Capítulo 4
Lunes. Bendito y preciado lunes.
Jamás había comprendido el repudio de los estudiantes y trabajadores contra ese día. Pues para alguien como yo, una persona que jamás había tenido la necesidad ni la obligación de levantarse temprano, el día lunes era tan parecido a un martes como un miércoles a un jueves.
Nunca el inicio de semana había significado algo para mí, más allá de que mi padre acudía desde las tres de la tarde al restaurante MULTISEMILLAS, una herencia familiar. Por eso, para nosotras con mi madre, despertar un día lunes era lo mismo que despertar cualquier otro día de la semana.
Hace varios años, mi madre había dejado de trabajar como modelo para las revistas destinadas a las pruebas de maquillaje, hace muchos meses que su habilidad había dejado de ser útil para las garras de los estilistas. Ahora ambas residíamos la mayor parte del tiempo dentro de nuestra pequeña y humilde cueva, y sólo de vez en cuando, visitábamos a papá en su trabajo. No acudía mucho gente, pero nos daba para sobrevivir.
Sin embargo, ese día era distinto. Ese lunes era distinto.
De pie frente a mi nueva escuela, no podía dejar de pensar en mis padres. Ellos no me apoyaban, estaban despavoridos, los acobardaba la idea de verme asistir a un centro público. Y, si lo reflexionaba con cuidado, podía entender por qué se preocupaban.
La gente me conocía. Para la población de Heavenly, mi nombre era tan conocido como lo era la Fuente, y la inquina que sentían por mi existencia tan fuerte como la idolatría que sentían por la misma.
Yo también me inquietaba. Me amedrentaba la idea de ser rechazada por mis nuevos compañeros y profesores. No obstante, mientras menos pensaba en ello, más me convencía de que ahora yo era tan normal como los demás y que mi Splendor podía llegar a ser tan fabuloso como los suyos. De este modo, me convencí de que todo saldría bien y me relajé para cumplir mi principal objetivo. Ir a clases.
De pie frente a la enorme reja de metal que se alzaba ante mis ojos, observé la imponente estructura que era la escuela. Decenas de jóvenes entraban contagiando el aire de risas y murmullos, y otros pocos salían con la misma energía. Todos parecían normales. La escuela no era muy distinta a otras escuelas. Con su alumnado revoltoso y personal capacitado, no llamaba mucho la atención.
El portero esperaba junto a una caseta que estaba en la entrada de la reja. Al otro lado, un camino de rocas rectangulares desencadenaba en una gruesa escalera de piedra que ascendía hasta dos puertas de cristal que daban la entrada a clases. Junto a éstas, se hallaban los que deberían ser inspectores. Las paredes eran de un hermoso blanco cremoso, sin embargo, por aquí y por allí se notaban leves manchas de suciedad. Lo típico, nada extraño.
Incluso, casi podría asegurar que lo único extraño ahí era yo. Un inmenso cartel imaginario colgaba de mi pecho, esperando a ser visto y rechazado. Un cartel con las palabras: CELESTE, EL ASPLENDOR.
Inhalé una bocanada de aire, tan grande que podría no haber sido sólo oxígeno lo que tragué, y luego acomodé la correa del bolso sobre mi hombro derecho para caminar hacia la alta reja negra y, con ello, hacia el portón abierto en donde se encontraba la caseta.
El ruido que producían mis zapatillas contra el áspero cemento me parecía demasiado fuerte, y el camino demasiado largo. El estómago se me contraía y rugía, y solo ahí recordé que no había tomado desayuno. Buena manera de empezar el día. Necesitaba mis panes.
Para cuando llegué a la caseta, mi plan mental de pasar desapercibida se vio frustrado en cuanto el hombre que estaba detrás del cristal posó sus ojos en mí. Un destello de incredulidad pasó por su mirada y su boca se abrió creando un gran cero.
Perfecto, ese era el límite de mi invisibilidad.
Seguida a la mirada del guardia, otras se fueron uniendo, creando un efecto dominó que terminó por convertirme en un blanco para miles de flechas, donde lo que antes era el ruido que hacían las risas y los pasos, ahora eran murmullos sobre mí.
Intenté ignorar el ambiente incomodo que se había formado en la circunferencia que rodeaba mi cuerpo y avancé dando las zancadas más grandes había dado en mi vida. Los nudillos de mis manos se volvieron blancos de tanto presionar la correa, y los desordenados cabellos de mi rostro se transformaron en hilos que revoleteaban hacia atrás debido a la velocidad con que me movía. Sin embargo, no cambié mi expresión serena y me mantuve sólida hasta que terminé de subir las anchas escaleras y atravesé las mamparas.
