Capítulo 7
Mis zapatillas emitieron un sonido ronco cuando derraparon frente al auto humeante que se encontraba estampado en la ventana delantera del costado izquierdo de mi casa.
Esa era la fuente del humo. Un auto se encontrada volcado, prácticamente clavado en la pared, mientras lo que quedaba de él sin derretir se fundía rápidamente bajo las llamas que se alzaban rebeldes hacia el cielo.
Y podría haberme relajado, sí, mi hogar no estaba ardiendo en llamas como una hoguera. No obstante, era imposible que mi tranquilidad aumentara mientras observaba como las ventanas y la misma puerta habían sido arrancadas de sus bisagras para ir a parar hechas pedazos en la vereda junto a mis pies. Era como si un gigante hubiera lanzado aquel automóvil frente a mi casa para luego golpear con un mazo todo lo que aún quedaba sin destrozar. Y sí, eso me causaba una sensación extraña, muy extraña, porque algo malo estaba pasando allí.
Entré por el agujero que había dejado la puerta, ignorando aquel pensamiento que me decía que el auto podría explotar en cualquier minuto, y, con el corazón palpitando igual de rápido que mientras corría, comencé a caminar entre los sillones rotos llamando a mi madre.
Las pocas cortinas que aún colgaban desde las delgadas barras de aluminio instaladas en los umbrales de las ventanas, ondeaban como fantasmas acorralados fruto del viento que entraba por el vacío de aquel cristal ausente, y, los escasos maceteros que se dispersaban por el perímetro, habían sido volcados y triturados inundando el espacio de un olor embriagante a flores muertas, como si en vez de haber penetrado en el living de mi casa me hubiera sumergido en un cementerio poco concurrido.
El libro que hace solo una semana había reposado en las manos de Casper, ahora yacía abierto y arrugado junto a todos los libros que habían tenido la mala suerte de encontrarse en aquella zona de la casa, y agradecí mentalmente que mi padre hubiera confiscado su último regalo en un lugar seguro lejos de aquella atrocidad. Aunque tampoco es como si tuviera la certeza de que el lugar que mi padre había escogido para encerrar mi trilogía estuviera a salvo del huracán que había revolcado mi casa.
—¡Mamá! —exclamé, apartando con mi pie uno de los cuadros que mi papá se molestaba en reubicar todas las semanas. Moví mi cabeza en todos los ángulos posibles, analizando todas las puertas en las que podría haberla encontrado, y avancé hacia el pasillo de las habitaciones convenciéndome de que ese sería el único sitio en el que podría haberse encontrado si no me había escuchado—. ¡Mamá!
—¿Celeste?
Su voz fue lo primero que escuché y, lo siguiente, el sonido de un vidrio al romperse; ambos desde la habitación de mis padres. Prácticamente corrí hacia allá, llena de temblores y lagrimas al borde de mis ojos, y, cuando encontré el pomo de la puerta con mis manos tiritonas y lo tomé para abrirla, otro grito proveniente de los labios de mi madre me dejó inmovilizada.
—¡Celeste, corre! —gritó aterrada, con una voz que jamás le había escuchado. Parecía desesperada. Parecía... No parecía ella—. ¡Ve en busca de ayuda! ¡Huye!
Sin embargo, a pesar de sus advertencias y sus gritos, nuevamente volví a desobedecerle, porque tendría que haber estado loca para abandonar a mi madre después de oírla pedir ayuda.
Empujé la puerta con mi cadera, aferrando el pomo con mi mano derecha, y, en cuanto la puerta se abrió, todo mi cuerpo salió expulsado hacia atrás como si un par de brazos invisibles me hubieran golpeado en la zona del pecho. Un dolor intenso me recorrió la columna vertebral cuando ésta chocó contra la muralla que había a mi espalda y un hilo de sangre me mojó la nuca cuando mi cabeza, endeble, se azotó contra la misma.
Sentí mi cuerpo replegarse, como si me tratara de un muñeco sin vida al que habían tratado de poner de pie, y sentí mi trasero colisionar contra la madera cuando terminé de deslizarme pared abajo.
Miles de luces comenzaron a danzar dentro de mis párpados, como me sucedía cada vez que apretaba los ojos con excesiva fuerza, y me obligué a abrirlos y a enfocar la vista para buscar a mi madre. No obstante, solo fui recompensada con la asquerosa imagen de un hombre verde mitad reptil, de pie junto al umbral de la puerta que acababa de abrir.
Al igual que una persona normal, estaba parado en dos piernas y había ropa que le cubría toda la mitad inferior de su cuerpo; dos brazos que parecían culebras demasiado largas nacían en la zona de sus axilas y desencadenaban en una serie de zarpas afiladas como cuchillas; su carne era verde, gruesa y escamosa, y en varias zonas estaba sorteada por callosidades que supuraban un material viscoso.
Sentí un grito de terror nacer dentro de mi pecho mientras aplastaba mi espalda contra la muralla, como si así pudiese atravesarla y desaparecer ante los ojos de aquel monstruo deforme, y moví mis manos buscando un apoyo del cual sostenerme para ponerme de pie.
El hombre frente a mí abrió la boca enseñando dos hileras de dientes afilados en cada mandíbula y, mientras pensaba que jamás había visto un humano más extraño que ese dentro de Heavenly, volví a intentar pararme. Sin embargo, mis piernas parecían hechas de algodón y, a pesar de que intentaba apoyarlas, éstas cedían.
La bestia dio dos pasos, dejando salir una lengua azul de entre sus fauces, y extendió sus manos llenas de garras, largas y afiladas, en dirección a mi cuerpo. El miedo penetró dentro de mi pecho, convirtiéndome en un glaciar, y el frío subió por mi tráquea desencadenando en una serie de aullidos de terror.
