Capítulo 37

«El ataque a tus padres fueron los humanos».

Mi cuerpo atravesó el aire como una flecha, silbando como el viento entre una masa espesa de nubes. Vibrante, suave y frío. Era como una extensión del cielo, parte de él. La brisa me golpeaba la epidermis, los ojos y los labios, y respirar se hacía dificultoso. Mi espalda ardía, se abrasaba, como la quemadura de una plancha caliente. Mi estómago se endurecía, se revolvía y luego se volvía a endurecer. Las extremidades me pesaban, y apenas era capaz de ejercer algún control sobre ellas. La piel de mi espalda estaba tensa, como la cuerda de un violín, y dolía. Todo mi cuerpo era una tortura.

Pero nada de eso era importante en ese  momento, ni siquiera el hecho de que dos alas grandes y opacas se meneaban detrás de mi espalda, uniéndose a mis terminaciones como una cola lo haría al cuerpo de un gato. Porque todo lo que podía pensar era que lo que me había dicho el glimmer era cierto. Real, tan verdadero como las uñas que se me clavaban en las palmas de las manos en ese instante.

Y si ese detalle era cierto, si aquel glimmer estaba enterado de mi habilidad, ¿qué pasaba con lo demás que había dicho?

«El ataque a tus padres fueron los humanos».

Entrecerrando los ojos con determinación, me lancé hacia adelante con una rapidez peligrosa, revolviendo y agitando el aire a mi alrededor. Mi cabello se desordenó y me golpeó los ojos, pero seguí agitando las alas con fiereza, de la única manera que conocía posible.

«¿Tiene que pasarte algo malo para que entiendas la importancia de esto?».

Tragué saliva ácida. No, ellos jamás me habrían hecho algo así. Era cierto que apenas los conocía hace unos meses, pero tenía la certeza de que cada uno tenía bondad en el fondo de su corazón, incluso Amber. Podría haber dudado de muchas cosas en la vida, pero no dudaba de ellos. Les creía. A pesar de todo... eran mis amigos. El glimmer estaba mintiendo, quería ponerme en contra de ellos para obligarme a unirme a él. Pero no, no caería en algo tan bajo. Por primera vez, haría algo bueno en mi vida. Los salvaría, salvaría a los guardianes. Haría hasta lo imposible por ayudarlos.

«Eres débil, vulnerable e incapacitada».

Torciendo un poco hacia mi derecha y adquiriendo más altura, moví mis ojos en toda la panorámica blancuzca y moteada de verde que había debajo de mi cuerpo. Se detuvieron en unas manchas oscuras como hormiguitas que habían al oeste, y se estrecharon otro poco, añadiéndole nitidez a la imagen. Personas se movían allí, y no eran cinco. Eran más, muchas más.

«Tus padres podrían estar siendo torturados y no harías nada, porque eres una inútil».

Añadí más velocidad al movimiento de mis alas, y luego las aplané como un avión para descender en picada. El aire me hería la carne, pero no me importó. Seguí planeando, como un águila en busca de su presa, dejándome llevar por la emoción.

«El Asplendor sigue siendo una inútil criatura que ni siquiera podrá servirnos de apoyo para salvar a Heavenly».

Mi corazón latía furioso, frenético. Mi piel sumaba, estremeciéndose con el hielo y el temor.

«Me harté de que seas una niña llorona que se asusta por todo. Me harté de tu cobardía y tu incapacidad para todo. No mereces estar aquí».

Respirando hondo, enrosqué las alas como un corazón y me detuve a unos treinta metros de altura, cuando la imagen de las personas se volvió clara y amplia. Derecha y magnánima, recorrí con la mirada el espectáculo sangriento que se estaba llevando a cabo abajo. Mi corazón se detuvo y todo mi cuerpo se tensó; los reconocí al instante.

Los tres guardianes, junto con Owen y Scott, estaban de pie en medio de la nieve luchando contra  lo que parecían decenas de seres vestidos de negro. «Glimmer»... habría dicho antes. Ahora ya no estaba tan segura. El peliblanco me lo había dicho: los guardianes estaban peleando contra los murk. ¿Qué eran los murk? No lo sabía, sólo sabía que querían eliminar a los glimmer y que fueron hasta allí para impedir el plan del sujeto de la chaqueta negra. Pero no lo consiguieron, porque cayeron en una trampa y ahora estaban enfrentándose contra los humanos.

Los matarían, dijo el peliblanco. Yo no estaba tan segura.

Cogiendo mucho aire, llené mis pulmones y me obligué a tranquilizarme. Volví a analizar la imagen de abajo. No con unos ojos llenos de añoranza o preocupación, sino con los ojos de una guerrera.

La mayoría de mis compañeros se movían lento, cansados por el esfuerzo o debilitados por las heridas que le bañaban la piel de sangre o sudor. Un aro de fuego azul los rodeaba, pero era pequeño y sin brillo, como si llevara demasiado tiempo encendido y su energía hubiera sido extinguida por el ataque de aquellos monstruos sin piedad. Lo sabía, era el fuego de Scott, y estaba allí con la intención de apartarlos de las bestias con aspecto humano que los atacaban, pero su energía se había agotado hace tiempo y ahora sólo describía una línea de brasas por la nieve.