Una mujer de aspecto profesional se acercó a mí y me tendió una carpeta delgada, observándome con cierto rechazo.
—Tú debes ser Celeste —dijo, con una voz más parecida a la de un robot que a la de una persona—. Mi nombre es Rosse Hamill, soy una de las inspectoras de Escudo y Espada y, por consiguiente, una de las encargadas de los alumnos nuevos. En la carpeta encontrarás tu horario, un mapa y el reglamento general. Supongo que cuando te matriculaste leíste las normas y se te fue entregada la agenda del establecimiento, ¿no?
—La verdad, no —respondí, recibiendo la carpeta verde esmeralda y metiéndola dentro de mi bolso con cierta dificultad. Era molesto meter aquel cartón dentro y, al mismo tiempo, ladear mi cabeza para cubrir mi rostro de la multitud que se había congregado junto a los cristales para analizarme—. Me matriculé por internet.
En una biblioteca pública. Sola. Sin el consentimiento de mis padres. Y, aunque ya tenía la edad suficiente para hacerlo, no me atreví a recibir su mirada de desaprobación si se lo decía.
—Entonces tendrás que pedírsela a la secretaria de Asuntos Estudiantiles —explicó. Me miró desde lo más bajo de mis pies hasta el pelo más alto de mi cabeza, y luego chasqueó la lengua—. Lee detenidamente el reglamento general y, por favor, trata de mantenerte fuera de los problemas. Con el mapa te podrás guiar perfectamente y el horario debería ser lo bastante claro para alguien como tú.
¿Alguien como yo? Quise darle una bofetada, arrancarle el cabello lacio o escupir en su impecable traje azul marino. No obstante, lo que menos quería era tener problemas los primeros cinco minutos dentro de la escuela. Así que terminé de cerrar el broche de mi bolso, me acomodé nuevamente la correa y la miré con una sonrisa disimulada.
—¿Hiciste la prueba que se te envió al correo? La prueba regulatoria —preguntó, cruzándose de brazos y alzando una de sus cejas. Para tener entre treinta y tantos o cuarenta y pocos, la mujer era bastante apática con su alumnado. O, quizá, solo conmigo—. Supongo que sí, porque según tu ficha quedaste en un año convenientemente avanzado. ¿Tomaste clases particulares en tu casa?
—Creo que no di ninguna prueba. —Moví mi cabeza hacia la derecha, hacia la izquierda, y tragué saliva algo incómoda—. Y fueron mis padres quienes me dieron clases, en casa.
Asintió con la cabeza, repasando lo que acababa de salir de mi boca, y enseguida entornó los ojos.
—Bien, de todos modos tu horario ya fue formulado para asistir al año que señala tu ficha —dijo Rosse, o señorita Hamill, moviendo sus dedos uno a uno como si marcara el ritmo de una canción sobre su brazo. El inicio de sus cejas descendió y las comisuras de su boca pasaron por el mismo proceso cuando volvió a hablar—. Ve a clases, Celeste. Y no molestes a tus compañeros.
«No molestes a tus compañeros».
¡Y una mierda!
Tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no responderle de vuelta y minimizar las consecuencias a una inocente mueca de disgusto. El hombre uniformado que se encontraba medio metro más atrás de Rosse me dirigió una mirada de soslayo cuando me escuchó gruñir y, enseguida, siguió la conversación que mantenía con un anciano canoso.
Nota mental: No te confíes de los profesores.
Estaba claro que ninguno de ellos estaba feliz de verme ahí. ¡Por Heavenly! ¿Qué parte de TENGO EL SPLENDOR no les quedaba clara? ¿Acaso necesitaban una estampilla, pancartas o un contrato de sangre que lo confirmara?
—Gracias —balbuceé entre dientes, retorciendo el género de la correa entre mis dedos, y me marché antes de hacer algo indecoroso.
[...]
Treinta pasos más allá, había tenido que volver a sacar la carpeta para buscar mi primera clase, así que me detuve tras un pilar rectangular que podría haber cubierto a la persona más grande del instituto. Le eché una rápida ojeada a la hoja blanca e Inmaculada del reglamentario y tuve que cubrirme la boca para no reír en cuanto leí el primer punto.