Es mi muerte, pensé, mientras volvía a apoyar las palmas en el piso para levantar mi cuerpo del suelo. Pero mis piernas volvieron a fallar y mis pies se resbalaron hacia adelante como si, en vez de tablas, lo que había debajo de mi cuerpo fuera una auténtica capa de hielo.
El monstruo-persona volvió a avanzar hacia mí, emitiendo siseos imposibles de entender en lo que parecía una boca, y, cuando estiró su zarpa izquierda, me pregunté si cerrar los ojos antes de morir me haría ver demasiado cobarde.
No obstante, no alcancé a tener respuesta, porque el grito de mi madre me llegó desde atrás del monstruo y se robó toda mi atención.
—¡Celeste! —exclamó, a la vez que saltaba a la espalda de la bestia y enroscaba las piernas en su cintura para inmovilizarlo. Éste dejó salir algo muy parecido a un gruñido, pero mi madre ya había llevado sus manos al rostro verde y pegajoso del hombre y le clavaba las uñas en sus ojos—. ¡Celeste, corre!
Me puse de pie. Y, desobediente, arranqué un cuadro en el que se encontraban los padres de mi madre junto a una cabaña de la playa para lanzárselo al reptil justo en las costillas derechas. Su grito bañó la sala y todo su cuerpo comenzó a sacudirse descontroladamente mientras un líquido espeso rojo le caía como cascada por el abdomen.
Busqué los ojos de mi madre, detrás de la mata de pelo enredado y empapado en sangre que le cubría el rostro, y los encontré sumidos en una laguna de horror. Traté de agitar mis brazos, hacer algún gesto para que soltara a aquel hombre y pudiéramos salir corriendo, pero ella seguía aferrada a aquella figura deforme con los dedos dentro de las cuencas de sus ojos.
—¡Corre! —me gritó—. ¡Busca ayuda!
—No, no te... —comencé a decir, pero las garras de la bestia me alcanzaron el pecho y rasgaron mi sudadera en una línea vertical perfecta, haciéndome dar un salto hacia atrás que casi me hace perder el equilibrio.
Miré a mi madre llena de terror, a punto de lanzarme al piso echa una bola de llanto, y comprendí que sus palabras, aunque no me gustaran, estaban en lo cierto. Yo no podía hacer nada. Yo no podía ayudarla. Tenía que correr. Huir. Y buscar a alguien.
La bestia siguió agitándose de un lado a otro mientras chillaba poseído por el dolor que le provocaba el corte en sus costillas y guió sus manos hacia la zona de su espalda para agarrar el cabello de mi madre y halarlo. Era evidente que ella no aguantaría mucho más, la sangre y hematomas repartidos por su cara me lo confirmaban, así que, tragándome el sabor amargo de la cobardía, cerré los ojos durante dos segundos y luego me giré para salir corriendo a toda velocidad por el pasillo de las habitaciones.
Al igual que la última vez que había tratado de escapar de casa, mis pies parecían pegarse a la madera como si me encontrara dentro de una pesadilla y el camino parecía alargarse con cada segundo que pasaba. Mientras corría y doblaba en dirección al hueco despejado de la puerta, oí el ruido seco que hizo el cuerpo de mi madre al estrellarse contra una de las murallas y cerré los ojos mientras las lágrimas me bañaban las mejillas y se internaban por el orificio entre mis labios.
Mamá.
Ni siquiera escuché cuando la bestia se deslizó hasta donde me encontraba, solo me percaté de su presencia cuando sus manos se cerraron en torno a mis tobillos y me tiraron hacia atrás haciéndome caer de frente contra el piso. Extendí ambas manos, buscando protegerme contra el golpe seguro que me daría, pero fue demasiado tarde y mi mandíbula chocó contra el suelo provocándome un dolor que se extendió por toda mi cabeza.
Gorgoteé, expulsando un montón de sangre que me decía que algo se había roto dentro de mi boca, y abrí los ojos buscando algo a lo que aferrarme entre la mata de mi cabello. Estiré mis manos para coger un pedazo de tela de uno de los sillones, pero ésta se desprendió apenas puse mis dedos encima y el monstruo comenzó a arrastrarme hacia atrás sin ninguna dificultad.
El corazón seguía palpitándome frenético, como si con cada nuevo latido buscara escapar por el orificio de mi boca, mientras mis uñas se clavaban a la madera y se partían en astillas por culpa del esfuerzo. La sangre me bañaba los dedos, el mentón, la nuca, el cuello, la espalda, y yo todo lo que podía hacer era gritar extremadamente alto con la esperanza de que alguien me escuchara. ¿Cómo era posible que nadie viera el auto estampado en el frontis de mi casa y llamara a la policía?
Gotas de un líquido caliente comenzaron a caer sobre mis pantorrillas, derritiendo o, mejor dicho, deshaciendo la tela de mis vaqueros, y la piel me ardió con cada nuevo contacto. Volví a levantar la cabeza en busca de algo a lo que aferrarme y, tensando todos los músculos de mi cuerpo, giré en ciento ochenta grados mientras que con mi pie enviaba una patada directa a la cadera de la bestia.
Sacudí mis piernas desenfrenadamente, intentando liberar mis tobillos de sus garras, y, cuando pensé que jamás iba a lograrlo, dos manos pálidas y ensangrentadas aparecieron a los costados del rostro del hombre y lo curvaron hacia atrás. Las manos de mi madre.
Un ruido ronco brotó de la garganta del reptil, mientras que sus cuchillos me soltaban y viajaban hasta la cabeza de la mujer que lo retenía para cerrarse en torno a ella como una trampa para osos mortal.
