Prólogo
Aspexit, Atlántico, Marzo de 2342
Heavenly
A Silas nunca le había gustado el frío, porque le recordaba el peligro.
A pesar de ir y venir a diario por caminos bañados en escarcha, compuestos por agua solidificada y helada que se extendía más allá de todos los mares, Silas odiaba el frío.
No es que fuera una persona complicada. De hecho, él había aprendido desde muy pequeño lo que era enfrentarse a climas complejos. A la lluvia incesante que inundaba ciudades, a las nevadas eternas y las devastadoras ventiscas, que dejaban a más de un ser vivo sin hogar. Sin embargo, Silas odiaba el frío. No porque su cuerpo lo rechazara, sino porque era todo lo que lo constituía a sí mismo. Y, como una mariposa avergonzada de sus propias alas, Silas detestaba todo lo que lo componía.
En ese instante, parado frente a la gran Fuente de Heavenly, su roce no estaba ausente.
Pesadas gotas de agua rebotaban en la gruesa corteza de hielo que cubría el mar debajo de sus pies, y él no podía dejar de contemplarlas. Ni siquiera había tiempo de rebote, las pequeñas bolas de líquido se solidificaban al instante en que hacían contacto con el hielo, incorporándose al piso como una segunda capa de piel; construyendo un camino para los animales, para los casi inexistentes guardias y, como en ese caso, para los intrusos.
Silas pensó en lo simple que sería ser aquella repugnante capa de hielo. Estaría desprovisto de problemas y, desde luego, ni siquiera tendría que preocuparse del gran mal que se avecinaba. Al igual que los incrédulos humanos, podría esperar la pavorosa oscuridad sin prevenciones. Sin embargo, Silas no era una capa de hielo. Jamás sería una capa de hielo. Él debía limitarse a cumplir con su deber, inquirió.
Mirando al frente, frunció el ceño, molesto.
La magnánima Fuente de Heavenly se alzaba en su trono como una obra hecha a base de imperfectos pero sublimes cristales dispares, y su energía lo teñía todo. Era como un castillo. La luz que provenía de ella era lo suficiente potente como para cegar a cualquier humano común y corriente que se atreviera a mirarla. No obstante, en ese tiempo era imposible encontrar a alguien así.
Silas miró el lugar y se dio cuenta de que seguía tan tranquilo como cuando había llegado. No había rastro de quienes estaba esperando. Analizó el cielo, las puntas de cada torre gélida y las profundidades de las aguas negras que se perdían detrás de él. Nada, la soledad danzaba ante su presencia. Gruñendo con impaciencia, apretó los puños a los costados de su cuerpo. Lo estaban haciendo perder el tiempo, y él maldecía cada vez que perdía el tiempo.
Se llevó las manos al pecho, como si fuera a iniciar un rezo, y miro el cielo.
—Carpe diem.
La leve brisa le agitó la larga chaqueta de cuero negra que llevaba puesta y le corrió los mechones plateados del rostro hacia atrás. Entonces, de pronto, una luz rutilante y mortal salió desde una de las tantas torres de cristal de Heavenly y ascendió hasta el cielo.
Estaba comenzando.
Seguida de esa, emergieron dos, tres, diez, veinte... no, no se molestó en contarlas. Lo mejor que pudo hacer fue refugiarse mejor bajo la capucha de su chaqueta y contemplar el espectáculo lleno de complacencia. Cada luz era como una estrella fugaz que saltaba hacia el cielo, de regreso a su hogar, no obstante, él sabía perfectamente que aquellas luces no iban precisamente al exterior, sino al contrario.
¡Qué ironía! El gobierno se molestaba en poner cámaras apuntando el alrededor de Heavenly, sin pensar que era precisamente sobre las torres de Heavenly donde se llevaba a cabo el suceso más temido para la mayoría de los humanos. Por fin estaban de vuelta, fuertes y renovados. Ellos.
Nosotros.
Silas se encontraba observando el cielo, anonadado con su simplicidad, cuando de la nada, una luz centelleante y esplendorosa, como una rosa echa de fuego, adquirió forma y se materializó frente a su cuerpo. Silas no gritó, no se sobresaltó, y ni siquiera se movió. Sólo se limitó a mirar a la forma, al glimmer, y a decir tres palabras.
—Ella está lista.
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