SE PROHÍBE EXPRESAMENTE CUALQUIER USO DEL SPLENDOR DENTRO DEL ESTABLECIMIENTO. LA REGLA RIGE PARA TODOS Y SÓLO PUEDE SER IGNORADA CON EL CONSENTIMIENTO DE UN PROFESOR.
No es como si me imaginara ver a todos y cada uno de los estudiantes prendiendo fuego o expulsando agua de sus poros por los pasillos de la escuela, pero definitivamente me había tomado por sorpresa. Al menos eso me daba una ventaja y me aseguraba que no tendría que mostrar mi habilidad, la cual aún no conseguía manipular, a nadie que me lo exigiera.
Aparté la hoja con mis dedos y luego me concentré en buscar mi primera clase dentro del mapa, el cual mostraba como mínimo unas cien salas y cinco pisos de alto. Cada piso estaba representado con un color diferente y con un rápido vistazo comprobé que el nombre del primer sitio al que debía acudir estaba escrito con negro, es decir, primer piso. En una especie de gimnasio muy lejos del primero de los jardines.
Para cualquier otra persona, encontrar el lugar habría sido tan fácil como hallar una camiseta blanca entre otro montón de negras. No obstante, para alguien como yo, carente de la mínima orientación, era muy similar a buscar un cable entre otros tantos cables. Un lío.
Llegué con quince minutos de retraso al vetusto monumento. Los rayos de sol irradiaban en el costado del edificio, creando una oscura sombra como efecto en el otro costado, y gruesas y oscuras enredaderas se adherían en los orificios de la pared ascendiendo hasta llegar a la colosal cúpula de cristal que cumplía la función de tejado.
Caminé hacia la puerta dando pasos firmes, y penetré la puerta de metal rígido que se encontraba abierta. En un principio, todo lo que llegó a mis oídos fueron las voces de las personas que se encontraban dentro, no obstante, a los segundos después, cada palabra pronunciada fue reemplazada por un perturbador silencio que me confirmó de inmediato que me habían visto.
¡Perfecto! Los había dejado mudos. Aunque dudaba que eso fuera debido a mi belleza.
Un hombre de unos treinta años, consciente de mi desorientación, se aproximó a donde me encontraba y le indicó a los demás, de no más de veinte años, que permanecieran quietos.
Mientras se acercaba, distinguí el fino cordel que le rodeaba el cuello del cual colgaba un silbato azul oscuro. Su vestimenta coincidía con lo que en las películas o en mis libros hubiesen nombrado como profesor de deporte. Tenía una camiseta blanca que combinaba con su cabello castaño y ojos del mismo color, un pantalón negro ajustado de chandal y unas zapatillas blancas e impecables. Para ser profesor parecía demasiado joven, y para ser tan joven aparentaba excesiva severidad.
—Celeste —me habló, con confianza, extendiendo su mano para ser estrechada—. Mi nombre es Fox, soy el nuevo profesor de la clase de Uso y fortalecimiento del Splendor.
—Hola —saludé, aceptando su mano no sin cierto rechazo.
Sus dedos apretaron mis metacarpos y balancearon mi brazo de manera hostil.
—Es curioso que para ambos sea nuestro primer día en Escudo y Espada —dijo, liberándome del agarre y escrutándome con sus ojos—. Espero que ambos podamos adaptarnos y crear una estancia agradable para todos.
—Espero lo mismo —balbuceé.
—Ven, únete a los demás —me ordenó, para luego girar sobre sus talones y regresar al mismo lugar en que había estado antes de ser interrumpido.
Mientras me aproximaba al grupo de, al menos, treinta alumnos dispuestos, observé por el rabillo de mi ojo que todos me miraban. No les presté atención. Fingí toda la normalidad que mi valentía me permitía y me situé a un lado de la reticente multitud.
—Les decía a tus compañeros que hoy nos dedicaremos a familiarizarnos con nuestro Splendor —habló el profesor, clavando sus ojos en mí. Oh, no—. Según lo que escuché, su antiguo profesor nunca les hizo utilizarlo durante la clase. Un incalculable error. Deben entender, chicos, que para fortalecer nuestra habilidad no podemos basarnos en la simple teoría. Se necesita práctica. —Señaló con su índice el entorno del gimnasio y enfatizó—: Hechos.