Todo el cuerpo de mi madre se alzó en el aire cuando aquellas garras se clavaron en la escasa carne de su rostro y la izaron hacia el techo; estrellándola contra la pared en un golpe inhumano que emitió el sonido de múltiples huesos al romperse. Ella dejó de respirar, sus ojos se cerraron como dos persianas que buscaban evitar la luz del sol y sus labios quedaron levemente abiertos, pero inmóviles; cada una de sus extremidades colgó flácida a los costados de su cuerpo, mientras la bestia, ajena a la inconsciencia de mi madre, cerraba sus dedos en torno a su cuello y comenzaba a asfixiarla pegada a la muralla empapelada.
—¡Mamá! —grité sintiendo como un torbellino de sensaciones me subían por la tráquea. Traté de buscar un signo vivo en aquella región roja que era el rostro de mi madre; un leve parpadeo, una imperceptible inhalación, un silencioso suspiro o un tenue quejido, pero nada positivo entró por mis sentidos. Un agujero negro, demasiado real, se formó en mi pecho y comenzó a tragarse todos mis órganos, dejándome plantada en el piso, como un cadáver a la espera de la hora en que la tierra aliviará el delirio tortuoso del que era preso—. ¡Mamá! ¡No!
Mi culpa.
El llanto llegó de golpe, ascendió como el agua dentro de una tubería y abandonó mi cuerpo con la misma potencia de una manguera contra incendios. Las lágrimas se derramaron por mis mejillas mientras que, utilizando la poca fuerza que me quedaba, me giraba para ponerme de rodillas y comenzaba a gatear por el pasillo.
Mi culpa.
Pegué mi mano a la pared y, aferrándome a un cuadro torcido que formaba un diamante con todas sus aristas, me impulsé y me puse de pie para comenzar a correr en dirección a la salida. Las piernas me pesaban, la carne bajo mis rodillas me escocía, pero continué el ritmo de mis zancadas y giré hacia el living con toda la agilidad que me permitía aquel pellejo lastimado.
Solo soy un pedazo de carne y hueso, sin nada de valor.
Crucé el living como una bala recién disparada y pegué los codos a los costados de mi cuerpo, moviéndolos en un patrón de péndulos opuestos. Afilé la mirada, fijándola en la calle vacía, y aumenté la velocidad mientras mi cuerpo adquiría una aceleración constante perfecta. Aumentaba, aumentaba, aumentaba.
Mis pies parecían flotar, la punta de mis dedos apenas tocaban el suelo, la determinación se plasmaba en mi rostro inmutable y mis manos se cerraban en un puño perfecto que discernía mucho de aquel puño defectuoso que clavaba mis uñas en mi piel. Cada nuevo movimiento era más perfecto que el anterior y, mientras estiraba mis piernas para dar la última zancada dentro de casa, mi mano derecha se extendió para aferrarse al marco de la puerta, dándome el impulso que necesitaba para abandonar la casa con la velocidad de un leopardo.
La luz brillante del sol me llegó en el rostro, ardiente y molesta, y entorné los ojos para refugiarme de ella. Forcé a que mis pies frenaran, arrastrándome otros centímetros a través de la madera rota antes de lograrlo, y me llevé las manos a los hombros para apartarme el cabello, respirando agitadamente mientras que mis ojos se clavaban en la calle.
Sentí la adrenalina subir por mis brazos, poniendo en alerta todos mis sentidos; giré mi cabeza en todas direcciones y, cuando estaba apunto de abrir la boca para gritar, algo arrojó mi cuerpo al piso bruscamente, desde mi costado izquierdo, y me hizo perder la respiración.
—¡No! —exclamé ahogada, cerrando los ojos. El peso de la bestia me aplastó el abdomen, sentí cada roce contra mis miembros, y sus manos atraparon mis muñecas para zamarrearlas. Intenté mover mis piernas, buscar un punto débil en aquella llave para escaparme, pero todo lo que rondaba en mi cabeza era la incógnita sobre el estado de mi madre y me resultó imposible concentrarme. Mi madre. Su estado, su consciencia, su vida. Se repetía dentro de mí como un disco mal grabado—. ¡No!
—¡Celeste, hija, soy yo! —gritó una voz masculina, llenándome la cara de saliva. Abrí los ojos, respirando agitada, y me encontré con los ojos reconfortantes de mi padre. Todo dentro de mi piel se revolvió—. Celeste, dime dónde está tu madre.
—¿Papá? —balbuceé.
—¿Dónde está Clarissa? —volvió a preguntar.
—Adentro, no sé si está viva—dije, escuchando cómo se me rompía la voz a mitad de la frase. Cerré la boca, sollozando invadida por una serie de movimientos espasmódicos dentro de mi pecho, y contraje todas mis facciones en una mueca deforme—. Yo no pude hacer nada... La bestia...
Los ojos de mi padre se agrandaron, aguados, y su mandíbula se tensó asaltada por un espasmo de cólera.
Deseé poseer el Splendor de Owen y asegurarme de que mi papá no me estaba odiando en ese momento. Necesitaba saber que no me aborrecía, que no estaba decepcionado por haberla dejado sola, que me entendía. Que comprendía que lo que hice fue para buscar ayuda, no para salvarme a mí misma. Porque... ¿Esa fue la razón de haber escapado, no?
—Tranquila, espérame aquí—habló con voz dulce, buscando tranquilizarme, tragando saliva y esbozando una leve sonrisa. De inmediato me liberó de su peso y se puso de pie, clavando la mirada en la entrada de nuestra casa—. Ve por ayuda. Iré a buscar a tu madre.
—¡No, papá! —grité, tratando de impedir que la escena en la que el cuerpo de mi madre se azotaba contra la muralla y dejaba de moverse se repitiera, pero esta vez con el cuerpo de mi padre—. ¡No puedes ir, va a matarte!
Me senté sobre los cristales rotos que había caído y luego me puse de pie fijando la vista en el hombre que estaba frente a mí. Todo su rostro era determinación.
—Tu madre está sola ahí dentro, Celeste—dijo. Sus palabras fueron duras y frías, como agujas de hielo en lugar de ondas. Se enterraron en mis orejas y se hundieron dañando algo dentro de mi cerebro—. Iré a ayudarla, ve a buscar a alguien.