Varios murk, o glimmer, se habían colado al interior del círculo y descargaban ataques de energía oscura sobre mis compañeros. Pero los guardianes se apartaban, esquivándolos con una ligereza admirable, y Reece se encargaba de crear escudos de nieve que cogía del piso para proteger a Owen o a Scott. Se veía exhausto, como si sus movimientos fueran cada vez más limitados y dolorosos.

Y lo entendía.

Reece se encargaba de controlar sus espadas en el aire, cortando la carne y huesos de todo aquel que se le acercaba demasiado, pero también se estaba preocupando de proteger a los demás con montículos de nieve que formaban escudos impenetrables, así como también de saltar, correr y esquivar. Era como una máquina, una máquina diseñada para alcanzar la perfección y un rendimiento y exacto. Pero incluso las mejores máquinas, con sus baterías especiales y envidiables, se agotaban. Y eso le estaba pasando a él.

Amber trataba de ayudarlo enviando electricidad a todo aquel que le suponía un peligro, pero estaba claro que eran rayos mucho más débiles y pequeños de lo que ella misma esperaba. Ethan y Casper hacían lo mismo; tríos de bestias se desplomaban bajo el acero de sus armas y vertían su sangre sobre la nieve al mismo tiempo, pero también estaban agotados. Casper estaba en su forma humana, lleno de sudor y salpicado de rojo; no había duda de que su Splendor se había agotado. Y Ethan no tenía mucho que hacer, su Splendor no servía de mucho en un lugar desprovisto de animales.

Pero a pesar de todo, eran Owen y Scott los que más me preocupaban. Con la piel pálida y cenicienta, lleno de terror, Owen retrocedía tratando de escapar de los seres oscuros que lo atacaban desde el frente. Tenía el cabello empapado en sudor, la ropa húmeda y las manos vacías; el arma que le entregué había desaparecido de su cinturón de armas. Estaba desarmado. Me desesperó la vulnerabilidad de la que era presa su rostro, como si todo lo que vieran sus ojos lo horrorizara, y tuve unas innegables ganas de volar hasta él y cubrirlo con mi cuerpo.

Sin embargo, fue Scott quien lo hizo.

Blandiendo la daga que tenía en la mano con movimientos equívocos, se posicionó frente a Owen e intentó amedrentar a los enemigos que avanzaban hacia ellos. No obstante, aquellos seres no parecían temerle a armas tan simples, ni siquiera con la expresión determinante que se dibujaba en la cara de Scott.

Uno de los murk, de cabello amarillento y hasta la cintura, caminó hacia Scott con pasos tambaleantes y alzó en su mano una especie de sable titilante que emitía destellos violáceos en el ambiente. Una sonrisa repleta de maldad se curvaba en sus labios y en sus ojos la diversión florecía. Era obvio que la daga de Scott no lo asustaba, ni mucho menos lo sorprendía. Es más, era como si todo eso no fuera más que un juego, un juego en el que estaba seguro que iba a ganar.

Estrechando los ojos, agité mis alas y extendí los brazos hacia adelante, preparada para volar e imponerme entre ambos. Sin embargo, no contaba con que un fuego ardiente se desataría entre mis omóplatos y luego mi cuerpo comenzaría a descender girando en medio del aire, como un avión al que acababan de bombardearle una de sus alas.

Me habían atacado.

Gemí, cerré los ojos y me mordí la lengua. Sentí el choque de mi cuerpo contra la nieve incluso antes de poder reaccionar. Algo caliente me calcinó la columna, triturándome, y enseguida el dolor se extendió por el resto de mi cuerpo. Mi cabeza bombeó, rogando por auxilio, y mis ojos palpitaron lastimados. Cuando levanté el cuello y enfoqué mi mirada, me di cuenta de que mi barbilla destilaba sangre y que un montón de nieve me rodeaba el cuerpo. Estaba de estómago entre un montículo de hielo y no oía a ninguno de los guardianes cerca; había caído a cierta distancia de ellos y al parecer ninguno me había visto.

Entrando en pánico y recordando al murk de cabello rubio con sus zarpas próximas a Scott, extendí una mano hacia adelante y me impulsé para incorporarme. La determinación y el valor no fueron suficientes para acallar el dolor que se agudizó en mi espalda y en la parte trasera de mi cabeza. Un quejido mitad aullido se robó mi voz, en busca de desahogo, y mis codos flaquearon al momento de sostener mi peso. Aun así, logré sentarme y enderezar la cabeza. Todo el piso pareció menearse y volverse difuso en el acto, pero se normalizó cuando volví a respirar.

De inmediato miré a mi alrededor, buscando a los guardianes, y me desesperé cuando vi que estaban a sólo diez metros de distancia. Todo adentro de mí se aceleró cuando los identifiqué. Lo supe por la hilera de brasas celestes que se esparcían entre la nieve, por los gritos enloquecidos de Amber... y por el cuerpo desplomado de Scott. Había pasado, el monstruo lo había alcanzado y de su pecho emanaba sangre a chorros. Los guardianes estaban demasiado ocupados como para socorrerlo, combatiendo contra los seres que los atacaban, y Owen demasiado pasmado como para defenderlo.

Una sensación escalofriante se apoderó de mí, congelándome y quemándome a la vez. Miré hacia atrás, buscando mis alas, y no las encontré. Traté de volver a sacarlas, pero no lo logré. Era como si de un momento a otro mi habilidad hubiera desaparecido. ¿Acaso no podía usarla más de una vez?