Todo permaneció en afonía y no pude evitar preguntarme si era debido a la presencia del nuevo profesor o a la mía. A pesar del silencio, era palpable la tensión que emergía metros más allá de mi cuerpo y se elevaba hasta el límite de la cúpula que cubría muestras cabezas. Sin embargo, eso no era lo que más me incomodaba. Lo que más que aterraba eran las recientes palabras del profesor. «Familiarizarnos con nuestro Splendor».
Toda la dicha que había aflorado en mi piel cuando leí la norma número uno del reglamentario se vio eclipsada por aquellas palabras.
—Cada uno hará una pequeña representación de su habilidad —continuó, avanzando hasta una mesa barnizada y cogiendo de ella un grueso cuaderno junto a un lápiz—. Tomaré nota de lo que puede conseguir cada uno y en las próximas clases nos enfocaremos en pulir cada uno de sus Splendores.
Los ojos del profesor recorrieron cada uno de los rostros que lo miraban y casi solté un grito cuando se detuvo en mí.
—Celeste, empezaremos por ti —remató. Una ola de siseos me bañó el cuerpo, pálido y sin aire—. Ven acá y enséñanos lo que puedes hacer.
Sus labios, rectos hasta el momento, dibujaron una casi imperceptible parábola que me sonrió desde la lejanía. ¿Lo hacía a propósito? ¿Quería ponerme a prueba?
Estoy segura que si hubiese estado en mis manos, todo mi cuerpo se habría deformado para convertirse en una masa verde y gruñona como en aquellos cómics viejos. No obstante, era la realidad, y en ella todo lo que podía hacer era fruncir el ceño.
—¿Tienes algún problema con eso? —preguntó, arqueando una ceja.
Negué con la cabeza y avancé para posicionarme a su lado, de frente a los sesenta ojos puestos en mí. Traté de no concentrarme en ninguno de ellos y miré al profesor.
—No sé cómo usarlo —le expliqué, en un susurro. Junté mis manos sobre mi estómago y comencé a retorcerme la punta de mis maltratados dedos—. Es nuevo para mí.
—Vamos, por supuesto que sabes —dijo, rodeándome mientras se paseaba, golpeando el cuaderno repetidas veces con el bolígrafo—. En tu ficha se explica que tienes uso del Splendor, así que no nos hagas perder el tiempo.
—Yo... —Yo quería volver a mi casa y decirle a mis padres que tenían razón, pero algo me decía que ya era muy tarde para arrepentirme.
—Todos estamos esperándote —insistió.
—Sólo lo he usado una vez y fue por accidente —volví a explicar—. Realmente no sé cómo hacer uso de el.
—En tu ficha dice que, según el test y prueba que se te fue enviada, tienes conocimientos avanzados sobre la mayoría de las materias —dijo, deteniéndose a mi espalda y golpeándome el hombro con la punta del lápiz—. Tu ficha no miente, allí están plasmadas las razones de que te encuentres cursando este año junto a tus compañeros. No nos mientas, Celeste. ¿O piensas que tu habilidad es demasiado asombrosa para enseñárnosla?
—Claro que no —refuté—. Y yo no hice ninguna prueba. Tampoco respondí un test. Sólo me matriculé, nada más.
—Eso es imposible. No seas mentirosa.
—No estoy mintiendo —dije ofendida, planteándome todos los lugares por los que podría meterle su bolígrafo.
—Muéstranos tu habilidad, es una orden —exigió, trasladándose hasta el frente de mi cuerpo.
—No puedo.
—Si puedes.
—¡No sé cómo hacerlo! —exclamé, irritada, perdiendo lo que me quedaba de paciencia y autocontrol.
—Desobedeces una orden de tu profesor —habló él, meneando la cabeza con vehemencia mientras garabateaba varias líneas sobre la hoja blanca de su cuaderno—. No es una buena forma de empezar las clases, Celeste. Si sigues así, no durarás mucho dentro de esta escuela.
Unas risas de aprobación acompañaron las palabras del profesor Fox. Y yo... Yo me quedé boquiabierta.
—Pero...
—Ve a sentarte a las gradas, no participarás del resto de la clase. —Intenté mover mi lengua para decirle lo injusto que estaba siendo, pero no me permitió emitir sonido—. ¡Ve a sentarte!
Mis ojos se llenaron de lágrimas, fruto de la ira que había comenzado a nacer en un punto apretado de mi pecho, y la barbilla comenzó a temblarme mientras apretaba mis dedos en busca de un ancla al que sostenerme para no derretirme sobre el piso del gimnasio como una jalea.