Y dicho esto último, sin siquiera vacilar, penetró dentro de la casa y me abandonó en medio de una nube confusa que me enfrió el cuerpo.
Mi mente se dividió entre dos opciones, convirtiéndose en una dualidad que colocaba ante mí dos caminos completamente distintos. Aunque suene ilógico y sin sentido, era como si cada hemisferio en mi cerebro se hubiera decidido por una reacción distinta. Una, la que me decía que corriera en busca de mi familia para ayudar en lo posible e impedir que lo que fuera que estaba atacándonos los asesinara, y dos, aquella llena de flores y colores que me invitaba a correr calle abajo en busca de alguien. Así que, como si la muerte y el peligro se hubiesen convertido en una droga, repasando por última vez el sonido que hicieron los huesos de mi madre al romperse, cogí un pedazo de ventana afilado y me interné por el agujero oscuro que dejó la puerta.
Después de todo, si alguien hubiese querido ayudarnos, ¿no habría llamado a la policía al momento de ver el auto humeante? Finalmente, ¿había alguien dentro de ese pueblo que no nos odiara?
Solo nos teníamos a nosotros tres. Siempre había sido así.
En cuanto mis pies volvieron a estar sobre la porquería del living, mis ojos buscaron a mi padre con la misma destreza de un dron de rastreo y mi mano se cerró en torno al trozo de vidrio para asegurarme de que no se me escapara, sintiendo como los bordes se incrustaban en la carne de mi palma. Enseguida lo localicé. Se ubicaba muy cerca de la puerta de la cocina, forcejeando con los brazos de la bestia mientras intentaba mantenerse erguido.
La contextura del monstruo era mucho más grande que la de mi padre, su cabeza se alzaba muy por encima del recinto, dándole un aspecto casi cómico, y sus manos retenían las muñecas de mi papá a la vez que sus rodillas se izaban constantemente tratando de pegarle en las costillas. Pero éste no se dejó, se retiró hacia atrás pegando la espalda a la muralla y utilizó el mismo agarre de la bestia para arrojarlo despedido contra las patas de una mesa volcada. La misma mesa que la noche anterior había sido testigo de mi reprimenda.
Aproveché la oportunidad que tenía, ahora que el reptil se retorcía producto del dolor que le causaba la madera incrustada entre los omóplatos, y alcé el vidrio en el aire corriendo hacia él con toda velocidad.
Los ojos de mi padre se encontraron con los míos cuando estaba a solo medio metro de distancia de ellos y se abrieron debido a la impresión, pero se guardó los comentarios muy adentro e hizo el cuerpo a un lado para darme espacio.
Atravesé el aire con mi mano extendida y esquivé la mierda que se entrecruzó en mi camino, salté lateralmente para posicionarme frente al costado del hombre y dejé caer mi mano sobre su brazo, errando el ataque mortal que había planeado en su pecho por culpa de la oscilación de éste mismo. Maldecí entre dientes, frustrada, y probé a arrancar el cristal para volver a apuñalarlo, sin embargo, la carne de la bestia parecía tragárselo y me fue imposible arrancarlo por más fuerza que empleé; lo único que conseguí fue que la carne de mi mano se transformara en tiras de piel colgantes.
—¡Coge el cofre!—exclamó la voz de mi padre en medio del forcejeo. Lo miré de reojo y vi que había liberado una de sus manos para señalar algo que había en mi espalda. Aunque ambos parecíamos agotados, el ánimo del reptil no parecía decaer y eso me desesperaba—. ¡Coge el cofre, Celeste!
No tuve que pensar mucho para entender lo que quería. Su idea era que tomara el cofre pesado de hierro que estaba situado junto a uno de los sillones y se lo lanzara a la bestia en la cabeza.
Y eso hice, me volteé olvidando el trozo de ventana enterrado en el brazo de nuestro enemigo y me tiré de rodillas junto al sillón arrastrándome hasta el objeto en cuestión. Rodeé el hierro con mis brazos y apreté la mandíbula a la vez que intentaba levantarlo, no obstante, ni toda la adrenalina que producían mis glándulas era capaz de motivar a mi sistema nervioso para que alzara cuarenta kilos.
Carraspeé nerviosa y me concedí dos segundos para echarle un vistazo rápido a la situación de mi padre, la cual no fue muy alentadora. El monstruo había logrado revertir la situación y ahora arrastraba a mi padre hacia atrás como si pesara lo mismo que una pluma. Le soltó las muñecas para cerrar las manos en dos puños llenos de púas y, flexionando las piernas, se inclinó hacia adelante y comenzó a asestarle múltiples puñetazos en el estómago.
Pegué un grito cuando la bestia replegó el codo hacia atrás y luego extendió su mano como una plancha, dejando todas sus cuchillas estiradas en algo que era completamente mortal. Supe lo que venía después, aún antes de que éste se moviera. Su zarpa atravesó la distancia como una flecha, cortando el aire entre ambos, y asestó un golpe mortífero en el estómago de mi padre enviándolo expulsado dos metros más allá.
La boca de mi padre se abrió en una gran O, mientras su cuerpo giraba expulsando sangre a través de demasiadas zonas y se golpeaba contra varios objetos. Mis pupilas se contrajeron, lo que pasó a continuación fue totalmente sorpresivo, mi papá desapareció en medio de los movimientos. Ocurrió de un segundo a otro, su cuerpo se esfumó y yo chillé pensando que tal vez un hechizo me lo había arrebatado para siempre.
—¡NO!—Los gritos me hirieron la garganta—. ¡No, no!
Solo cuando el reptil se mostró confundido me di cuenta de que no había sido su plan y que aún quedaba una diminuta esperanza de encontrarlo con vida. Como un vela encerrada dentro de un jarrón, con una llama apunto de extinguirse por la falta de oxígeno, mi esperanza levitaba entre la minúscula fe que quería pensar que mi padre había utilizado su Splendor para escapar.