No me importó, de todos modos me levanté, cojeando con el pie izquierdo,  y corrí como un leopardo hacia la circunferencia hecha de fuego. Con la vista borrosa y jadeando, salté la línea de brasas y me desplomé junto al cuerpo de Scott. Una marea de gritos de sorpresa e incredulidad me bañó, sin embargo, no miré a nadie y en lo único que me concentré fue en llevar mis manos hasta el rostro de Scott.

Su frío me quemó, su quietud me asaltó.

—¡Scott! —grité; mi voz llenó el silencio que mi presencia estaba creando—. ¡Despierta, Scott!

Sus párpados, tan blancos como el resto de su piel, se agitaron y se abrieron para enseñarme los portales verdes que habían tras ellos. Su boca tembló, y más sangre brotó de ella.

—Fe... nómeno. —El líquido rojizo se mezcló con su voz débil—. ¿Estás...?

—Tranquilo, te pondrás bien —dije con decisión, guiando mis manos hasta su cinturón con rapidez para extraer la inyección regenerativa que tenía guardada en el interior—. No hables, sólo respira. Quédate conmigo.

—No me mientas —balbuceó—, sabes que no lo lograré.

Observé su abdomen, todo teñido de carmín, y una mueca luchó por adueñarse de mis facciones, pero la aparté. No necesitaba que Scott se enterara de lo mal que se veía, ni de lo mucho que me preocupaba. Lo único que necesitaba era extraer esa jeringa y clavársela en el músculo. Nada más.

—Vas a estar bien —repetí, abriendo la caja metálica y negra con brusquedad. El broche pareció enredarse en mi dedo, incitándome a fallar—. Voy a ponerte esto y te sentirás mejor.

—No es cierto —farfulló.

—Sí, voy a...

—¡Celeste, cuidado! —exclamó Amber sobresaltándome. Su voz llegó a mis oídos de forma tardía. Cuando levanté la cabeza, apenas fui consciente del hielo que se levantó frente a mí para cubrirme de uno de los ataques que estaban lanzando nuestros enemigos—. ¡Apártate de ahí! ¡Te van a alcanzar!

Una sensación fría comenzó a congelarme el estómago. Gritos y ruidos de los que no sabía su procedencia comenzaron a alzarse a mi alrededor, como si la guerra que había sido detenida con mi llegada hubiera reanudado su marcha con el doble de potencia. Sentí la piel erizarse en mi cuello, temerosa, pero no le transmití nada de eso a Scott. Sólo lo miré, con calma, y esbocé una sonrisa en mis labios.

—Tengo que hacer esto muy rápido —murmuré con prisa, quitando la tapa de la inyección con mis dientes y llevando la aguja delgada y larga hasta la parte superior de su brazo—. Te va a doler un poco, pero lo soportarás. Bueno, eso dice Casper.

Una mano me agarró el codo derecho y me impidió completar lo que estaba haciendo. Cuando me giré para protestar, me sorprendí al encontrarme con Casper. Sus ojos, cubiertos por los mechones sudados y negruzcos de su cabello, me observaban con preocupación y ansiedad. Un extenso corte le cruzaba la frente, y una línea de sangre se derramaba desde allí hasta su barbilla.

—Celeste, tienes que salir de aquí —me dijo con urgencia, tirándome para ponerme de pie—. Tienes que escapar, es peligroso que permanezcas aquí. Nosotros los entretendremos para que escapes, pero tienes que hacerlo rápido.

Abrí mucho los ojos, ofendida, y halé para liberarme.

—No voy a dejar a Scott —repuse—. No voy a abandonar a nadie.

—¡No seas testaruda!

Una flecha atravesó el aire, directo contra la cabeza de Casper, pero otra barra de hielo se interpuso en el ataque y lo protegió. Más allá, un murk, o un glimmer, chilló encolerizado y extrajo otra flecha de su carcaj, listo para rematar. No obstante, su plan se vio frustrado por la corta espada que le atravesó el cuello y luego se le clavó en el pecho, manchando de sangre la brisa de alrededor. El ser se agitó con movimientos espasmódicos y desesperados, pero dejó de hacerlo cuando una nube de nieve se le derramó encima. Reece.

—Vete, fenómeno —murmuró Scott, llamando mi atención otra vez—. Sabes que voy a morir de todos modos. Deberías estar... feliz.

—No —negué, recorriéndole los ojos con compasión y tristeza. El tono verdoso y brillante de sus iris resaltaba la palidez de su piel—. Recuerda lo que me dijiste. Morirías cuando tuvieras cien años y todo el mundo lloraría tu muerte.

—Traté de protegerlo... pero fallé —balbuceó; el agua se apoderó de sus ojos y más sangre se esparció por sus comisuras—. Perdóname.  Sé que es importante para ti.

—¿Quién? —pregunté con voz temblorosa.

—Owen. —Tosió, y vi horrorizada como la sangre le llenaba también los orificios de la nariz, invadiéndolo por completo—. Perdóname por todo lo que hice. Sé que debes odiarme, pero...

—No, no sigas —lo frené—. No te despidas de mí.

—No puedo... verte —habló con desesperación. Por supuesto que no, había sangre también en sus ojos, y otra también saliendo por sus orejas. Aterrada, me pregunté qué le habían hecho, o cuánto de él habían dañado—. No puedo... No quiero que me veas así.