Todos me analizaban, el profesor con reproche y, las escasas caras que conseguí mirar sin colapsar, con una desagradable burla en cada una de sus facciones. Me detestaban. Todo el concepto que tenían sobre mí se limitaba a la idea de que yo era el famoso Asplendor. La debilidad. La falla en el planeta. El error. Y lo vi, en cada uno de sus rostros, lo vi. Odiaban el hecho de no tener motivos para golpearme y expulsarme de allí.
Replegué la hoja del mapa que aún mantenía sujeta entre mis dedos y, parpadeando con frenesí para no derramar ninguna gota de agua que me dejara como una llorica, recorrí la distancia que me separaba de los asientos y me senté.
Tenía un sabor amargo en el paladar, un nudo se había asentado en la parte baja de mi garganta y no parecía querer moverse de ahí por más que tragaba saliva. Estaba colérica. Toda mi noción de vida juvenil perfecta se había ido al piso para ser pisoteada por cada persona dentro de Escudo y Espada.
¿En qué estaba pensando cuando creí que me tratarían como a una igual? ¿No había cometido suficientes errores como para entender que mi madre, por una extraña razón, nunca se equivocaba?
Era una idiota.
—Eres una idiota —dijo alguien, soltando una carcajada ronca y áspera, como del cemento contra el cemento.
No tuve que esperar a alzar la cabeza para saber de quien se trataba, había hablado muchas más veces de las que podía contar como para reconocer cada aullido, chillido, gruñido o dicción que expulsaba su garganta.
Scott.
Levanté la mirada y, luego de divisar su expresión soberbia, le eché una ojeada al resto de la clase. Todos contemplaban a una chica rubia y delgada flotar a treinta centímetros de la superficie.
—¿Qué quieres? —pregunté, no sin cierta sorpresa.
Aunque estaba consiente de que Scott asistía a la mejor escuela de Nueva York, no esperaba encontrármelo en mi primera clase. Más bien, en ninguna. ¿Es que acaso era una especie de ser ubicuo?
—¿Pensaste que venir a Escudo y Espada sería tan fácil? —Rió, guardando sus manos dentro de los bolsillos de sus vaqueros—. Que no te le suban los humos, fenómeno. No porque hayas conseguido hacer lo que hiciste significa que puedes venir a la escuela. Eres una inútil, entiéndelo. De hecho, no me extrañaría que sólo haya sido producto de la suerte. Eso, si fuiste tú y no es más que un engaño.
—No seas absurdo. —Dejé la carpeta y el bolso a un lado y me puse de pie—. Tú me viste.
—Yo no vi nada.
Dio dos pasos en mi dirección, y todo su cuerpo me rozó el costado cuando se inclinó para tomar el reglamento. Lo miró con expresión divertida, expulsando un largo silbido.
—Devuélvemelo —exigí—. No quiero más problemas.
—Aquí hay puntos que nunca había escuchado en todos mis años de estudio —dijo, moviendo sus ojos a través de la hoja con mucha rapidez—. O actualizaron las normas con tu llegada, o algunos de las reglas sólo te las pusieron a ti.
—Tal vez nunca las leíste, Scott —refuté, no muy convencida de lo que salía de mi boca. No me extrañaría que la directiva hubiese puesto normas que sólo regían para mí.
Él emitió un gruñido.
—Yo las leí, soy un alumno estrella, fenómeno. Los profesores me aman. Los alumnos tratan de ser como yo. Toda la escuela planea poner mi nombre en la cima de su estúpido monumento, porque soy algo agradable de admirar. Una obra, una pintura.
—Algo falso.
Me estiré como una goma de mascar y, de un tirón, le arrebaté la hoja de las manos. Este se quejó, se sacudió las manos como si hubiese polvo en ellas y retrocedió dos pasos hacia atrás.
—Esta es una de las peores decisiones que haz tomado, Asplendor. —Se metió la mano al bolsillo trasero del pantalón, extrayendo su celular de última generación, y me señaló con la pantalla semitransparente para capturar una fotografía de mi rostro—. Lo último: El día en que el Asplendor quiso ser normal.
—Elimina eso —le pedí, dando un paso amenazador.
Ardía en deseos de golpearlo, pero era eso lo que buscaba Scott: dejarme en evidencia. Y no le daría esa satisfacción. Acorté la distancia que nos separaba y extendí mi mano, con la palma hacia arriba.