Sin embargo, mientras más pasaba el tiempo y la bestia se acercaba a mí, más me convencía de que acababa de perder a mi papá al igual que a mi mamá. Porque mi padre no me dejaría sola con ese hombre, nunca lo haría, no mientras viviera. Así que, ¿eso qué significaba?
Mis manos temblaban aferradas al cofre junto al sillón, tiras de piel colgaban bajo mis dedos y gotas de sangre me mojaban la ropa desgarrada. Jamás me había sentido tan indefensa. Me sentía vacía, tanto física como emocionalmente, y, a pesar de que había un monstruo acechándome como a una presa en ese mismo minuto, sentí que mi casa estaba llena de soledad. Solo las lagrimas eran compañía para mí.
El corazón se me partió, y juro que pude escuchar dentro de mi pecho el horroroso sonido que hace una vida al romperse. Un nudo se formó dentro de mí, primero en mi garganta y luego bajo mis costillas; un agujero negro que se estaba tragando las últimas esperanzas que me quedaban y las pocas razones que me impulsaban a permanecer con vida.
Estaba rota, como una muñeca de algodón insignificante.
Las lagrimas me bañaban las mejillas y, mientras el reptil apartaba con la punta de un pie embutido en una bota la caja que lo separaba de mí, mi mente viajó a la última conversación normal que había entablado con mi familia. La última oración, la última frase, la última palabra. El último grito. El último rencor. Mi última equivocación. Traté de buscar algo en ella, un fragmento positivo, la calidez en la voz de mi madre, el amor en la de mi padre, y no encontré nada.
Y lo supe, eso sería lo último que recordaría de ellos. Lo único que me quedaría para rememorar en mi cabeza la crueldad de mi existencia. Las consecuencias de mis errores. El efecto de mi desobediencia. Mi precario desenlace.
Mis padres habían muerto.
Dejé salir un grito ronco y doloroso que bañó la habitación y la garganta me ardió. Me llevé las manos al cabello y me lo jalé dejando salir una serie de gritos que hacían sangrar mi boca. Estaba en la culmine de la demencia, y no me importaba.
—¡No! ¡Mamá! ¡Papá!—exclamé al techo.
Dos garras se cerraron en torno a mi mata de pelo y me elevaron a tres centímetros del piso sin mayor esfuerzo. El rostro de la bestia quedó frente a mí, mientras que yo abandonaba la resistencia y dejaba caer todas mis extremidades flácidas a los costados de mi cuerpo. Sus ojos amarillos me miraron, me analizaron, y se movieron alrededor de toda mi extensión.
—¡Mátame!—grité, escupiéndole en el rostro. Podía sentir como varios de mis cabellos comenzaban a desprenderse de mi nuca, la bestia me subió otros centímetros. No pataleé—. ¡Vamos! Elimina al Asplendor de una vez por todas. ¿Eso es lo que buscas? ¡Hazlo!
Sollocé, y el animal runruneó enfocando la vista en distintos puntos de mi rostro. Entonces abrió la boca y dejó salir una larga lengua de entre sus dientes, muy parecida a la de un sapo, y la enredó alrededor de mi cuello ejerciendo presión. Abrí la boca, buscando aire y dejando salir la sangre que emana mi garganta, y me llevé las manos al cuello de forma inconsciente.
—Ssssisssesssioo—siseó expandiendo los ojos aún más de lo que ya los tenía. Su lengua se contrajo, hiriéndome la tráquea, e inició un estrangulamiento que comenzó a inflamar toda mi garganta.
Moví mi pecho, forzándolo en busca de oxígeno, y clavé las astillas que aún estaban unidas a mis uñas en la piel de sus manos. Pero el daño que le causé fue mínimo y en vano, porque ningún músculo en su cara se contrajo demostrando algún signo de dolor. Pataleé su estómago, moví mis rodillas buscando un pedazo de su cuerpo que golpear, y luego puse mis ojos en el techo observando la dolorosa oscuridad que se internaba bajo mis párpados.
Voy a morir. Pensé, parpadeando demasiado rápido y luego cerrando los ojos. Voy a morir bajo las manos que mataron a mis padres.
Y lo acepte, aún mientras me retorcía en busca de aire, lo acepté.
Si este es mi último pensamiento, solo quiero decirles que los amo.
Pero entonces se oyó el sonido de algo pegajoso como la carne ser penetrado y yo abrí los ojos, fijándolos por una vez más en la criatura que me sostenía. Sangre espesa y negra comenzó a brotar en un punto de su hombro izquierdo, saliendo a borbotones al exterior, y algo brillante que sobresalía de su interior llamó mi atención en aquella zona.
¿Qué...?
La bestia me soltó el cabello, aullando de dolor, y desenrosco su lengua dejándome caer al piso en un estallido de sonidos de cristales al revolverse. Abrí la boca, mientras buscaba tragar oxígeno para llenar mis pulmones, y me llevé ambas manos al cuello mientras tosía de forma incansable. Lo sentía hinchado, como si hubiera un tapón impidiéndome respirar. Me dolía, me ardía, y yo expectoraba tratando de expulsar aquel nudo de mi tráquea, sin entender que no había nada dentro y lo que generaba aquel obstáculo era solamente la inflamación.
—¡Assssaaaasss!—exclamó la bestia retrocediendo dos pasos, llevándose las zarpas al lugar donde la sangre emanaba. La observé, recuperando la compostura lentamente, y luego analicé la punta metálica que sobresalía de su hombro. La punta de una cuchilla.
¿Papá?
Me volví atónita, sentada y con las manos sujetas en mi cuello, y me encontré a Reece junto al umbral de la puerta, con la mano aún extendida, los ojos puestos en el monstruo y el rostro contraído en una mueca de desprecio. Algo palpito extremadamente fuerte dentro de mi pecho.