¿Se refería a eso?

Tiré de mi mano con hostilidad, apartándome de Casper, y llevé la jeringa directo contra el brazo de Scott, atravesándole la ropa y la piel. Sentí la aguja atravesar sus fibras musculares, así como el contenido denso esparciéndose con dificultad en su interior. Scott gimió adolorido, demostrándome que aún podía seguir sintiendo, y burbujas de sangre se le formaron entre los labios.

—Sólo falta esperar —musité, levantando su cabeza con sumo cuidado para ponerla sobre mis piernas—. Dentro de un minuto deberías comenzar a regenerarte.

—Celeste, vamos —me pidió Casper desde atrás, moviéndome el hombro con insistencia—. No puedes seguir aquí. Es demasiado peligroso. Los glimmer...

Cerré los ojos durante un segundo, tratando de tranquilizarme, pero de todos modos mi respuesta salió en forma de grito.

—¡No voy a abandonarlo!

—Entonces yo también me quedaré aquí, protegiéndote —decidió, deslizando su espada por la vaina marrón que tenía en la cintura—. Tú eres la última esperanza que tiene Heavenly, no dejaré que mueras por un intento de heroísmo.

Lo miré con el ceño fruncido, ofendida con su comentario, y analicé las heridas severas que tenía su cuerpo. Eran muchas, en su cabeza, en el pecho, en los brazos y en las piernas, ni siquiera entendía cómo era capaz de seguir de pie. Estaba claro que si continuaba así no resistiría, y llegaría un punto donde lo único que haría sería vomitar desplomado sobre la nieve. Exhausto y acabado.

—No tienes que quedarte aquí, ya no los necesito. —Mi voz fue dura, tal como pretendía. Una vez más, traté de extraer las alas negras que había utilizado hace unos minutos, pero se me hizo imposible lograrlo—. Puedo cuidarme sola, vete de aquí y preocúpate de ti mismo.

—No. —Uno de los seres se le lanzó encima por el costado, arremetiéndolo con una extraña cuchilla, pero Casper se escabulló con habilidad y lo contraatacó con su espada, reduciéndolo a pedazos de carne con una ferocidad admirable. Cuando se enderezó, me miró con una sonrisa—. Si te quedas aquí, yo también me quedo.

—¡Casper, vete! —exclamé, mirando a mi alrededor—. ¡Cuida a Owen!

Una mano delgada me apretó el hombro.

—Estoy aquí, Celeste —susurró Owen con un hilillo de voz, apareciendo a mi lado con un sigilo escalofriante—. No te preocupes por mí. No me separaré de ti.

—Owen —siseé.

—¡Yo los protejo! —gritó Casper, poniéndose frente a nosotros con la espada alzada entre sus manos, dándonos la espalda—. No se muevan, yo me encargaré de que nadie sobrepase esta línea. Owen, preocúpate de mirar atrás de tu espalda. Si ves algo...

El caos se robó sus últimas palabras. Una línea de enemigos apareció frente a él, avanzando con decisión hacia dónde nos encontrábamos, y uno de ellos, un pelirrojo que estaba en el centro, extendió un brazo hacia adelante. Luego de él, uno, dos, tres... todos lo siguieron e hicieron lo mismo. Entre sus dedos, cinco bolas rojas de energía bulleron y se agitaron, revolviéndose como un remolino ardiente, preparadas para explotar contra el cuerpo de Casper.

Abrí la boca, angustiada, y cogí la cabeza de Scott para dejarla sobre la nieve y ponerme de pie. No obstante, todo pasó demasiado rápido como para alcanzar a levantarme. Los seres expulsaron las bolas, como proyectiles hechos de fuego vivo, y éstas cruzaron el aire a una velocidad impactante. Casper se removió nervioso, consciente de que nada sería capaz de frenar un poder de esa magnitud, y trató de hacer algo con la espada. Pero sus dedos, tan blancos como la sal, apenas fueron capaces de sostenerla.

Miré hacia los lados, intentando hallar a Reece, sin embargo, todo lo que encontré fue a Ethan. Exacto, a Ethan. Un Ethan saludable y rápido que se movió como una gacela para aparecer en frente de Casper y llevarse el impacto.

La explosión lo removió todo. Trozos de hielo, nieve y restos de fuego me llenaron el cuerpo, hiriéndome los ojos. Sentí sangre derramándose por mis oídos, y luego, cuando alcé la cabeza, algo abrasándome la carne de los hombros. Un rápido vistazo a mi cuerpo me hizo darme cuenta de que habían pedazos de carbón encendido quemándome la ropa. Los aparté con frustración y enseguida miré al frente, atemorizada.

Entonces lo vi, todo borroso y difuso, a Casper de rodillas entre unas manchas oscuras que sólo podían ser los restos de Ethan. Apenas pude reaccionar. Oí sus gritos de lamento y sus sollozos doloridos incluso antes de verlo abrir la boca. Casper se retorció, desesperado, y con las manos trató de recoger las brasas centelleantes a pesar de estar quemándose las manos. Verlo así me partió el alma, e hizo que todo dentro de mí se retorciera. Amber también gritó, enloquecida, y comenzó a llorar. Los dedos de Casper dejaron de recoger el fuego cuando comprendieron que no había nada que rescatar, y se derrumbaron al lado, inertes, rojos y ennegrecidos.

