

—¡Primero debes curarte tú! —exclamo y paso por su lado dejándola allí en medio del pasillo con el maletín de primeros auxilios en sus manos y las lágrimas derramándose copiosamente por sus mejillas. Yo no tengo a donde ir, pero iré a lo de Lila, que es el único sitio que conozco donde hay algo de paz. Además puedo usar su maletín de primeros auxilios e intentar curar este dolor. Necesito salir, ir a cualquier lado, pero no quedarme aquí.

Me duele verla así y sé que se siente culpable, pero no puedo, no puedo quedarme y consolarla, no puedo abrazarla y decirle que todo estará bien porque sé bien que no es cierto, que cada día que pasa las cosas estarán peor, que esto no se detendrá hasta que...

Pienso en mi madre muerta, en su velorio, en su entierro. Niego con la cabeza, no voy a permitir que papá le haga eso, antes voy a matarlo yo con mis propias manos. Quizá me lleven presa, pero qué más da, vivir así es igual a estar en la cárcel.

Cuando llego a lo de Lila abro la puerta como puedo, corro hasta su baño, allí ella tiene el botiquín. Pero entonces al pasar por la sala y ver la confusión en su mirada, recuerdo a Santiago.

—¿Irina? ¿Estás bien? —pregunta, no respondo. Sigo mi camino y como puedo busco el maletín. Soy diestra, por lo que hacer las cosas con la izquierda me cuesta mucho trabajo—. ¿Irina?

Santiago está parado frente a la puerta y me mira con curiosidad, entonces parece percatarse de mi herida y corre los pasos que nos separan, toma el maletín que yo intentaba encontrar y lo abre con premura.

—Déjame a mí —dice y yo niego.

—Puedo hacerlo sola.

—Sé que puedes, pero será más sencillo que lo haga yo, considerando que con la izquierda no eres muy buena —añade y yo suspiro. No tengo ganas de discutir, el dolor es demasiado fuerte.

Santiago abre la canilla del lavabo y me guía para que coloque mi brazo debajo del chorro de agua. Luego de un rato, me lleva hasta la cama de Lila y revisa mi herida, entonces me ve a los ojos con la mirada cargada de interrogantes.

—Se me cayó el café que estaba preparando para el desayuno —miento instintivamente. En ese momento me siento la peor escoria del mundo. Me he convertido en mi madre.

—Esto se ve feo, Iri... ¿No quieres que te lleve a urgencias? —pregunta y yo niego con desesperación. Me aterra la idea de tener que mentirle a los médicos y a las enfermeras, ellos van a descubrir que estoy mintiendo y yo no soy capaz de decirles la verdad. Las lágrimas que estaba conteniendo comienzan a derramarse al percatarme una vez más que he caído en el mismo círculo en el que vive mi madre, estoy intentando justificar las acciones de mi padre. No tengo el coraje de salir a denunciarlo por miedo a sus represalias, por miedo a que le haga algo a mi mamá, por miedo a que... —De verdad... Estaría más tranquilo si vamos al hospital —insiste Santiago y yo niego. Él seca mis lágrimas con un pedazo de papel higiénico que trajo del baño y me sonríe con ternura.

—No... por favor, no quiero ir —ruego y el miedo se puede palpar en mi voz, me siento como una niña chiquita desprotegida y asustada.

—Está bien... pero hagamos algo, voy a ponerte aloe que Lila tiene en el jardín, y si en unas horas sigue doliendo tanto, iremos a la urgencia, ¿está bien? —inquiere con un tono paternal que solo logra ponerme más vulnerable, asiento y me enjugo las lágrimas con el brazo izquierdo. Él se levanta y va en busca de la planta. Yo me quedo allí y observo mi brazo, la verdad es que no se ve bien, es probable que me quede una cicatriz de esto, pero qué más da. La cicatriz en mi alma es mucho más grande.