Reece.
—No volverás a tocarla. Nunca—dijo, y entonces lo que pasó a continuación fue completamente sorprendente.
Reece se movió, aún más rápido de la velocidad que mis ojos podían captar, y apareció frente a la bestia en un segundo de tiempo; su mano se había internado en la parte trasera de su cazadora de cuero en el corto trayecto y ahora permanecía frente al pecho del reptil, con un cuchillo clavado en el lugar donde latía su corazón.
Los ojos de la bestia se agrandaron, más por la sorpresa que por el dolor, y se posaron en el cuchillo que lo atravesaba lanzando destellos de luz por la habitación.
—Esto es lo que les pasará cada vez que se acerquen a ella—repitió Reece, con la voz completamente bajo la demencia. Era frágil, blanda, excesivamente suave, pero yo podía ver el hierro que escondía debajo.
La bestia runruneó.
—¿Qué dijiste? —preguntó Reece, detonando tranquilidad, y le hundió el cuchillo otros centímetros de profundidad—. Creo que no puedo escucharte. ¿Dijiste algo? ¿Un perdón?
—Maaataaarssslaaa—volvió a balbucear, abriendo la boca para mostrar las cuatro hileras de dientes dentro de sus fauces, y giró sus ojos en mi dirección.
—Error.—Con la velocidad de la luz, Reece arrancó la cuchilla del pecho del hombre y lo clavó en una extensión de tres centímetros sobre su cuello, moviéndose casi artísticamente. Resultaba paradójico, demasiada hermosura en cada gesto como para tratarse de un acto de asesinato—. Tú no la nombras. Tú no la miras. Tú no hablas de ella.
Pero dudaba de que sus últimas palabras hubieran llegado a su destinatario, porque el monstruo había dejado de moverse, tanto sus ojos como su pecho, y colgaba muerto, únicamente sostenido por la cuchilla que tenía Reece en la mano.
Tragué saliva, respirando cada vez con más facilidad, y llevé mis dedos lastimados a la zona de mi estómago, en silencio. Pequeñas gotas de líquido salado me limpiaban la sangre de los pómulos mientras observaba como el guardián de Heavenly dejaba caer el cadáver del reptil y se giraba hacia mí.
Seguía estando perfecto, hermoso, limpio, ninguna gota de sangre o suciedad manchaba su ropa. Sus ojos buscaron los míos, aquellas perlas azules, y cuando los encontraron se estrecharon ligeramente. Se movió igual de rápido que hace unos instantes para llegar a mi lado, y se hincó con delicadeza, estirando sus manos para sostenerme el rostro.
—Estás toda lastimada—susurró. Un músculo palpitaba velozmente en su mejilla, producto de la fuerza con que apretaba las mandíbulas, pero sonrió de todos modos—. Toda sucia. Eres un desastre.
—¿Qué? —murmuré, sollozando débilmente.
—Pensé que lo primero que dirías sería «¿Estoy en el cielo?»—bromeó elevando un extremo de sus labios, formando una media sonrisa disfrazada de encanto. Soltó mi rostro y dirigió su índice tembloroso a mis manos, a las tiras de carne suelta—. Digo, ¿no se supone que digas eso si ves a alguien salvarte la vida? Sobretodo cuando posee tanto atractivo.
Pero yo apenas podía recibir lo que me decía. Lo aparté a un lado, apoyando mi mano en su hombro para ponerme de pie, y me levanté tragándome el dolor que nació diez centímetros más abajo de la parte trasera de mis rodillas. Las lágrimas cesaron y el corazón aumentó su ritmo cardiaco mientras corría hacia el pasillo de las habitaciones con mi alma prendida a un fino hilo que podía ser cortado con el mínimo esfuerzo.
Traté de no desesperarme cuando divisé a la distancia el cuerpo inmóvil de mi madre y mis gritos no fueron suficientes para hacerla reaccionar.
—¡Mamá! —exclamé. Me dejé caer junto a su cuerpo y cogí su cabeza para sostenerla sobre mis muslos, en mi regazo.
Hematomas le decoraban el rostro hinchado y la sangre seca le cubría la mayor parte de la piel. Sus ojos permanecían cerrados, las pestañas las tenía llenas de basura espesa y los labios surcados de pequeños cortes. Toda su belleza sobrenatural se veía opacada por la mierda que aquella bestia había causado; su piel ya no estaba tersa y limpia, el maquillaje que odiaba se le había corrido y las ondas de su cabello habían desaparecido para poner en su lugar un nudo grueso.
Pero seguía siendo ella, mi madre, con su peculiar forma de respirar. Su pecho subía y bajaba bajo mi mano extendida, y su nariz se agitaba imperceptiblemente bajo la lluvia de lágrimas que le caían encima. Estaba viva.
—Mamá..., te amo—balbuceé en silencio. Una mano se posó en mi hombro y luego me llegó a los oídos la voz de Reece.
—Betty está por llegar, ella podrá curarla lo suficiente para que no esté en riesgo—dijo—. Lo mejor será llevarla a uno de los sillones de la entrada para brindarle más comodidad. Si lo prefieres, por supuesto.
—Sí—susurré, sorbiéndome la nariz. Deposité la cabeza de mi madre en el piso, evitando dejarla sobre los terrones de yeso que se esparcían bajo su cuerpo, y me puse de pie dejando que Reece se inclinara para cogerla entre sus brazos sin ninguna dificultad.
—Es una suerte que tu mamá no esté consciente—comentó cuando volvió a enderezarse. La cabeza de mi madre colgaba flácida al igual que sus brazos, parecía hecha de goma—. Ya es demasiado tener que arrancar de una horda de mil mujeres que se han enamorado de mí. Es decir, sé que soy atrayente, sensual, simpático, sexy, fuerte, y que es difícil no enamorarse de mí, pero tener tantas acosadoras que quieren abusar de tu inocencia a veces cansa.