Un nudo espeso se formó dentro de mi pecho. Parpadeé con frenesí, tratando de convencerme de que todo era una pesadilla. Pero no, todo era real. Scott estaba agonizando, y Ethan estaba muerto, sus restos estaban esparcidos en la nieve, junto a Scott y sobre mi ropa. Estaba muerto, esos seres lo habían asesinado.

Por mi culpa.

Casper continuó gimiendo, inmóvil, y se llevó las manos al rostro para cubrirse el reguero de lagrimas con los dedos. Al frente, una de las bestias saltó y aterrizó junto a él, riendo con descaro y malicia. Lo cogió del cabello, alzándolo con una fuerza sobrenatural, y luego lo lanzó en el aire para estrellarlo contra un arbusto. Más allá, otro de los seres aprovechó la vulnerabilidad de Amber y la apuñaló en el hombro, derrumbándola sobre el piso. Owen, a mi lado, se dejó caer. Y Reece, más allá, trató de defenderse de seis murk que lo atacaron al mismo tiempo.

Por mi culpa.

La ira se encendió dentro de mi estómago, alimentando un fuego que nació en aquella zona de mi cuerpo. El aire se agitó a mi alrededor, ardiente, e hizo que mi propio cabello me azotara los ojos. Me quedé sin aire y sin audición. Sabía que había gente gritando a mi lado, de furia y lamento, pero no podía oírlos. Todo lo que sentía era ese calor asfixiante en mi pecho, en mi estómago y en mis manos. Esa rabia avasalladora consumiendo mi cabeza, acabando con todo. Ese frío temor eclipsando con mi valor. La tristeza acallando la inquina.

«Podrías imitar cualquier habilidad que hayas visto con sólo pensarlo». «No eres débil, eres nuestra heroína». «La mano de Dios».

Un gemido de exasperación emergió de entre mis labios, fruto del furor que estaba sintiendo. Era imposible no odiarme a mí misma, o sentir resentimiento contra esos seres. El rencor alimentaba mi cuerpo, como un buen samaritano a un mendigo, y estaba segura de que era lo único que seguía manteniéndome con vida. La maldad turbó mis sentimientos, alborotándolo todo, y el deseo de venganza osciló en mi cerebro, perturbando mis pensamientos. Percibí el fuego en mis manos, aun antes de advertir su fulgor.

«Podrías imitar cualquier habilidad que hayas visto con sólo pensarlo».

¿Estaría muy loca si lo volvía a intentarlo a pesar de haber fallado dos veces? ¿Cuántas veces no me había escabullido a mirar las noticias y había admirado las habilidades de los demás? ¿Cuántas veces no había deseado ser como ellos? ¿Cuántas veces no había admirado su osadía, valentía y coraje? ¿Cuántas?

Me puse de pie, temblando como un barco de papel, y arrastré mis botas por la nieve con una mirada de desconsuelo. Me fijé en Casper, sentado entre las ramas húmedas de un árbol; en Amber, con su brazo chorreante teñido de granate; en Scott, tumbado de espaldas sobre el piso; en Owen, con la vista vacía y moribunda puesta en la nada; y en Reece, con sus ojos en los míos a través de la distancia. Ver el hilo de sangre que le caía por el pómulo izquierdo se transformó en veneno, en mortalidad para mi corazón, y toda la combustión de mi complexión se intensificó. Sentí la llamarada creciendo, blandiendo en mis pulmones.

Y entonces lo demás, cada cambio en mi silueta, pasó de repente.

Mi piel se estiró, tensándose al máximo, y de mi espalda surgieron alas de fuego que se agitaron como llamas incontrolables. Un estallido de luz me rodeó, cegándome, y luego más fuego me envolvió, acariciándome. El calor me quemó las orejas, llenándolas de aire o humo, y una sensación adormecedora se extendió por toda mi piel. Los orificios de mi nariz se dilataron, de mis manos crecieron garras y cada cabello de mi melena se transformó en fuego rojo. Mi vista se tornó borrosa, como si mirara a través de un cristal empañado, y luego se aclaró de manera impresionante, convirtiendo cada fragmento de mi alrededor en un detalle.

Alaridos se revolvieron en medio del aire, como una algarabía, pero los ignoré todos y en lo único que me fijé fue en los rostros pálidos de aquellos seres extraños que me rodeaban. El odio le ganó a todo y, de pronto, lleno de confusión, lo único claro que tenía mi cerebro era que los tenía que matar. Que matarlos era lo correcto, que matarlos me haría sentir bien, que matarlos me haría feliz. Que la existencia de aquellos monstruos, sin lógica y sin sentido, jamás podría ser aceptada.

Salté.

Las alas de fuego se agitaron detrás de mí, el fuego bulló en mis dedos y las llamas salpicaron a todo aquel que mis ojos detectaron. Mi cuerpo se elevó, alcanzando una distancia tentadora, y luego descendió en picada con la misma ligereza. Abrí la boca, planeando por arriba de una hilera de enemigos que me miraban pasmados, y por la boca exhalé fuego que les prendió la ropa y les derritió la carne en cosa de segundos. Algunos, más inteligentes, se lanzaron a la nieve y rodaron por el suelo para suprimir el fuego que los envolvía. Pero otros, más lentos, se convirtieron en ceniza pura.