—Entrégamelo o te vas a arrepentir.
—¿Me voy a arrepentir? —Soltó una carcajada y se llevó la mano a la parte trasera de la cabeza para desordenarse el cabello—. Me divierte. Está bien, lo admito. Me divierte.
—No sabes de lo que soy capaz —lo amenacé.
—Oh, por favor. —Meneó la cabeza hacia ambos lados y me miró con jovialidad, divertido con la situación—. Ya sabemos cómo termina esto.
Y ahí, justo ahí, vi la grieta que estaba buscando para derrumbar su hermosa sonrisa de dientes blancos. Mi oportunidad.
—Exacto, ambos sabemos como termina —asentí, cruzándome de brazos—. Contigo a punto de morir y la maravillosa superheroína salvándote la vida. Oh, sí. Ambos sabemos como termina.
Dos segundos bastaron para que una minúscula e inapreciable llama azul emergiera de su mano, desapareciendo con la misma rapidez que había aparecido. Los ojos de Scott, entrecerrados, me pulverizaron con la mente. Y sus manos... Oh, sus manos se convirtieron en puños tensos.
Admiré mi obra y retrocedí, pegando mi trasero a las gradas para volver a sentarme. Icé mi mano derecha, la acerqué a la altura de mis labios y, abriendo mi boca, la soplé. Todos las yemas de mis dedos quedaron pegadas a la palma de mi mano, a excepción del dedo corazón.
—Oh —musité.
—Disfruta tu corta estancia, fenómeno, porque no vas a durar mucho aquí. Te lo aseguro. Te lo prometo.
«Te lo prometo».
Guié mi mano hasta la carpeta esmeralda que descansaba junto a mi bolso y la cogí para lanzarme aire. Me encogí de hombros, despreocupada, y le guiñé un ojo.
—¡Ah, estoy temblando!
La expresión de disgusto de Scott fue épica.
—Voy a matarte...
Pero duró demasiado poco.
—¡Scott, tu turno! —exclamó el profesor Fox.
—Inténtalo —lo reté.
Scott me quedó observando por varios segundos. Un pequeño músculo comenzó a palpitar en su pómulo izquierdo, así que me quedé a la espera de oírlo decir algo en defensa, sin embargo, todo lo que hizo fue darme la espalda y caminar en dirección al profesor.
Perfecto.
[...]
Si mi expectativa era que el resto del día mejorara con la llegada de las siguientes clases, me equivoqué rotundamente. En biología la profesora se encargó de dejarme como una ignorante delante de toda la clase y en matemática el profesor se dedicó a cambiar los números por letras sólo para hacerme ver como una inculta y desinformada respecto al tema. Es decir, ¿qué hacía una X y una Y metidas allí entremedio? No, al profesor no le bastaba con incluir una especie de plano dentro de la clase, también tenía que incluir a las señoras X, Y y Z. ¡Por Heavenly! No estaba entre mis planes entrar a DELICIAS DIVINAS y pedir X panes e Y litros de leche de soja. ¿Por qué demonios estaban enseñándome eso? ¿Estaban jodiéndome?
Seguramente.
Para cuando terminó la última clase, mi antebrazo derecho estaba repleto de nuevos tatuajes hechos con rotulador negro y mis uñas variaban del color más oscuro al más claro sin ningún toque estético. La voz de la profesora de química era lo bastante monótona para dormir a cualquiera y si le sumaba el hecho de que no entendía ni una palabra de la jerga de la clase, todo empeoraba. Mi única salvación para no caer en coma sobre la mesa había sido comenzar a hacer dibujos sobre mi piel e imaginar un mundo en el que yo era la protagonista del último libro que había leído. Casi pego un grito de éxtasis cuando las manecillas del reloj marcaron el término de la hora.
Iba bajando la ancha escalera de la entrada, luchando contra el cierre de mi bolso para cerrarlo, cuando una mano se posó en mi hombro y me hizo soltar una maldición.
—¡Mierda!
—Lo siento... —dijo una voz en mi espalda, suave y calmada, estirándose como una liga—. No quería asustarte.
¿Cómo alguien podía hablar así?
Torcí mi cuello con los pelos de mi nunca crispados y, soltando la cerradura que mantenía entretenidos a mis dedos, posé la mirada en el chico rubio que me observaba.