Probablemente si no me hubiera encontrado en ese estado semiconsciente, habría sido capaz de arrancar un tablón del piso para golpearle la cabeza; no entendía cómo podía estar haciendo bromas en un momento como ese. Sin embargo, todo lo que hice fue dejarlo atrás con el cuerpo de mi madre para correr hacia el living y dejarme caer entre la porquería rota.
Moví mis manos a través de la basura, como dos serpientes buscando una madriguera donde cazar, y busqué a mi padre con los ojos lagrimosos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Reece, mientras con su pie, supuse, volvía a enderezar un sillón. Lo ignoré y seguí lanzando libros, madera, yeso, vidrios y adornos al aire, atragantándome con mi propia saliva por culpa de la ansiedad—. No me digas que el monstruo ha roto la única fotografía que tenías de mí.
Gateé medio metro más, recorriendo la misma línea que había recorrido mi padre antes de desaparecer, y lancé contra la pared un cuadro familiar que se interpuso, rompiendo las pocas partes intactas que quedaban de el.
—¿Celeste? —me llamó una voz desde la entrada de la casa. Le eché un rápido vistazo a aquella voz, encontrándome con los ojos grandes de Betty, y seguí buscando a mi padre, o, mejor dicho, un pequeño lápiz de madera que me devolviera el aire que no estaba logrando respirar.
—Al fin llegas—habló Reece entremedio de un profundo suspiro—. Tardaste. Si no fuera por mi genialidad, ella ahora estaría muerta.
—¡Celeste, mujer! —exclamó Pitufina, caminando hasta donde me encontraba y parándose detrás de mí. No la miré, pero presentía que en su rostro había un gesto de preocupación—. ¿Dónde está el responsable ? Juro que voy a clavarle uno de los tacones de Amber en el culo, pero sólo después de curarte esas heridas. Ven acá.
—Necesito encontrar a mi padre—expliqué, mirándola de soslayo.
—¿Eso es lo que estás buscando ahí? —preguntó Chico Problemas desde atrás—. La última vez que lo vi no era tan pequeño. Creo que estás buscando en el lugar equivocado. Betty, explícaselo.
—¿Por qué buscas a tu papá aquí? —me preguntó ella, arrodillándose junto a mí con las manos sujetas en sus muslos.
Sentí que no tenía tiempo para explicarlo, que si me detenía a decirles todo lo que había pasado no alcanzaría a llegar a mi padre antes de que fuera tarde, no obstante, cuatro manos eran mejor que dos. Así que me giré a mirarla y me tragué la desesperación.
—Mi papá desapareció en el aire, de repente, y su Splendor es la habilidad de transformarse en un lápiz por bastante tiempo—dije, resumiendo lo ocurrido lo mejor posible—. Mi idea es que él se transformó en medio del trayecto, pero no puedo estar segura.
—¿Transformarse en un lápiz? ¿Quién se transforma en un lápiz? —comentó el idiota de Reece, soltando una pequeña risita y llevándose otro poco de mi paciencia. Mi prioridad era buscar a mi padre, pero no me costaría mucho tiempo levantarme y golpearle el cráneo con algún objeto pesado, a pesar de que me había salvado la vida—. Aunque puede resultar útil. Imagina que estás firmando un contrato y, ¡pum!, se te acaba la tinta del bolígrafo. Vas y le pides a tu padre que se transforme en un lápiz, escribes con él, y asunto arreglado.
—Te ayudaré a encontrarlo—dijo la enana, sin prestar atención a Problemas, comenzando a remover las cosas de la misma manera en que yo lo hacía. Me detuve a mirar un cuadro en el que salía mamá, más tiempo del necesario, y luego lo corrí hacia atrás empleando la poca tranquilidad que me quedaba.
—Joder, ¿están ignorándome?
—Necesito que te encargues de mi madre—le dije a Betty, limpiándome el sudor con el dorso de la mano. Ésta me miró, asintió con la cabeza, y desapareció tan rápido como había llegado, ondeando la capa detrás de ella. Clavé los ojos en el rostro aburrido de Reece y alcé la voz—. ¡Si quieres puedes hacer algo útil y venir a ayudarme!
—¿Ahora te dignas a hablarme?—dijo desde su posición, chasqueando la lengua.
Se encontraba de brazos cruzados, apoyando la espalda en la pata de una mesa volcada, de la misma manera en que había estado la bestia, utilizando un equilibrio elegante. Sus piernas se entrelazaban a la altura de sus tobillos, la chaqueta se le ajustaba fruto de la posición, y los bíceps se le hinchaban, como si quisieran romper con furia el género que los cubría.
Se movió, apartándose de la mesa, y avanzó hacia mí con la delicadeza de un príncipe. No pude evitar prestar atención a aquel abdomen que me había dejado boquiabierta la primera vez que lo vi, rememorando la escena como si me encontrara dentro de una cámara. Cuando llegó a mi lado se hincó procurando no tocar el piso con sus piernas y comenzó a mover sus largos dedos para apartar los objetos con su mente. Parecía concentrado, era extraño ver cómo los objetos se movían solos, sin siquiera ser tocados, para hallar a mi padre.
Intenté concentrarme en el mismo objetivo.
—Si no hubieras dicho solamente estupideces te habríamos hablado desde mucho antes—dije, rozando un vidrio que me provocó un corte en el meñique—. ¿Tienes que ser tan odioso todo el tiempo? Es como si te gustara molestar a la gente. ¿Lo haces a propósito?
—Celeste... —susurró.
—No me interrumpas cuando estoy hablando, espera a que termine—refuté—. No es necesario que...