Inhalando con fiereza, saboreé el sabor del humo en la base de mi lengua y gruñí. Un gorgoteo inhumano llenó el ambiente, proveniente de mi garganta, y me hirió los oídos. Mis pulmones se hincharon de vapor y mis manos se encendieron. Un zumbido subió por mi estómago y se acumuló en mi garganta, incinerándome y reconfortándome. El aire tembló en mis labios, invitándome a abrir la boca y continuar con la masacre que estaba creando bajo mis pies.

Me deslicé en círculos, meneando las alas con fuerza pero lentitud, y dibujé un recorrido de llamas que cayó como lluvia encima de los murk. El fuego les alcanzó el cabello, deshaciéndolo al instante, y también la ropa del pecho; se expandía como el sonido, como si los seres estuvieran bañados en bencina y sus prendas fueran de papel. Los enrojecía, luego les ennegrecía la carne y por último los achicharraba. Sus movimientos agobiados y chillidos estridentes no eran suficientes para liberarse de mi poder. Sin embargo, aun así unos pocos se me escapaban.

Aterrizando en el piso, sintiendo la nieve volverse agua bajo mi cuerpo, extendí los brazos y cambié. En vez de fuego, de mis dedos salieron chispas eléctricas que me cosquillearon la carne por dentro. Mis mechones se levantaron, se agitaron y se enredaron. Sentí la vibración llenarme, inquietando mis células, y mis sentidos haciendo corto circuito dentro de mí. Y luego la electricidad surgió, como si fueran rayos de oro y estrellas, y colisionó contra todo aquel ser que mis ojos detectaron.

Sus cuerpos se sacudieron llenos de convulsiones y se desplomaron inertes sobre la nieve. El pelo se les achicharró, como alambre. Sus pieles se descascararon, como si no fueran más que naranjas. Y sus ojos se reventaron; de ellos manó una sustancia blancuzca y espesa como la pus. Agonizaban, como arañas a las que les han cortado las patas.

Llevé la mano a la empuñadura de mi espada, pasando la mano por debajo de mi axila, y deslicé el acero fuera de su vaina de cuero. Sentir el peso del arma en mi brazo hizo que la excitación me ahogara. Reviviendo en mi mente una vez más la imagen de una persona que no era yo, adquiriendo el poder de aquel niño pequeño al que había esquivado afuera de la panadería, me moví con rapidez y aparecí detrás de uno de los murk en menos de un segundo.

Una sonrisa maliciosa se curvó en mis labios.

—Bu.

Le clavé la espada en el costado de la cintura y lo partí por la mitad. La sangré me salpicó las mejillas y la parte delantera del traje, tiñéndome de rojo. El torso de la criatura se derrumbó sobre la nieve, y las piernas, que tardaron más tiempo en debilitarse, se le cayeron encima. Cuando me limpié la suciedad de la boca con la manga de mi ropa, con la vista fija en mi última víctima, comprendí que los dedos del ser seguían palpitando. Su cadáver me produjo asco, no era más que una masa blanda y goteante sin complexión.

Levanté la cabeza, en busca de un nuevo enemigo, y me concentré en uno que se encontraba agachado junto al cuerpo abrasado de uno de sus compañeros. Le tocaba los párpados con los dedos, como si tratara de comprobar que había fallecido, y le inspeccionaba la chaqueta en busca de armamento. Se veía débil, casi desorientado, y en lo único que pensé fue en que era mi oportunidad para matarlo. Cogí aire y corrí hacia él. La velocidad hizo hondear mi cabello como una bandera. Le atravesé el cuello a la criatura con un golpe certero, justo cuando se volteaba a mirarme, y acabé con su vida para siempre.

Una sensación de paz me llenó por dentro. Me sentí plena, tranquila. Era como si con cada muerte, una molécula de oxígeno entrara a mi vida para rellenar mis pulmones. Las manos que me oprimían el corazón y lo encarcelaban, habían escondido sus garras y ahora sólo lo acariciaban suavemente. A mi mente le gustaba ese mundo mortífero. Un mundo lleno de sangre, muerte y venganza. Y podría haber estado todo el día dentro de él. Cortando, desgarrando, triturando. Matando, matando, matando.

Pero todo se redujo al grito de Owen.

Me giré, reaccionando de golpe, y enfoqué mi mirada en el cuerpo del chico desnutrido al que sostenían dos criaturas por los brazos. Owen. Me desesperé, y de inmediato traté de llegar hasta él con la velocidad aumentada que había adquirido. Ver su expresión de temor, sus pómulos húmedos y manchados por las huellas que habían dejado las lagrimas, me enfureció. No obstante, la habilidad no funcionó, y todo lo que di fueron pasos lentos y mundanos. Aterrada, miré el alrededor de Owen en busca de ayuda, pero todo lo que vi fue a Scott herido, enterrado en la nieve.

Seguí corriendo, apretando la empuñadura de la espada con fuerza, y pensé con prisa en otro de los tantos poderes que había visto a lo largo de mi vida. Miles de imágenes pasaron por mi mente, tentándome a acariciarlas. Splendores brillantes, opacos y curtidos. Pero ninguno llegó a tocar mi alma, porque mis ojos acababan de divisar la silueta de Reece luchando contra tres criaturas al mismo tiempo, muy cerca de Owen, y todo mi mundo se estrechó para pensar en ello.