El cabello, largo hasta los hombros, le caía en delicadas ondas naturales enmarcando su pálido rostro, más parecido al de un cadáver que al de un ser vivo, y sus ojos miel estaban bordeados de oscuras ojeras que lo hacían parecer demacrado. No debía tener mucha edad, pero era increíble como los pocos años estaban marcados por toda su piel y facciones. Sentí un escalofrío de sólo plantearme las razones que lo llevaron a estar así.
—No te preocupes —susurré, sin apartar mis ojos de las múltiples vendas que le rodeaban las muñecas y de los diminutos círculos morados decorando sus dedos.
—Soy Owen —murmuró, con el mismo tono infantil y delicado—. Tú eres... Celeste.
—Soy Celeste —confirmé, tragando saliva.
—La... nueva.
—Sí.
Me pregunté si hablarle acerca de aquellas vendas y hematomas era una buena idea. Probablemente no. Después de todo, no tenía experiencia con esas cosas. Y, ¿qué podía decirle? Con un «lo lamento» o un «todo va a mejorar» no solucionaría nada. Eran palabras vacías.
—Veo que te cuesta usar tu Splendor —comentó. Una interrogante debió formarse en mi cara, porque Owen aclaró lo que dijo—. Somos compañeros..., con el profesor Fox.
—Oh, entiendo. —Me aparté a un lado para dejar pasar a un trío de jóvenes que se dirigían a la salida y luego sonreí—. ¿A ti te fue bien?
—La gente no te quiere —susurró con ansiedad, frotándose la muñeca izquierda con la mano derecha—. Piensan cosas feas sobre ti. Ellos quieren que te vayas.
—¿Qué?
—A mí tampoco me quieren aquí.
—¿Por qué dices eso? —pregunté, sorteando mi mirada entre Owen y las múltiples personas que nos prestaban atención—. Sé que las personas no me quieren aquí por lo que soy, pero tú pareces alguien normal.
Pensé que en su aspecto y las vendas que le cubrían los brazos. ¿Era esa una razón suficiente para aborrecerlo? ¿Cuán jodida estaba esa gente como para criticarlo en lugar de ayudarlo?
—Es razón suficiente —respondió.
Exacto, respondió, a la pregunta que sólo había estado en mi cabeza. Parpadeé con perplejidad y sonreí incrédula.
—¿Cómo lo hiciste?
—Son las voces. —Elevó su mano derecha y con el índice se señaló la cabeza de forma melodramática, dibujando círculos en el aire.
Solté una carcajada roca, tragué saliva espesa y me llevé la mano a la frente.
—¿Me estás leyendo la mente?
Sonrió.
No obstante, ni siquiera tuve tiempo de responder a su sonrisa, porque una explosión colosal que me llenó los oídos nació unos treinta metros más allá, muy cerca de la cabina del guardia, y eliminó hasta el último pensamiento que merodeaba en mi mente.
Ni siquiera tuve tiempo para reaccionar, ni para parpadear, ni para abrir la boca.
Una fuerza invisible que provenía desde el lugar en donde se encontraba la reja envió mi cuerpo expulsado a través del aire, haciéndome perder de vista tanto a Owen como a cada persona que se había acumulado a mirarnos. Sentí como mis extremidades se azotaban contra la mampara de cristal que estaba a mis espaldas, haciéndola añicos, e infinitos cristales se clavaban en mi carne.
Mi cuerpo se derrumbó sobre la cerámica y dio varias vueltas por el piso antes de detenerse inmóvil como una estatua. Un quejido brotó de mi garganta. No podía ver nada, tampoco podía oír nada. Un dolor punzante nació en mi nuca y trepó por mi cabeza rodeándome el cerebro como un casco que maceraba mi esqueleto, causándome un dolor severo que me hacía gemir débilmente.
Traté de moverme.
Levantar una mano requería de demasiado esfuerzo, una ola de tortura se extendía por todo mi brazo y la enviaba de vuelta al piso, y abrir mis párpados no se hacía más fácil. Sin embargo, a medida que pasaron los minutos el peso que aplastaba mis ojos comenzó a disminuir y, parpadeando lentamente, comencé a abrirlos haciendo caso omiso al calvario en la zona de mis cejas.
Comencé de a poco, muy poco, mirando a través de las cortinas que formaban mis pestañas, y todo lo que vi fue negrura a mi alrededor.