—Celeste, tu padre—dijo, y yo me quedé en silencio. Giré el rostro hacia él, con el corazón palpitando frenética y dolorosamente dentro de mi pecho, y enfoqué la vista en el lápiz que tenía en las manos. Un delgado lápiz de pasta, gastado y partido en la mitad. Lo alzó al frente entre sus manos temblorosas y me miró tragando saliva. Sus ojos preocupados analizaron mi expresión—. Ha muerto.
Solté una carcajada.
No pude evitarlo, así que olvidando por un segundo la situación en que nos encontrábamos, me llevé las manos al estómago y reí.
—¿Qué? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Ese no es mi padre—le expliqué entremedio de las carcajadas, limpiándome las lágrimas con mis pulgares; los únicos dedos intactos que me quedaban—. Mi padre es un lápiz grafito, amarillo, no ese que tienes en tus manos.
—Oh, ¿te refieres a ese? —Señaló un lugar con su dedo y yo torcí mi cuello para fulminar el sitio con mi mirada. Pero no había nada más que porquería rota revuelta—. Ja. Ja. Ja. Dicen que el último que ríe, ríe mejor. ¿Crees que es cierto?
—Vete al... —comencé a decir, pero me quedé callada cuando mis ojos divisaron a lo lejos la punta gris de un lápiz de madera. Del lápiz que era mi padre.
Se encontraba con la mitad debajo de una alcancía de cerdo rota, muy próximo a la puerta de la cocina. Antes de ponerme de pie y, prácticamente, volar hacia allá, me pregunté cómo había llegado hasta allá si estaba segura de haberlo visto desaparecer en donde me encontraba, y deduje que probablemente había rodado producto de la caída y yo no lo había escuchado por culpa de mis propios gritos.
En cuanto cogí el lápiz y lo inspeccioné entre la piel rota de mis manos, descubrí que se trataba de mi padre y que se encontraba en perfecto estado.
No podía decir lo mismo si volvía a su forma original, tampoco tenía respuesta al porqué aún no volvía a ser él mismo, así que mi preocupación no disminuyó.
Corrí hacia a Betty, serpenteando a Reece y el cadáver del reptil por el camino, y le entregué el lápiz a pesar de que se encontraba atendiendo la salud de mi madre. El color rosado estaba volviendo a sus mejillas, mucho menos inflamadas, y eso me devolvió un poco de esperanza.
—Necesito que me digas que sigue con vida—le pedí, tragando saliva. Pitufina tomó el lápiz con cuidado, analizándolo como si fuera algo nunca antes visto para ella, y lo encerró entre sus manos apartándolo de la luz. Apartándolo de mí.
Destellos de luz esmeralda, hermosos como una piedra preciosa, brotaron de entre sus dedos y me dejaron encandilada. Eran delicados y delgados como la niebla, podía ver a través de ellos la piel porcelana de Betty, pero se espesaban para bailar como ángeles danzantes alrededor de sus dedos y subir por sus brazos como enredaderas.
Sabía lo que estaba haciendo sin necesidad de preguntárselo. Estaba haciendo uso de su Splendor curativo para regenerar a mi padre y devolverlo a su forma. Traté de buscar en sus facciones algún indicio de preocupación o alivio, pero no encontré nada y me fue imposible descifrar lo que pasaba por su cabeza. Toda su expresión era concentración.
Sentí que pasó una eternidad hasta que volvió a abrir la boca para hablar.
—Está vivo, está bien, pero necesita recuperar la consciencia para volver a su forma—me informó, dejándolo junto al cuerpo de mi madre como si eso ayudara en algo—. Me gustaría sanarlos aquí por completo, pero no tengo ningún potenciador y mi Splendor tiene un límite. Haré todo lo posible para que ambos queden estables.
El aire que no había podido entrar a mis pulmones penetró por mi garganta de golpe, recargándome de energía, y yo me lancé al cuello de Betty para envolverla en un abrazo apretado. Ni siquiera sabía porqué lo hacía, a mí no me gustaba abrazar a la gente, lo detestaba. Pero había algo en ella, quizá el hecho de que acababa de salvar a mi madre, que me hizo rodearla con todas mis fuerzas.
Las lágrimas brotaban nuevamente de mis ojos mientras intentaba expulsar el cabello castaño que había entrado dentro de mi boca con la lengua. Mi corazón volvía a palpitar normalmente y mis manos volvían a funcionar con normalidad, lejos de temblores.
Betty correspondió mi abrazo, rodeándome la cintura con cierto rechazo, y luego me apretó contra su diminuta figura. Me sentí como el tallo torcido de una flor que intenta alcanzar la tierra.
—Tranquila, mujer—susurró, dándome palmaditas en los omoplatos.
—Gracias—dije, escuchando cómo se me quebraba la voz en una sola palabra. Sentí que nada de lo que saliera de mi boca sería suficiente para agradecerle lo mucho que había hecho por mí. Era frustrante.
—Oh, eso es genial, momento enternecedor—habló Reece desde atrás—. Perfecto, mucho amor y paz. Ahora, Betty, aléjate de ella. Es suficiente de...
Pero su frase quedó cortada por la mitad y ambas nos giramos a ver lo que ocurría.
Sus ojos fulminaban la entrada de la casa con la misma determinación de un puma antes de saltar sobre su presa, levemente estrechados, y brillaban producto de la intensidad con que lo hacía. La sonrisa había desaparecido de sus labios y, aunque intentaba parecer normal, un músculo volvía a latir en su mejilla.
Seguí su mirada, preguntándome la razón de ello, y entreabrí los labios cuando divisé al sujeto de chaqueta larga y negra parado junto al umbral de la puerta.
Podría haber sido cualquiera, un vecino socorriéndonos, un guardián de Heavenly o un simple hombre curioso. No obstante, la espada larga, gruesa y negra empuñada en su mano, me dijo todo lo contrario.
Eso... y la mueca de odio que cruzó su rostro.
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