Cuando Santiago regresa, veo que ha cortado las hojas en pequeñas capas, las va poniendo con mucho cuidado sobre mi brazo y luego las envuelve con una gasa casi transparente. El líquido es fresco y me produce una cierta sensación de calma, pero el ajuste de la gasa me hace emitir un pequeño quejido de dolor.

—Casi no estoy ajustando —dice él y yo asiento, es verdad, pero aun así duele. Cuando termina su labor, baja la vista y observa la servilleta que está enrollada a mi pantorrilla—. ¿Y esto? —pregunta.

—No es nada, un trozo del vidrio se incrustó allí, pero ya está, ya no sangra.

Santiago niega y saca el trapo, me pide permiso para limpiar la pequeña herida y luego pone sobre ella una tirita. Entonces me mira.

—Estás lista... ¿Has desayunado? —inquiere y yo niego. Él sonríe y sale del cuarto, yo cierro los ojos y suspiro, pensé que haría muchas más preguntas, pero no las hace y eso me tranquiliza. Luego de un rato vuelve con una bandeja con muchas cosas, pan, queso, algo de fruta y jugo, leche y café.

—Gracias —murmuro y él la deja en la mesa de noche de Lila.

—Yo estaré en la sala, tengo una entrevista laboral cerca del mediodía y espero que esta vez sea fructífera —añade—. Quizá sería bueno que descanses un poco, y si te duele mucho o necesitas algo me avisa.

—Gracias... —vuelvo a murmurar y él sale de la habitación.

Intento comer lo que puedo con mi mano derecha a medio funcionamiento, con cada movimiento siento algo de dolor y la piel me estira. Luego de un rato me acuesto en la cama de Lila y cierro los ojos, no tengo sueño, pero me duele la cabeza y el alma. Me siento derrotada, abandonada, frustrada, me siento perdida.

No tengo idea de cuánto tiempo pasa, pero cuando Santiago golpea la puerta con el puño despierto y lo observo allí parado.

—Solo quería preguntarte si cuál camisa crees que me va mejor —dice y me muestra una negra en la percha y lleva puesta una celeste.

—Me gusta la negra —respondo y él asiente.

—Debí suponerlo —añade y yo bajo la vista—. ¡Es solo una broma, Irina! —comenta—. No debes tomarte todas las cosas tan a pecho.

Lo veo marcharse y me quedo pensando, quizá tiene razón, me encantaría ser una chica normal, alguien con amigos, con actividades, con padres que se ocupan de ella, con esperanzas y sueños, pero qué más da, no soy nada de eso y ni siquiera sé quién soy.

El sonido de un mensaje llega a mi celular, Lila dice que se quedará a reemplazar a su compañera de la tarde. Tenía la ilusión de verla en un rato, justo hoy no quiero estar sola, pero tendré que esperar hasta la noche. Santiago vuelve ahora con la camisa negra puesta.

—Lila dice que...

—Lo sé, también me escribió —interrumpo y me encojo de hombros.

—¿Y qué harás? Aquí no hay nada para almorzar. ¿Irás a tu casa? —pregunta y yo niego aterrada.

—No, no importa, no tengo hambre —añado y él observa la bandeja que me dejó más temprano, casi no he comido.

—¿No quieres venir conmigo? —pregunta luego de un suspiro—. Tengo una entrevista en un local de comida rápida, quizá puedas comerte una hamburguesa mientras yo me ocupo —dice y yo niego—. Vamos, te hará bien distraerte un rato —añade.

Lo pienso por un minuto, si me quedo aquí me pasaré las horas pensando en cosas que solo me harán sentir peor, además es probable que en cualquier momento uno de los fantasmas haga su aparición y no tengo ganas de lidiar con eso en soledad justo hoy. Levanto la vista y me fijo en Santiago que me observa con una sonrisa dulce, al parecer no es tan desagradable como me pareció en un principio, de todas formas salir con él me resulta raro.

—No muerdo —dice levantando los brazos hacia los lados—. Vamos —insiste.

Asiento y me levanto, me pongo los zapatos y me peino un poco. Qué más da, intentaré ser una persona normal por un rato.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top