Adquiriendo una determinación que no tenía, presa de la ansiedad, levanté mejor mis rodillas y empleé mayor velocidad a mis zancadas. Mi espada, sarandeandose entre mis dedos, lanzó destellos de luz en el aire que iba dejando atrás.

—¡Reece! —grité con voz ronca.

Sus ojos, estrechados y endurecidos, se apartaron de los seres que lo rodeaban y se encontraron con los míos. Por un momento, el tiempo se relentizó en el espacio que nos limitaba, y pude ver con completa claridad el orgullo que florecía en sus iris añiles. Casi creí divisar un lento movimiento en sus labios, separándose para formar dos simples palabras: «Te amo». Mi corazón se encogió, henchido de amor. No obstante, pude disfrutar demasiado poco de aquella inmensa felicidad.

Una de las criaturas que se encontraba a su lado, con la zarpa estirada para alcanzarle el cuello, se le lanzó encima y lo atacó como si su único deseo fuera destrozarle la carne y la tráquea. Reece fue rápido, se agachó rompiendo el contacto de mis ojos y esquivo la mano de la criatura. Sin embargo, los otros dos seres no perdieron el tiempo y lo embistieron por la espalda, rasgándole la ropa. Me pregunté porqué no se defendía con sus espadas, o porqué no utilizaba su Splendor, y comprendí con espanto que Reece ya había perdido ambas cosas hace rato.

Me descontrolé, gruñí y sufrí, entonces expulsé una vez más el nombre de Reece, llamándolo con brutalidad, y cuando sus ojos me miraron, con prisa y añoranza, levanté mi brazo y le arrojé mi espada. El metal rompió la brisa, silbando como un ave, y aterrizó sobre su mano con una precisión impecable. Reece la empuñó con elegancia, enzarzándose otra vez en la batalla, e inició un torbellino de movimientos que me dejaron sin habla. Podría haberlo estado observando una eternidad, pero no podía.

Tenía que llegar a Owen.

Mirando una vez más al frente, entrecerré mis ojos y me concentré en los dos monstruos que retenían a Owen. Parecían burlarse de él, zamarreándolo mientras disfrutaban la panorámica que les daba su palidez enfermiza y sus sollozos compasivos. Apreté la mandíbula, hirviendo en odio, y dejé que el óxido de mi lengua me diera calma. Los mataría, destruiría sus cuerpos en mil pedazos, y no volverían a poner sus asquerosas manos sobre Owen nunca más.

Ambas criaturas se giraron a mirarme cuando me detuve frente a ellos. Por un segundo, titubearon, sin saber muy bien qué hacer. Sin embargo, no les di tiempo para reaccionar. Deslizándome como una víbora, agarré a uno por el costado y lo levanté como si no fuera más que una liviana pluma. Su garganta chilló, suplicante, pero lo zamarreé y luego lo tiré en medio del aire. Su cuerpo, robusto y musculoso, voló como un proyectil y se estrelló contra un árbol, partiéndolo por la mitad.

Sin siquiera contemplar mi obra maestra, me volteé y fui en busca del otro. Eso aún no acababa. La criatura soltó a Owen con rapidez y corrió en busca de escape. Pero yo no quería dejarlo escapar, no después de lo que había hecho. Quería clavarle las uñas en el cuello, arañarle la piel y descubrir sus huesos. Torturarlo hasta que la muerte se convirtiera en su paraíso. Matarlo y...

—¡Reece! —Era la voz de Amber, gritando desesperada.

Mi juicio se nubló.

Me giré, no muy segura de lo que esperaba encontrar, y mis ojos se encontraron con una realidad que no querían ver. Por un momento, sopesé la idea de estar en una pesadilla, caminando sobre el filo de una fina cuchilla afilada. Sin embargo, cuando el dolor me quemó el pecho, de una forma tan ardiente que sólo podía ser real, descubrí que era cierto. Que realmente allí, sobre la nieve, en un país que no conocía, mi alma acababa de ser apuñalada por mil espinas.

Reece, mi pequeño y ligero Reece, estaba de pie frente a la imagen vulnerable de Casper, quien aún se encontraba arrodillado entre los restos de Ethan. En sus manos, tambaleante y vibrante, colgaba el arma que le había lanzado para que se defendiera. Pero de su pecho, atravesándole la caja torácica y el corazón, otra arma de acero rutilante sobresalía. ¿Qué había pasado? Los ojos llenos de asombro y dolor de Casper me lo revelaron: Reece había tratado de protegerlo, al igual que Ethan, y se había llevado todo el impacto.

El aire se escapó de mis pulmones.

Reece se meneó confundido, como si no pudiera convencerse de que realmente había algo enterrado en su cuerpo, y mi espada se le cayó de las manos. Luego se le doblaron las rodillas, se le cerraron los ojos, y su cuerpo se desplomó sobre la nieve como un insignificante muñeco de trapo. Las pelusas de nieve que bajaban desde el cielo se le hundieron en el cabello, congelándolo, y los gritos de Amber construyeron una extraña melodía a su alrededor. Un enorme caos estalló en el bosque, lo supe, pero dentro de mí todo se pausó.

Ni siquiera me di cuenta del momento en el que me arrastré hasta Reece, con los ojos abiertos de horror, y moví su cuerpo para poner su gélida cabeza encima de mis muslos. Sólo sé que cuando lo vi, y tanteé la suave piel de sus mejillas, un nudo de lagrimas se camufló detrás de mis ojos. Lo miré pasmada, como si todavía creyera que aquello era una ilusión de la que despertaría en cualquier momento, y abrí los labios por puro instinto.