En un principio pensé que me había quedado ciega, producto de la explosión, y lancé un grito de terror que me partió la mandíbula, pero cuando levanté mi cabeza y los mechones que me cubrían la frente se hicieron a un lado comprendí que solo era mi cabello tapándome la visión.
Pegué mis palmas al piso e hice fuerza en ellas para impulsarme y poder enderezar mi cuerpo. Decenas de diminutos trozos de vidrios penetraron mi piel en el acto, pero ignoré el dolor y fijé mi mirada treinta metros más allá, en las altas llamas negras que se extendían como fantasmas buscando ascender al cielo y que se propagaban por la hilera de bicicletas estacionadas en la entrada. Convertían en ceniza todo, tanto los objetos como las flores, y las personas que se encontraban inconscientes inconvenientemente próximas al incendio.
Lo sabía, tenía que hacer algo. Tenía que levantarme y ayudarlos, pero no me podía mover. No podía hacer nada. Era como tener plomo en lugar de huesos y cada intento que hacía por ponerme de rodillas se veía frustrado por la inconsistencia de mis miembros.
Mis sentidos comenzaron a llegar lentamente y, con ellos, los gritos o alaridos de las personas que se encontraban a mi alrededor. Todo era caos. El olor a carne chamuscada penetraba por los orificios de mi nariz como el agua por un conducto y no pude evitar enviar un litro de agua y ácido expulsado de mi estómago.
Los ojos se me llenaron de lágrimas, sumida en un mundo semiconsciente, y me pregunté si acaso aquello no era más que parte de una pesadilla. Pero yo no soñaba con olores, menos con dolores tan fuertes como esos, así que era real. Malditamente real.
—¡Ayuda! —gritó alguien a la lejanía, o tal vez eran mis oídos los que estaban averiados.
Miré a mi alrededor, buscando la voz o buscando a Owen, pero no vi más que humo y dolor.
Probé nuevamente a ponerme de rodillas, con una fuerza de voluntad inmensa, e, impulsándome con las manos, me enderecé sintiendo como un hilo de líquido espeso se derramaba por dentro de mi camiseta mientras conseguía sentar mi trasero sobre mis tobillos. Mi cabeza quedó colgando lacia sobre mi pecho, y mi cabello, negro y empapado de sangre y sudor, la cubrió.
—¡Ayuda! ¡Por favor!
Me enderecé y clavé mis ojos en el panorama. Todas mis mejillas se empaparon de lágrimas en cuanto mi visión terminó de enfocarse y cada uno de los cuerpos teñidos de negro se internaron dentro de mi cabeza. Cuerpos, sí, de jóvenes envueltos en llamas. Mi garganta gorgoteo.
Un calor ardiente de impotencia nació en el interior de mi pecho y se extendió como la sangre por mis venas. Quería usar mi Splendor, ¡lo deseaba! Pero por más que repetía una y otra vez las palabras dentro de mi cabeza como un conjuro, no funcionaba. Era frustrante.
¿Dónde estaban los profesores? ¿Los demás alumnos? ¿Por qué nadie hacía algo por detener aquella masacre?
¿Alguien?
Entonces algo inexplicablemente rápido pasó por mi costado, algo oscuro como la sombra, y corrió a una velocidad increíble hasta llegar donde se encontraba el corazón del incendio e internarse entre las llamas.
Mis ojos, cual platos, observaron lo que estaba ocurriendo y comprendí que lo que me pareció una sombra era una persona envuelta en una larga capa negra que cubría todo su cuerpo, tenía la capucha de esta sobre su cabeza y todo lo que podía ver era su brazo sobresalir debajo de la tela para señalar al cielo.
Lo que pasó a continuación me pareció increíble, ¿qué persona es capaz de extraer toneladas de tierra y enviarlas sobre las llamas? Nunca vi Splendor de esa magnitud, sólo en las películas que veía a escondidas. Contemplé como una lluvia de polvo y piedras comenzaba a caer como granizo sobre el lugar donde anteriormente había estado la cabina del guardia y se extendía por la hilera de bicicletas. Y vi a la persona de capucha enderezarse, mientras su capa ondeaba armónicamente tras de su espalda.
¿Era real? Mi corazón dio un brinco.
¿Reece?
No, ¿por qué tendría que ser él?
Mis pensamientos se vieron interrumpidos por una punzada que me atravesó el corazón y mi cuerpo se fue de bruces contra el piso, dejándome en una negrura absoluta donde la luz era lo último que se esperaba encontrar.
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