—Reece. —Su nombre sonó áspero en mi lengua, lastimoso, lleno de agonía.

Reece tosió, apenas, y decenas de burbujitas de sangre se deslizaron por su barbilla. Cuando me miró, sus perlas azules parecieron buscarme, como si no pudieran encontrarme en aquel cielo gris que nos cubría. Verlo así, tendido entre mis brazos, me partió el corazón.

—Mi amor... —dijo con dificultad, expulsando sangre con cada palabra. Su rostro, siempre sereno y confiado, era como una cenicienta fotocopia de lo que había sido: gris y llena de falsedad—. Eres... maravillosa.

Mis ojos, tan abiertos como dos portales, lo observaron con dolor. En mis manos, inmóviles e insensibles, una luminosa luz verde comenzó a alimentarse. Una luz brillante, ondeante, tan viva como la de Betty.

—No, déjame... —murmuró, sonriendo con debilidad—. No te esfuerces. Ya no hay nada que pueda ayudarme.

—No —negué, aplicando el Splendor de Betty sobre su cuerpo, con urgencia y necesidad, a pesar de lo que me decía—. Yo no... ¿Qué voy a hacer sin ti?

—Tienes un mundo por proteger.

—Tú eres mi mundo, y te fallé.

—No digas eso —musitó—. Tú no me fallaste, muñeca. Tú... me mostraste que en la oscuridad también puede haber luz. Que la luz... qué tú, mi luz, puedes iluminar hasta el corazón más oscuro. Tú me... salvaste. Me hiciste sentir bueno, normal. Y siempre voy a...

—No —sollocé. Sentía el dolor en mis entrañas, rasgándome por dentro. Un monstruo feroz alimentándose de mi respiración, las garras de una bestia apretándome el corazón. Mi alma pesada, inerte, desmoronada. Y un nudo en mi garganta, robándose mis palabras—. Te amo... No me dejes, por favor. No te alejes de mí.

Sus labios, separados, se mancharon de más sangre. Su pecho se agitó con un pequeño temblor, como las alas de una mariposa rota, y sus ojos se abrieron aún más, atemorizados. Algo se había roto dentro de su cuerpo, y él estaba sintiendo todo el proceso. Su expresión, puro dolor, me lo decía, sin necesidad de preguntar.

Incliné la cabeza sobre él, uniendo mi frente con la suya, y cerré los ojos. El frío de su epidermis se unió al mío, reconfortándome y matándome a la vez.

—Voy a sanarte, Reece —susurré, apretando los ojos con fuerza; dentro de mí, una bestia se comía cada lagrima que me tragaba—. Voy a hacer que estés bien y cuando volvamos a casa, vamos a luchar para que el gobierno le cambie el nombre al departamento de AICAM. —Una risa frustrada se escabulló por mi boca—. Y me vas a enseñar a pintar, ¿bueno?

Lagrimas se derramaron por mis ojos y por mi nariz, asfixiándome aún más.

—Y le diremos a mis padres que te amo, aunque probablemente me matarán cuando lo haga —añadí, relamiéndome la sal de los labios—. Pero tendrán que entenderlo, ¿no? Después de todo, sería fantástico que alguien no se enamorara de ti. —Un sollozo me sacudió el cuerpo—. Porque lo admito, tenías razón. Eres genial. Lo admito, Reece.

Mis dedos le acariciaron el pecho, llenándolo de calor.

—Reece —lo llamé; mi voz pendía de un fino hilo—. Dije que lo admito, eres perfecto. Jamás voy a volver a decir lo contrario. Nunca...  —Otro sollozo—. ¿Recuerdas cuando me dijiste que juntos íbamos a solucionarlo? Bueno, juntos lo solucionaremos. Vamos a encontrar a Betty, salvar Heavenly y ser libres. Te lo prometo.

No obtuve respuesta.

—Y puedo reconocer que eres genial todos los días, si así quieres —musité—. Reece, haré lo que quieras, pero háblame. —Le zamarreé el cuerpo, con más brusquedad de la que me sentía capaz—. Por favor, dime algo. No te quedes callado. No me... —Lo moví—. Por favor...

Más silencio.

—Reece, te amo. Dime que me amas también.

Pero él no me respondió.

Levanté la cabeza, destrozada, y a través de mis lagrimas miré el rostro de Reece. A primera impresión, el alivio me hizo ver que aún tenía los ojos abiertos. Sin embargo, al contemplar la quietud de ellos, el vacío que los llenaba, la oscuridad que los bañaba, todo ese alivio se esfumó. Mi corazón, mi alma, todo mi ser, se rompió en dos.

Porque lo supe... Reece había muerto.

Odio, tristeza y dolor, eso fue todo lo que sentí dentro de mi cuerpo muerto. Luego escuché los gritos, gritos desesperados y desgarradores que identifiqué como míos cuando sentí sangrar mi garganta. Y por último, la luz. Esa luz rodeándome, llenándome, quemándome, con olor a asesina, invadiéndolo todo, colisiónando contra el cielo y acabando conmigo.

Ni siquiera supe lo que estaba pasando. Simplemente, todo olía a humo.

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